viernes, 2 de noviembre de 2012

Un día domingo

Un individuo de unos cincuenta años, no mal parecido, está sentado en un sillón, leyendo un libro y frunce el ceño. El televisor está encendido sin que nadie le haga caso. La salita está ordenada, con buen gusto y una escrupulosa limpieza; arreglada por manos de una mujer, para decirlo mejor, con todo el moblaje en su lugar. En el lateral izquierdo, una ventana con las cortinas recogidas deja ver el amplio y claro día de tarde. Cuatro fotografías de diversos tamaños, repartidas estratégicamente, cuelgan pegadas en las paredes, en ellas, están estampadas la figura del dueño de la casa y su amada. En la de mayor tamaño, ambos se encuentran abrazados y sonrientes, con el cuerpo cortado por la mitad. No hay niños dibujados ni presos en estas fotos ni en las otras que están arrimadas en un rincón de una mesita, pegada a un sillón, en donde se posa un viejo teléfono.

Es un domingo cálido de verano.

Una mujer ingresa y saluda al individuo, quien suelta el libro y esconde un papel en el bolsillo de su camisa. Luego va hacia él y lo abraza.

—¡Hola mi amor! Vaya, menos mal que te encuentro —le dice ella, dejándose llevar hacia la ventana.

—¡Dime!... —responde él, asombrado.

—¡Santísima Virgen!... ¡Dios mío! Faltó poco para desmayarme.

—Pero ¿qué pasó?... ¡Dime!

—Me encontré con Charly… Tú me dijiste que había muerto… ¡El susto que me llevé!...

—¿Charly?... ¿Te habrás equivocado?

—¡No!... sí, hasta hemos charlado buen rato en un restaurante.

—¡No puede ser!... ¿Y de qué charlaron? —interrogó él, excitado.

—De muchas cosas… Me preguntó por ti y te felicitaba por lo de nuestro matrimonio. Lo vi triste, pero siempre con una sonrisa incansable.

—¡Caray, sigue vivo!... A ver si es verdad. Dime, ¿te dejó un teléfono o su dirección?

—Sí. Aquí tengo su número.

—A ver, dámelo. Ahora mismo lo voy a llamar —dijo él, encaminándose hacia la mesita donde estaba el teléfono.

Tenía en el bolsillo de su camisa el papel escrito que colgaba por la mitad y un lapicero de tinta negra; y en los bolsillos del pantalón, llevaba un manojo de llaves que pendía de una cadenita.

Ahí, inclinado, cogió la agenda y buscó una hoja blanca. Sin perder tiempo, apuntó el número que Estrella le dictó pausadamente. Su mano temblaba, tenía alterado el sistema nervioso.

Recuperado, se sentó en el sillón e hizo la llamada.

—Aló…

—Sí, ¿dígame?...

—Buenas tardes, hablo con Charly…

—Sí. Con él habla. ¿Dígame?

—¡Hola, Charly!... Soy yo, Miguel, ¿te acuerdas de mí?

—¿Miguel?... La verdad es que no te recuerdo… ¿Miguel qué?

—Miguel, el esposo de Estrella.

—¡Ah!, hola… ¡Sí, Miguel!… ¡Claro!... De veras… Dime.

—Puedes venir a mi casa, quiero conversar contigo…

—Cómo no… La misma dirección que me dejó Estrella, ¿no?

—Sí, la misma. ¿Cuánto demoras?

—No sé, lo que me lleve en ir. Supongo que una media hora.

—Ok. Te espero —dijo esto y colgó el teléfono, volviendo los ojos de una manera áspera hacia los de Estrella.

El conversar con Charly lo había fatigado. Se le notaba por los gestos que hacía inconscientemente. Como saliendo de alguna culpa, sacó el papel escrito que estaba en el bolsillo de su camisa y se lo entregó a Estrella, quien lo recibió dudando.

—¿De qué se trata?

—Léelo… —dijo él, encaminándose pensativo hacia la ventana.

Estrella acerca el papel a sus ojos y lo empieza a leer. De pronto, un reflejo inconsciente hizo que le cambiara el rostro. Lo termina de leer, lo dobla y marcha despacio hacia el sillón y se echa lentamente exigiéndose un suspiro. Abre con precaución el papel con sus pequeñas manos y repasa el contenido. Sonríe dándose golpecitos en las piernas, tratando de esconder una alegría. Tiene un aspecto sereno y hermoso, y una sonrisa bien colocada en su boca. De su garganta no sale un sonido, su sonrisa es silenciosa y pueril, tiene la profundidad de una nostalgia.

Luego, suenan pasos que se acercan hacia ella. Miguel da una vuelta alrededor de Estrella, se detiene y la queda observando; la examina. Estrella está sollozando. Tiene los ojos quietos y una expresión de extravío en el rostro.

—¿Dónde lo encontraste? —pregunta ella, saliendo de su silencio.

Miguel coge el libro que estuvo leyendo, cruza los brazos y se pone a hablar alto.

—En el interior de este libro —responde con frialdad— ¿Cuándo te escribió esta carta y cuándo escribieron este libro? Nunca me dijiste nada de la existencia de todo esto…

Se sienta junto a ella y le rodea la cintura con su brazo; ella murmura:

—De eso, ya hace mucho tiempo… Ahora no tiene importancia.

—¡Vamos! —dijo, soltando sus brazos y levantándose atropelladamente—. ¡Crees que soy un idiota!

Estrella medita un poco mientras examina el rostro de Miguel con mirada estupefacta. Sin armonía natural, se pone en pie y da unos pasos acercándose a él, pero temblando de cólera.

—¿Puedes bajar la voz? Y siéntate… ¡Por Dios! No es una manera muy práctica de ver las cosas… Me levantas la voz tontamente, como si me hubiera acostado con Charly el día de hoy… ¿No me digas que estás celoso?

Miguel se lleva las manos a la cabeza, separándose de Estrella, y se encamina hacia la ventana que está cubierta por unas cortinas rojas. Se detiene lentamente y mueve sus manos en un ademán de observar lo que sucede tras de las cortinas; suspira hondamente y se golpea la frente contra el vidrio. Luego se vuelve hacia ella. Furioso y exasperado, por no saber de la existencia de aquella carta y de aquel libro, da un golpe con el puño al cristal.

—De todos modos, voy a saber qué se traen entre manos. Lo voy a esperar para que me expliquen los dos lo que está ocurriendo.

Cansada y con el alma a punto de estallar, Estrella se dirige hacia la cocina. Vuelve a la sala con un vaso de agua y se lo entrega.

—Toma esto y relájate… No quisiera por nada del mundo volverme a encontrar con Charly. Si hoy acepté conversar con él, fue por cortesía… Le he dicho con toda franqueza que no me busque más. ¿Cómo crees que me sentí al volverlo a ver?... Lo juzgaba bajo tierra.

—No sé cómo decirte… Disculpa… Es que, al leer la carta dirigida a ti, me llenó de rabia. Bueno, pues, mejor lo llamo y le digo que no venga…

—No, nada de eso… al contrario; déjalo que venga. Habla tú con él, a solas, es mejor así… Yo me iré al dormitorio… No me llames, dile que salí por ahí…

Estrella se dirigió al dormitorio y dejó a Miguel en la sala. Se sentó sobre la cama y empezó a releer la carta. Su rostro tenía un aspecto agradable. Sentada, con el libro abierto entre las manos y los ojos fijos puestos en él, oyó el sonido del timbre y, a los segundos, la puerta se abre. Era Charly que llegaba y se hacía presente.

De pronto inclina la cabeza y escucha la conversación detrás de la puerta.

—¿Cómo estás, Miguel?... El tiempo vuela…

Se dan la mano y Miguel se queda quieto, observándolo, asombrado de volverlo a ver. Luego le suelta la mano y le contesta:

—Bien, hombre… Sí que vuela…

—Me dejas pasar… ¿O prefieres conversar aquí en la entrada?

—Sí, claro… Hazme el favor de pasar…

Ambos se dirigen a la sala. Toman asiento en dos sillones, uno frente al otro. Charly empieza a hablar en voz baja, como para que otra persona no lo oyera. Habla dando extraordinarios saltos a su razonamiento y mezclando los tiempos. Mezclaba las fechas y los episodios. Miguel reflexionaba, silenciosamente, escuchando a Charly y tratando de entender lo que decía.

Al cabo de unos minutos, Estrella escucha que Charly se ríe burlonamente. Luego escucha a Miguel decirle:

—Dime una cosa.

—Usted dirá.

—Quisiera hacerte una pregunta algo particular.

—Hable usted. ¿Cuál es esa pregunta?

—Me has hablado de muchas cosas… ¿Por qué no preguntas por Estrella?... —Le inquirió Miguel, con tono iracundo.

—Estoy por decir que sí, pero no; no hace falta… No hablemos de eso, ¿eh?... Pero, dime, ¿ella es feliz?...

—Eres incorregible —responde, levantándose y dirigiéndose hacia la ventana—. Por supuesto que es feliz… ¿Qué pregunta tan estúpida?

Charly lo mira de soslayo, luego dirige la mirada hacia la puerta del dormitorio y presiente que hay alguien en su interior.

—No me vendría mal ahora tomar un “vinito” con usted, si fueras tan amable —agrega Charly, volviéndose a Miguel.

—Es verdad —contesta.

Luego va hacia el bar, coge dos vasos, una botella de vino y vuelve a ocupar su sitio en el sillón.

—Siento mucho tener que decírtelo, Miguel… ¡Usted no tiene nada!... y yo tampoco…

Estrella se incorpora y lanza un grito ronco, un grito de angustia… Y, de repente, un silencio absoluto se hizo presente. Pasaron cinco, diez minutos, tal vez más, y nadie se atrevía a decir nada. Estuvieron así hasta que Charly cruzó la habitación y se dirigió hasta la puerta de salida. Salió y la cerró tras de él sin que Miguel hiciera nada por detenerlo.

Libertad

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