lunes, 12 de marzo de 2012

El origen de nuestras pesadillas

Definitivamente que aquel no había sido un buen día para excavar. El sol ya alcanzaba su cénit y el calor prácticamente nos estaba abrasando. Estábamos solos, alejados de todo, en medio de la nada. No había sombra en donde guarecernos y, para colmo, nuestra provisión de agua escaseaba. Sólo nos protegían unos gorritos, pero nada de eso parecía preocuparnos a Joel, a Charly o a mí.
En ese momento era mi turno de excavar; me encontraba de pie, en el fondo de uno de los varios hoyos que habíamos estado cavando desde hacía varias horas. En esta fosa, como en las demás, ya habríamos superado el metro de profundidad y todavía no encontrábamos nada, pero eso no nos amilanaba.
Con ayuda de nuestra pala, proseguí con la tarea de extraer la tierra que se encontraba debajo de mis pies, arrojándola suavemente hacia afuera. No había viento, pero cada lampada de tierra se convertía en una nueva nube de polvo. Continué así durante no sé que tiempo hasta que, realmente agotado, hice una pequeña pausa para descansar un poquito. Respiré profundamente, me erguí y, apoyándome en el manubrio de la lampa, levanté la mirada para ver a mis camaradas.
Y durante un instante no pude reconocerlos: estaban totalmente cubiertos de polvo y el sudor, al descender por sus rostros, había dibujado unos surcos que le daban una apariencia cómica a sus facciones. Era como si se les hubiese colocado una máscara de tierra con pinceladas de barro.
Y aunque ya llevábamos más de tres horas en nuestro afán excavador, no me explico porqué recién me percataba de su aspecto. Supongo que se debería a que los tres concentrábamos toda nuestra atención en lo que iba apareciendo en el fondo del hoyo que estábamos excavando, para ver si por fin descubríamos algo.
Observé a mis amigos con atención y no pude contener el ataque de risa. Y mi risa se convirtió en carcajada cuando los vi mirarme con una mueca de interrogación y disgusto, que no hacía más que acentuar lo grotesco en sus semblantes.
—¿Y a éste qué le pasa?… ¿De qué te ríes huevonazo?
—¿Qué te ocurre?… ¿Acaso el sol ya te sancochó el cerebro?
Con gran esfuerzo logré dejar de reír, y con falsa seriedad, les contesté:
—No jodan que me veo igual que ustedes.
Recién en ese momento parecieron tomar conciencia del porqué de mi risa. Me miraron con detenimiento y luego se echaron un vistazo entre ellos. Entonces, entre carcajadas, se increparon:
—¡Puta madre! Estamos hechos una mierda.
—¡No jodan que estamos así de horripilantes!… ¡Puta madre! Necesitamos un baño urgente ¿de quién fue esta puta idea?
¡De quién sería la idea! Ese dato no lo recuerdo, aunque lo más probable es que hubiese surgido en una de nuestras innumerables visitas al ex-Fundo Márquez. Para quienes no lo conocen, este lugar se ubica en el distrito de Ventanilla, en el Callao, vecino a la refinería “La Pampilla”, a orillas del mar y en la margen izquierda del Río Chillón, que en aquellos tiempos todavía gozaba de agua cristalina y de infinidad de pececitos. Paralelo a él se encuentra enclavada una cadena de cerros no muy elevados, y detrás de ellos florece el valle del Chillón, en donde se desarrolla una pequeña industria vitivinícola. Al norte del río se encuentra la “Pampa de los perros”, una gran zona arqueológica, que desde entonces estaba destinada a la crianza de cerdos.
Durante los ochentas, habíamos convertido al ex-Fundo Márquez en uno de nuestros inocentes centros de operaciones, en donde solíamos pasar más de un fin de semana. No sólo porque se ubicaba a una razonable distancia de nuestras casas y allí tenía su domicilio nuestro buen amigo Marcolino, quien vivía solito, con todo lo que eso implicaba, sino también por la presencia de algunas de sus vecinitas, quienes realmente estaban como querían. Además, podíamos disfrutar del mar y del río, y aventurarnos a recorrer los cerros circunvecinos.
Con el ímpetu de nuestros casi veinte años de edad, habíamos explorado casi todos los rincones cercanos. Trepamos los cerros aledaños y, al recorrer estos inhóspitos lugares, nos topamos con todo tipo hallazgos; desde sitios en donde aparentemente se habían practicado rituales de magia negra, con velas de colores, fotografías, muñequitos, prendas, fogatas y otros mejunjes relacionados, hasta zonas arqueológicas muy poco conocidas en ese entonces.
En una de estas zonas arqueológicas, fuera de su área intangible, descubrimos un lugar que había sido sistemáticamente huaqueado, lo cual era atestiguado por la infinidad de hoyos excavados y la gran cantidad de osamentas que estaban regadas por doquier. Es muy probable que esto nos indujera a enfrascarnos en esta aventura de intentar recuperar un esqueleto completito, con la idea de articularlo posteriormente, tal como habíamos hecho hace unos meses con otro esqueleto que conseguí durante mis estudios de Anatomía.
El hecho fue que, en algún momento, acordamos embarcarnos en esta pequeña odisea, en la cual esta vez no habría hembritas de por medio. Así que planificamos pernoctar en la casa de nuestro buen amigo Marcolino, con la idea de salir tempranito con destino a la zona que ya conocíamos. Lamentablemente, a último minuto Marcolino tuvo algún percance y desistió de acompañarnos, pero nos proveyó de una lampa y unos costales de yute para recolectar lo que hallásemos. Con esta deserción nos convertimos en tres de cuatro, y partí junto con Charly y Joel a recorrer todos aquellos cerros durante unas dos horas, atravesando las rutas que ya conocíamos, hasta llegar al sitio en donde nos encontrábamos en ese momento.
Naca la pirinaca —sentencié, mientras les hacía gestos a Charly y a Joel, para que me extendiesen sus brazos y así ayudarme a salir del agujero—, parece que en este hueco no pasa nada…
—Así es —contestó Charly con expresión de desesperanza—, parece que como huaqueros somos un fracaso. Ya excavamos cuatro hoyos y no hemos encontrado nada de nada…
—¿Hacemos un último intento? —nos exhortó Joel—, todavía es muy temprano para darnos por vencidos.
Así que decidimos cambiar de lugar. Nos alejamos del último pozo y elegimos un nuevo sitio en donde volver a iniciar la faena. Y esta vez el éxito nos sonrió, pues no habríamos cavado ni medio metro de profundidad cuando por fin encontramos algo. Eran unas mantas muy raídas. Esto reavivó de inmediato nuestro ímpetu excavador. Y fuimos turnándonos para ir desenterrando, con ayuda de nuestra pala, lo que al final sería un gran fardo ovoide, que mediría algo más de un metro de alto. Con exquisito cuidado comenzamos a descubrirlo, hasta que por fin lo aislamos por completo.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Habrá que abrirlo para ver su contenido.
Emocionados comenzamos a retirar las telas que lo envolvían. Eran unos mantos sumamente antiguos, que se iban rayendo conforme los íbamos retirando. Había unas cuatro o cinco capas de estos mantos, debajo de las cuales encontramos otras tantas capas de algodón que envolvían a un cadáver momificado, acuclillado, en posición fetal. Casi de inmediato se desprendió un hedor casi insoportable, que inicialmente pretendimos contrarrestar utilizando nuestros polos como máscaras, pero que finalmente tuvimos que ignorar como si estuviésemos momentáneamente privados del olfato.
Debía tratarse de la momia de una mujer joven, pues en la parte inferior del fardo encontramos unas pequeñas canastas de paja que contenían unas primorosas ruecas, agujas hechas de hueso, ovillos de hilo y numerosos trozos de algodón de diferentes colores, junto a algunas vasijas de barro dentro de las cuales se había depositado diversidad de granos y mazorcas.
Durante unos minutos permanecimos mudos, pasmados ante lo que aparecía paulatinamente ante nuestros ojos. Ninguno comentaba nada. Tan solo contemplábamos nuestro hallazgo. El calor no cesaba y el hedor no disminuía. En el cielo, una multitud de gallinazos volaba en círculos, como expectando lo que ocurría a nuestro alrededor.
Vamos a ver la momia —sugerí—, y terminé de retirar las capas de algodón. No cabíamos en nuestro asombro cuando descubrimos la osamenta que se encontraba en el interior. La sequedad del ambiente la había momificado parcialmente. Sin embargo, nos quedamos totalmente estupefactos cuando, luego de descubrirla por completo, caímos en la cuenta de que ¡la momia no tenía cabeza! En vano la buscamos en el interior del fardo y en los alrededores. No había ningún rastro del cráneo, ninguna pieza dental, nada. Surgió una infinidad de interrogantes ¿Por qué extrañas razones a este esqueleto le faltaría la calavera? ¿Sería la decapitación la causa de la muerte? ¿O la habrían descabezado después de muerta? Este fue un detalle que entonces, y aún ahora, no deja de llamarnos la atención y es motivo de más de una conversación…
Y comenzamos con la minuciosa tarea de recolectar los huesos. Yo los iba retirando uno a uno, mientras se los entregaba a Charly y a Joel, quienes se encargaban de colocarlos cuidadosamente dentro de los costales de yute que Marcolino nos había facilitado. Hasta me tomé el trabajo de rotular con un lápiz cada hueso, cada costilla y cada vértebra, con la idea de facilitar el futuro ensamblaje del esqueleto. Empacamos todo cuidadosamente y emprendimos el camino de regreso. En estos momentos ya no nos preocupaba el calor ni la falta de agua. Habíamos conseguido nuestro objetivo y eso era lo principal. Un par de horas más y estaríamos de vuelta en casa de Marcolino, en donde podríamos darnos un buen baño, refrescarnos y matar el hambre que nos amenazaba.
Ya en casa de Marcolino, convenientemente aseados, procedimos a hidratarnos con algunas cervecitas bien heladas, mientras ayudábamos a Charly, quien se aprestaba a preparar uno de sus exquisitos cebiches con el pescado y demás ingredientes que Marcolino había tenido la previsión de comprar. En este aspecto, desde el inicio de nuestra amistad, el buen Charly se convirtió en un integrante indispensable en nuestras excursiones, viajes y escapadas, pues era el único entre nosotros que cocinaba decentemente, lo que nos obligó a recurrir a sus habilidades culinarias en innumerables ocasiones.
Sentados a la mesa, compartiendo nuestro cebichón, los comentarios no se hicieron esperar ¡Vaya aventura! ¡Objetivo cumplido! Que gran tema de conversación. Y entre brindis, la plática se prolongó durante varias horas pues, en aquel momento, el esqueleto que habíamos encontrado se convirtió en un objeto muy preciado, que en alguna forma estaba galvanizando nuestra relación amical, pues para conseguirlo habíamos bregado muy duro, hombro con hombro, hasta quedar prácticamente extenuados. Pero al final el esqueleto estaba allí, para atestiguar nuestro logro.
Y llegó la hora de volver a nuestras casas, así que procedimos a embalar a nuestro esqueleto sin cabeza dentro de una caja de cartón, que aseguramos con cinta adhesiva. Era de noche cuando nos embarcamos con rumbo a nuestros hogares. Nos despedimos de Marcolino y encendimos unos cigarrillos que disfrutamos con fruición, mientras caminábamos con dirección al paradero en donde abordaríamos el ómnibus que nos llevaría a nuestro distrito. Acordamos dejar la caja que contenía la osamenta en la casa de Charly, en donde supusimos que se encontraría a buen recaudo, hasta que por fin nos animásemos a articular todo el esqueleto.
¡Por fin habíamos compartido una aventura en la cual no había participado ninguna hembrita!
Al menos eso fue lo que pensamos Joel y yo, porque con el palangana de Charly nunca se sabe. Y el tiempo nos lo demostró, pues luego de unas semanas, para nuestra sorpresa y decepción, pudimos enterarnos de que, el muy perruno, había decidido por sí y ante sí involucrar secretamente a una fémina en este asunto, dándole otro destino al dichoso esqueleto, que tanto esfuerzo nos costó conseguir… Pero esa es otra historia, que tal vez en otra ocasión me anime a relatar…
Anonimus

No hay comentarios:

Publicar un comentario