lunes, 4 de febrero de 2013

Del lobo un pelo

                       Corría a raudales los días y meses del año 1977; habíamos transcurrido la barrera de la indiferencia desconocida o por lo menos eso tratábamos de aparentar ante el extenso contingente de ovejas puritanas y gentiles de nuestro salón: el quinto años “E”, la máxima expresión de la farra y juerga farandulera del eximio colegio RPB para todos los cristianos.
Como decía, estábamos lo suficientemente ambientados en la nueva cuadrilla del aula y con la suficiente confianza para emprender no solo las actividades académicas, sino también las relativas a las relaciones sociales consuetudinarias.
En aquel intervalo de tiempo, hacía sus pininos como profesora de Matemática la joven y atractiva Patty Camasca, quien tuvo la fortuna de reemplazar al “pelón” Magallanes, más conocido entre el populorum como “fraile arrepentido”, un cacaceno y briboncete que nunca nos enseñó algo del curso en mención, pues siempre tuvo la frescura pingüinesca de echarle un ojo de águila a las chicas del salón que más llamaban la atención entre lacios y profanos. Así fue como fijaría sus cernícalos atisbos en la llamativa figura de Gladys Gonzáles, con quien sabe qué intenciones, tal vez para ser considerado el centro de atención, el “man” y mandamás absoluto de su alicaída clase.
La profesora Patty trataba de explicar la interpolación de los valores trigonométricos mediante la aplicación de la regla de tres simple y la lectura de la tabla de valores numéricos indicados en el libro. A su alrededor se observaban muchas caras extrañas, meditabundas y patidifusas; no se podía esperar más por el momento.
Marcolino fijaba su atención en las curvilíneas voluptuosidades de Gladys, su atracción fatal, su delirio incandescente. Al percatarse de su mirada, ella adoptaba una postura serena y natural con un gesto casi risueño; creo que interpretaba las esforzadas intenciones del empeñoso y desilusionado galán por captar su atención.
Hasta que por fin se difundió la noticia del día. Era el momento del ansiado recreo, cuando el pendenciero amigo Víctor Espino lanzó la invitación al aire diciendo: “El viernes 15 de junio es el cumpleaños de mi hermana y vamos a celebrar su quinceañero… están todos invitados… no se olviden del regalo”. Con esta simple y discursiva expresión, aunada a su eterna y cínica sonrisa, pretendía absorber ya en forma definitiva la atención y simpatía del indeciso y desconcertado clan juvenil, por supuesto de manera muy especial del grupillo de chiquillas que engalanaban nuestra sección.
Víctor Espino, tamaño lagartijón de covacha subterránea, era el anfitrión de turno y todos esperábamos con impaciencia el marcado día del ansiado tono. La noticia corrió como reguero de pólvora por todo el colegio bajo un clima de efervescencia y vasta notoriedad; había más invitados que los esperados.
Llegó el día señalado y por primera vez en mi metódica rutina no acudí en busca del amigo Poncho, con quien había deparado siempre las más ingentes aventuras de la adolescencia escolar entre palomilladas y sesiones de estado. Esta vez, Marcolino iría en busca de su amigo y confidente “Chicho” Vicuña, su vecino y compañero de barrio más próximo a la distancia; el increíble Chicho era un tipo introvertido y algo excéntrico para el catálogo de su voluble personalidad, pero estábamos en la onda “chic” del momento, en un clímax de fruición y frivolidad; el amigo Chicho era un ranqueado y experimentado “galán de barriada”, selectivo y exquisito para echar el maicito a las polluelas mozalbetas que le interesaban. Para muestra un botón, dicen que una golondrina no hace un verano, pero Olga Yayita, una de sus fans idolatradas, era algo más que una cándida golondrina, una arpía sagaz disfrazada de incauta damisela, ella sería el deseo del propio Chicho, su verdadero amor platónico, inexorable y mañosamente eterno. Algo que no se entiende es lo de “platónico”, ¿referido tal vez al chorreo del silver money? Creo más bien que era un amor pagano y prohibido, aunque lo de pagano también tiende a confundirse con el tintineo de las viles monedas. No hay más que decir, el melenudo y exquisito Chicho había escogido ya su fulgurante y patético destino.

…Continuará

Marcolino

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