miércoles, 10 de agosto de 2011

Relatos sueltos


I
La noche era espléndida y generosa. Me encontraba ahí, sentado a la mesa, en el exterior, al frente de un parque, y bebía la tercera jarra en compañía de un amigo; era un bar que conocíamos de tiempo. Conversábamos muy amenamente sobre algunas tristezas y anécdotas del pasado, cuando se acercó, arrastrando los pies, un tipo muy desaliñado, con rostro de loco pobre y sin ningún signo de haber conocido el agua y unas tijeras por mucho tiempo. Mi amigo se puso en pie y se fue al baño, ignorándolo. El visitante se quedó parado, tambaleándose, muy apegado a mí y observándome atentamente. Luego, estirando el brazo, me dijo:    
—¿Me daría unas monedas, señor?
—¿Y para qué son, amigo? —le inquirí.
—Bueno, le aseguro que no son para comprar un litro de leche.
—Bien, y dígame ¿qué hace usted de su vida?
—Beber y beber, ¿y usted, señor?
—Yo… escribo, soy poeta…, creo.
—Ah, no está muy seguro; yo estoy seguro de ser un buen borracho.
—De acuerdo, ¿y qué hace un borracho cuando está sobrio para hacer de este mundo perverso y absurdo, un lugar mejor?
—Mire, señor, yo no sé muy bien la diferencia entre estar sobrio o borracho, pero de algo estoy seguro, los sobrios están destruyendo el mundo...
—Tiene razón, amigo, el poeta es usted, tome este billete, pero con una condición: no lo vaya a gastar en leche.
II
Cuando entro al Facebook, siempre pierdo mi tiempo observando, estúpidamente, alguno que otro comentario, los cuales suelen mostrar la psicología patológica de los que la escriben; colocan, de una manera excéntrica, fotos mostrando sus aburridos éxitos; cuentan, además, estupideces, nimiedades, banalidades, vacuidades, aburridas intimidades y peroratas políticas, religiosas y paranormales, bastante vomitivas… Al final, me hacen sentir como un imbécil, porque yo gasto más horas que un idiota buscando siempre cosas interesantes para el blog. La verdad es que en el Facebook solamente encuentro un cardumen de jugadores de todo calibre. Lo han convertido en una fábrica de conceptos de amistad y biografía que son un apestoso fraude. De todo esto se aprovechan los administradores; porque toda tu vida afectiva es convertida en un miserable producto, en un excremento que ellos llaman mercancía. Pero eso se ha acabado; ya no más con el Fraudebook. A partir de ahora me voy a convertir en un verdadero Blogger, limitándome a relatar anécdotas insubstanciales relativas a mi vida personal. Por ejemplo, la que me sucedió ayer mismo:
Son las doce del día.
Me detengo frente a la mesa y echo sobre un plato de loza el contenido de una lata de garbanzos precocidos, que luego llevo al microondas. Lo mío siempre han sido los fréjoles canarios con tocino, pero, con lágrimas en las papilas, mi desatendido paladar me pedía algo nuevo.
Como no sabía el tiempo que necesitaba para calentarse, le di cinco minutos: dos más de lo que suelen necesitar los fréjoles con tocino. Al sonar la campana de aviso, abrí la puerta del microondas y vi que me había excedido con el tiempo, pues aquello parecía una especie de infierno culinario, todo estaba cubierto por una densa capa de vapor. Con curiosidad y mucho cuidado, lo extraigo agitando el pecho y dándole soplidos huracanados. Por fin, al lograr observar el interior del plato, vi con tristeza que el trozo de tocino, que me había tocado en suerte, crepitaba angustiosamente entre las legumbres; como si fuera algo vivo, aparentaba estar retorciéndose de dolor. Por el hambre y el apuro, metí la cuchara para remover un poco el cocido, resoplándolo, con la intención de disipar el exceso de calor. Entonces sonó un “pop” y un garbanzo traicionero saltó desde el caldo describiendo, cual bala de cañón, una trayectoria parabólica en el aire hasta caer finalmente sobre mi antebrazo izquierdo. Me llevé la mano derecha hasta el punto del impacto con un gesto de dolor, pues el ardiente garbanzo me había quemado. Al retirarla, vi que la maldita legumbre asesina había dejado un círculo de piel enrojecida. Sin pensarlo dos veces, lo cubrí con una toalla mojada y salí corriendo hacia el hospital más cercano.
Así, después de haber hecho una cola inmensa para sacar el tique, a los pocos instantes, estaba parado otra vez junto a otros pacientes en la Sala de Urgencias. Allí aguanté el dolor y mi impaciencia, con resignación de preso, durante dos horas. Cuando me tocó el turno, que me indicaron por megafonía, entré apurado a la consulta, donde me atendió un señor vestido de blanco y enmascarado.
—¿Y usted que tiene? —preguntó.
—Un garbanzo asesino se ha abalanzado sobre mí causándome una gravísima quemadura —contesté, indolente, intentando demostrar una cierta actitud estoica ante el terrible ataque sufrido.
Me miró con los ojos muy abiertos, frunciendo el ceño, creo que siguiendo un inefable protocolo. Luego, sin interés, me dijo: 
—Usted debe ir a la consulta número ocho, que está en el primer sótano, al final del pasillo nueve.
—Pero... No diga eso.
El enmascarado, de patillas grisáceas, respondió con una mueca y rio de buena gana.
Como un soldado que recibe una orden, bajé apurado hasta la mencionada consulta y toqué a la puerta. Creo que le di ocho golpes seguidos. Durante un par de minutos esperé una respuesta. Nada. Giré la cabeza para dirigir una rápida mirada hacia el pasillo, pensando que alguien vendría a ayudarme. Pero no llegaba nadie. En los segundos que siguieron, contemplé la posibilidad de que el enmascarado me había engañado. Así que irritado volví a tocar a la puerta. Entonces, sentí que alguien tiraba del picaporte con fuerza, mientras lanzaba frases soeces. De la nada, apareció en el umbral de la puerta una mujer de uniforme verde.
—Pasé y sígame —dijo, casi gritando.
Asentí y la seguí a un lado.
En el estrecho recibidor se encontraban sentados en el suelo tres hombres de apariencia maltrecha. Cuando ingresé, el que bebía del pico de una botella, se quedó señalándome con el dedo. El del medio se puso a reír abriendo la boca y mostrando sus cochinos dientes amarillos. El tercero, a quien una negra cicatriz le atravesaba el rostro, arqueó las cejas y me devolvió la mirada. Sin detenerme, yo seguí caminando junto a la uniformada mujer. Las suelas de mis zapatos chirriaban en las oscuras losas exageradamente lustradas. Cuando llegamos a otra puerta, me guió a través de un pasillo hacía una habitación amplia y muy iluminada; casi en el rincón, había ubicada una mesa de trabajo. Ante la indiferencia de la que estaba sentada, me atreví a saludarla. Ella hizo unos gestos con las manos y llamó a mi acompañante. Cuando la observé mejor, me di cuenta de que era una enfebrecida y agotada doctora.
—Déjenos solos —le dijo.
—Ahí se lo dejo —respondió, dirigiéndole una rápida mirada.
—Buenos días; siéntese —me dijo—. ¿Qué le ha ocurrido?
—No quiero sentarme, solo quiero que me curen... ¡Estoy quemado!
—Hum... Es un nuevo millonario... —dijo, clavando la mirada en mi entrepierna.
Entonces me explicó que para elaborar un diagnóstico adecuado necesitaba hacerme antes un test, el cual me dijo era de Rorschach.
—De acuerdo —dije, siguiéndole la corriente. 
A continuación, me enseñó extraños dibujos de inspiración pornográfica compuestos por manchas, los cuales me pidió que identificara correctamente.
Creo que no fallé ninguno: el mono masturbador, la pareja de lesbianas lamiéndose la vagina, el labriego follándose a una cabra, la novicia usando un rosario como carrete tailandés… Al finalizar la prueba, la doctora extendió por fin un par de recetas y me despidió con una sonrisa burlona. Me dirigí enseguida a la farmacia más próxima. Durante el camino quise saber cuál era la medicación prescrita, pero aquello estaba caligrafiado con una ininteligible letra de médico, no pude entender nada. Una vez en la botica, me di con la sorpresa de que había perdido una de las recetas. No me quedó otra que entregarle la que me quedaba. La farmacéutica que me atendió echó un vistazo rápido a los garabatos del papel y levantando la vista me quedó mirando con una cierta expresión de enfado; como si estuviera siendo objeto de una broma.
—¿Pasa algo? —pregunté, confuso.
—Sí. Aquí no aparece recetado ningún medicamento.
—¿Cómo? ¿Qué ha puesto en el papel, entonces?
—Dice exactamente: “Tenga mucho cuidado con este hombre. Es un majadero con marcados rasgos de psicópata sexual. Vacúnelo con el medicamento que tiene la otra receta y dele unos caramelos para que se vaya a su puta casa”.
Acto seguido, me devolvió con desprecio la receta médica y atendió a otro cliente, ignorándome por completo.
Indignado, regresé a casa. Entré a la cocina y me situé frente al microondas, que aún guardaba en su interior el plato de garbanzos. “Ahora se van a enterar, cabrones. De mí no se ríe nadie. Reventaran todos como sapos inflados por el culo”, les avisé a los putos garbanzos sin que me oyeran. Cerré la puerta del horno, puse el temporizador en 20 minutos y me fui al cuarto de baño a hacer de vientre, deleitándome, sentado en el excusado, con el sonido de la cruel sangría: pop… pop… pop…
Y esto es todo… Bueno, miento. En realidad, aquí no ha acabado la cosa, porque mañana pienso ir a tirar unos cuantos cócteles molotov dentro del hospital, para quemarlo: será mi venganza por el denigrante trato recibido. Pero como esa no será una anécdota insustancial, se tendrán que enterar de los detalles por los periódicos... Hasta mañana. Creo. Ya les contaré más anécdotas...

Yonipacheco

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