lunes, 12 de marzo de 2012

Mi primer amor

Con mucho cariño para ti Katia por todos los recuerdos que tengo junto a ti y que conservo y nunca olvido. Te fuiste a donde no podía llegar con mi trompo y mi huaraca... ¡Allá tan lejos...! Alzaste vuelo y me dejaste con mi primera ira y mi primer amor; te fuiste despidiéndote de mí, cuando apenas tenías doce años... Era tu corazón un vaso lleno de solo alegrías para mí; y hoy, el recuerdo de tu sonrisa y de tus ojos zarcos son una luna llena que siempre me alumbra como una lámpara...

Loro

Al oscurecer de una tarde de verano y desde hacía unos quince minutos estaba ante la puerta de mi cuarto, en el interior, dubitativo. Había llegado el momento de ir al lugar de encuentro propuesto por una chiquilla: cerca de las líneas del tren.

Me di ánimos y como pequeño fantasma salí furtivamente de mi casa y caminé apegado a las paredes, agazapado. Avanzaba sin dificultad con los ojos totalmente abiertos y con una mezcla de miedo y confusión. La luna ya hacía su aparición, llena y muy iluminada. El sol se había puesto hacía un rato y las nubes anaranjadas estaban despidiendo al día, allá desde muy lejos. Así no tardé en bordear la primera esquina y seguir sin dejar de mirar a ambos lados de la calle. Caminaba apurando el paso, siempre pegado a la pared y sigilosamente subiéndome el pantalón, que se me caía por debajo de la cintura. Daba saltos pequeños con el rostro animado y la boca cerrada, tomando aire por la nariz. No me faltaba sino una esquina más para estar fuera del alcance de la mirada de mi madre o de algún conocido delator. Al fin lo logré. Volví la cabeza atrás y pude notar que lo había conseguido. Ahora solo quedaba tomar la pendiente y caminar más tranquilo en dirección del punto acordado.

Al llegar a las líneas del tren la encontré de pie, con la mirada fija, resoplando por la nariz y arrimada al poste de la señal ferroviaria. Llevaba un vestido celeste con encaje, que le llegaba por debajo de las rodillas.

—Bien, ya estoy aquí. ¿Soy yo a quien quieres ver? —le pregunté, dudando.

—Hum… mejor tarde que nunca… ¿Verte?, no sé… Pero sí eres tú con quien quiero hablar. Mejor vamos más allá, en donde hay pastito… Por acá pasa mucha gente adulta y nos van a molestar… Los adultos caminan tristes y solitarios. Andan como locos, llenos de tonterías...

—Está bien… Pero ya está oscureciendo… Lo de tristes y solitarios lo dices por tu tía, ¿no?

La chiquilla se quitó la vincha y me miró con cara seria.  Después giró el cuerpo, dio unos pasos y me dio un golpe pequeño en la espalda.

—¡Por supuesto que no…! —dijo exaltada—. Mi tía es muy buena y única… Es inteligente. Y no es como las otras. Y si hubiese querido se casaba... Ella no es una solterona pobre. No se cansa de decirme que estudie y me cuide de ustedes.

Luego de defender a su tía, siguió durante un rato inflamada de colera.

 —Eh —gritó, levantando el puño—. Mírame.

Mientras la mirarla en silencio, me esforcé por comportarme con calma. Ella al darse cuenta de que simplemente fue una pregunta a destiempo, solo dijo más tranquila:

 —No es así, mi tía es muy buena…

Dejamos de hablar y nos pusimos a caminar casi corriendo. Ella me cogía la mano izquierda muy fuerte. Así cruzamos las líneas del tren y saltamos juntos una acequia. Al ingresar al maizal, desaparecimos por entre el ramaje. Segundos después, nos desviamos por un pequeño sendero limitado por maíces de hojas verdes y amarillas.

—¿No hay personas mayores por acá? —le pregunté.

—No… Ellos se van al otro lado —replicó con una sonrisa burlona—. Mi tía me ha dicho que vienen para hacer sus cochinadas.

—¿Cochinadas? —interrogué arrugando la frente. Aunque sabía de lo que se trataba.    

La chiquilla estalló con una sonora carcajada.

—¡Pepe…, por favor! Si yo sé que ustedes van a ese lado para ver lo que hacen… Ustedes también son otros cochinos…

Me gustó que dijera mi nombre. Fue como un encantador canto para mis oídos.

—¿Eso crees? Y cómo sabes tanto…

—No. No creo ni sé nada… Mi tía…

Lo sabrá porque habrá estado allí… —alegué.

Ignorando mis últimas palabras, no quiso reanudar la conversación. Solo me contempló por unos segundos y, como si por instinto conociese la orientación, me hizo apurar el paso, riendo y agarrándose el cabello castaño, largo y crespo. Yo la seguía originando muecas indistintas con mis labios. Aquí y allá, de rato en rato sujetaba mi pantalón sin correa ni tirantes, mientras con la otra mano me lo subía disimuladamente. Mi polo anaranjado, de cuello negro, flameaba por el viento; y mis zapatos sin pasadores querían salir volando en cada salto. Por la carrera, nuestros pasos infantiles hacían resonar las hojas secas y resecas del maizal.

Por fin llegamos en donde ella quería estar. Era un lugar libre de maíz y revestido de pasto verde y amarillo: como si fuera un lunar de la inmensa chacra. Muy cerca una humilde acequia de agua colorida nos acompañaba. El maíz que nos rodeaba no permitía miradas indiscretas. Yo de pie, callado y quieto, la miraba a hurtadillas, para no parecerle impertinente. Así, mientras sus manos buscaban algo prendido a su vestido, ella me miraba sonriendo, de forma muy bonita. Entre tanto, ubicándose mejor, dio unos pasos adelante sin dejar de mirar para todos lados. Cuando se detuvo, se arrodilló recostando las piernas sobre el césped. Seguidamente, levantando la vista, me dijo:  

—Ya, ahora que estamos aquí ponte cómodo, eres desde ahora mi huésped. Tienes que imaginar que estás en el interior de mi casa…; y este es mi jardín. Pero no quiero que me vengas con cumplidos. Tú solo eres mi invitado… ¿Está bien?  Además, la luna será nuestra lámpara y nuestro testigo. Quiero hacer una ofrenda y un pacto contigo... Pero no quiero que se lo digas a nadie... Será nuestro secreto... ¿Está bien?

Mientras hablaba, aprovechó para reclinarse, recoger las piernas y quedarse cómodamente sentaba. Entonces paseó la mirada sobre mí y con gestos, me dijo:

—Ven, siéntate aquí, conmigo. Ves, hay mucho silencio… ¿En tu casa todo el mundo grita? Porque en mi casa hasta el perro no para de ladrar… ¡Es insoportable!

—En mi casa la única que grita es mi mamá, pero cuando hacemos travesuras… Tu papá es "el gringo", ¿no?… Todos dicen que es muy malo… Yo le tengo miedo. La otra vez nos corrió de tu calle con su correa en la mano… Mis amigos y yo tuvimos que salir corriendo y dejar regadas por el suelo muchas bolitas que salieron de nuestros bolsillos… También se quedó mi huaraca…, porque no tuve tiempo de recogerla… Mis amigos siempre hablan de él como si fuera un ogro…

Ella se puso en pie retirando rápidamente la mano que agarraba una de las mías. Se estremeció y me miró asombrada. Después se volvió a sentar muy pegada a mí. Estaba muy cerca cuando apretando los labios, me dijo:

—No hablemos de eso. No me gusta.

—Solo te quería hacerte saber que "el gringo" se llevó mis bolitas y mi huaraca... Yo sé que fue él.

—No fue él... Y si no quieres que me vaya, no hablemos más de eso…

—Bueno, está bien, ya no hablaré de eso…, que se quede con mis bolitas y mi huaraca… ¡Total!, ya ganaré otras…

Fui entonces condescendiente con ella. Y, en efecto, no volvimos a hablar de aquello. Estaba claro que la hería mucho. Quería demasiado a su papá, se le notaba en su hermosa cara. Lo quería tal y como era y a pesar de todo lo malo que escuchaba de él.

***

Por aquel entonces teníamos diez años. Ella era una miga que conocí en el otro barrio, cuando fui con unos amigos para intercambiar figuritas y jugar al trompo. Vivía cerca del rio, en la cuadra doce de la avenida Morales Duárez. Su nombre era Katia. Mocita inquietante y muy bella, de ojos zarcos: de esos que revelan una agradable pasión y engrandecen un misterio. Poseía una inteligencia especial y una espontánea coquetería infantil. 

La primera vez que la vi con importancia fue una tarde en que me sonrió con picardía y me guiñó el ojo mientras me hacía una mueca con su lengua salida de su boca. Estaba parada tras los cristales, en el umbral de una enorme ventana, con la cabeza inclinada y cogida al marco con las dos manos. Traía un vestido blanco, con cuello de encaje, y una vincha, también blanca, que tiraba su cabello hacia atrás. Parecía inmensamente sana, ligera y esbelta.

Al ver que se burlaba de mí, me puse serio y le respondí con un gesto: coloqué mis dos manos, con el pulgar sobre las sienes, y los agité como si fueran alas. A lo que ella respondió llevándose las manos a la cabeza, mirándome fijamente y con cólera. Su cara estaba colorada.

—Si te crees muy hombrecito, el día de mañana te espero a las seis de la tarde, solo, en el poste de las señales del tren…

No sé por qué, pero en ese momento me pareció que la conocía de tiempo y que estaba en deuda con ella. No la había visto antes con la curiosidad de ahora, y si la había visto no le tomé importancia. Era una chiquilla más del otro barrio. Pero al verla burlándose de mí, y en mi propia cara, y además retarme con una cita a solas, me dije: “esta chiquilla cree que soy un tonto obligado a soportar su burla”. Así que, colocando las dos palmas de mis manos a cada lado de mi boca, le grité:

—¡Voy a estar a esa hora! ¡Voy a llevar mi trompo por si no vienes…!

La gata, como la llamaban en su barrio, soltó una carcajada y desapareció de la ventana. Inconscientemente me quedé quieto. Y uno o dos minutos después abrió la puerta y se quedó detenida en el umbral.

—Ven, ¿tienes miedo?... Ven. Tu nombre es Pepe, ¿no?

Y diciendo esto, avanzó unos pasos e hizo como si viniera hacía mí. Pero se detuvo y volvió a la puerta.

No entendía el porqué, pero me vinieron unas ganas inmensas de acercarme y estar junto a ella; quería que me sacara la lengua, cara a cara. Pero el miedo a su papá, “el gringo”, me ganó. Me limité entonces a llegar a diez metros de ella. Lo que aproveché para hacer bailar mi trompo con ademanes y peripecias que yo conocía muy bien. Al verlo bailar sobre mi mano, me agaché e incliné la cabeza, solté mi brazo y lo llevé nuevamente al suelo, dejándolo bailar hasta su fin. Pero era mejor decirle algo. Así que volví la vista hacia ella y le contesté:

—Sí. Así me llaman... ¡Yo sé que tu nombre es Katia!... El cabezón me lo ha dicho…

Sin que me diera cuenta, se acercó e intempestivamente me cogió de la mano y me llevó cerca de la ventana. Ya detenidos, me miró por todos los lados con rostro inquieto y absorto.

—Tienes ropa de payaso. Y eres bajito y flaquito. De lejos siempre me pareciste más alto... —esto último lo dijo advirtiendo que se le había escapado, porque la vi sonrojarse.

Aun sosteniendo la huaraca en una de mis manos comprendí enseguida que Katia se había fijado en mí y que me coqueteaba burlándose y sacándome de quicio otra vez. Si no fuera así ella nunca se hubiera atrevido ni siquiera a hablarme, y menos con ese tono burlón. Los chiquillos de mi cuadra siempre la seguían como abejorros. Hablaban muy bien de ella: que era muy hermosa y siempre vestía muy bien. Tal vez por eso nunca me atreví a acercarme ni a imaginármela conversando conmigo.

A pesar de todo ello, me vi obligado a hablar con soltura.

—Somos muy pobre y a mi madre no le alcanza el dinero, lo poco que gana lo usa solo para los estudios, los míos y los de mis hermanos… Si no te gusta mi ropa, ¿qué voy hacer?... ¿Tú lees cuentos? Porque a mí sí me gusta leer de todo… Tengo muchas historietas, un cajón lleno… Y hay una biblioteca pequeña en mi casa. Están todos los libros usados de mis hermanos. Eso es más importante, me ha dicho mi madre.

Fue la primera vez en mi vida que lamenté no estar bien vestido. Fingí que me daba lo mismo estar como estaba. Así que me solté de ella y fui a recoger mi trompo que aún seguía tirado en el suelo. Katia se quedó sorprendida por lo que le había dicho. Por eso, luego, logrando estar animada, me dijo:

—Ojalá que hayas leído “El caballero Carmelo” o “Paco Yunque” —exclamó enojada—. Quiero ver si en verdad lees mucho o solo eres un mentiroso. No me gustan los fanfarrones…

—¿Crees que no sé lo suficiente?... Yo escribo todos los días. Escribo sobre mi familia y mi perro… Y leo bastante… Si quieres hablamos de “Los jefes” o “Gallinazos sin plumas” —le contesté—. Ya me tengo que ir…, puede salir tu papá y me va a sacar corriendo de aquí.

En su casa vivía con su papá que era viudo y con una de sus tías que era vieja y severa; una solterona que le solía contar consejos de beata y que le había advertido que no se juntara con ningún chico del barrio, porque éramos unos vagos y atrevidos sin ningún futuro. Tal vez por eso, Katia que era lo contrario, no se complicaba la vida pensando en esos problemas de viejas, se sentía incapaz de comprenderlos; solo se dedicaba a verla y escucharla con cariño. Katia, en plena pubertad, solo pensaba en verse libre de la tutela doméstica y correr sabiéndose apreciada por los chiquillos de su barrio y del mío.

—Sí, es mejor que te vayas… Si te encuentra conversando conmigo, no sé qué te haría... Bueno, entonces nos vemos mañana, a las seis de la tarde, en el poste de la señal para los trenes… ¡No me gustan los cobardes...!

Yo, casi corriendo y mirando a todos lados, con cara de miedo, le dije que sí, que mañana estaría presente en el lugar escogido por ella...

***

Sentados y casi apegados, ella me miraba atenta y yo la miraba con mucho asombro. Ya no hablábamos de los asuntos de su casa o de su papá, "el gringo". Solo nos limitamos a conversar de lo que queríamos ser cuando fuéramos grandes.

—¿Qué vas hacer cuando termines el colegio? ¿Piensas casarte? —preguntó.

Suspiré con una sonrisa, pero sin aliento. Volé mentalmente por todos los rumbos de mi presente, pasado y futuro. Mi memoria se quedó vacía por un momento. Y ella no dejaba de mirarme fijamente, con sus diez años a cuesta. Me hacía sentir como si estuviera sentado frente a mi madre, interrogándome. Al ver que no contestaba, frotándose las manos y con una extraña expresión en el rostro, me dijo, refunfuñando:

—¡Di algo, hombre! ¡No te quedes callado…!

Logré articular algunas palabras, balbuceando, pero sin ningún sentido. Katia abría sus manos para insistir con su pregunta. La miré con el rostro algo pálido. Los ojos se me centraron y al fin logré hilar mis palabras.

—Quiero ser ingeniero. Me gustan las matemáticas… Me gustaría hacer un puente que comunique Carmen de la Legua con el otro lado… ¿Tú conoces el otro lado del río?...

Me miró con la cabeza en alto, como si quisiera abrirse camino y echarme una bofetada. Así, con una expresión severa en el rostro y con gesto de descontenta, me dijo:

—Pero, te vas a casar, ¿sí o no?...

Me incliné y le dirigí una mirada interrogativa. Y para ganar tiempo cogí mis zapatos negros y sin lustrar y los ubiqué en algún sitio. Meditando mi respuesta, me puse a envolver la huaraca sobre el trompo, con la cabeza gacha. Entonces me atreví y le contesté:

—No he pensado en eso… No sé si me quiera casar… Pero quiero tener una casa grande para que vengan todos mis amigos a jugar… ¿Por qué me preguntas cosas de mayores? ¿Tú piensas casarte?

Me puse en pie y lancé mi trompo contra el pasto. La luna iluminaba con su resplandor la acequia, que no estaba muy lejos. Más allá se escuchaba el sonido del tren que hacía su presencia retumbándolo todo. Me acordé de mi madre y de lo que se iba a preocupar y molestar cuando descubriera que yo no estaba en mi cuarto. Encogí mis hombros, como no dándole importancia. Me volví hacia Katia y empecé a hacer ademanes a su alrededor, jugando con mi trompo. 

—Ahora tú estás callada ¿Piensas casarte? Creo que yo no. Mi hermano me ha dicho que son boberías... de mujeres.

Katia me miró de refilón y no respondió. Enrolló su vestido, la dobló jugando con él, sujetándolo con sus dos rodillas; luego se quitó la vincha, levantó la vista y se quedó mirándome pensativa, como midiendo sus palabras. Volvió el rostro hacia el maizal y después giró la cabeza hacia mí. Al darse cuenta de que yo la miraba sin inmutarme, se puso seria.

—¡Yo sí me voy a casar! —dijo, levantando la cabeza y peinándose los cabellos sueltos con sus dos manos—. Si tú no quieres casarte, entonces, ¡todo se va al diablo!... Cómo vamos a hacer una ofrenda y un pacto si tú no quieres casarte... ¡Eres un cobarde…!

Se puso la vincha; se la quitó de nuevo; y soltando otro insulto me miró enseñándome los dientes. Ya no me pude callar como antes; ella me había tachado de cobarde y se reía de mí con desdén. Ágilmente me senté a su lado, y fingiendo un carraspeo, le dije:

—¿Me has invitado para burlarte de mí?

Katia se encogió de hombros y me dirigió una mirada a los ojos, con los suyos, zarcos y severos. Y sin más preámbulo, me dijo:

Eres muy raro y tonto. No has desarrollado aún tu cerebro. ¿Cómo puedes pensar así? Todos los chicos se mueren por mí y yo estoy aquí a solas con el más tonto de todos... ¡No entiendes nada!

Me tiré de espaldas sobre el césped soltando mi trompo; me tiré con los brazos en cruz y cerré mis ojos por un momento. Lo pude comprender. Katia me estaba proponiendo ser mi novia y hacer una ofrenda y un pacto conmigo, y yo estaba comportándome como un imbécil. Entonces me senté, le quité la vincha de la mano y le di un beso en la boca. Fue por unos segundos que nos quedamos con los labios juntos y abrazándonos tiernamente. Pero como negando lo sucedido nos soltamos rápidamente y nos quedamos quietos y mudos a la espera de que uno de nosotros dijera algo. Katia, sin soltar una de mis manos, se quedó mirándome embelesada. Luego de entender lo que habíamos hecho, reaccionó intempestivamente con un coscorrón que hizo que yo me mordiera la lengua…

—Tú, ¿cómo te atreves a hacer esto? —dijo, en voz alta y con una particular entonación.

Comprendí en el acto lo que había provocado. Toda la sangre se me vino al rostro que dejó al aire mi total vergüenza. Me quedé mudo y con la cabeza gacha, y hecho un bobo. No me atrevía a mirarla, aunque trataba de imaginar sus pensamientos. Estuve así un infinito de tiempo, con la mente casi en blanco, apretando los dientes y mirando sus manos por el miedo a otro golpe. Sentía deseos de huir, de correr, de alejarme de allí. No pude, no me escapé. Me di ánimos, volví los ojos hacia los suyos y solo me atreví a decirle, torpemente:

—¡Perdón, perdón...! ¡Te pido perdón!

Se puso en pie, suspiró y comenzó a girar a mí alrededor. Yo permanecía sentado, quieto. Levantó su vincha y le dio un mordisco. Mi corazón latía con violencia; incluso respiraba bajito para no inquietarla. Katia pestañeó, inclinó dócilmente la cabeza a un lado de la mía y muy bajito, me dijo:

—A ver, niño, qué es lo que tú quieres ¡Ahora exijo que lo repitas!... Pero antes tenemos que pincharnos un dedo, así como yo lo voy a hacer. Mira...

Con sus pequeñas manos sacó una aguja incrustada en su vestido, la puso en posición y se pinchó uno de los dedos. Inmediatamente, cogiendo uno de los míos, hizo lo mismo. Sentí, entonces, un pequeño dolor punzante. En seguida aproximó mi mano a la suya y juntó nuestros dedos ensangrentados, uno sobre el otro. Al poco me obligó a mirar a la luna llena. Después siguió unos instantes de silencio. Me volví hacia ella y pude ver una hermosa y tierna sonrisa que brotaba sin que se diera cuenta.

Así, duplicados sonreía plácidamente. La miré de reojo y se volvió a verme. 

—¡Ahora somos más que amigos…, hasta que la muerte nos separe! Que la luna sea nuestro testigo...

Quise ponerme en pie, pero ella no me dejó. Se abalanzó hacia mí y me estampó otro beso en los labios. Luego, separándose, me miró con ternura. Tenía un dominio de sí misma que me dejó perplejo. Me observaba con aire triunfal. Yo seguía sin decir esta boca es mía. Pero ya no me sentía culpable. Aquello fue tan dulce que me atreví a cogerle de la mano y darle un tirón. Logré acercarla junto a mí y abrazarla. No se resistió. Parecía atrapada en mis brazos e intentando leer mis pensamientos.

Entonces, ¿vas a decirme algo? —preguntó—. ¡Tonto, ahora somos novios! —exclamó y se echó a reír.

—¡Ah!  —exclamé, con una voz extraña— ¿Yo, tu novio? Sí señora.

—Escucha —me dijo, cambiando la conversación—. Ya es muy tarde, mi papá me estará buscando... y si se entera que he estado contigo, va a tu casa y te mata... Ya hemos hecho una ofrenda y un pacto... Será nuestro secreto.

Tragué saliva y me eché a reír en silencio. Era una risa suelta y de loco. La niña de blanco estaba quieta como el mármol. Su aspecto serio y pensativo, su rostro bello, salpicado de pecas, lograron que me quedara prendado para siempre. Nunca antes había tenido la oportunidad de besar a una mujer y que ella me besara.

—¿Qué miras? —preguntó de improviso.

No respondí. Solo me puse en pie y le tomé de la mano. Ella, condescendiente, no dijo nada. Solo me miró con ojos de inocencia. Me dijo:

—Está bien, ya somos novios... ¿Cuándo quieres verme otra vez?... Pero déjame decirte que eres un tonto... ¡No sabes besar...! Eres muy diferente a tus amigos, eres muy gracioso... ¡Pero me gustas...!

No quise contestar nada. Ella tampoco hizo más preguntas. Así nos quedamos por un buen rato silenciosos, mirándonos en la penumbra y bajo el hechizo de nuestras infantiles miradas. La noche, por suerte, había adquirido claridad y pureza diáfana por el azar de una luna llena. Sin saber el tiempo trascurrido, comprendimos instintivamente que ya era tarde. Así que la ayudé a ponerse en pie, y sin decir más, partimos encaramándonos y tropezando los pies en un alto de yerbas y materias secas. Los dos a la vez cruzamos los canales de riego, hasta llegar a la acequia principal y subir la pendiente sin ningún problema. Ya en las líneas de tren, nos subimos sobre ellas, caminando como equilibristas. Y así nos retiramos juntos, agarrados de la mano, hasta la señal de los trenes. Todo estaba radiante en aquel espacio y tiempo, incluso el aire que llegaba del maizal era fresco y vivificante.  

Yo no pude dormir en toda la noche pensando en Katia. Yo le gustaba a la gata, a la chica más hermosa del otro barrio, a la hija del "gringo", y ella me gustaba aún más. Lo había logrado en el azar de una noche y sin proponérmelo; un ángel era ahora mi novia, y yo estaba enamorado por primera vez a mis diez años...   

Loro

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