viernes, 16 de diciembre de 2011

Un amigo necesario

Recuerdo el día; caminando lentamente, bordeábamos las faldas de unos pequeños cerros pelados; el viento levantaba de vez en cuando una nube de polvo que llegaba a nuestras gargantas. Todo allí parecía un campo de batalla, lleno de cráteres y huesos esparcidos que dormitaban por todos lados. Por fin, después de haber recorrido laderas adormiladas, llegamos al lugar que buscábamos; nos pareció un sitio preciso para hacer una excavación y poder encontrar un esqueleto enterrado en el interior de aquel abandonado santuario. Cuando hicimos nuestra primera excavación, encontramos algunos huesos desfigurados por el tiempo, sueltos y entrecruzados, pertenecientes a seres humanos de diversas edades; todo allí era el escenario de extrañas tragedias que se repetían a su alrededor.

No era lo que buscábamos, así que avanzamos un poco más e hicimos otro agujero. Solo había más escenas sombrías de huesos revueltos con otros huesos de distintos dueños. Pero seguíamos buscando y excavando sin desanimarnos. Entendíamos que esta tierra había sido la tierra de los preincas antes de ser anexada al Tahuantinsuyo. Y seguro había también, en esos agujeros, escenas sangrientas de batallas y suplicios espantosos que nadie se atrevería a escribir... Y encontraríamos lo que quedaba de aquellos muertos que habían sido vivos, un puñado de esqueletos descansando bajo esta tierra, sobre cuya superficie yacían, sueltos o momificados, tal y como fueron en vida. Sabíamos, además, que estábamos excavando y desenterrando divinidades telúricas, divinidades que ellos adoraban, aun en el fondo de las tumbas. No lo discutimos, pero creo que aquellas pesadas melancolías entristecían nuestros sentidos y nos llevaban a lugares lejanos en el tiempo. Sí, esos cadáveres sueltos y enterrados tenían mucho que contar.

Éramos tres buenos y peculiares amigos en busca de un bendito esqueleto en un altozano muy próximo a la casa de nuestro amigo Martín. Los rayos del sol, implacables, nos quemaban el rostro y el cuerpo sin misericordia ni compasión. A menudo, nos ventilábamos el rostro agitando las manos.

Durante un rato, pero no mucho, luego de buscar a tientas, encontramos delante de nosotros lo que parecía un montoncito de tierra. Al lado se encontraban dos rocas dispuestas como asientos. Nos detuvimos y acomodamos nuestras cosas. Yo tomé asiento sobre el saco de tocuyo que extendí en el suelo y luego me puse a jugar con un cubo mágico. Poncho inició la excavación…

Éramos jóvenes aún, llenos de mucha energía y con ganas de muchas aventuras. Nuestras bocas y narices estaban cubiertas por pañuelos para evitar que el polvo llegara completo a nuestros pulmones…

Se excavaba con mucho afán. Al rato, Poncho chocó la pala con algo duro y exclamó unas palabrotas. Entonces, acerqué la cabeza y me quedé mirando el hoyo sobre el trasfondo del polvo que se había originado por la excavación. Sí, era un fardo funerario. Su forma elíptica, su vago olor a moho que subía del fondo, me lo hizo suponer. “¡Lo logramos al fin!”, gritamos al unísono. Poncho, con más ahínco, siguió con la excavación hasta desenterrarlo por completo. Me puse en pie, me acerqué y extendí la mano para ayudar a sacar al muerto. El corazón me latía con mucho esfuerzo, como queriendo salir de su lugar. Joel, inclinado, hizo lo mismo. Al fin, lo pudimos sacar y lo pusimos sobre el suelo. En ese momento, un hombre de unos treinta años se nos acercó y nos quedó viendo por un buen rato. Sorprendido, lo miré de pies a cabeza pensando que se trataba de un guardián. Era un hombre de tez blanca, vestido de manera peculiar. Aunque noté que mis amigos no le prestaban atención, estaba allí, muy cerca, observándonos. Mientras desenvolvíamos el fardo funerario para descubrir el esqueleto, transcurrió un tiempo indefinido. Con asombro, nos dimos cuenta de que aquella osamenta carecía de cráneo; su calavera no estaba presente. Supusimos que lo habían degollado.

—Buenas tardes. Parece que consiguieron lo que buscaban. He oído sus exaltaciones. Disculpen, mi nombre es Nicolás.

Por su hablar pausado y de confianza, se me fue la preocupación. No podía ser un guardián. Ahora solo empecé a temer a la hora que mediaba entre las seis de la tarde y las siete de la noche, cuando el día se transforma en oscuridad. El aire casi nocturno era como una sauna sofocante. Bajé el pañuelo que tapaba mi boca y mi nariz y me lo puse al cuello.

—Hola, ¿qué tal? Sí, lo pudimos encontrar —le contesté, con los ojos mirando la osamenta—. Mi nombre es Lorenzo.

—Vaya, qué casualidad. Conozco a un tocayo suyo que es amante del esplendor y a quien admiro mucho.

—Me alegra... ¿Usted vive por acá?

—No, no, no... Vivo en Florencia, que hoy está bajo el mandato de Lorenzo de Médici.

No sé qué gestos hice, pero me volví hacia él, sorprendido, y lo quedé mirando. A su espalda, a lo lejos, podía divisar el parpadeo de las luces de los alumbrados públicos, los que se ubicaban como a unos quinientos metros de distancia.

No era cierto. ¿O sí? Pero, cualquiera que fuera mi razonamiento a semejante afirmación, solo sé que me llevó a salir disparado por un portal paralelo, transportándome muy lejos en el tiempo y muy cerca en el espacio con mis amigos.

—Disculpe, ¿usted me quiere tomar por tonto? El Renacimiento se produjo en Europa occidental en el siglo XV y XVI. Y de eso, ya hace muchísimo tiempo. Estamos en el siglo XXI.

Aquel hombre, vestido peculiarmente, que se apartó a un lado saltando por sobre el hoyo y levantó la pala para que yo pudiera pasar y acomodarme, estaba impecablemente vestido, con un traje cálido de color gris y rayas rojas en el cuello. Tenía hombros muy anchos y cuerpo delgado, pero elegantemente atlético.

—Sí. Ya me doy cuenta. Tienes mucha razón. Mira tú. Entonces debes de saber que soy un estudioso de la historia, autor de comedias y tragedias… ¡Vaya! ¿Todos esos años son suyos? Muchos siglos de diferencia. Amigo, tienes en tus manos mucha inteligencia reunida... ¿Que lo he tomado por tonto? Todos ven lo que tú aparentas; pocos advierten lo que eres. Yo mismo no entiendo el estar aquí, hablando contigo. Antes de llegar a este lugar, estaba conversando con Leonardo, sentados, cómodamente, en el patio de su casa. Hablábamos sobre la belleza y el amor.

Levantó lentamente los ojos y me quedó mirando. Su mirada era como si fuera un punzón que quería atravesar una pared muy dura. Sus ojos eran intensamente marrones y estaban sobre exaltados. Me quedé mudo por un momento. Luego empecé a balbucear con frases propias de una mente fraccionada y aturdida. Me recuperé. Tenía que hacer esa pregunta. Tenía que preguntárselo. Musité:

—¿Con Leonardo Da Vinci? ¿Sobre la belleza y el amor? Suena muy interesante. Pero ¿esto es cierto o ya me volví loco?

Me puse cómodo; doblé las rodillas y me senté sobre una de las rocas. Él hizo lo mismo; se puso en frente mío; pero mantenía los ojos clavados en el suelo, y las manos recias, inmóviles, sobre las rodillas, como pensando lo que me iba a decir.

—Tan cierto como que estamos conversando los dos. Locos somos todos, es imposible encontrar un ser cuerdo. Sería engañarte. Los hombres son tan simples y unidos a la necesidad, que siempre el que quiera engañar encontrará a quien le permita ser engañado. Leonardo me decía que todo nuestro conocimiento tiene su principio en los sentimientos. Y los sentimientos, amigo, generan belleza y amor.

Yo estaba quieto, sentado sobre la roca, observando a mis amigos, pero meditando. Estaba creyendo que tal vez me había quedado dormido y que todo era un sueño de mal gusto. Una pesadilla sin importancia. Me di ánimos. Esta vez quise hacerme el loco y seguirle la corriente. ¿Era posible que un perturbado, dentro de mi sueño, me tomara el pelo? Lo llamé dándole una palmada en el hombro. Volvió la cabeza, y le pregunté:

—Tienen que examinarlo mejor, señor Nicolás —le dije, con toda la delicadeza que pude—. Porque para mí el amor pasional es el dulce bálsamo de la mentira. Las pinturas más perfectas, Romeo y Julieta, La Nueva Eloísa, Werther, etc., ¿cree usted que nos pueden descubrir el amor? Creo que sin verdad no hay arte cabal. Y el amor pasional es una pobre y triste mentira. Una enorme pérdida de tiempo.

Como si mirara de lejos la pantalla de un cine, me volví a ver a mis amigos que, en cuclillas, desmantelaban el fardo funerario. Luego vi que nuestro visitante dibujaba con un dedo unas figuras casi ininteligibles para mí, lo vi meditar por un momento. Me quedé examinando las figuras hechas en el suelo. No las entendía. Eran unos jeroglíficos, solo eso; un pictograma que no me decía nada.

—¿Eso crees del amor? Mira, Lorenzo, yo no digo nunca lo que creo, ni creo nunca lo que digo; y si se me escapa alguna verdad, de vez en cuando, la escondo entre tantas mentiras que es difícil reconocerla. El amor pasional es eso. Lo sientes, pero lo escondes. El miedo al desamor es inmensamente más grande que el amor mismo. Solo pocos se atreven a enfrentarlo. Si no, dale una pequeña mirada a tu tiempo y a los que te rodean, para averiguar que el amor pasional es un accesorio, una salida al supermercado y una tarjeta de crédito. Se ha convertido en una mercancía.

—Pero también hay un gran número de individuos a quienes esta pasión los conduce al manicomio. Y cada año aumentan los casos de suicidio por este loco sentimiento. ¿Por qué esos esfuerzos, esos arrebatos, esas ansiedades y esa miseria?

—Ya lo dijo nuestro amigo Erich Fromm, que es casi de tu tiempo: "No se trata de que la gente piense que el amor carece de importancia. En realidad, todos están sedientos de amor; ven innumerables películas basadas en historias de amores felices y desgraciados, escuchan centenares de canciones triviales que hablan del amor, y, sin embargo, casi nadie piensa que hay algo que aprender acerca del amor". El desamor aparece, amigo, en la otra persona cuando al otro ser se le considera inestable, superficial, afeminado, pusilánime e indeciso... La Naturaleza es sabia. La Naturaleza necesita esa estratagema para lograr sus fines, querido amigo. Tú también debes saber por el amigo Arturo Schopenhauer, "que por desinteresada e ideal que pueda parecer la admiración por una persona amada, el objetivo final es, en realidad, la creación de un ser nuevo, determinado. El amor no se contenta con un sentimiento recíproco, sino que exige la posesión misma, lo esencial, es decir, el goce físico". A las mujeres hay que acariciarlas o destruirlas, pues, vengarán un insulto leve, pero quedarán indefensas si se les aplica un golpe duro, bajo y vil, pero hermoso y subliminal: El sexo y unas flores. Bueno, ahora sería una tarjeta de crédito en vez de flores. El objetivo es el mismo; la prolongación de tu vida a través de tus hijos.

—Lo que me quiere decir entonces es que el fin es engendrar un hijo: ¿ese es el fin único y verdadero de toda novela de amor, aunque los enamorados no lo sospechen? ¿La intriga que conduce al desenlace es cosa accesoria? Entonces estás equivocado en tu premisa de dar un golpe, duro bajo y vil. Eso funcionaría muy bien en tu siglo. Ahora en mi tiempo uno tiene que ser sociable y tolerante para llegar al sexo. Pero en lo que sí estoy de acuerdo con usted es en el objetivo, que es el mismo.

—Tú lo acabas de decir: El fin justifica los medios... La única diferencia entre seducción y violación es tiempo: al final, el objetivo es el mismo. No se debe confundir el ser con el deber ser. No hay que perder de vista este fin real, si se quiere explicar tantas maniobras, tantos rodeos y esfuerzos. ¿Pero el amor pasional, o sea la intriga, puede servirnos para estar solos? No. Por más que digamos que sí. Su fin es procrear, vivir en conjunto. El egoísmo no llega a intriga, amigo Lorenzo, se queda encerrado con su terrible soledad, sufriendo hasta su muerte. El amor es lo más natural y hermoso porque crea belleza; el egoísmo es antinatural y jamás creará belleza o arte alguno. Lo único que le queda a este pobre individuo es buscar un lazarillo, una mascota, para que al menos pueda sonreír disimuladamente un poco.

—Pero amigo, una cosa es que una persona se enamore cuando siente que ha encontrado el mejor objeto disponible en el mercado, dentro de los límites impuestos por sus propios valores de intercambio, y otra cosa es ese amor, intrínseco, loco, inhumano que llega a la obsesión. ¿Ese amor qué es? ¿Me puedes explicar?

—Te lo voy a explicar mejor con un párrafo de nuestro amigo Erich Fromm. "... tal tipo de amor es, por su misma naturaleza, poco duradero. Las dos personas llegan a conocerse bien, su intimidad pierde cada vez más su carácter milagroso, hasta que su antagonismo, sus desilusiones, su aburrimiento mutuo, terminan por matar lo que pueda quedar de la excitación inicial. No obstante, al comienzo no saben todo esto: en realidad, consideran la intensidad del apasionamiento, ese estar «locos» el uno por el otro, como una prueba de la intensidad de su amor, cuando solo muestra el grado de su soledad anterior". El flechazo no basta amigo, es tan simple, tan pobre, que la naturaleza solo lo aprovecha como es, como lo que tiene que ser: una simple intriga. El amor es un arte y como arte lo tienes que aprender como cualquier otro arte: música, pintura, carpintería o el arte de la medicina o la ingeniería... Ese es el verdadero amor. El que debemos enseñar a nuestros hijos. Un amor que necesita esfuerzo y comprensión, que necesita cultura cuerda y optimista. En pocas palabras, amigo, es una carrera, una profesión.

De pronto, todo se puso en movimiento y volví como de un sueño. Al menos eso pensé. No quise decirle nada a mis amigos, porque supuse que se burlarían. Ellos habían terminado de sacar el esqueleto de sus envolturas y lo echaban al saco de tocuyo. Poncho me vio y sonrió; “huevas, despierta; la flaca, siempre la flaca; ven y carga esta huevada”. Entonces fui a su encuentro; mientras me acercaba, vi que Joel, soltando unas lisuras, retrocedió un paso alejándose del humor que desprendía el esqueleto. Luego de esto, nos pusimos en marcha. Ya en la pendiente, como a cien metros del hoyo funerario, sentí que alguien nos seguía a nuestras espaldas. Me volví y pude ver al hombre del abrigo renacentista; lentamente nos seguía, como si fuera un cuarto amigo del grupo… Luego se detuvo. Entonces, comprendí todo al instante. Claro, el amor es eso. Giré mi cabeza y lo vi haciéndome una seña de despedida y como diciendo: “vuelves”; se quedó parado en lo alto del cerro. Pensé volver luego; pero ya era tarde. Ahora yo iba descendiendo, con el bulto sobre mis hombros, y meditando pensamientos que no entendía. Iba con la cabeza gacha y perdida en el limbo de mis reflexiones; tanto que no vi una valla de una empalizada y mi pecho chocó con ella, dejándome sin respiración y logrando derribarme al suelo, cayendo boca arriba, y haciendo que el esqueleto volara por los aires, originando una curva parabólica, para luego aterrizar en un pedregal. Con el corazón en vilo lo miré caer a escasos centímetros de Poncho. Cayó sobre un montón de piedras sueltas, al otro lado de la empalizada.

—¡Puta! Se ha desparramado el esqueleto sin cabeza. —farfulló Poncho.

—La cagaste, pitufo. Ahora tenemos que encontrar todos sus pedazos. Y ya está oscuro —dijo Joel.

—No es nada. ¡Puta madre, no vi la valla de mierda! —Balbuceé adolorido.

A todas mis tonterías vino a sumarse esta. Se me subió la sangre a la cabeza de cólera. Ver el esqueleto desparramado era para reírse a carcajadas.

Sacudiéndome la ropa, me puse en pie y comencé a andar en silencio; por detrás, soplaba un tibio viento empolvado que hinchaba mi polo y espolvoreaba mis pantalones. Les dirigí una rápida mirada apacible y juguetona, pero a mis amigos no les pareció una broma. Después de aquella escena, me sentía como un tonto.

Haber discutido con el mismísimo Maquiavelo casi toda la tarde me tenía revoloteando las ideas en la cabeza. Recordé haber leído acerca de sus visitas a la bella dama Ponte Delle Grazie, que siempre lo aguardaba "con el coño abierto", según el deslenguado Andrea di Romolo. Él pensaba casarse con ella, pero le habría parecido demasiado fría, vacía y silenciosa, como la casa que le dejó su padre al morir. Entonces, optó por Marietta Corsini, de condición social similar a la suya, lo cual era común en esos tiempos. Ella no fue para él un gran amor, y mucho menos el gran amor de su vida, pero sí una compañera importante, nada sumisa ni complaciente. Recordaba también sus infidelidades ya estando casado y que nunca abandonó. Pero más que las infidelidades de Niccolo, en su corazón pesaban las prolongadas ausencias de él... Recordaba también a Leonardo y su Monna Lisa, nunca entregada. Sí, recordaba a este precursor de Bacon y Copérnico, esbelto y bien constituido, de lentitud proverbial, que nunca tuvo amorosamente entre sus brazos a una mujer. No recordaba que hubiera en su vida una pasión platónica, como la de Miguel Ángel por Vittoria Colona. Además, ¿cómo olvidar el sueño que tuvo con el buitre introduciendo la cola en la boca del niño...

Logramos reunir todos los pedazos de la osamenta en poco tiempo. ¿Sería posible que este ser metido en un saco de tocuyo fuera un personaje que conoció el amor verdadero? Era tan insignificante: simples huesos dispersos en nuestras manos.

Caminábamos deprisa, y a cada paso, reconocía lo maravilloso que es la vida. Mi mente se proyectaba, sin proponérmelo, hacia lo que sentía por una chiquilla delgada, silenciosa y fría. Me resultaba muy bonito reflexionar sobre esas cosas sin sentido —¡Demonios! La he vuelto a extrañar—. Me entró una pena, una nostalgia. Seguía aún reflexionando sobre esto mientras caminaba junto a mis amigos hacia la casa de Martín, quien nos esperaba.

—Habla, habla, Lorenzo, ¿dónde te encuentras? —me decía a mí mismo. Poncho me dio una palmada en el hombro. Salí de mi confusión.

—No me digas en qué piensas, porque lo sé… —dijo.

—Nada. Solo me preguntaba, ¿quién es este amigo que ahora está metido en un saco y con una historia guardada para siempre?

Así fui comprendiendo, de tumbo en tumbo, que yo tenía la culpa de muchas cosas, especialmente por lo que me había sucedido debido al amor pasional. No había por qué hablar de ella con mis amigos, de la chiquilla delgada y fría, sin antes habérselo dicho. Fue un craso error. Fui un egoísta al no plantear el destino que quería junto a ella. Arriesgar un futuro por un amor propio de pacotilla, de cobardía. Creo que por lo que más odié a Maquiavelo en ese momento fue por su tremenda parrafada tan corta y categórica. El amor es solo intriga y esta tenía que concluir en lo más simple: Sexo; el arte más intrínseco que la naturaleza nos ha regalado y del cual aún no hemos aprendido nada. No sabemos ni efectuarlo. Le tenemos mucho miedo.

Llegamos. Vi en el umbral a Martín con su modo de vestir, con la misma figura del hombre primitivo del libro de Historia Universal. Ingresé. Me abalancé hacia el sillón que se encontraba en su sala e hice caer pesadamente el saco de tocuyo con los huesos empolvados y golpeados por mi caída, pero completos. ¡Qué alegría me dio! Sentí que me había quitado un gran peso de encima. Yo me eché a reír tontamente. El aspecto de mis amigos era serio y preocupado. Diría que de cansancio. Sin embargo, Martín nos recibió con unas cervezas bien heladas que cambiaron totalmente nuestros rostros. ¡Qué bien lo entendía ahora! Como si cada palabra de mi amigo Maquiavelo se diera lentamente la vuelta delante de mí y yo viera por el otro lado, por el lado oculto de la vida.

Loro

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