Si mi amiga se hubiera
atrevido a vivir todo aquello en que la risa y el dolor se juntan y me hubiera
involucrado, yo nunca hubiera podido escribir estos relatos... Loro
La noche anterior recibí una llamada. Me quedé totalmente
sorprendido. Mi amiga July me dijo que era necesario que la sorprendiéramos con
nuestra presencia, porque ella ya regresaba a los EE. UU.; y que ella así nomás
no llegaba. Me dijo que invitara a todos los amigos de la promoción, o a los
que yo pudiera. Pero no había tiempo de invitar a nadie. Al final lo traté de
hacer; pero en verdad, no lo hice, o lo hice a medias; por eso solo llegamos
tres y dos que eran ellas.
Entré a través de las cortinas. Hice mi ingreso a la sala con una
bandeja llena de copas de vino. La cargaba con mis dos manos. Era una sala
mediana y apretada, amueblada con sillones y una mesa de centro. Pegada a una
de las paredes, y al frente de los sillones, un aparador soportaba una pantalla
de tv. Giré mi cuerpo hacia la derecha. Bajé la vista y la vi, estaba sentada
en un sillón, acodada y conversando con Poncho. No había dudas de que me
hallaba tontamente nervioso. Mientras me dirigía hacia ella, y durante un
insignificante espacio de tiempo, me puse a pensar sobre nuestro último y
penoso encuentro. Me llegaron, de pronto, las ideas más ridículas, que
cualquiera de ellas me turbaba. Ya muy cerca, extendí los brazos, y con las dos
manos crispadas, dirigí la bandeja hacia donde estaba mi amiga. Sabía que no se
podía resistir, no era su estilo. Cogió una copa mirando en torno suyo con
ansiedad, disimulando el encuentro. Aproveché el momento para saludarla dándole
un pequeño beso en la mejilla.
—Hola, ¿qué tal? ¡Sírvete!
Sus blandas mejillas se colorearon ligeramente y sus labios
dibujaron una sonrisa ofendida. Me estaba castigando con la única gracia que le
conocía: aquel rostro ingrato, soberbio, pero exquisitamente bello.
—¡Hola! —respondió bajito, como si fuera un consuelo y a la vez una
indiferencia.
A toda costa, quería burlarse de mí y buscar elegantemente como
amargarme la noche. Yo me encogí de hombros con indiferencia. Ella lo captó.
Esto hizo que me invadiera una horrible alegría. Evidentemente, no me
sorprendía su actuación ni su manera de comportarse conmigo. La conocía muy
bien. En ese preciso momento Poncho me dijo algo. Pero no le entendí. Mirándola
de soslayo, la vi levantar su copa con mucho nerviosismo sin llevárselo a la
boca. No terminaba de servir a los demás, cuando la llevó a su boca y de un
solo sorbo desapareció el contenido. Luego echó su cabeza hacia atrás, se caló
los anteojos, y me quedó mirando con sus achinados ojos pardos, por unos
segundos, como queriendo descubrir mi oculto pensamiento. Hasta vi sus ojos
brillar en el tiempo que le llevó colocar una de sus manos sobre su mejilla. En
esos momentos, todo atacaba mi sistema nervioso: las miradas de mis amigos, en
especial la de ella, mi nerviosidad y las palabras que no podía pronunciar. Se
me había hecho un nudo en la garganta, ahorcándome. Alcé los hombros furiosamente,
tratando de relajarme. Levanté la cabeza y me volví hacia Poncho y Jorge, crucé
bordeando la mesita del centro, estirando aún más mi brazo, sujetando la
bandeja. Ellos nos miraban de reojo. Ella estaba tensa y petrificada. Su rostro
era embarulladamente gracioso, porque lo mantenía cómicamente serio.
Yo llevaba un traje y un corte de pelo terriblemente llamativo, no
por lo estrafalario, sino por lo recientemente nuevo. Ya sentado en el sillón
me reía totalmente despistado, y sin hacer ruido, de las cosas que charlaban
los otros. Reflexionaba silenciosamente en una posición casi supina, y sentía
que mi voz chocaba intermitentemente en mi cabeza, como una campanada. Me
encontraba humillado. Todo mi organismo, como nunca, estaba destrozado. Me sentía
deplorable frente a todos mis amigos y frente a aquella mujer que algún día amé
con locura.
Al rato, me incorporé como un autómata y fui hasta donde estaba la
otra botella de vino. Volví y se la entregué a mi amigo Jorge para que la
descorchara. Lentamente me senté en el sillón, desde dónde podía observar el
perfil del rostro de mi amiga. Otra vez me puse en pie. Jorge me estaba
devolviendo la botella destapada. Le di las gracias. Como reflejo propio de un
subordinado mozo de bar, de inmediato, llené todas las copas vacías. Volví a
sentarme. Estaba en un punto algo difícil para entablar una conversación con
ella. Como era absolutamente incapaz de hablar, porque mis pensamientos se
arremolinaban en mi cabeza, fijé los ojos bien abiertos en su copa ya sin una
gota de contenido. Se lo había bebido, otra vez, de un solo sorbo.
Pasaba el tiempo. Oía la conversación de mis amigos sin poder
actuar con palabra alguna. Estaba completamente atontado y no hacía más que
hacer algunas muecas y pronunciar penosos ruidos con la lengua. Las palabras no
querían acudir a mi garganta.
Me levanté varias veces, sin decir nada, para llenar las copas
vacías. Por tres veces consecutivas, de un solo sorbo, mi amiga se volvió a
despachar el contenido. Me di cuenta de que también estaba tanto o más nerviosa
que yo. Aunque lo disimulaba muy bien. Me senté de nuevo en el mismo lugar y la
quedé mirando como quien soslaya la mirada. No sé qué ademán hice para salir
del barullo; pero no lo logré. Mis ideas se extinguían, mezclándose tontamente.
Ingresé por un momento al interior de mis pensamientos, ordenándolos y tratando
de que se abrieran camino. Trataba de lograr cualquier invención o anécdota que
la involucrara a ella. Di un salto. Traté de hablar, pero todas mis palabras
concatenadas y en fila india, se trababan en mi garganta. No querían salir.
Echado hacia atrás en el sillón, estaba recogido todo mi cuerpo.
Me había instalado en un rinconcito que estaba algo oscuro. Me creía bien
oculto, y trataba de pensar que decirle. De cuando en cuando se encontraban
nuestras miradas. Nos miramos varias veces. Tenía algunas preguntas que se las
quería decir, pero no tuve el valor de formularlas.
El vino empezaba a hacer efecto en mi amiga. Yo en un arranque de
soberbia y aprovechando una anécdota que ella nos contaba, le propuse viajar y
visitarla en su casa. Le dije:
—Entonces, en setiembre viajamos con Poncho y te visitamos… ¿Qué
te parece?
Ella se volvió para el otro lado y se puso a mirar a mis amigos; luego
volvió el rostro hacía mí como si de pronto saliera de una pesadilla, roja de
soberbia; sus gestos denotaban una catapulta pronto a ser disparada. Respiró
profundamente un poco crispada; entonces, solo dijo:
—No voy a estar en mi casa ese mes...
Como de costumbre, me pasaron las ruedas de su desprecio por todos
mis sentidos. Mi cabeza pareció hundirse más entre mis hombros. Así que tragué
algo de saliva y me infundí ánimo, tratando de recuperarme. En ese momento se
me aclararon las ideas; irritado, me dije a mí mismo:
—¡Ah, bien!... sigue siendo la misma de siempre, no ha cambiado
nada. Ya no puede engañarme. Su alma tiene muchas quemaduras que nunca podré
descifrar. ¿Por qué no me decía clara y simplemente, Charly, vete al carajo?
¿Por qué?...
Me quedé callado y ya no hice más preguntas. Por suerte ya era
tarde y teníamos que retirarnos. Nos pusimos en pie y nos dirigimos a la calle.
Entonces, la escuché hablar a mis espaldas. Su charla fue corta. De antemano
sabía que la teníamos que acompañar a su casa y eso hicimos. Subimos al auto.
El azar hizo que ella fuera junto a mí y muy apegada, sentada a mi izquierda y
en la parte trasera del auto. No me lo imaginé, pero estábamos conversando
delante de mis amigos. Mientras conversábamos, me invadió un sentimiento
singular, un hermoso sentimiento. De rato en rato nos volvíamos y se
encontraban nuestras miradas. Ella no paraba de hablar, no se permitía una
pausa. A nuestro alrededor, nuestros amigos nos escuchaban callados, muy
atentos. En esa situación, sentía un escalofrió por toda mi espalda, y mis
pensamientos flotaban dispersos. Ella seguía hablando de cosas sin importancia,
lo que me obligaba a contradecirla. Hizo un movimiento y apegó su rostro muy
cerca de mi mirada. Sentí su aliento. Un halo de vino recorrió por todos mis
sentidos. Podía además entrever un rostro bello, un poco pálido, pero sano. Esta
idea de todos aquellos encantos me turbaba, me hechizaba dichosamente. No pude
resistir más y resbalé mi brazo sobre su cuello, tocándola. Sonreí
estúpidamente cuando ella me miró sin parar de hablar, pero consciente de lo
que pasaba.
¡Bah! Yo sabía que tenía sus razones y yo las mías. Pero ambos
estábamos tan sordos, que no podíamos hablarnos ni siquiera como simples
amigos. Luego recordé que cada vez que nos encontrábamos o nos comunicábamos
por cualquier medio, era sólo para discutir, para pelear.
Luego ya no hubo tiempo. Porque después de llegar al exterior de
su casa nos despedimos rápidamente, dándonos un beso en la mejilla. Comenzó a
andar un poco más deprisa, corriendo detrás del auto y acercándose a los otros
amigos para despedirse. Ya casi para llegar a las rejas de seguridad que
dividían la calle de su casa, me dirigió una rápida mirada. Observé que sonreía
nostálgicamente. No dijo más...
Al final, puedo decir que fue una reunión con una extraña mezcla
entre el dolor y el placer o entre la alegría y la nostalgia. Supongo que la
vida es eso, esta paradoja que la hace honda y bonita cuando nos damos cuenta de
que el tiempo nos sorprendió. Ya no estábamos en la secundaria ni en la
universidad, ni era el tiempo del primer beso, aquel cuando callamos, parpadeamos
y mirábamos al suelo esperando que el tiempo se vuelva infinito y eterno.
Contrito, reconocí, que ese día me había comportado muy mal.
Estúpidamente mal.
Loro
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