sábado, 16 de marzo de 2013

Un adiós sin despedida

Hoy nuevamente me decidí, una vez más, a poner en orden los estantes en donde conservo la mayoría de mis libros. Es una tarea que he estado posponiendo desde siempre, pero que en esta ocasión estaba resuelto a concluir. Y es que en mi biblioteca ya no existe espacio para un libro más, y para cualquier ojo ajeno, seguro que luce por demás desordenada. Me armé de paciencia y comencé por inventariar todos los textos que he acopiado durante todo este tiempo, separando los más antiguos encima de mi sillón. Y una vez más pude comprobar que continúo conservando muchos libros que, aunque ya han quedado totalmente obsoletos después de tantos años y no hacen más que quitar espacio a otros mucho más actualizados que tengo regados por doquier, todavía conservo. Se trata de algunos libros de ciencias que adquirí entre los años ochentas y los noventas, cuya información hoy totalmente desactualizada sería digna de permanecer almacenada en algún archivo histórico, pero que inexplicablemente aún atesoro con pasión. Acaricié sus lomos y recordé la última vez que intenté deshacerme de ellos. Y me invadió el mismo sentimiento de nostalgia y melancolía de aquellas ocasiones, pues en realidad no es nada fácil descartar algo que en su tiempo te fue tan útil, y que leíste y releíste con tanta satisfacción durante interminables horas.
En aquel instante, mi esposa ingresó a mi oficina y se detuvo junto a la puerta. Al contemplar la escena y ver el desorden imperante, aplicó su lógica irrefutable de mujer, y me increpó:
—¿Todavía no te decides a botar todos esos libros tan viejos que ya no te son de ninguna utilidad? Mira que tu oficina está muy desordenada; ya ni ganas me dan de entrar aquí…
No supe qué contestarle. Ella se limitó a mirarme, y mientras se retiraba, me regaló con una de esas sonrisas que me desarman, al tiempo que replicaba: —¡Deja ya de ser cachivachero!
Tal vez ese era el impulso final que necesitaba. Con profunda aflicción comencé a extraer aquellos libros tan antiguos y procedí a introducirlos lentamente dentro del tacho de la basura, resignado a darles tan infausto final; pero de inmediato me invadió un sentimiento extraño, y no pude evitar recuperarlos. Los extraje uno por uno y esta vez los apilé cuidadosamente encima de mi escritorio, mientras me acomodaba en mi sillón, sin poder apartar la mirada de ellos durante varios minutos. Nuevamente, la nostalgia se apoderaba de mí. Sin proponérmelo, me puse a ojear algunos de aquellos libros que tanto disfruté antaño, pasando las hojas mecánicamente ante mis ojos, sin leerlas. El aroma típico de los libros añejos, junto con la visión de aquellos textos que tanto leí, hizo aflorar a mi mente miles de reminiscencias. Una sinfonía de rostros, nombres, sonidos, lugares y circunstancias comenzaron a ensamblarse en mi memoria, adoptando la forma de multitud de recuerdos, que disfruté con deleite durante un lapso indeterminado. Estaba ensimismado con esos detalles, absorto ante el alud de remembranzas que me asaltaban una y otra vez, como una bola de nieve que al rodar se hace cada vez más y más grande, cuando de pronto noté que de alguno de mis libros había caído una hoja de papel cuadriculado, amarillada por el tiempo, en donde pude descifrar mi típica escritura y cuyo contenido había olvidado por completo, pero que con el primer vistazo recordé de inmediato. Al releerla luego de tantos años, un relámpago pasó por mi mente y un millón de sentimientos me invadieron. Eran fragmentos de “poemas” que había escrito hace muchísimos años…
Ante esa inesperada visión, todos los recuerdos que estuve experimentando cesaron como por encanto, y ahora mi mente era poseída por una sola imagen, relacionándola con miles de situaciones que se agolparon súbitamente en mi cabeza, en forma sumamente desordenada y anárquica, creando un caos inicial que terminó por confundirme totalmente. Incapaz de procesar tanta información en tan escaso tiempo, opté por cerrar mis ojos y recostarme sobre mi sillón, cruzando los brazos sobre mi pecho, mientras me relajaba, intentando articular todos los recuerdos que me acechaban como si fuesen piezas de un rompecabezas. Luego de unos minutos, me descubrí a mí mismo sonriendo despreocupado, en tanto contemplaba en mi memoria aquellas escenas que el tiempo había pretendido borrar. Ella no fue mi primer “amor”; tampoco el definitivo, pero creo que puso lo suyo, como las demás, colaborando en darle forma a este amor que hace años descubrí y que ahora tengo el sereno privilegio de disfrutar.

Anonimus

martes, 5 de marzo de 2013

Una carta madura

¡Hola! Lo conozco. Por eso, experimento esta placentera impresión que me produce un relato solapado. Tal vez no durmió aquella noche.

Sabe, voy a ser sincera con lo que le escribo ahora, aunque tal vez tenga un sabor a cuento. Procuraré que su paladar no lo note. Como usted sabe, la noche siempre es una bendición tan fresca que nos obliga a decir lo que se piensa. 

A menudo relaciono, de una manera u otra, lo que me ocurrió al término de mi adolescencia con lo que me ocurre ahora. Pero lo curioso es que, a pesar del tiempo transcurrido, siempre me pregunto por este particular, por esta sombra que me persigue..., por esta conversación conmigo misma que advierte muchas dudas y que quisiera resolver, aunque diálogo conmigo misma en forma burlona.

A veces creo que es puro sentimentalismo. Yo soy una mujer pragmática. Pero otras veces supongo que todos aquellos momentos son puntos de referencia que no puedo borrar de mi mente; algo que pasó y que a partir de ahí trastocó mi futuro, marcándolo. Es un recuerdo que siempre está ahí, que evoco sin nostalgia y sin rencores. De vez en cuando lo aparto de mi mente, lo olvido; pero a veces también lo repongo y lo vuelvo a poner en el mismo lugar de siempre: mis pensamientos tenaces.

En resumidas cuentas, toda nuestra vida es un instante o unos instantes de felicidad, un punto de referencia de lo que uno sintió en esos segundos de vida, aunque no lo sienta ahora de igual manera... Nunca se vuelve a los grandes momentos del ayer, a esos momentos de ilusión humana, de verse impreso por primera vez y completo de placer.

No hablo de las relaciones familiares, fraternales, etc. Son instantes diferentes, momentos que quedan grabados para toda la eternidad. Momentos recuperables si uno quiere, momentos con olores y sabores insatisfechos... momentos gloriosos al lado de la familia, junto a los hermanos...

Lo releo... ¡Qué afición la suya por analizar la vida y verlo todo detalladamente! ¡No cabe duda alguna!... Eso sí que es intenso.

Bueno...

Y ahora, ¿qué hacemos?... No. No quiero ninguno de sus preciosos e iracundos consejos. No es cierto que el olvido lleve a la calma. ¡Pamplinas!... ¡Cuidado! Debe saber usted que es difícil guarecerse de la lluvia y del viento en un sitio como este, donde no hay paredes ni nada, salvo un techo con telarañas y algún baño húmedo y trajinado: el de su memoria.

Así que se convirtió en un silencioso lagarto, con el cuerpo encogido y el cuello estirado. Cree haberse trasladado a donde es más blanda la arena, para escribir el final de su capítulo a sus anchas. Esto confirma los rumores. Sonrío al verlo entregado a un silencio eterno: el de su propia muerte, como si no hubiera vivido nunca. Pero el hedor que despiden los cuerpos ya descompuestos origina el horror de la curiosidad. Aquella de mirar inclinada al muerto. De antemano sé cómo luciría: tiene la cabeza inclinada, los ojos abiertos y un libro en las manos que lo embelesa, fascinado y absorto. Seguramente, su situación social era inferior a la que tuvo en vida. Reconoció su tema y se rindió a su propio talento. Rebasó su genuino propósito. Seguramente, al hojear las últimas páginas de su libro, le dolió la experiencia.

¡Hágame el favor! Usted tiene en sus manos una obra inconclusa, una pieza sin resolver, que sé que será al final la mejor que escriba... y que haya creado hasta ahora. Lo incito a que la termine. Y deje tan ordinaria conducta. "A los cincuenta, todo se cuenta"... El azar ha puesto, para ser más exactos, a una de sus admiradoras y devota de su pluma, en su edad madura, a averiguar el grato detalle del final de su obra que usted se atrevió a iniciar.

Te confieso que hay un hermosísimo final feliz. Te lo mereces por tu atrevimiento. No habrá burbujas que terminen intactas. Te lo prometo.

Me gustaría hacer algo por ti. Hay posibilidad de salvarte...

Libertad