miércoles, 7 de noviembre de 2012

Un negro día

—¡Buenos días, jefe!

—¡Buenos días! ... Por favor, sus documentos —inquiere un policía asomándose por la ventana medio abierta de un auto.

—¡Cómo no! —responde el Bongo rebuscándose los bolsillos con singular paciencia. Al rato se inclina y por encima de las piernas del pasajero saca otros papeles de la guantera; los reúne, estira el brazo y se los entrega.

—Le voy a poner una multa, señor —dice el policía cogiendo los documentos y desdoblando un formulario para llenarlo.

En su rostro se refleja el sentimiento de quien cumple con su deber y tiene el control de la situación. Es un hombre alto, bien vestido; robusto de brazos y con un bigotito ralo y ridículo que le oscurece la nariz. Aparenta unos treinta años y viste un uniforme impecablemente viejo y unos zapatones negros bien lustrados.

—Pero ¿por qué? ¿Qué infracción he cometido? —pregunta el Bongo enrojecido de ira.

A su alrededor reina un bullicio, un griterío desbordante por todo el parque; son ruidos aburridos y llenos de miseria y de hábitos. Todos los vendedores ambulantes parecen querer hacer mucho dinero. En el entorno, un vendedor de gaseosas, que carga sobre su triciclo a dos niños con las caras sucias y vestidos como mendigos, iba perifoneando en voz alta sin importarle el oído ajeno. Y por la ventana abierta de una combi en movimiento, un sujeto tira una botella plástica de gaseosa que queda dando vueltas por el suelo. Mientras tanto, el pequeño auto amarillo del Bongo, estacionado al pie de un árbol, pegado a uno de los lados del parque, luce desaliñado y sucio, lleno de polvo y con los faros delanteros encendidos, como si mirara al mundo melancólicamente.

—Está prohibido tocar la bocina en este lugar —responde el policía galante, levantando la vista y señalando con el dedo un punto.

—Pero... yo no he tocado la bocina; usted se ha equivocado. Mi pasajero es testigo...

El pasajero mira de reojo al policía y le dice, muy bajito, que es verdad, que el chofer no ha tocado la bocina. Pero el policía no le presta atención; se hace el loco. Da media vuelta a la izquierda y se dirige hacia un grupo de policías que le hacen señas a otros autos. Uno de ellos grita: "no lo dejes escapar". El auto se detiene y una cara soñolienta aparece en la puerta abierta. Es un hombre maduro con la cabeza brillante y una barba pronunciada, vestido llamativamente, que pronto mete la mano en su billetera y saca algo; sin perder tiempo, se lo entrega al policía que, agitado, le dice: "ya puede irse".

En los ojos del Bongo hay angustia y amargura.

—¡Por la puta madre! Este se quiere hacer el pendejo conmigo. ¡Está muy huevón! —farfulla el Bongo, contrariado y abriendo la puerta con mucha paciencia.

El pasajero lo queda mirando, extrañado; examina sus gestos; quiere hablar...

—Mejor dale su propina... Déjale para la gaseosa. Si no, va a ser peor —le advierte, tuteándolo, con un cigarrillo entre los dedos y que despide un humo asfixiante.

—Perdone, señor, pero yo soy un hombre que se gana la vida con su trabajo, y a mí no me van a hacer pasar por tonto... ¡Ellos son una mierda! ¡Ay, carajo, no saben con quién se han metido! —levanta la voz el Bongo, carraspeando e interrumpiendo al pasajero.

Desdobla sus piernas, sale del auto y se dirige hacia donde está el policía, quien ahora tiene sus documentos. Se para frente a él con cara seria y muy formal.

Otro chofer, con la maletera del carro abierta y estacionado muy cerca del auto amarillo, discute con una mujer policía. Se niega a entregar sus documentos.

—¡Llévenlo a la comisaría!... ¡No ve que no trae el triángulo de seguridad! —grita otro, el de mayor rango.

El Bongo, al oírlo, recuerda que no trae el triángulo. Que tampoco podía traerlo, porque no lo tiene. Furtivamente, deja caer sus hombros con cara de espanto y su boca se abre sin que pueda evitarlo; luego la cierra y un silbido casi silencioso brota de sus labios. Gira a la derecha, da unos pasos muy lentos y se dirige a su auto. Al llegar, se asoma por la ventana y mira al pasajero, quien se voltea y lo observa interrogativamente.

—Me puede adelantar el pasaje. Usted tiene razón, mejor le voy a dejar una propina para la gaseosa; la noche está muy fría y ya hemos perdido mucho tiempo y usted debe ir muy apurado.

—Vaya, menos mal. Así no tendré que acompañarlo hasta la comisaría. ¿Qué pasó? —pregunta el pasajero, sobrecogido.

—No, nada. Es absurdo discutir con ellos...

—Yo pienso lo mismo...

Al otro lado del parque, el dueño del triciclo seguía perifoneando su producto.

El Bongo, después de echar vista en el fondo de la avenida, divisa al policía y se dirige a recuperar sus documentos. De pronto, un perro agitado, ladrando sin parar, pasa corriendo y se detiene junto a sus pies y trata de morderlo. Apura el paso para zafarse. Da dos saltos, volviendo de espaldas a la dirección fijada, intentando ahuyentar al animal. Los ladridos potentes no dejan de molestarlo. Durante unos minutos, aquello es una lucha de pie contra hocico. Irritado, sus ojos se fijan en la cabeza del perro tratando de medirlo. Cree que la distancia es la correcta y suelta una tremenda patada, pero el perro, atento, lo esquiva y vuelve al acecho, jaloneándole el pantalón con perruna fuerza, lo que provoca que él trastabille y caiga de culo al suelo, pero salvando su espalda con las dos manos. Algunas risas se escuchan muy cerca de allí. Como Bruce Lee, da un salto con los dos pies hacia delante y se incorpora lleno de ideas de venganza. Ya de pie, se sacude de todo el polvo mientras se examina fugazmente; se da cuenta de que el doblez de su pantalón nuevo está descosido casi hasta la cintura. Quiere hablar, pero no encuentra palabras. El perro no deja de molestarlo. Por un momento, los dos se quedan mirándose con rabia. El Bongo, hablándose para sus adentros y sin aguantar más, suelta unas lisuras mientras busca algo para tirarle por donde le caiga. No hay nada a su alcance. Con el rostro colorado, por así decirlo, se inclina insinuando coger una piedra. El perro, con postura de miedo y como si viera al demonio calato, da un ladrido agudo y se aleja corriendo... Pero fatalmente, él ya está jodido. Con el rostro lleno de vergüenza, trata de ubicarse mirando el parque y toda la calle; hasta se ríe cuando reconoce lo sucedido. No le queda otra que mover la cabeza y seguir como si no hubiera pasado nada. Por fin alcanza al policía y entablan una corta conversación. Observando alrededor disimuladamente, advierte que son como diez "tombos" más, y todos con sus respectivas motos. Comprende que una huida le hubiera costado muy caro.

Después de unos minutos, se dirige a su auto cogiéndose una de las piernas del pantalón. Detrás de él camina el policía, alto y robusto. Luego de tomar asiento y guardar sus documentos en la guantera, se queda pensativo; no recuerda dónde ha puesto las llaves del auto. Le lleva un tiempo encontrarlas. Estaban ya puestas. El policía se inclina y mira al pasajero por detrás de la ventana con cara contrita. Luego, con gesto militar, les dice:

—Hasta luego... Que tengan buen viaje.

El pasajero no suelta una palabra, solo hace un ademán agitando el cigarrillo.

El Bongo, envuelto en una bufanda, con las manos en el volante y con el carro en marcha, suelta una retahíla de lisuras. El pasajero, sin atreverse a decir nada, lo escucha inmóvil en su rincón. Al rato, los dos únicamente fruncen el entrecejo y callan.

Cinco minutos más tarde, el Bongo, con la presión totalmente alta y evitando sufrir un ataque cerebral, sin poder contenerse, aturdido, le dice:

—Mire usted, ese huevón me quiso poner una papeleta L7... —y agrega— ¿Acaso tengo cara de cojudo?...

Loro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario