martes, 31 de julio de 2012

El descubrimiento de una estrella

Estrella nació en un distrito de inmigrantes provincianos. Sus amigos del barrio nunca llegaron a conocerla más que en el colegio. Su uniforme era gris y blanco, sus zapatos "Teddy" negros. Su singular uniforme de colegiala la hacía diferente. No era una alborotadora, solo era ordenada; con una mentalidad fuera de lo común; una colegiala que no se aburría con las matemáticas o la literatura, y que pensaba sinceramente que el matrimonio era cosa de tontos, cosa de románticos.

Era su último mes de colegio y no sentía nada de nostalgia. Por eso no posó con sus amigos de promoción para ninguna de las fotos. Solo pensaba en lo que sería su destino viviendo fuera de su barrio y lejos de todos. Se frotaba las manos, se acariciaba el vestido imaginándose libre y sola. "¡Estrella! ¡Estrellita! Si no hubieras estudiado en un Colegio Nacional, tus amigos te hubieran comprendido. Pero a ti, ¿qué te importaba aquello?..."

El sol estaba en su punto más alto, era casi mediodía y sonó el timbre de salida. Había una ceremonia en el colegio y dejaron salir a todos muy temprano. Desde su lugar, en la primera fila y en el centro, Estrella cogió sus libros y cuadernos y se marchó hacia su casa.

Avanzaba regularmente, sin apartar la mirada del camino. De vez en cuando pasaba cerca de los puestos de vendedores ambulantes y percibía olores de hierbas de todo tipo. Sus cabellos largos, lisos y negros, caían sobre sus lentes, sombreando sus ojos. Después de cruzar el mercado y entrar en calor, sintió dolor en los brazos, apenas podía soportarlos en la misma posición. Por eso cambió sus libros y cuadernos a la otra mano, y luego a la otra, y así los fue alternando. Las personas que iban y venían pasaban desapercibidas para ella. Incluso llegó a sentir un poco de vergüenza cuando de repente se encontró con un amigo de su edad y de su calle, también de su familia, que la saludó muy atentamente. Estrella sintió un escalofrío. Pero ese amigo gordito y panzón no era de su tipo ni de su especie; al igual que aquel muchacho moreno, con cara de amigo de todos, que unos días antes le había declarado su amor; sí, porque en ese momento quedó asombrada viendo su rostro lleno de gloria mientras saltaba de lo alto de un trampolín a una piscina sin agua. A Estrella no le quedó otra opción que darle una patada en el trasero y agitarle el cerebro por completo; el golpe fue tan fuerte que hasta el día de hoy el pobre aprendiz de seductor no ha podido recuperarse. Amor, amor, qué sabía ese pobre de amor.

Ahora siente la presencia de alguien que la sigue a sus espaldas. Estrella camina indiferente, no se atreve a voltear; ya casi ha llegado al lugar exacto, la tienda del chino, donde un chico bajo y delgado de su salón de clases la ve pasar rumbo a su casa todos los días. Siempre lo encuentra parado, con una gaseosa IQ y un pan francés en la mano. Pero el chico bajo y delgado no la está esperando. Lo pensó mejor. "¡Claro! No es la hora de salida, es otra hora". Estrella está fastidiada, le fastidia que el chico bajo y delgado siempre la vea pasar sin decirle nada. Ahora le fastidia no verlo.

—¡Hola, Estrella! —Salió una voz de la nada. Es su amigo el cantante, su amigo que sí, que siempre le avisa; que la acompaña hasta su casa y le habla de cosas sin sentido, cosas que a Estrella no le interesan. Amor, amor, qué estúpido es el amor. No hay nada de nervios en su cuerpo, ningún músculo se atreve a flaquear. Nada. ¿Dónde está el chico bajo y delgado, por qué no la ve pasar con la gaseosa y el pan en las manos? Vuelve, amor, vuelve, me fastidia tu ausencia, me fastidia. Ya debería estar allí. Es posible que esté en la otra esquina, en la otra tienda; sí, porque hay otra tienda por la que Estrella tiene que pasar.

El cantante, terco como una mula, intenta entablar una conversación. "Los Iracundos son un buen grupo, Los Galos, Raphael". Ella no lo escucha, pero le presta atención. El cantante está optimista. Lleva unos enormes discos escondidos bajo el brazo. Quiere sorprenderla. También quiere decirle que está enamorado y que Estrella se lo diga también, como se lo dijo la otra, su amiguita del tercer año, la que vive en su barrio; sí, esa chica presumida, fastidiosa y burlona. "Es posible", se dice a sí misma. Llegaron a la casa de Estrella y ella recibió el regalo con una leve sonrisa; pero condescendientemente lo despidió sin darle oportunidad. Amor, amor, por qué te alejas.

***

El sol se aprecia muy sincero. Nada limita sus reflejos en el mar. El retaco y flaco nada y nada sobre las pequeñas olas. Está con sus amigos del colegio, están haciendo una agitada carrera muy al fondo del mar. Ellos tienen que perder unas horas extras de vagancia, y era una forma exquisita de lograrlo. Son tan jóvenes y todos están muy cerca de culminar la secundaria. Además, una promesa es una promesa. Tienen que nadar en todos los estilos y mirar los culos que se mueven por la orilla del mar. Sí, observarlas moviendo la cabeza y agitando los ojos, hasta muy tarde. La carne engorda el espíritu y espanta el amor. Amor, amor, ¿qué está sucediendo?

Sus cuerpos semidesnudos están desparramados sobre un hormiguero de piedras ovaladas que el mar acaricia de rato en rato. La sed y el hambre les invaden. ¡Qué les importa! Un perro se pasea ladrando sobre el muelle y un hombre curvado limpia un barco pequeño; no están muy lejos de ellos. Hay mucha gente extraña, pero también relucen estampas de mujeres muy jóvenes, tendidas, casi desnudas.

Conversan agachaditos, como ovillos, mirándose entre ellos; también sonríen y miran a las chicas: las que están bocabajo y las que están bocarriba y las que juegan en el inmenso mar. Las tienen en sus miras, las observan, y sus ojos se resbalan por las delineadas curvas, presentes, que terminan en unas hermosas nalgas. Se hablan como nunca, pero algo les hace falta.

—Toda la vida andas sin plata —dijo Joel.

—De acuerdo, yo pongo por él —dijo el muñeco.

—Vamos, ¿cuánto falta? —dijo el zorrito.

—Solo faltan cinco maracas para completar —dijo Chicho.

Se junta el dinero.

—¿Una guinda o un Pomalca? —se preguntan todos.

—¡Una guinda! —dijo la mayoría.

—¡Ya! De acuerdo —acuerdan todos.

Una comisión de dos se encaminó hacia la tienda más cercana. Volvieron en diez minutos.

Allí están todos, otra vez. Caminan escondiendo la botella que está envuelta en una bolsa negra. Caminan lentamente, caminan sin prisa examinando a las féminas, examinando el asunto. ¿Dónde beberían la guinda? Encontraron un lugar debajo del muelle. Algunos se tumban, otros se sientan y estiran las piernas. Así están mejor, porque las olas revientan sobre sus pies. El sol se refleja en el mar. Todos se balancean ligeros y alegres; piruetean como si estuvieran en la esquina de su calle. El retaco y flaco habla bajito, todos hablan sobre los bikinis que dejan ver un mar de nalgas voluptuosas. Los pequeños monstruos están ocupados, y será por un buen rato. Amor, amor, dónde estás que no te veo.

***

El colegio es otro asunto. La visión del mar y la saludable guinda se ha terminado. Hoy es otro día y todas las camisas tienen que ser garabateadas; las indelebles firmas tienen que quedar para el recuerdo. Una promoción es una promoción. Eso no se puede discutir.

Falta poco para que todos se retiren a casa. La última clase de literatura fue aburrida. A estas alturas, a nadie le interesa. El loco Chicho mira unas piernas hermosas por debajo de la carpeta; son las piernas de la chica que a él le gusta, y no se equivoca porque son las piernas más voluptuosas del salón. Sus ojos, muy abiertos, no disimulan un cerebro sicalíptico. Hace gestos mordiéndose los labios y frotándose las manos; mientras su cabeza inclinada y su rostro con cara estúpida soportan la mirada. Ver esas piernas, verlas incansablemente, como siempre, como antes. La imposibilidad de penetrar ese misterio parece enloquecerlo... No te vayas amor, no te vayas... que aún no te he mencionado.

Chicho sale del encanto oscuro y velludo; por ahora se ha acabado. Se pone en pie, acelera el paso y les da alcance. Los playeros ahora se dirigen a otra aula. Los playeros son de aulas diferentes. Ingresan unos metros y buscan con la mirada al retaco y flaco; lo llaman; en el instante comprenden que son extranjeros; en el interior hay otros peores que ellos. Hacen un reconocimiento, cierran los puños y se retiran. El retaco y flaco sale al galope y se junta con los guinderos. Estrella los observa indiferente, como antes, como siempre. ¿Qué significaba tanta astucia? Mira al hombrecillo correr y se pregunta: ¿qué puede tener de interesante? La curiosidad la invade y no puede separar los ojos de aquella espalda. Amor, amor, te miro y te vas.

***

Los playeros ingresan en la tienda, saludan amablemente y preguntan por Martín. Una música salsa se escucha a medio volumen. La dueña hace una reverencia y los señala. Los encuentran; están sentados a la mesa, en el fondo de la sala que colinda con la tienda; sus culos están al filo de las sillas de madera, y llevan ropajes clásicos de salseros; tienen los anteojos levantados sobre sus cabezas y parecen examinar uno de sus cuadernos; sí, están entregados a su lectura con sensualidad extrema. Apenas los descubrieron, no pudieron contener una sonrisa.

Chicho balbucea una excusa y le dice algo a la mamá de Martín. Los demás están callados y quietos. Ella los mira de reojo y no dice nada. No quiere ser indiscreta; ya los conoce desde hace mucho tiempo. Sin hacer aspaviento, desaparece ingresando a la trastienda.

Martín se acerca meneando la cabeza. Se detiene y levanta las manos como si quisiera levitar.

—Y, ¿cómo está todo? —dice sonriendo.

—Lo de siempre —contesta Chicho, levantando la voz.

—Ya, entonces, váyanse con la chanchita… —responde Martín, en tono triunfal y esbozando una sonrisita maliciosa.

Joel le entrega los seis soles a Martín y este le entrega una botella de guinda envuelta en una bolsa de papel.

—¡Ya, Joel, esconde la botella!... Salgamos despacio…

Salen todos de prisa, furtivamente; pero disimulan el paso para que la mamá de Martín no descubra la compra hecha.

Al llegar al Parque Principal, dan tres o cuatro vueltas; luego acuerdan sentarse en una de las bancas de cemento que está al pie del tanque de agua. Hay tres sentados y tres de pie. Son aproximadamente las ocho de la noche. El parque está con poca luz y la gente vaga por todos lados. Ha llegado el gran momento. La botella y el vaso de plástico empiezan a pasar de mano en mano. Entonces la charla no se hace esperar:

—No sé cómo explicarles, pero cuando veo un culo que me gusta, lo desnudo mentalmente y me lanzo a conquistarlo… —dice el zorrito.

—Y si te lanzas a una piscina sin agua —pregunta el muñeco.

—Para qué está la labia y esta pepa. Paciencia y buen humor… —contesta el zorrito.

—¡Bah!, este zorrito es bien vanidoso. ¿Y qué ha sido de la tal Evita, la virgen? —pregunta Joel.

A cada una de las preguntas, el reflexivo zorrito responde tranquilo y dulcemente; siempre contesta con sus palabras favoritas.

—Evita Evita… Y no pude evitarlo y me la saqué de pita…

—Así que te la cepillaste, pendejo… ¿Era virgen? ¿Te hizo algún milagro evidente? —se despacha el retaco y flaco.

—No sé… Pero de que gritó, gritó… y convulsionó casi como si la estuviera matando; y justo cuando yo terminaba —levantando la voz, se defiende el zorrito—. Deberían haber visto a la hembrita, me llenó de lágrimas el pecho… No podría explicarlo.

Estas últimas palabras, pronunciadas con cierta tristeza y resignación, hacen que todos duden. Están de buen humor y los adjetivos dirigidos al zorrito ya han prescrito. Amor, amor, no se puede pensar aquí.

***

Se acabó la noche anterior. Habían cumplido con el rito; lo demás que no se dijo quedaba aplazado para otro día. Volvieron al colegio. No hubo nada interesante. Solo se notaba en el rostro del retaco y flaco una tristeza. Estrella no se hizo presente.

Salieron muy temprano.

El retaco y flaco lo miró y no trató de escabullirse como en los otros días. Masticaba un pan y bebía una gaseosa IQ en la tienda del chino. Se le acercó entonces Teresa, una amiga que también compartía su salón de clases. Se le acercó sonriente. Lo miraba complacida y muy atenta. Ella lo conocía desde el primer año de secundaria; conocía también a Estrella, con quien se sentaba en la misma carpeta. Ella pensaba: "Me mira y no me ve. Me ve y no se da cuenta". Pero estaba optimista. El retaco y flaco hizo unas muecas y le pidió acompañarla hasta su casa. Ella dio un salto quieto y exaltado. No se lo esperaba. Era demasiado todo y no podía ser verdad.

—¿Sabes por qué no ha venido Estrella? —preguntó el retaco y flaco tragando el último pedazo de pan.

—¿Cómo? ¡Ah!... ¡¿Estrella?!... Tuvo un accidente. Se golpeó el brazo el día martes. Ayer no pudo aguantar más y ha preferido descansar hasta mañana... ¿Y por qué me preguntas por ella?... No te rías.

—No lo sé. Solo quería saberlo...

Teresa se llevó las manos a la cabeza y lo miró con cara seria. Una sola palabra suya sin mencionar a Estrella la hubiera hecho feliz; la hubiera hecho imaginar que él la había esperado impaciente, para acompañarla. Pero el retaco y flaco solo había nacido para no sentir nada por ella; había nacido con el sentimiento mudo, sordo y sin corazón para ella. Él la había esperado, es cierto, pero para acompañarla y saber de Estrella. Amor, amor, mi corazón late de tristeza.

Quiso saber la verdad.

—¿Te gusta Estrella?

La mira desconcertado. No quiere hablar. Baja la vista sobre ella y observa con curiosidad un libro que Teresa lleva sobre su mano, muy pegado a su pecho.

—Mañana tenemos que presentar la última Asignación de Química. A mi grupo le toca exponer. ¿Me puedes prestar tu libro? —le dijo, evitando responderle y acercándose a ella.

Comenzaron a pasear entre la gente, estaban casi al final del mercado. Dieron media vuelta y tomaron la avenida principal.

—¡Ah, sí! —dijo, deteniéndose y dando un paso atrás—. Toma.

—Gracias... Mañana te lo devuelvo en el salón.

—No creo... Mañana no voy a ir al colegio; es por una cuestión familiar... Y nada... Además, el libro es de Estrella. Mañana se lo devuelves a ella. Es un buen motivo para que puedan conversar...

—Bueno. Sí, sí.

No sabía qué decirle. Imaginó que lo iba a interpelar, a hacerle alguna pregunta más sobre Estrella. Se paró allí y decidió volver. Fue en busca de sus amigos los playeros. "Te pasaste, Teresa", pensó.

—Adiós, Teresa. Hasta pasado mañana.

—Adiós, Charly.

Los dos se echaron una sonrisa cómplice.

***

Estrella y el Retaco y Flaco salen del colegio; ya son las cinco de la tarde. Él, como nunca, esperó que Estrella saliera primero, por eso iba a sus espaldas. Como detective encubierto, caminaba alejado varios metros, lentamente; iba estudiando y examinando los movimientos y los pasos de Estrella. De pronto, alarmada, ella presiente que alguien la sigue. Entonces se detiene y decide volverse hacia aquella sombra. A esa hora, no había sol ni viento, la tarde estaba presente, y para el Retaco y Flaco no había ningún refugio. La esquina del chino estaba demasiado lejos. "¡Imposible!", piensa. Continúa sus pasos por culpa de la inercia y llega muy cerca de ella; baja la cabeza sin poder decir nada. "Me descubrió", se dice. Observa que Estrella le sonríe y le dirige una amable mirada. Esto lo recupera y sale del breve caos; se da ánimos y se acerca más a ella; murmura:

—Tengo un encargo para ti... Se me había olvidado... Por eso te empecé a seguir —miente.

—¡Ah! ¿Sí? —contesta Estrella, con otra sonrisa.

Rápidamente le entrega el libro de química. Ahora puede contemplarla y conversar con ella sin esconderse. Pero ¿qué iba a hacer? De pronto enmudeció de terror; siente como si ella tuviera un hacha levantada; sacude sus nervios y retrocede. Era un verdadero goce verlo en esas circunstancias. Amor, amor, ¿por qué estás presente y qué está sucediendo?

Estrella ve con toda claridad lo insignificante que es sin su gaseosa IQ, sin su pan en la mano y lejos de la tienda del chino. Estuvo un instante imaginándose que él la miraba, como todos los días, desde aquel punto. "¡Si al menos pudiera ocultar su miedo, hablar y decirme lo que siente por mí! Podría entonces permitirle que me acompañe; y también conversar de aquello", pensó para sus adentros.

En un acto de soberbia, y para que ella no descubriera su ausencia, Charly levanta la vista y la mira fijamente a los ojos. Entonces se atreve.

—¿Qué tal nuestra exposición? ¿Lo hicimos bien? —Se mordía los labios con cada palabra.

Quiso preguntarle cómo seguía su brazo, pero entiende que se daría cuenta de que él estaba pendiente de ella. No quiso ser indiscreto.

—¡Ah! Sí, aunque pudieron hacerlo mejor. ¿Parece que la química es tu fuerte? —contesta, viéndolo como si fuera un trueque de miradas.

Parados allí, ambos jugueteaban frotándose los dedos y hablando sin disimular nada. Este primer encuentro, fuera del colegio, los puso de un humor verdaderamente alegre. Siguen detenidos y parece que no quieren caminar. Ella gira al extremo de uno de sus dedos un llaverito en forma de una ardilla; él aplasta una pelotita de papel con las palmas de sus manos. El mundo parece no existir. Todo está tranquilo, nada los importuna.

Inconscientemente, deciden caminar juntos. Entonces Charly se atreve a leerle un párrafo de un cuento de Ribeyro.

—¿Cómo se llama el cuento? —dice Estrella.

—"El ropero, los viejos y la muerte" —responde él, lo más suave que puede.

—Sigue, porque me recuerda al ropero que tenemos en casa... a su espejo... ¿luego me lo prestas? Llegando a mi cuarto lo leo completo y mañana te lo devuelvo... ¿te parece?

—Bueno, entonces ya no leo más... ¡Claro! Aquí lo tienes... Luego, si quieres, lo discutimos —le dice muy suave, entregándole el libro.

Permanecen así, conversando de todo y de nada, y observándose de rato en rato. Es delicioso verlos en ese trance.

Ya han recorrido un buen trecho de la calle cuando de súbito aparecen, como por arte de magia, el zambito y el cantante; ambos se paran en medio de los dos. El viento refresca la tarde y parece correr furiosamente como la sangre en las venas de Estrella y del Retaco y Flaco. Dejando atrás lo que pasa, procuran acomodarse lo mejor posible y estar uno más cerca del otro. Pero el dúo no quiere permitirlo. Allí, entre los dos, como estacas, hablan sin pausas; hablan de cosas estúpidas y fuera de contexto. Al final, hay un silencio. Charly espera. Observa que Estrella ya no sonríe y que todo ahí es inevitable. Se vuelve a mirar a los intrusos y, como si hubiera recibido una cachetada, reconoce, contrito, que ha hecho las cosas mal.

Levanta la cabeza y se vuelve a mirar la nada; luego mira a Estrella, después se detiene a mirar sin interés a sus dos amigos. Está furioso y exasperado por no poder continuar solo, junto a su amiga; por eso, levanta ligeramente la mano y se despide.

—¿Te vas? —dice ella, con tristeza.

No está obligado a seguir el mismo camino junto a ellos; los dos tienen más confianza con ella. Además, la calle que debe seguir es otra, diferente a la de ella. Y todo ahí ya no es lo mismo. No, en absoluto.

—Sí... Con ellos vas a ir mejor acompañada —contesta, masticando su rabia y afirmando su asombro.

El Retaco y Flaco, el que siempre la ve pasar bebiendo una gaseosa IQ y masticando un pan en la tienda del chino, el fastidioso y jodido, el playero, se aparta de ellos; cambia de dirección. "Cómo se me ocurrió acompañarla", se dice. ¿Cómo explicarle? Tiene tanto que decirle... "Qué extraña es usted", piensa sin ninguna esperanza. Y su corazón empieza a latir más fuerte. Amor, amor, ¿qué me está sucediendo, que me es forzoso dejarte marchar? Amor, amor... ¿Cuándo voy a decírtelo?

Loro

miércoles, 18 de julio de 2012

La historia de un sofista

Esa noche en cuestión, habló, muy enojada, del hecho de que yo había sido un puro y simple sofista; y que no era capaz de comprender la diferencia entre realidad y sueño. Hasta me fulminó con un triste y severo discurso sobre la vida y la efusión del Espíritu Santo. Su trágico y patético rostro se contraía en una mueca de emoción y de asombro cada vez que me examinaba. Esta comedia no había sido ensayada por ninguno de los dos, pero aconteció.
Aquí se la relato:
Al bajar del ómnibus, rocé su seno con una de mis manos. Ella se volvió a mirarme; se acomodó los anteojos, arqueó las cejas y me miró risueña con sus achinados ojos pardos. Tenía el rostro sereno, un poco pálido. Enrojeció y se puso admirablemente bella. Logré sonreír avergonzado. Se detuvo delante de mí, incapaz de ir más lejos. ¡Qué singular me pareció aquello!
Me asaltó el extraño deseo de abrazarla y de decirle lo hermosa que estaba. Di unos pasos y me puse delante de ella. Me erguí asumiendo toda mi estatura; sin pensarlo, le dije:
—¡Disculpa!...
Ella me miró con un gesto; y agregó en seguida.
—¿De qué?...
Me sentí un poco aturdido y avergonzado por su cándida pregunta. Entendí que no debí disculparme. Sin más, empezamos a caminar. Pronto atravesamos una calle, en donde había mucha gente entrando y saliendo de tiendas de zapatos, de ropa, de restaurantes; y cientos de escaparates, llenos de objetos coloridos, de luces, inundaban nuestros ojos. Todas las fachadas se sucedían a cada paso. Así, andando mezclados con los otros, las muecas más absurdas acompañaban a mi rostro. Sin entenderlo, mi pensamiento tomó una dirección contraria. Suspiré y me invadió un frio singular. Tenía la sensación de que no era yo quien estaba allí; era otro que daba pasos torvos, en compañía de ella. Me sentía soñar, pero encalabozado en mí sueño, arrestado. Las otras calles, a la derecha y a la izquierda, estaban iluminadas sin exageración y la gente se movía, asaltada, por todos lados, ruidosamente. Por todo esto, la atmósfera era contraria a mi inefable secreto. Mi aspecto total era la de un adolescente en su primera cita: lleno de palabras no dichas y declaraciones temblorosas que solo llegaban a murmullos. 
Calle arriba, a la altura de la Plaza San Martín, hice un ademán elevando los ojos e ingresando disimuladamente mis manos a los bolsillos. Los exploré cuantitativamente e intenté deducir con cuánto dinero contaba. Al final, me invité a decirme la cantidad de cada uno de ellos… ¡Qué humillación! Con las justas la suma del sencillo alcanzaba para los dos boletos del cine y los pasajes de regreso. Alcé enfurecido los hombros y me achaqué todos los defectos posibles: estudiante frugal, borracho empedernido y enamorado eterno.
Marchábamos despacio, acompañados del bullicio de la calle y observando laberintos de gentes que iban y venían, impacientes. De rato en rato cogía a alguno y se me ocurría imaginar si tenían la misma suerte que yo.  
Algunos minutos después, torciendo una calle, llegamos a la puerta del cine.
Mientras hacíamos la cola, ella me miraba complacida, insistente. Torpemente avergonzado, giré mi cabeza y di una mirada circular y observé que algunos hombres galanteaban a sus parejas. Todas sonreían coquetas y atrevidas. Mi humor era excelente, pero me sentía de una manera extraña, impaciente, angustiado y espantado de mí mismo. “¿Hasta dónde llegaré?”, me preguntaba…  
—Llegamos justo a la hora, la caminata fue larga —dijo, por decir algo.
—Hum… Sí, aproximadamente… —contesté, confuso.
Por fin logramos entrar a la sala del cine. Allí estaba oscuro, pero blanqueada por una luz tenue. Trastabillé y ella se echó a reír disimuladamente. Al llegar a nuestros asientos, nos detuvimos. Me dijo: “Aquí”. Respondí: “Sí”. Entonces, empezó a hablarme con dulzura, luego a amonestarme por haber sacado un cigarrillo. Yo la escuchaba como prédica lanzada desde un púlpito.
—¡Ni se te ocurra…!
No sé qué ademán hice, sólo guardé el cigarrillo sin decir nada; lo volví a su lugar. Después de todo, nada perdía. Me quedé con ganas de fumar y con una leve pena silenciosa y profunda… La gente seguía ingresando, algunas parejas llegaban con movimientos cómicos, otras, acarameladas… Había conversaciones a nuestras espaldas. Un extraño hombre situado muy cerca de nosotros, nos miraba de reojo. Parecía esperar a alguien. Le oí murmurar casi gimiendo. Y de pronto empezó a hablar solo. Era joven y gordo y vestía ropa nueva. Dejé de hacerle caso; levanté las rodillas y me puse a observar lo que tenía delante. Me puse a divagar.
Salí de mis pensamientos cuando ella me tocó el hombro y me dijo “coge una”. Me invitaba una galleta de soda y, supongo, me invitaba a hablar. No dije nada; sólo entendí que no tenía hambre, pero si unos deseos de fumar. Igual la recibí. Me froté los ojos, la luz clara de un pequeño reflector me fatigaba. Giré la cabeza para observar mejor el rededor: el techo era alto y había muchas nucas por encima de las butacas; una pareja, que se deslizaba en silencio, haciéndole sombra a la luz, llegaba con paso apurado.
Ella, sin darme otra oportunidad, no hablaba; allí, quieta, esperaba la proyección de la película. Ahora yo erguía el cuerpo para llamar su atención. Estiraba las piernas por debajo del asiento y me volvía hacia atrás. La miraba de soslayo, observándola quieta e inmutable. Me di ánimos; me incliné y le hablé. Ella murmuró algo sin darme importancia. “Ya va a empezar la película”, dijo. La pobre, ¿no entendía nada, o lo entendía todo? Me vinieron unas ganas de darle un beso, pero me contuve. La veía como no he visto a nadie nunca. Eché nuevamente mi cuerpo hacía atrás y me tiré en el asiento. No había por qué engañarse, había que ser prudente o lo terminaría de echar todo a perder. Las luces se apagaron y la oscuridad aumentó. Desde mi lugar, veía la pantalla completamente encima de mi rostro, pero mi pensamiento la ignoraba. Ahora, apenas podía distinguir las facciones de la mujer que estaba ante mí. Me cosquillaba el pecho, produciéndome un escozor interno que llegaba a mi garganta. Trataba de ser un hombre sensato, pero me sentía a la vez ridículo. En mi cuarto, a solas, había ensayado todos los discursos posibles, pero no me atrevía. Así me estuve por no sé cuánto tiempo. Me pareció, pero instantáneamente volví a la realidad. La película ya estaba concluyendo.
Nos paramos lentamente; dejamos los asientos y nos echamos a andar; anduvimos con pasos lentos, como temiendo perdernos en el tumulto.
Sin detenernos a reflexionar, llegamos al umbral de la salida del cine; me sacudí y tragué saliva; sin tomarnos de las manos, cruzamos una pista de asfalto y llegamos a un inmenso parque. Empecé a sentir un gran calor por encima del frio de la noche. Me regocijé estúpidamente por no haberle dado un beso cuando se lo merecía. “¡Ahora es mi oportunidad!”, dije...
Nos sentamos en una de las bancas. Como en el cine, llegaban a nuestros oídos la plática de una pareja de enamorados, casi en voz alta. Estaban a nuestras espaldas, agazapados al pie de un inmenso árbol. La fría noche tenía un aspecto agradable, y el cielo estaba lleno de luces palpitantes y desparramadas como racimos ¡No podíamos desear algo mejor!
Sentado junto a su lado, en aquella banca fría, muy cerca del árbol inmenso, con los ojos fijos en el suelo, comencé a recordar las circunstancias de nuestros primeros encuentros y cómo lo había enredado todo.
De repente mis ideas se aclararon y empezaron a girar en torno al dinero. Ella volvió la cabeza y me quedó observando interrogativamente. “Crisis de mierda”, pensé. Pero estaba allí, dispuesto a todo. Tenía que contárselo. Apostar por el amor. El amor lo solucionaría todo. Eso pensé. No obstante me parecía estéril; el solo amor no conduce a nada. El dinero es el único juego propio que puede comprar cariño. ¿Dinero? ¿Dónde empieza y dónde termina? Cualquier chapucero lo puede conseguir. ¿Por qué yo no? Apreté uno de mis puños y me volví hacia ella. 
—¡Basta de niñerías, quiero decirte lo que llevo aquí, en el corazón y en mi cerebro! 
Me desnudé contándole la historia de mi vida, aquella que rebusqué en la oscuridad de mi pasado y las que mi imaginación era capaz de complementarla. Mis sueños, le dije todos mis sueños. Esa era mi verdad, no había otra.
Me incorporé poniéndome de pie por unos segundos y moví la cabeza para distraer mi imaginación, pero sin éxito. Volví a tomar asiento.
Yo estaba allí, víctima de mis propias razones, extrañas razones para ella. No tenía duda de que no comprendía nada. Su absurdo rostro, al observarla, creaba una especie de niebla y un muro hecho de elementos que no entendía y que jamás había observado antes. La contracción de su rostro, aumentada por mis palabras, originaba en mí una idea absurda; sí, estábamos caminando en líneas paralelas. Nunca habría un punto de encuentro.
Durante un rato presté atención al parque, a la banca y a los suspiros de los enamorados; no paré hasta que la oí hablar de lo que yo significaba para ella. La miré con atención. Levanté los hombros y tiré la cabeza hacia atrás; le dije, en voz baja:
—Creo que no has comprendido nada…
Reflexionó silenciosamente, como profundizando sus pensamientos. Levantó la cabeza y se volvió a mí. Estaba incomoda y malhumorada. Me dijo:
—Yo te quiero; no sabes cuánto. ¿Pero cuándo maduraras? ¿Cuándo dejarás de ser un estudiante?... Búscate un oficio… El tiempo mata los sueños… No se puede contigo andar en serio ¿Cómo no lo comprendí antes? No tienes comparación… Cuándo dejarás de soñar…
         Permanecí quieto por unos segundos, el viento frio de la noche empezó a condesar el sudor en mi frente. Abrí los ojos, totalmente, tratando de absorber sus palabras: “¿Cuándo madurarás?” Permanecí otro instante pensando en esto. Entonces me puse en pie y me incliné junto a ella. Le pregunté, severamente:
—¿Quién puede saber cuándo se está maduro? Un soñador no es sinónimo de inmaduro. El estar cuatro pasos delante de otros, observando su propio destino, no significa locura ni inmadurez. Es solo tratar de comprender hacía donde uno se dirige, por muy lejano e imposible que el sueño se encuentre. El destino es eso, solo un sueño, un mito que uno busca desesperadamente hacer realidad. El destino nunca es obvio, solo es una red de coincidencias que ocurren en el tiempo. Si tú no lo entiendes, ese es tu problema, no el mío. Además, el tiempo dirá quien estuvo inmaduro el día de hoy…
Súbitamente cambio de actitud. Me doy cuenta de la incoherencia de mis palabras. Y sin embargo, no puedo contenerlas. Me seguía mintiendo a mí mismo y quería hacer lo mismo con ella.  
Di algunos pasos en el mismo lugar. Reacciono y represento con toda precisión la clase especial de mujer que tenía al frente. Me insulto interiormente por mi estúpida manera de ser. Yo mismo no me creía… Comprendí que deliraba; que había hecho un viaje peligroso sin retorno, lanzando mis ideas que ella no entendería; que tal vez nadie entendería.
Allí estábamos.  
Ella meditó un momento, examinó mi rostro y me miró perpleja. Por fin, dijo seriamente:
—Me alegro mucho por ti y por tus sueños que, estoy segura, no son los míos —lo dijo, levantándose— ¡Buenas noches!
Y me dio la espalda.       
Marchó presurosa hacía el paradero más cercano. Un olor a humedad, densa, inundaba la atmósfera circundante. Toda la humanidad parecía caminar alborotada e impaciente. Le había rogado que no se fuera, pero solo accedió a detenerse por unos segundos. Dudó en volver, pero luego siguió su camino.
Tampoco esta vez fue justa la entonación de sus palabras.  
Sin darme cuenta, me encontraba nuevamente solo, al frente de un cine y sentado en la banca fría de un gran parque de frondosos árboles. Si tan solo le hubiera mentido. Entendí entonces que no hay hombre o mujer que merezca la verdad. Reflexioné unos momentos sobre esas cosas; fingí esperarla. Aquello tontamente me complacía. Pero todo había terminado; nunca volvió. No pude demostrarle que a pesar de todo yo la amaba.   
Loro