sábado, 15 de octubre de 2011

Durmiendo en la biblioteca con Charly

Soy una testigo ocular y de sentimiento, y ahora que escribo y la imaginación me llama al recuerdo, es un poco como si me transportara a aquel espacio y tiempo sin proponérmelo. Debe ser por lo intolerable de estar ahí, en un rincón acurrucado de mi memoria. Tal vez por eso no pretendo sumarle ni quitarle detalles a lo acontecido... Aunque algo me mueve y me inquieta a hacerlo.

Por aquel tiempo, tenía muy buenas amigas en mi facultad, aunque eran pocas. Los culpables eran mi carácter y mi manera de ver la vida. Al fin y al cabo, no necesitaba a nadie más; porque me sentía mejor así, viviendo así, sin la necesidad de buscar esperanzados momentos o hechos que cambiaran mi forma de vivir.

Ese año compartía la misma carpeta, la del centro y en primera fila, con una amiga de mi barrio. Ella era, en cierta medida, condescendiente conmigo. Nunca la vi preocuparse por lo que yo hacía. Recuerdo que desde aquel lugar yo observaba los movimientos de los profesores. Los veía estirar los brazos para tratar de explicar cada ángulo, cada curva... y desarrollar su clase preparada. Se comportaban como si fuera la descripción de sus propias vidas o un escape de estas. Otras veces, mientras esperábamos la siguiente clase, me entretenía viéndolos bromear entre ellos y juguetear con las chicas, y hacer gestos con ademanes exagerados y voz exaltada. Testimoniaban, quién sabe, alguna circunstancial anécdota. En resumidas cuentas, se advertía en el ambiente algo natural, tal vez diría, locuras estables.

Después de algo más de un año, una noche, luego de salir de la universidad rumbo a mi casa, me encontré con un viejo amigo en el ómnibus. Habíamos estudiado en el mismo colegio, en la secundaria, y compartimos la misma aula durante tres años consecutivos. Ahora también estábamos en la misma universidad. Casi al principio del año, él solía frecuentar la puerta de mi casa, lo cual me sorprendía enormemente. Y sucedió lo que tenía que suceder. Los más increíbles milagros suceden así.

Un día, por alguna ley de causalidad, llegó de improviso y me invitó al cine; pero ¡oh maravilla!, nunca llegó. Me dejó plantada y con los crespos hechos. Después de tan incalculable error, inventó infinitas disculpas, o tal vez solo una: las circunstancias, las circunstancias. Se empeñó radicalmente en resolverlo haciéndome infinitas llamadas por teléfono. Él creía que una nueva invitación lo solucionaría todo. Me llamó y me invitó a salir no sé cuántas veces, pero yo me negué de diferentes maneras. Estaba herida, más que herida, decepcionada. Recuerdo que en plena conversación, yo siempre apretaba muy despacio el pulsador y terminaba la llamada. Lo dejaba hablando solo. Era una estúpida venganza, creía que la merecía. Y también era una forma de dejarlo escarbar a solas en su conciencia...

En aquel día que les cuento, yo iba sentada y conversando amigablemente con mi amiga, cuando me pareció verlo por detrás de la ventana. Tres o cuatro personas más avanzaban a sus espaldas en el momento en que lo vi treparse al ómnibus y subir apuradamente, para luego pararse muy cerca de mí. Al principio dudé de que se tratara de él. El resplandor de la luz que se reflejaba en las ventanas creaba una sombra que no me permitía distinguir su rostro, pero sí sus facciones. El sujeto, que presentía era mi amigo, llevaba puestos unos jeans y una chompa de color azul de Jorge Chávez. Además, era exageradamente delgado, con cabello casi largo, lacio y negro, con raya al costado. Entonces sonreí y a partir de ese momento todo sucedió tan rápido. Alguien a su lado se levantó y él se retiró un poco para dejarlo pasar. Cuando se inclinó para tomar asiento, pude verle el rostro. Al reconocerlo por completo, me atrajo su apariencia, su aspecto de estudiante descuidado e indiferente. Yo seguía sentada, quieta, girada un poco, agarrada al soporte y en compañía de mi amiga del barrio y de carpeta, con la que charlaba. Él, con las piernas flexionadas, se encontraba sentado junto a la ventana en compañía de una joven mujer por azar, que supuse era otra estudiante. No se percató de que yo estaba detrás de él. En ese momento, yo charlaba con mi amiga y elevaba el tono de mi voz para que me pudiera oír y notara mi presencia. Pero no logré mi propósito. Él seguía inmutable, estático y leyendo unas separatas de algún curso de ingeniería, no sé cuál.

De pronto, sentí un saludo.

—¡Hola! —exclamó la joven que iba junto a él, a quien apenas pude reconocer.

No sé qué movimientos hice, pero me quedé observándola de forma tonta. Su cuerpo, ligeramente inclinado, estaba recostado sobre la ventana y tenía la cabeza girada hacia mí; su mano derecha permanecía levantada en señal de saludo. Traté de ignorarla, fingiendo no haberla oído.

—Hola, amiga. ¡Aquí!... Mañana tenemos que entregar el trabajo —dijo, insistiendo con su mirada.

—Ah, hola —respondí, como si despertara—; no te había reconocido. Sí, mañana es el último día —dije, dudando.

Mi amigo apretó los dedos y levantó la cabeza. En ese instante dejó de leer y se quedó quieto por un momento, luego inclinó la cabeza y siguió leyendo. Creí que había reconocido mi voz y se había dado cuenta de que yo estaba detrás de él.

—¿Me puedes dictar las preguntas? —preguntó mi amiga.

Sin perder tiempo, ella se volvió, levantándose. Ese movimiento hizo que su carpeta, que apretaba con ambas manos, rozara el hombro de él.

—Disculpa, amigo... Perdón. ¿Puedes hacerme un favor? ¿Puedes pasarte al asiento de atrás para que mi amiga se siente conmigo?

—¡Hum! —balbuceó, mirándola durante unos segundos—. Ok, claro...

Lo vi fruncir el ceño y molestarse un poco.

—¡Ven, amiga! Siéntate conmigo —exclamó, sonriendo y apartándose el cabello lacio y largo hacia atrás.

Me levanté y esperé a que él hiciera lo mismo para intercambiar los asientos. Al ponerse de pie y girar, me rozó ligeramente. Vi cómo sonreía y se volvía hacia mí sin levantar la vista. Por los gestos en su rostro, me di cuenta de que me había reconocido, pero lo disimuló rápidamente. Con la cabeza inclinada, hizo como si arreglara sus cuadernos. Al cruzarnos, lo miré fijamente, pero no pude verle la cara, ya que él mantenía la vista en el suelo, como si no se diera cuenta. Luego, cada uno tomó su nuevo lugar. Ahora yo estaba frente a él, soportando la compañía de mi amiga. Mientras me acomodaba, ella prácticamente me arrebató el cuaderno y se puso a copiar y hablar sin dejarme tiempo para decir algo. Mi otra amiga, detrás de mí, siempre comprensiva, permanecía en silencio. Al girarme hacia ella, soltó una sonrisa y asintió con la cabeza. Casi al mismo tiempo, sin poder evitarlo, volví mis ojos hacia él y lo vi leyendo sus separatas, en silencio, siguiendo atentamente su lectura. Después de un rato, el autobús se detuvo, momento que mi amiga, la lora, aprovechó para bajar apresuradamente.

"¡Ay, amiga, casi me paso...! ¡Nos vemos mañana!" dijo. Para mí, el hecho de encontrarnos mañana no tenía ninguna importancia. Rápidamente, una mujer de mediana edad con una ridícula manta al cuello se sentó junto a mí. Al hacerlo, me acorraló junto a la ventana. No le dije nada. Mi amiga que iba detrás de mí, pegada a él, solo levantó los hombros y soltó una pequeña sonrisa. Inmediatamente, el autobús reanudó su marcha.

En la Plaza Unión, cerca del paradero, el ómnibus se detuvo nuevamente; entonces, bajé apurada junto con mi amiga para dirigirnos hacia la cola y tomar el siguiente ómnibus, el que finalmente nos llevaría a nuestras casas. Agitadas y apurando el paso, atravesamos zigzagueando una vereda donde había ambulantes vendiendo golosinas. Casi al llegar, no tardé en oír una voz que me saludaba. Era mi amigo que caminaba a mi lado.

—Hola, ¿cómo están? Disculpa, estaba tan atento a mi lectura que no me di cuenta de que viajábamos juntos. Te vi bajar. Mañana empiezan mis finales y estoy un poco tonto... ¿Siempre sales a esta hora?

—Sí, casi siempre. Y tú, ¿qué tal? Te vi subir..., pero te has hecho el loco. ¿Me tienes miedo?

—Ah, sí... Digo, no. Sí, me di cuenta de que estabas a mis espaldas... Pero no he querido incomodarte... No sé si aún sigues molesta conmigo. Te he llamado tantas veces para salir... Que ya me estaba dando por vencido. No lo tomes a mal. Sí, te he visto varias veces en el ómnibus, pero..., la verdad, como ya te dije, pensé que podía incomodarte... ¿Miedo? No, nunca.

Con la cabeza casi vuelta hacia él, de soslayo, veía todo lo que hacía. Al darse cuenta de que le ponía atención, su boca resaltó una risita burlona. Giré mi cabeza y lo miré completamente. Sí, era flaquísimo. Sus ojos estaban chinos y vidriosos. Su rostro brillaba y se lo frotaba con una de las manos. Tampoco dejaba de mirarme furtivamente. Era imposible no mirarnos. Hacía mucho calor y supuse que estaba sudando. El verano se había adelantado. En este ínterin de tiempo, ruborizada por una de sus bromas, le di una leve palmada en el hombro, lo que aprovechó para quitarme uno de mis libros, el de mayor volumen.

—Te estás llevando toda la biblioteca a tu casa... ¿Y qué te cuentas? —me dijo alejándose de mí.

Me quité las gafas y me froté los ojos. Al colocármelas, lo vi apurar el paso y llegar rápidamente a la cola de los ómnibus.

—¡Apuren! Ya es muy tarde. La cola está larga...

Tal vez corrí, no recuerdo, pero ya en la cola empezamos a hablar de los amigos del colegio y de algunas cuestiones académicas. Allí parados y mientras conversábamos, no dejaba de examinarme. Sus ojos fijos en mí, me ponían nerviosa. Él también parecía estar igual que yo porque hablaba cosas sin sentido. Al fin la cola se terminó y nos trepamos al ómnibus. Mi amiga, al entender nuestros rubores, subió con nosotros y se fue a otro lado. Así que nos sentamos juntos por primera vez. En el colegio nunca lo habíamos hecho. Lo vi examinar el lugar sin parar de sonreír y de hacer gestos con su boca y sus manos. Cargaba sobre sus piernas un cuaderno, unos folletos y mi libro gordo. Sin advertirlo, me volví hacia él y nuestras miradas se encontraron. Me sonrojé y quedé inmóvil por un instante. Salí con una pregunta:

—Y, ¿qué preparativos para las fiestas de Navidad? De seguro te vas a perder... Te irás por ahí con tus amigos a alguna fiesta.

Se quedó mudo. Pensé que mi pregunta le había incomodado porque volteó la cabeza hacia la ventana y se quedó quieto y pensativo. Pero al rato se volvió y me miró con la cabeza detenida y sobándose la barbilla con una de sus manos.

—La voy a pasar en casa. Las Navidades son para pasarlas con la familia. El Año Nuevo, no sé, buscaré a los amigos de la promoción: Poncho, Joel, Roberto; vamos a ver qué se hace... Con ellos me veo y siempre salimos por ahí después de la cena.

Ese mismo día era mi cumpleaños. Quise decírselo, pero me contuve. A mí nunca me gustó celebrarlo ni que me lo celebren. Nunca me atrajeron ni cautivaron las fiestas.

Extendí la vista para ver alrededor, buscando a mi amiga. No pude hallarla. Cuando me volví a mirarlo, él miraba por detrás de la ventana, pensando en no sé qué cosas que me hubiera gustado saber en ese momento. Quise atreverme. Quería decirle si podíamos vernos y pasar juntos el Año Nuevo. Que viniera a buscarme a mi casa; que me gustaría conversar con él sobre muchas cosas. Dudé un rato, pero se lo dije:

—¿Por qué no vienes a mi casa el Año Nuevo?... Claro, después de la cena familiar.

Volteó casi al momento con una expresión de sorpresa y alegría. Apretó sus labios y se frotó los ojos inconscientemente. Y al fin elevó los hombros y me dijo:

—Me parece una buena idea... Sí. Es una buena idea... Espera..., voy a apuntarlo en mi agenda. No se me vaya a olvidar —respondió, evitando mirarme.

Sacó un papelito que tenía en el bolsillo trasero de su pantalón y empezó a escribir, entendiendo que yo lo leía: "12:01 de 1980, cita de amor con una amiga de promoción del colegio. Tengo que ir a buscarla en su casa. ¿A dónde iremos? Está por determinarse... Pero al cine no creo. Estoy por reivindicarme...".

Le puse mala cara y le hice un gesto torciendo mi boca porque me hizo recordar la primera vez que me invitó al cine y nunca llegó. Se dio cuenta y guardó el papelito rápidamente en el bolsillo trasero del pantalón. Tomando aire, lo volví a mirar con una sonrisa de complacencia, de agrado, como si lo estuviera perdonando. Lo vi entonces muy satisfecho, al igual que yo por mi atrevimiento. No pensé en mi aniversario, no me importaba. Me importaba el primer día del próximo año a las 12:01 como él lo apuntó. ¿Cuántas llamadas telefónicas me había hecho hasta ese entonces? Creo que un millón...

—Bueno, te espero. No vayas a tomar mucho y llegues tambaleándote. No te lo perdonaría —le dije, evitando preguntar por qué "lo de cita de amor". Lo tomé como una amistosa provocación.

No respondió, no quiso decir nada. Solo me hizo un gesto con su mano, tocando la mía. Cuando nuestras manos se encontraron, sentí un frío que logró escarapelar mi cuerpo y un vacío en mi estómago. Por suerte, el cobrador empezó a pedir los pasajes, lo que nos devolvió de inmediato a la cruda realidad. En seguida separó su mano de la mía y la metió en uno de los bolsillos de su pantalón y pagó por los dos. Estábamos cerca de llegar a nuestro destino.

—¡Gracias! En la próxima esquina tienes que bajarte —le dije, después de mirar mi reloj y tratar de ubicar el lugar por donde pasábamos.

—No, te acompaño a tu casa —contestó.

—Pero mira la hora que es. Vas a llegar muy tarde. No me has dicho que mañana tienes examen.

—Sí, pero ya estudié. No te preocupes —contestó, sonriendo.

Bajamos del ómnibus y caminamos juntos, en silencio, hasta llegar a la puerta de mi casa. La abrí y me quedé parada esperando su despedida. Nos quedamos en silencio, observándonos. Luego miró el entorno y me dio la mano con poca reverencia y sin atreverse a mirarme a los ojos. Hice un ademán de besarlo en la mejilla para que él me correspondiera, pero me detuve porque, como ahuyentado, se separó muy rápidamente.

—¡Feliz cumpleaños! —dijo, levantando la cabeza y con voz débil.

Luego apuró el paso y lo vi alejarse hasta que dobló la esquina.

 

***

Los sonidos típicos de la Nochebuena, la música y los acordes que seguían a toda esa fiesta, los abrazos familiares a las doce en punto y todo lo demás no lograron hacer que me olvidara de mi amigo. Recordaba el papelito que le servía de agenda. Ese retazo de papel estaba fijo en mi cerebro. "Las 12:01 de 1980, cita de amor..." estaba grabado en mi mente, y no podía dejar de pensar en el momento en que lo había anotado y se había burlado de mí mientras lo escribía... No recuerdo haberlo visto nunca triste ni molesto conmigo; aunque algunas veces lo sentí meditabundo, quieto, mirando fijamente algo. Realmente no lo conocía, solo lo poco que había podido conocer de él en el colegio. También sabía que él no me conocía, que no sabía nada de mí ni lo que yo pensaba y sentía por él. Por eso creo que tenía la necesidad de verlo, de conversar. Y él también lo necesitaba. Si no, ¿por qué esa risa de oreja a oreja que le vi cuando le propuse la cita? Y tal vez más que yo. No lo sé...

Los días transcurrían muy pausadamente para mí, hasta que por fin llegamos al último día del año. Con mis hermanos habíamos preparado todo lo necesario para celebrarlo. Y llegó por fin la hora de los sonidos estridentes y retumbantes, los brindis, la cena y compartir la llegada del nuevo año con los abrazos familiares... Hasta que pude notar que todos libremente merodeábamos la sala.

—¡Te buscan! —me gritaron desde abajo.

Bajé deprisa, casi trastabillando. Al abrir la puerta, me llevé la sorpresa de que no era él, era otro amigo, también de mi promoción del colegio, que apareció repentinamente.

—Hola, ¿qué tal? Pasaba por aquí y quise saludarte.

—Hola, ¿y a qué se debe este milagro?

Me tomó de la mano y me dio un beso en la mejilla. No sentí nada extraño, nada fuera de un saludo convencional, usual, común. Conversamos de muchas cosas, de varias cosas que para mí no tenían sentido; le seguía la corriente. Me hacía preguntas sobre mis gustos, mi cantante preferido o mi comida favorita, y muchas trivialidades más. Le dije que estaba un poco cansada y que tenía que ir a descansar.

—¿Podemos salir este domingo? —dijo, hablando atropelladamente.

Ya el reloj marcaba las 12:40 de la madrugada del jueves 1º de enero y mi amigo, el de la agendita, no hacía su aparición. Entonces lo miré sin saber qué responder. No me apetecía aceptar su invitación, pero estaba bastante molesta porque mi amigo no llegaba. Le dije que no sabía, que el domingo tenía una reunión familiar y que era difícil que yo no participara. Que mejor lo dejáramos para otra vez.

—No, no te preocupes, lo dejamos para la próxima semana. Yo te llamo y coordinamos.

—Está bien. Me llamas y nos ponemos de acuerdo.

De pronto, como caído del cielo, hizo su aparición mi amigo, el de la cita, el que se hizo el loco en el ómnibus; el del papelito y su nota. Inmediatamente se acercó a mí.

—Hola. ¡Feliz Año Nuevo!... ¡Pucha! No me pude soltar de los amigos... Llegaron a mi casa y salimos con dirección a la Plaza Mayor. Pero al final pude escaparme y aquí estoy. Soy todo tuyo... —dijo, elevando los hombros muy frescamente. Y de inmediato me abrazó por primera vez sin dejar de mirar a mi otro amigo, como diciendo "y este, ¿qué hace aquí?". Luego se apartó de mí y lo saludó apretándole la mano. Y sin esperar que este reaccionara, empezó a soltar frases de doble sentido.

—Y, ¿qué tal? ¿Estás buscando fiesta? Poncho, Joel y los demás están en el parque, y se van a ir de parranda. Si te apuras, les darás alcance. Se van a una fiesta organizada por uno de los amigos del colegio.

—¿Tú no vas a ir? —contestó mi otro amigo, enfadado.

—No. Me he escapado de ellos. Tengo una cita aquí. Nuestra amiga me ha invitado a su casa. Y vamos a bailar y beber hasta morir. ¿No es cierto? —dijo, señalándome con un amplio ademán.

Sin vacilar, me miraba con su típica sonrisita, aunque esta era irónica, jodida. Trataba de hacerme cómplice para largar a mi otro amigo. Y, sin decir nada, me llevé la mano a la boca, frotándola. Y apreté con el índice y el pulgar mi nariz, para tapar mi inesperada risa de complicidad.

—Perdona —me atreví—, pero ya son casi la una. Quedamos a las 12:01 y tú lo apuntaste. ¿Qué pasó? —le dije, encogiéndome de hombros y casi riendo, pero esforzando una cara seria.

Mi otro amigo se dio cuenta de la situación y nos examinó por unos instantes. No le quedó otra opción que despedirse.

—Entonces, te llamo la próxima semana para salir. El viernes... ¿Está bien?

El del papelito se quedó mirándolo con las cejas levantadas y con un rostro de solicitud, de demanda, de interrogación. Luego se volvió hacia mí y me miró interrogativamente. No dijo nada; solo se llevó la mano a la boca y quedó meditando. Su cara se llenó de gestos y muecas que en nada ayudaban a su rala belleza.

—Está bien. Me llamas; si no estoy, dejas el recado. Estaré esperando tu llamada —le contesté.

Se lo dije de manera disipada y suelta, para que al del papelito le doliera en lo más profundo del alma, el corazón y la memoria (si se puede llegar ahí); y que supiera que solo era otro amigo más. Y también para que nunca más volviera a dejarme plantada y disculparse tonta y estúpidamente diciendo que se le pasaron las copas y las circunstancias, las circunstancias...

—Nos vemos, Charly. Pórtate bien y toma toda tu leche. Y si vas a beber, toma poco..., porque tú eres demasiado pollo... —dijo nuestro amigo, para burlarse de él.

—Todo depende de la persona con la que estés acompañado... Además, ella me va a cuidar. ¿Sí o no?... Y si se me pasan los tragos y no puedo ir a mi casa, me quedaré durmiendo en la casa de nuestra amiga. Ella me va a cobijar; no te preocupes. ¡Ah!, y este y el próximo domingo vamos a ir al cine. Así que no hagas muchos planes. Ella tiene agenda conmigo todo el ochenta.

Me quedé muda, paralizada. Lo desconocía. No era él, no podía ser él; algo le había caído mal y le había movido el cerebro; o estaba ya con algunos tragos y no me había dado cuenta.

—¡Adiós! No le hagas caso, este es puro bla, bla, bla. —intervine, algo turbada.

Charly estaba burlándose de nuestro amigo. Y burlándose de mí explícitamente. Lo quedé mirando con las cejas elevadas y tratando de saber qué le sucedía. Se quedó callado, pero mecánicamente hacía gestos con la boca. Mi otro amigo optó por despedirse y se alejó sin hacer otro comentario.

—¿Has estado bebiendo? Hum. Me sorprende tu soltura. Has estado un poco atrevido con T... —le inquirí.

—No. Un poquito. Creo que el champán se me ha subido a la cabeza más de lo que yo pensé... Pero no... Estoy tranquilo. Hoy día, no sé, pero estoy pilas...

Lo invité a pasar, y pareció volver en sí. Subimos juntos las escaleras. Iba muy relajado. El champán, o no sé qué otro trago, lo había puesto como un loro. No cuidaba sus palabras y las soltaba libremente. Hasta me dijo que bebía porque era egocéntrico. En ese momento, no le entendí. Llegamos a la sala y seguía hablando, no se callaba por nada. Empezó a saludar a todos sin ningún rubor, muy suelto.

Cuando ya estábamos cómodos y conversando con mis hermanos, quise saber por qué decía lo de egocéntrico. Me puse en pie, me acerqué y me senté a su lado. Entonces le sentí un tufillo de alcohol de muchos grados. No quise interrogarlo sobre el tufillo. No era el momento. Pero lo de egocéntrico me llevó a preguntarle:

—¿Bebes porque eres egocéntrico? ¿Por qué dices eso?

Soltó una risotada que me preocupó. Los demás lo quedaron viendo sorprendidos.

—Es que me gusta que el mundo gire a mí alrededor. Y Newton sabe que, si me paso de tragos, lo único que va a detener mi caída es el piso. Física pura...

Todos soltamos unas carcajadas por su ocurrencia. Nunca lo había visto conversar de manera tan desenredada y desbordada. Lo que yo recordaba era haber conversado siempre con un chico tímido, huidizo e introvertido; y no con éste, suelto de una manera desconocida. A cada una de mis preguntas respondía con una broma, un sarcasmo o una alusión. Lo vi fumar no sé cuántos cigarrillos y beber la cerveza sin contemplación. Lo interrogué entonces. Lo recuerdo siempre.

—Te veo fumar mucho y beber muy rápido. ¿No crees que te pueda hacer daño?

—Sí, pues, quisiera una vida sana y repuesta; el problema es que me voy a aburrir un carajo…

Y así, a cada pregunta tenía una respuesta.

Ya eran cerca de las tres de la mañana. Sentada frente a él, no cesaba de mirarle de cuando en cuando. Permanecía sentado junto a la ventana y con el rostro iluminado por las luces que llegaban del árbol de Navidad. Ya la frescura de la madrugada comenzaba a hacerse sentir. Apretó los dientes y se levantó con mucho esfuerzo para ir al baño. Entonces vi que sus movimientos eran torpes porque caminaba con mucha dificultad. A su vuelta, me fui a sentar con él. Y casi en sus oídos, le dije:

—Creo que ya debes descansar. A la próxima no te vas a poder parar.

Inmediatamente respondió haciendo un ademán con las manos.

—Sí, tienes razón. Creo que ya debo marcharme. Estoy que me busco y no me encuentro. Los tragos se fueron, como tiros disparados, directo a la cabeza —dijo, mirándome y sin oponer resistencia.

—No. No te puedes ir así. Mejor te llevo a la biblioteca, allí hay un sillón para que puedas descansar —le dije, muy angustiada.

Los que conversaban con él, todos familiares y eran cinco, no querían que se fuera. Me pidieron que lo dejara un rato más. Les dije que no. Que ya estaba muy mal y que por eso hablaba con dificultad y lograba, sin darse cuenta, unos gestos feos en el rostro. Querían que les resolviera un acertijo que él les había propuesto. Era un acertijo político. Lo pensó, trató de hablar, pero balbuceaba:

—No, mejor lo dejamos para otro día. Oye..., si no puedes convencerlos, desoriéntalos y que se jodan. La mejor arma en política es la confusión... —dijo, con la lengua trabada y soltando una penosa risotada.

Lo tomé de la mano y del hombro y lo llevé a la biblioteca. Todos nos quedaron viendo. Ya en el interior, lo ubiqué en el sillón. Pero cuando intenté soltarlo, no quiso soltar mi mano. Me guiñó el ojo e hizo unas señas con la otra mano y se quedó mirándome tiernamente. Me dijo:

—Sabes, Estrella, estoy perfectamente enamorado de ti; eres el amor de mi vida, y no pararé hasta llevarte al altar. Ese es nuestro destino. Te lo prometo… —Con el rostro emocionado, intentaba levantarse del sillón y acercarse más a mí. No lo permití.

Me dijo muchas cosas más que no tomé en serio. Estaba demasiado borracho y no era el momento de responder, discutir o rebatir nada. Lo vi afligido y con ganas de desahogarse y llorar en mis brazos.

—Sabes, la vida ha sido dura conmigo, muy dura. Siempre me ha dado la espalda.... No sé cuántas veces me la he “culeado”. ¿Por qué me da la espalda? ¿Tú qué dices? —continuó, soltando una risa.

—No puedo lidiar contigo ahora; descansa. Me haces reír cuando siento que vas a llorar. Más tarde hablaremos sobre todo lo que me has dicho. Pero ahora, descansa.

Se acostó, lo cubrí con una manta y lo dejé allí, con sus frases y ocurrencias.

—Tendrá que repetírmelas cuando se le pase la borrachera y despierte —me dije mientras me dirigía hacia la puerta.

Llegué a la sala. Los demás seguían bebiendo. Me preguntaron por él. Les dije que estaba descansando y que no lo molestaran. Yo también estaba muy cansada y tenía ganas de dormir. Fui a mi cuarto y me tiré en la cama, vestida como estaba. Apenas pude quitarme los zapatos. Me quedé dormida, sin saber por cuánto tiempo.

Desperté y empecé a recordar todas sus ocurrencias junto con sus últimas palabras. Me sacó una sonrisa. Sabía que fue el alcohol lo que lo hizo hablar de esa manera. No pude resistirlo más y decidí ir hacia la biblioteca. Los demás ya estaban descansando y la música había dejado de sonar. Me detuve en el umbral de la puerta y encendí la luz; allí estaba él, cubierto hasta la cabeza con la manta. Hacía mucho calor, pero él estaba tapado hasta el último pelo. Le bajé la manta hasta el cuello y vi gotas de sudor en su frente. Permanecía quieto, soñando quién sabe qué cosas que me hubiera gustado saber en ese momento. Lo miré fijamente y le presté atención durante un tiempo que no sé cuánto fue.

 Creo que incluso me quedé dormida un poco. Aún cansada, agarré una silla, la acerqué y me senté al borde del sillón donde él estaba tumbado. El sueño me vencía, pero no quería ir a mi habitación. Incliné la cabeza y la puse sobre su hombro, y me tumbé. Me quedé dormida sin darme cuenta, en algún momento.

Y luego escuché ruidos que me despertaron. Para mi sorpresa, yo estaba tumbada en el sillón y con la manta cubriendo todo mi cuerpo hasta los hombros. Miré a mi alrededor y no lo encontré. Inmediatamente me puse de pie y caminé con cuidado. Sentía dolor en la cabeza y en el cuerpo, como si me hubieran golpeado. El dolor era punzante y desagradable en toda mi frente y nuca. Estaba aturdida, mareada. Pero me preguntaba dónde se había metido Charly. En medio del silencio, decidí ir al baño para darme una ducha. Al cruzar la sala, me sorprendí; Charly estaba sentado tranquilamente en la mesa del comedor, desayunando junto a toda mi familia. Por suerte, él no me vio.

Mi cuerpo y mi alma volvieron conmigo después de la ducha. Me estiré por unos segundos y me dirigí a donde estaban todos. Eran las diez de la mañana.

—¡Buenos días a todos! ¡Buenos días, Charly! Parece que después de seis horas de descanso el mundo sigue viéndose igual. ¿O crees que ha cambiado un poco? —dije mientras elevaba la cabeza con el pan en la boca y la taza de café en la mano. Y sin sorpresa, él me quedó observando.

—Buenos días. ¿Cómo has amanecido? El mundo nunca sigue igual; es una ley del universo. La cuestión está en saber cuándo uno debe abrir o cerrar una puerta sin golpearse el dedo. Parece que yo me lo he golpeado de un portazo al ingresar a la biblioteca.

—Parece que empezamos este año barnizando la susodicha puerta; después del golpe, el golpeado se ha quedado muy calladito... Parece que hasta las bisagras están bien aceitadas. Me gustaría que se diera otro portazo más tarde y poder escucharlo ahora que estás sobrio.

Sí. Él recordaba todo. Ahora estaba en mis manos. Solo era cuestión de tiempo. De agarrarlo del cuello.

Agarré una silla y tomé asiento. Me coloqué frente a él. Lo vi tomar otro gran sorbo de café. Quería terminarlo pronto.

—Creo que ya es muy tarde. Deben de estar preocupados en mi casa. No saben nada de mí —dijo, algo apurado.

—Salir corriendo y provocar sonrisas parece que no es una mala opción. Quiero conversar un momento contigo. Deja que termine mi desayuno. ¿Puedes? —le dije, volviéndome hacia él, mirándolo fijamente.

—Ok. No hay problemas. Te espero —contestó, elevando la mirada.

Su rostro dibujaba todas las muecas que nadie podría hacerlo en tan poco tiempo. Lo veía muy intranquilo y desvelado. Tal vez alarmado por las preguntas que tenía que contestarme. Aceleré mi desayuno. No tenía muchas ganas de tomar nada. No tenía hambre. Di el último sorbo a mi taza de café y me puse en pie. Él también hizo lo mismo. Luego caminamos juntos hasta la biblioteca.

—Mira, la puerta te está esperando. Necesitas un portazo para decirme las cosas que me dijiste en la madrugada. ¿Me las podrías repetir ahora que estás cero mililitros de alcohol?

—Mira Estrella, recuerdo que me ayudaste a llegar hasta la biblioteca y luego me acosté en un sillón. Pero no recuerdo más. Cuando desperté, te vi durmiendo a mi lado. Estabas sentada en una silla y con tu cabeza en uno de mis hombros. Me levanté y te acosté en el sillón y te cubrí con la manta. No me aproveché de ti. Aunque faltó poco... ¡No! Mentira... ¡Nunca lo haría sin tu consentimiento!

—¿No recuerdas más? ¿No recuerdas lo que me dijiste antes de quedarte dormido?

Se quedó callado, meditando, con cara de estúpido. Estaba furiosa y lo miraba a la cara con toda mi furia. Me contuve, como siempre lo hacía con él. No le quise preguntar más. El dolor de cabeza volvió otra vez. Ahora más fuerte que cuando me desperté.

—Sabes, tengo que irme. No dejé aviso de a dónde iba. Deben de estar preocupados en mi casa. Dime, ¿qué dije?... La resaca no se me va... Me duele la cabeza.

—No. Nada. Déjalo ahí. Solo dijiste que me invitabas al cine para este domingo. Pero si no recuerdas ni eso, menos recordarás lo demás.

—Disculpa. Es verdad, te dije que este y el otro domingo saldríamos al cine. Pero tú no dijiste que sí. Entonces, ¿estás diciendo que sí?

Lo miré con cólera y cariño. Con ganas de golpearlo con un palo, o con mis manos, en la cabeza. Bueno, me dije, tal vez se atreva a decírmelo el próximo domingo, antes o después de ver la película. Ojalá tenga el valor de hacerlo. No sé si los milagros existen. Él me hizo pensar que no. 

Libertad

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