sábado, 19 de enero de 2013

Mi gato negro

Mi antiguo barrio es casi cuadrado pero rectangular, y está bordeado por un rio que lo recorre por uno de sus lados. Desde una de las esquinas de la calle más ancha se puede ver una estructura de acero de gran altura en donde cuelgan cables que llevan electricidad. Si algún testigo abandona su despreocupación y se instala en aquel punto podrá ver que a pocos metros del pie de la torre hay rieles de trenes que atraviesan mi barrio y que marchan paralelos al rio. Largas y quieta siempre me impresionaron; la esencia de sus cimientos —cuando niño— me llevó por mundos antiguos y fantásticos: me los imaginaba infinitos en su trayectoria. Por ellos hice piruetas y caminé rumbo a la escuela; y me sucedieron acontecimientos remotamente distintos a lo cotidiano; y compartí con mis amigos de infancia miles de travesuras memorables y famosas. Era mi lugar de juego, en donde me sumergía con libertad eterna. Sus largueros gruesos y sus inmensos pernos, que parecían de puertas inmensas y antiguas, me recordaban algún cuento leído de gigantes y enanos. Todos acompañados por rieles rectos que se perdían en una curva; rieles por dónde caminé, agarrados de la mano, con mi primer amor de pubertad. También al otro lado se hallaba una acequia lóbrega, por donde circulaba agua de diversos colores, que despedía un hedor infatigable que no he vuelto a percibir jamás. Lo cierto es que no he encontrado otro barrio igual… Los maizales, la búsqueda de insectos de indefinidos cuerpos, el espacio primitivo por donde se podía corretear cogido al pabilo amarrado a la cometa que volaba muy cerca del cielo.

Sí, era mi antiguo barrio un lugar indistinto que estaba compuesta por azarosas conjunciones: corredores llenos de piedra y casas de adobe, bajas, e increíblemente jóvenes, hechas a la buena de Dios… Mis vecinos siempre me produjeron una extraña sensación: trabajadores de mil oficios, silenciosos y taciturnos. Los encontrabas jugando casino, o dándole a la pelota con arcos de piedras. No sé cómo pude ir a parar en semejante barrio. Por suerte, no fui el único: a mis grandes amigos de la infancia, invisibles y recordados ahora, también los pusieron allí.

Mi habitación era de madera y estaba en el segundo piso, huérfana de compañía: era la única habitación en el techo de mi casa. En ella escuchaba músicas extrañas y leía libros extraños también, lecturas que me hacían volar por lugares indescifrables y eternos, creando siempre nuevos fantasmas. Leí, por ejemplo: “El Capitán Pánfilo” y “La Vanidosa” de Alejandro Dumas, La Guerra y la Paz de León Tolstoi, libro que nunca pude terminar de leer, y narrativas gráficas que nosotros llamábamos historietas o chistes.

La tarde de mi llegada, procedente de las entrañas de mi madre, fue un jueves 7 de julio de hace muchísimos años, invierno y con una llovizna según me contó mi hermano mayor… En adelante, no hubo noche que no oyera corretear por los techos, de toda la calle, a un “cardumen” de gatos. Y ciertamente no me dejaban dormir también. Gatos como los de H.P. Lovecraft y Allan Poe: “… crípticos, oscuros y metafísicos; animales inconvenientes y muy lejanos a las cosas que el hombre puede imaginar, heredero y primo de la esfinge y del alma antigua de Egipto, pariente de los reyes de la selva”.

En mi barrio también vivía una pareja de ancianos que atrapaban y asesinaban gatos. ¿Cuál era el motivo? —Bueno, ahora lo sé; por ese entonces, no lo sabía o no quería creerlo—. Me contentaba con suponer que odiaban las lastimosas voces de los gatos o sus peleas y sus corridas sonoras en las noches o después de una penetración placentera, profunda y heterosexual. Lo cierto es que estos viejos, muy audaces, colocaban trampas por todos los rincones de su techo. Eran bolsas o costales colgados con una presa de carne en su interior. Su manera de asesinarlos era extremadamente patética. Una vez caído en la trampa, lo envolvían en el saco y lo colocaban sobre un tronco macizo. Inmediatamente, con una inmensa comba, le daban un golpe seco, aplanando la cabeza del pobre y peludo minino. Así llegaba su muerte sin juicio ni abogado que lo defendiera. De cada hogar de mi calle el gato de familia, cuidado y gordo, había desaparecido como por arte de magia. Gatos grandes, pequeños, negros, blancos… No discriminaban a la hora de enviarlos al otro mundo. Así mismo, nadie sabía lo que yo había averiguado y tenía por secreto. Los ancianos eran los más sospechosos del barrio. Pese a esto, nadie denunció a la dupla siniestra. Yo siempre tragué saliva para no denunciarlos; además, quién le iba a creer a un niño tan pequeño.    

Yo tenía un gato negro. Cuando por algún inevitable descuido mi gato desaparecía de mi lado o se perdía de mi vista, corría hacia la casa del viejo y su esposa la vieja, ambos de marchitos rostros; tocaba a la puerta, y al recibirme, le preguntaba diversas cosas, entreteniéndolos, mientras mi cabeza giraba haciendo curvas y mis ojos saltones trataban de fijar algún objetivo que se pareciera a las formas de un gato. Especialmente buscaba los costales que tenían un color especial, un color de pelo de león. Yo nunca les tuve miedo, se llevaban muy bien conmigo. Hasta me daban buenas propinas cuando les hacía algún mandado. En el fondo de su jardín había una biblioteca con muchísimos libros; algunos de ellos con pastas que me inspiraban diabólicas ideas. Siempre me decían que cogiera el que yo quisiera… Pero un miedo inevitable me lo impedía.     

Una noche, en mi casa, ya muy de tarde, salí de mi cuarto y empecé a caminar en círculos alrededor de la azotea; lo hacía lento y perezosamente, como si realizara un rito para llamar a Cupido; hasta sonreía como un loco. Mi gato negro y peludo me seguía frotándome las piernas. Era la noche que precedía a mi encuentro con Katia, mi primer amor de la pubertad, allá, junto a los rieles del tren, al pie de un poste de señales… La circunstancia hizo que divisara desde lo alto el patio de la casa de los ancianos. Grande fue mi estupor cuando divisé a cinco vecinos haciendo una transacción muy peculiar con los criminales. Alzado hasta la frente un costal muy abultado lo entregaban a cambio de dinero. Por sus gestos, me di cuenta de que discutían; por más que puse empeño, no pude oír sus voces. En corto tiempo parecían estar todos de acuerdo. Así que los cinco salieron, no sin antes meter el costal en una bolsa negra. Girando la cabeza, traté de abrir mis ojos, todo lo que pude, para averiguar de quienes se trataba. Grande fue mi sorpresa al distinguir que uno de ellos era el papá de Katia… Multiplicado mi conmoción, tomé aire hasta llenar totalmente mis pulmones para luego soltarlo.

Ahora forma parte de la historia del barrio. Pero yo sigo oyendo el sufrimiento y el jadeo de los gatos…               

              Loro

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