domingo, 19 de febrero de 2012

Un plan para un aturdido

Aunque cada cita tiene su encanto, ésta revestía un carácter muy especial; era la oportunidad que les había otorgado el destino para rememorar viejos tiempos y ordenar los sentimientos de antaño.
Y al parecer ambos lo tenían claro. Durante los meses previos habían intercambiado muchísimos correos, en donde confrontaron sus recuerdos e, incluso, se dieron el lujo de flirtear y de lanzarse mil insinuaciones y retos sicalípticos relacionados con esta cita. No había misterio alguno. Eran dos adultos que de antemano sabían a lo que iban.
Así que por parte de él no hubo nada que planificar, pues la meta había sido tácitamente acordada. Sólo dejarse llevar y que todo fluyera con naturalidad. Lo único que sí tuvo el tino de precaver fue el itinerario, buscando los mejores sitios en donde departir y el hotel más apropiado en donde dar rienda suelta a su pasión, pues con estos detalles lo mejor es no improvisar.
Pero lo que no supo precaver mi confiado amigo fue acerca de las verdaderas intenciones de la susodicha, quien según propia confesión, había “urdido un plan” para esta cita, con el único propósito de rechazarlo impunemente luego de jugar a “seducirlo”. Quizás nunca conoceremos qué razones la impulsaron a planificar esta celada con tanta frialdad, a maquinar esta estrategia, a confeccionar este libreto, a elaborar este protocolo o algoritmo, cuya única finalidad era rechazar alegremente a su desprevenida víctima. Y tal vez lo mejor sea no enterarnos.
Y llegó el día tan esperado. Justo durante aquella tarde mi buen amigo se la pasó supervisando un trabajo pendiente y hubo algunos imprevistos, así que se le hizo tarde y ni siquiera dispuso de tiempo para cambiarse la ropa de faena. Titubeó entre llegar puntual a su encuentro o acicalarse con mayor pulcritud. Prefirió la puntualidad, de lo cual luego se arrepentiría.
Así que mi desprevenido amigo acudió puntual a la tan ansiada cita sin presagiar su desenlace. Ella salió a recibirlo en la puerta de su casa. Intercambiaron un saludo muy efusivo, mientras se estrechaban en un fuerte abrazo. Ante los ojos de mi amigo ella lucía espléndida. Obviamente había escogido entre lo mejor de su percha. El único detalle que no le agradó tanto fue su pantalón ¿Por qué siempre con pantalón y nunca con falda?
Ya en la sala, aprovechó una pausa en su conversación inicial para poner en sus manos un pequeño obsequio, como símbolo de su relación, que ella inicialmente rechazó, pero que finalmente aceptó de buen grado.
Luego, convinieron en abordar un taxi que los condujo al lugar que él había elegido con antelación. Bajaron del auto y caminaron durante unos minutos, hasta que llegaron al restaurante ideal, acomodándose en una mesa en el segundo piso.
Y entonces comenzaron los problemas. Él intentó mirarla con pasión, pero sus ojos lo traicionaron y tan solo proyectaron una mirada que apenas si logró acariciar sus mejillas.
Se distrajo unos instantes, preguntándose el porqué de lo acontecido, momento que ella aprovechó para dirigirse al baño. La contempló mientras se alejaba, y quiso mirarla de otro modo, pero en sus retinas sólo se reflejó la imagen de su amiga de siempre.
Estaba reparando en estos detalles, cuando la vio regresar. Ella caminó directamente hacia donde él se encontraba sentado y, coquetamente, se detuvo a su lado, estampándole un “regular beso” en los labios, que lo cogió totalmente por sorpresa, al mismo tiempo que lo abrazaba, casi asfixiándolo.
Pero mi buen amigo se sorprendió todavía más cuando notó que sus labios no devolvían la caricia, que su lengua no entraba en acción, que sus manos no se despachaban a su gusto, toqueteándole alguna de “sus partes más exquisitas” —Como que lo he visto hacer cosas muchísimo más atrevidas en sitios más inocentes.
Y los problemas continuaron. Mi amigo terminó por desorientarse por completo, sin poder explicarse por qué aquel beso no había activado al “piloto automático” de su pasión. Nada. Permaneció impávido. Hasta le pareció verse a sí mismo, estúpido y sin reflejos, dejando caer los cubiertos y, para colmo, haciendo rodar el vaso encima de la mesa, derramando su contenido encima de su pantalón.
Recién entonces comenzó a percatarse de que esta cita no había comenzado nada bien. Se mantuvo perplejo durante unos instantes, sin poder articular palabra alguna. Intentó ponerse en pie para sacudirse sus ropas, pero dejó que ella se lo impidiera. Seguía absorto, tratando de sobreponerse a la sorpresa, cuando la escucho preguntar:
—¿Por qué tiemblas?
No supo qué contestar. La miró algo ofuscado y entonces vino a su mente la aterradora pregunta: ¿Por qué siempre la veía únicamente como a una amiga, como un amor platónico y nada más? ¿Por qué ella nunca le despertó algún pensamiento erótico? En resumen, ¿Por qué durante todos los años desde que la conoció nunca había podido verla como a una verdadera hembra? Vanamente intentó apartar estas ideas de su cerebro, para concentrarse en esta cita que tanto había anhelado. Por fin intentó reclamar:
—¿De qué se trata?… ¿Tiene que ser así?
La miró con atención, pero no pudo reconocerla. No… esa no era ella. ¿A qué estaba jugando? Su conducta estereotipada no encajaba con la de la amiga que él conoció, con aquella a quien siempre consideró “su primer amor platónico” y nada más. Procuró ordenar sus ideas y retomar la iniciativa, pero nuevamente fue interrumpido.
Ella continuaba con su maquiavélico plan. Astutamente, exhaló un prolongado suspiro que terminó de derretir a mi ilusionado amigo. Al mismo tiempo, comenzó a declararle lo que seguramente él hubiese querido escuchar un par de décadas antes. Increíblemente, su eterna amiga “abría su corazón” ante él, y le revelaba “que lo quería y que ahora todo estaba claro, que ya no dudaba como las otras veces en que habían estado frente a frente”. Incluso le “acarició ligeramente” los cabellos mientras, con “falsa indiferencia” le increpaba:
—¿Tienes algo que reprocharme?
Todavía no se daba cuenta —o no quiso hacerlo— de que ella no actuaba como la recordaba. En esta nueva partida de ajedrez que se había iniciado entre ambos, prácticamente estaba perdido. Mientras que él recién estaba desplegando su tablero para ordenar sus fichas, su amiga ya estaba realizando su quinta movida, con enroque incluido, y ya comenzaba a jaquearlo.
Ella, quien nunca representó para él más que un problema sentimental jamás resuelto, ahora pretendía romper el paradigma de su relación y presentarse a sí misma como un problema sexual, exhibiendo una faceta que a él nunca le interesó en el pasado. Las dudas lo comenzaban a carcomer, cuando de pronto sintió que ella le propinaba un puntapié en la pierna, por debajo de la mesa.
Ya era muy tarde. Ocurrió lo de antaño. Ante la presencia de su eterno amor platónico mi amigo nuevamente bajó la guardia y volvió a convertirse en el adolescente aquel que ella tanto vapuleó. E inocentemente mordió la carnada que ella le estaba ofreciendo, con todo anzuelo, sedal y caña.
En medio de su confusión, y ante la pose seductora que ella exhibía, se sintió triunfador y aplicó su lógica adolescente. ¡Pues bien! —pensó—, ya que ella está totalmente dispuesta para el sexo, lo más fácil será seguirle la corriente. Y no se le ocurrió mejor idea que recurrir al alcohol, pero no para ella, quien ya evidenciaba estar más que dispuesta, sino para él mismo, para intentar infundirse mayor ánimo. Y se escuchó decir:
—No, no tengo nada que reprocharte. Pero tú no eres la amiga que conozco. Voy a pedir una cerveza y un pisco sour para ti… ¿está bien?
Con unos tragos intentaría despertar a mi amigo, al actual, al pícaro, al desfachatado, al de la proposición frontal, al que no pide permiso, al que toca, palpa y apachurra ante la menor oportunidad.
¡Pero imagínenselo!… Solicitando que le sirvieran cerveza, como si estuviese departiendo con cualquier farota, o matando el tiempo con sus amigos. Ya era un barco a la deriva, dejándose guiar por los vientos que su amiga exhalaba a su capricho.
Ella comprendió que era el momento oportuno para proseguir con el protocolo que tenía aprendido de memoria, y le formuló esta graciosísima pregunta de opción múltiple:
—Y dime, ¿Quién soy? ¿Un amor confundido tal vez? ¿O una botella de coñac a medio terminar?
Por supuesto que a mi amigo no se le ocurrió preguntar si había más opciones o contestarle como era debido. Prefirió hacerse el desentendido y llamó al mozo:
—Mozo, por favor sírvanos una jarra de cerveza y un pisco sour
Luego la miró fijamente y pretendió impresionarla con estas huachafescas palabras, que creyó poéticas, pero que estaban totalmente fuera de tiempo y de lugar:
—… Esto abrirá las compuertas de nuestras emociones y destrozará el iceberg que el tiempo logró construir.
¿Qué compuertas emocionales? ¿Cuál iceberg? Si era evidente que durante toda la cita ella había demostrado tener “abiertas sus compuertas” y estar “más que caliente”.
Ella nuevamente rehuyó su mirada y prefirió no contestarle, para no apartarse de su trama. Intuyó que era el momento de recurrir nuevamente a su libreto, y le lanzó esta atrevida pregunta:
—Luego de esto… ¿qué? Adónde piensas llevarme. Supongo que a un lugar íntimo y preparado.
Ella ejecutaba su protocolo al pie de la letra y continuaba “seduciéndolo”, ofreciéndosele envueltita en papel de regalo, con un lacito y una etiqueta que decía: “sólo para ti”.
Y otra vez el muy burro de mi amigo optó por “hacerse el loco” ante esta insinuación y se quedó mudo. Y que me disculpen los pollinitos, pero no le encuentro otro calificativo más apropiado. Al fin, optó por balbucear:
—Bueno, es una sorpresa. No sé, esperemos que todo resulte bien, ¡Déjamelo a mí!…
Justo en aquel momento llegó el mozo, quien de inmediato comenzó a servirles el pisco sour y la cerveza solicitados.
En esos momentos mi amigo ya estaba totalmente confundido. Ni tuvo la cortesía de efectuar algún brindis, como lo ameritaba la circunstancia. Tan solo se limitó a beber su cerveza cual cosaco, intentando saturar su sangre con alcohol, con la inútil esperanza de poder desinhibirse y afrontar el resto de la cita con mayor resolución.
Mientras tanto, ella disfrutaba de los exabruptos de mi encandilado amigo. Y comenzaron a platicar acerca de su “nostálgica vida” y de las “emocionantes” cuatro o cinco citas que compartieron en los cinco o seis años que duró su “relación”.
Estuvieron así, conversando durante horas hasta que, en un resplandor de lucidez, mi amigo asumió que era el momento propicio para corresponder a su seductora amiga. Y se armó de valor para hacerle la proposición correspondiente. Acarició su mano y se lo susurró al oído.
Era el momento que ella había estado esperando durante toda la noche. Ahora sí que lo tenía en donde quería. Con toda la parsimonia y desfachatez de que sólo pueden hacer gala las damas de su estirpe, le hizo recordar su estado civil actual… como si nunca antes hubiese estado enterada de aquel detalle; como si recién en ese preciso instante lo hubiese descubierto.
Mi ahora alcoholizado amigo recibió este golpe bajo sin dar crédito a sus oídos y, lo que es peor, sin siquiera sospechar lo que se vendría a continuación. Supuso que tal vez se trataba de alguna duda del momento, o que ella quizás quería jugar a hacerse la difícil, por lo que persistió en su proposición, ofreciéndole retirarse a un lugar más apropiado en donde poder desencadenar su pasión.
Y luego de jugar a hacerse la “seductora” durante toda la noche, luego de habérsele regalado en múltiples ocasiones, la susodicha le espetó, sin inmutarse:
—Ya ves que no soy fácil. Sólo puedo ser tu amiga… más no. Tú lo sabes. Mi conciencia está clara.
Clara tal vez, pero no limpia.
Por supuesto que a estas alturas mi buen amigo ya se encontraba emocionalmente noqueado, inerme. Habían jugado con él, fue utilizado como un punching ball, había sido severamente vapuleado durante toda la noche.
Era precisamente el momento que ella había calculado con frialdad. Ya lo tenía en el suelo, así que era el instante propicio para darle la estocada final, el tiro de gracia, de pasarle la aplanadora. Y le profirió esta frase, muy poco elegante, que me resisto a calificar:
—Con cualquiera, menos contigo.
No había más de qué hablar.
Ya no tenía cabeza para pensar en nada. Todas las ilusiones que ella se había empeñado en despertarle durante toda la noche habían resultado vanas. Todo había resultado ligeramente al revés.
Era cerca de la medianoche. Abordaron un taxi de regreso. El trayecto se hizo eterno, y prácticamente no cruzaron ninguna palabra.
La dejó en su casa. Camino a la suya, no pudo sacar de su mente aquella frase, que quedaría grabada por siempre en su memoria: “Con cualquiera, menos contigo
Anonimus

5 comentarios:

  1. Uhmmm...No habrá nunca una entrada o una salida. No existe. Estás dentro. Si pues, recordando los momentos, los cercanos y los antiguos. Pero me doy ánimo pensando que lo ideado y lo pretérito son lo mismo. Siempre idéntica a la primera y a todas...
    Mátenme a balazos, pero no a culatazos...jajaja
    Saludos.
    Loro

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  2. a ja ja ja...¡Vaya, tengo un traductor!. Eso está bien...ja ja ja...
    Como dice el enigmático Borges:
    ¿Cual de los dos escribe este poema
    De uno yo plural y de una sola sombra?
    ¿que importa la palabra que me nombra
    si es indiviso y uno el anatema?

    Saludos
    Bety

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  3. Sorry...eliminé tu comentario por error. Ya lo repuse...mil disculpas

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  4. Holas

    Que gusto comunicarnos. Por supuesto que es la misma historia, en diferente versión, pero con el mismo final: mi amigo sumamente chancado.:p

    Y como dice la verosímil replana limeña:
    "A mí que me importa el zorro
    cuando ni gallinas tengo"

    Un abrazo.
    J.C.

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