domingo, 27 de mayo de 2012

Un encuentro fatal


Si mi amiga se hubiera atrevido a vivir todo aquello en que la risa y el dolor se juntan y me hubiera involucrado, yo nunca hubiera podido escribir estos relatos... Loro 
  
La noche anterior recibí una llamada. Me quedé totalmente sorprendido. Mi amiga July me dijo que era necesario que la sorprendiéramos con nuestra presencia, porque ella ya regresaba a los EE. UU.; y que ella así nomás no llegaba. Me dijo que invitara a todos los amigos de la promoción, o a los que yo pudiera. Pero no había tiempo de invitar a nadie. Al final lo traté de hacer; pero en verdad, no lo hice, o lo hice a medias; por eso solo llegamos tres y dos que eran ellas.
Entré a través de las cortinas. Hice mi ingreso a la sala con una bandeja llena de copas de vino. La cargaba con mis dos manos. Era una sala mediana y apretada, amueblada con sillones y una mesa de centro. Pegada a una de las paredes, y al frente de los sillones, un aparador soportaba una pantalla de tv. Giré mi cuerpo hacia la derecha. Bajé la vista y la vi, estaba sentada en un sillón, acodada y conversando con Poncho. No había dudas de que me hallaba tontamente nervioso. Mientras me dirigía hacia ella, y durante un insignificante espacio de tiempo, me puse a pensar sobre nuestro último y penoso encuentro. Me llegaron, de pronto, las ideas más ridículas, que cualquiera de ellas me turbaba. Ya muy cerca, extendí los brazos, y con las dos manos crispadas, dirigí la bandeja hacia donde estaba mi amiga. Sabía que no se podía resistir, no era su estilo. Cogió una copa mirando en torno suyo con ansiedad, disimulando el encuentro. Aproveché el momento para saludarla dándole un pequeño beso en la mejilla.
—Hola, ¿qué tal? ¡Sírvete!
Sus blandas mejillas se colorearon ligeramente y sus labios dibujaron una sonrisa ofendida. Me estaba castigando con la única gracia que le conocía: aquel rostro ingrato, soberbio, pero exquisitamente bello. 
—¡Hola! —respondió bajito, como si fuera un consuelo y a la vez una indiferencia.
A toda costa, quería burlarse de mí y buscar elegantemente como amargarme la noche. Yo me encogí de hombros con indiferencia. Ella lo captó. Esto hizo que me invadiera una horrible alegría. Evidentemente, no me sorprendía su actuación ni su manera de comportarse conmigo. La conocía muy bien. En ese preciso momento Poncho me dijo algo. Pero no le entendí. Mirándola de soslayo, la vi levantar su copa con mucho nerviosismo sin llevárselo a la boca. No terminaba de servir a los demás, cuando la llevó a su boca y de un solo sorbo desapareció el contenido. Luego echó su cabeza hacia atrás, se caló los anteojos, y me quedó mirando con sus achinados ojos pardos, por unos segundos, como queriendo descubrir mi oculto pensamiento. Hasta vi sus ojos brillar en el tiempo que le llevó colocar una de sus manos sobre su mejilla. En esos momentos, todo atacaba mi sistema nervioso: las miradas de mis amigos, en especial la de ella, mi nerviosidad y las palabras que no podía pronunciar. Se me había hecho un nudo en la garganta, ahorcándome. Alcé los hombros furiosamente, tratando de relajarme. Levanté la cabeza y me volví hacia Poncho y Jorge, crucé bordeando la mesita del centro, estirando aún más mi brazo, sujetando la bandeja. Ellos nos miraban de reojo. Ella estaba tensa y petrificada. Su rostro era embarulladamente gracioso, porque lo mantenía cómicamente serio.  
Yo llevaba un traje y un corte de pelo terriblemente llamativo, no por lo estrafalario, sino por lo recientemente nuevo. Ya sentado en el sillón me reía totalmente despistado, y sin hacer ruido, de las cosas que charlaban los otros. Reflexionaba silenciosamente en una posición casi supina, y sentía que mi voz chocaba intermitentemente en mi cabeza, como una campanada. Me encontraba humillado. Todo mi organismo, como nunca, estaba destrozado. Me sentía deplorable frente a todos mis amigos y frente a aquella mujer que algún día amé con locura. 
Al rato, me incorporé como un autómata y fui hasta donde estaba la otra botella de vino. Volví y se la entregué a mi amigo Jorge para que la descorchara. Lentamente me senté en el sillón, desde dónde podía observar el perfil del rostro de mi amiga. Otra vez me puse en pie. Jorge me estaba devolviendo la botella destapada. Le di las gracias. Como reflejo propio de un subordinado mozo de bar, de inmediato, llené todas las copas vacías. Volví a sentarme. Estaba en un punto algo difícil para entablar una conversación con ella. Como era absolutamente incapaz de hablar, porque mis pensamientos se arremolinaban en mi cabeza, fijé los ojos bien abiertos en su copa ya sin una gota de contenido. Se lo había bebido, otra vez, de un solo sorbo.
Pasaba el tiempo. Oía la conversación de mis amigos sin poder actuar con palabra alguna. Estaba completamente atontado y no hacía más que hacer algunas muecas y pronunciar penosos ruidos con la lengua. Las palabras no querían acudir a mi garganta.
Me levanté varias veces, sin decir nada, para llenar las copas vacías. Por tres veces consecutivas, de un solo sorbo, mi amiga se volvió a despachar el contenido. Me di cuenta de que también estaba tanto o más nerviosa que yo. Aunque lo disimulaba muy bien. Me senté de nuevo en el mismo lugar y la quedé mirando como quien soslaya la mirada. No sé qué ademán hice para salir del barullo; pero no lo logré. Mis ideas se extinguían, mezclándose tontamente. Ingresé por un momento al interior de mis pensamientos, ordenándolos y tratando de que se abrieran camino. Trataba de lograr cualquier invención o anécdota que la involucrara a ella. Di un salto. Traté de hablar, pero todas mis palabras concatenadas y en fila india, se trababan en mi garganta. No querían salir.
Echado hacia atrás en el sillón, estaba recogido todo mi cuerpo. Me había instalado en un rinconcito que estaba algo oscuro. Me creía bien oculto, y trataba de pensar que decirle. De cuando en cuando se encontraban nuestras miradas. Nos miramos varias veces. Tenía algunas preguntas que se las quería decir, pero no tuve el valor de formularlas.
El vino empezaba a hacer efecto en mi amiga. Yo en un arranque de soberbia y aprovechando una anécdota que ella nos contaba, le propuse viajar y visitarla en su casa. Le dije:
—Entonces, en setiembre viajamos con Poncho y te visitamos… ¿Qué te parece?
Ella se volvió para el otro lado y se puso a mirar a mis amigos; luego volvió el rostro hacía mí como si de pronto saliera de una pesadilla, roja de soberbia; sus gestos denotaban una catapulta pronto a ser disparada. Respiró profundamente un poco crispada; entonces, solo dijo:
—No voy a estar en mi casa ese mes...
Como de costumbre, me pasaron las ruedas de su desprecio por todos mis sentidos. Mi cabeza pareció hundirse más entre mis hombros. Así que tragué algo de saliva y me infundí ánimo, tratando de recuperarme. En ese momento se me aclararon las ideas; irritado, me dije a mí mismo:
—¡Ah, bien!... sigue siendo la misma de siempre, no ha cambiado nada. Ya no puede engañarme. Su alma tiene muchas quemaduras que nunca podré descifrar. ¿Por qué no me decía clara y simplemente, Charly, vete al carajo? ¿Por qué?...
Me quedé callado y ya no hice más preguntas. Por suerte ya era tarde y teníamos que retirarnos. Nos pusimos en pie y nos dirigimos a la calle. Entonces, la escuché hablar a mis espaldas. Su charla fue corta. De antemano sabía que la teníamos que acompañar a su casa y eso hicimos. Subimos al auto. El azar hizo que ella fuera junto a mí y muy apegada, sentada a mi izquierda y en la parte trasera del auto. No me lo imaginé, pero estábamos conversando delante de mis amigos. Mientras conversábamos, me invadió un sentimiento singular, un hermoso sentimiento. De rato en rato nos volvíamos y se encontraban nuestras miradas. Ella no paraba de hablar, no se permitía una pausa. A nuestro alrededor, nuestros amigos nos escuchaban callados, muy atentos. En esa situación, sentía un escalofrió por toda mi espalda, y mis pensamientos flotaban dispersos. Ella seguía hablando de cosas sin importancia, lo que me obligaba a contradecirla. Hizo un movimiento y apegó su rostro muy cerca de mi mirada. Sentí su aliento. Un halo de vino recorrió por todos mis sentidos. Podía además entrever un rostro bello, un poco pálido, pero sano. Esta idea de todos aquellos encantos me turbaba, me hechizaba dichosamente. No pude resistir más y resbalé mi brazo sobre su cuello, tocándola. Sonreí estúpidamente cuando ella me miró sin parar de hablar, pero consciente de lo que pasaba.
¡Bah! Yo sabía que tenía sus razones y yo las mías. Pero ambos estábamos tan sordos, que no podíamos hablarnos ni siquiera como simples amigos. Luego recordé que cada vez que nos encontrábamos o nos comunicábamos por cualquier medio, era sólo para discutir, para pelear. 
Luego ya no hubo tiempo. Porque después de llegar al exterior de su casa nos despedimos rápidamente, dándonos un beso en la mejilla. Comenzó a andar un poco más deprisa, corriendo detrás del auto y acercándose a los otros amigos para despedirse. Ya casi para llegar a las rejas de seguridad que dividían la calle de su casa, me dirigió una rápida mirada. Observé que sonreía nostálgicamente. No dijo más...
Al final, puedo decir que fue una reunión con una extraña mezcla entre el dolor y el placer o entre la alegría y la nostalgia. Supongo que la vida es eso, esta paradoja que la hace honda y bonita cuando nos damos cuenta de que el tiempo nos sorprendió. Ya no estábamos en la secundaria ni en la universidad, ni era el tiempo del primer beso, aquel cuando callamos, parpadeamos y mirábamos al suelo esperando que el tiempo se vuelva infinito y eterno. 
Contrito, reconocí, que ese día me había comportado muy mal. Estúpidamente mal.     

Loro

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