miércoles, 16 de octubre de 2013

El túnel del tiempo

Era la víspera de Navidad cuando sintió que se desmayaba. Al recuperar la conciencia, notó que sus piernas le estaban jugando una mala pasada y que sus pensamientos se desvanecían. La muchedumbre y los edificios que la rodeaban se volvían cada vez más borrosos y lejanos. En ese momento, intentó dar un nuevo paso pero se quedó inmóvil. Antes de caer, apareció una adolescente traviesa que, ágilmente, extendió los brazos y la sostuvo por la cintura, abrazándola, y la condujo hacia una banca de madera que se encontraba a pocos pasos de ellas, donde la sentó. "¿Se encuentra bien?", preguntó. La mujer la miraba confundida, sin aliento. "¿Vive cerca?", preguntó de nuevo. La mujer, desorientada aún, balbuceó un nombre, una hora y una fecha que no coincidía con la actual; el sueño la estaba venciendo, parecía muy débil. "Todavía es de mañana, amiga; no la entiendo, Lor... ¿qué? Hoy es 24 de diciembre de 2013", dijo la adolescente. La mujer se levantó, poniéndose de pie y volviendo súbitamente en sí. "¿Cómo has dicho? ¿24 de diciembre de... ¡No puede ser! Deja de bromear... no estoy de humor". La afirmación categórica hizo que la adolescente sonriera levemente. Pensó que la mujer aturdida no lograba salir de la neblina mental. "Creo que está medio tonta", murmuró.

La mujer, sobrecogida, abrió completamente los ojos y los fijó en el tatuaje que la adolescente llevaba en ambos costados, debajo del ombligo. Eran dos estrellitas rojas. "Dios mío, ¿a dónde hemos llegado?", pensó. Estaba quieta, en plena avenida, cerca de un supermercado. Para ubicarse, reflexionó y trató de encontrarse. El sol iluminaba todo su rostro, como aquella tarde en la que, sentados en el parque después de salir a almorzar, jugaban a crear una historia oral, muy juntos. Y podía recordarlo porque fue el día de la amorosa y explícita declaración inesperada, súbita; aunque ahora estaba obligada a calmarse y, ciertamente, en este momento no podía darle importancia. Giró todo su cuerpo, tratando de librarse de la náusea que la invadía. Se sentía como si estuviera resfriada y con el corazón a punto de estallar. A pesar de ser pleno verano, experimentaba algo de frío. Llevaba puesta una camisa polo como en la película "Flashdance" y una sudadera blanca que le apretaba el cuello; además, un cinturón grueso apretaba su cintura y sostenía los blue jeans que resaltaban sus nalgas. Estrella Salazar se sentía atrapada por los pantalones, como si estuviera unida a ellos. Luego llevó sus manos a su vientre, lo acarició suavemente e intentó sonreír. Sentía una sensación de ternura y una habilidad para adivinar. Desabrochó el cinturón y sintió alivio. "¿Será por lo que creo?", se preguntó al recordar la última llamada de su hermana. "O por todo lo que he comido", se dijo, inventando una excusa. Ya recuperada, aunque algo confusa, le agradeció a la adolescente con voz grave, quien parecía apenada. La niña se volvió hacia ella, la observó durante unos segundos, "Ok", dijo y soltó una pequeña sonrisa para luego continuar su camino. "Esta tía no fluye", pensó.

Sabía que el consultorio de su hermana estaba cerca. Pero se sentía ruborizada por el breve, curioso e involuntario incidente ocurrido en ese nuevo y desconocido escenario para ella. Después de caminar dos o tres cuadras, comenzó a sentir cierta intranquilidad, no se ubicaba; disimuladamente, trató de reconocer las calles que la llevarían al consultorio; buscaba las calvas de las colinas, los cruces de las avenidas, algún punto de referencia conocido... Pero no los encontraba. Entonces sintió que un espejismo inundaba sus ojos y la guiaba por lugares que nunca había visto. Estaba perdida.

Tres días antes, ella lo había invitado a su casa para celebrar el compromiso junto con su familia. "Te espero a la una y media", le dijo. Por eso, decidió ir de compras muy temprano y luego dirigirse al consultorio de su hermana, quien la había llamado por teléfono el día anterior, tal vez para darle una sorpresa.

Después de siglos de encuentros y desencuentros, finalmente él le había declarado su amor, de manera directa y sin metáforas. Ella, en aquel parque, se hizo la difícil, pero al final aceptó. Con el paso del tiempo, el amor que ella le brindaba logró llenarlo de confianza y motivación, llevándolo a pedir su mano y formalizar su compromiso. Después de eso, se convirtieron en novios y tuvieron largos encuentros furtivos que terminaban al amanecer.

Él era un hombre de veinticinco años, unos meses mayor que ella, bajo, flaco, con pelo lacio y sin barba, pero con un perfil sobresaliente, como el de un huaco prehispánico. La sonrisa que siempre lo acompañaba, necesaria, iba de la mano con su mirada soñadora. 

Volvió a fijar la vista en la ciudad moderna, desconocida para ella. "¿Dónde estoy? ¿Qué diablos hago aquí?" se preguntó. La inquietud y las ganas de descubrir de inmediato lo que le estaba sucediendo la llevaron en busca de una cabina telefónica. Después de caminar, perdida, por la enmarañada ciudad, finalmente pudo encontrarla; ahora, quieta, se encontraba estupefacta, los botones eran diferentes y sus fichas RIN, que sacó de su cartera, no coincidían con las ranuras. Un joven, al verla recostada en la cabina, frente a todos, con el rostro preocupado pero sonriente, se acercó y le prestó su teléfono celular. "Aquí tiene... Seguro que no funciona", dijo. Sorprendida, extendió el brazo fingiendo aplomo. Al cogerlo, su mente se sintió medieval, perdida; no encontraba las teclas en el nuevo artefacto desconocido para ella. El joven sonrió al verla vestida de los años ochenta, pensando que tal vez era una provinciana recién llegada a la capital y que no estaba al tanto de los nuevos avances digitales. Le pidió el número y lo marcó.

—Este teléfono no existe —dijo el joven.

—¿Cómo? Qué raro; es el número del consultorio de mi hermana... A ver, pruebe con este, es el número de mi casa —contestó.

—Este sí existe, está sonando; aquí tiene, conteste —dijo.

Avergonzada, llevó el teléfono a su oreja.

—¿Hola, Javier?

—Sí, dígame, con quién tengo el gusto.

—No te hagas el tonto, con Estrella.

—¿Con Estrella? ¿Cuándo llegaste?

Había demasiado ruido a su alrededor como para seguir charlando.

—¿Cómo que cuándo llegaste?... Puedes decirle a Lorenzo que venga a recogerme. Estoy en... espera. Amigo, por favor, ¿dónde estamos?

—Estamos en la avenida La Marina con Universitaria —le contestó.

—Javier, dile que me recoja en el cruce de...

—Sí, ya oí, pero ¿quién es Lorenzo? —preguntó.

—No te hagas el gracioso... Sé que no te cae bien, pero solo dile que venga por mí y que no se demore.

El conductor tocó el claxon una, dos veces, frente a una reja de metal donde Estrella estaba parada, quieta, con los ojos extrañamente abiertos, observando todo con gran confusión. Ningún tejado, árbol o forma de vestir de los jóvenes le resultaba familiar. Prestaba más atención a dos chicas detenidas en una parada; llevaban unos artefactos puestos en las orejas y le parecía que conversaban consigo mismas, manipulando una pequeña máquina entre sus manos, como autómatas, como autistas. La mirada de Estrella divagaba involuntariamente mientras observaba todo. El conductor bajó apresurado y se acercó a ella. Estaba solo. Él era uno de sus hermanos, un hombre de piel oscura, robusto, medio calvo, por no decir calvo del todo. Al encontrarse, se quedaron boquiabiertos, sin poder decir nada. A pesar de reconocerse, todo en ellos había cambiado.

Esa mañana era una mañana especial. No es que a Estrella le gustaran los días festivos, más bien siempre intentaba evitarlos. Un día se había animado a decirle a Lorenzo: "No creo en el pasado, porque son solo fantasmas que irrumpen fastidiándolo todo. Y las celebraciones de nombres o cumpleaños, son solo eso, recuerdos que no merecen celebrarse. Celebremos el futuro, que es mejor". Por eso, ella estaba dispuesta a celebrar su noviazgo. Lorenzo le había respondido: "Yo creo que hay que recordar a la familia, a los amigos, a las sensaciones que uno vivió con cariño en la escuela, en el colegio y en la universidad; los recuerdos son el verdadero futuro, aunque no lo parezcan...

Para ella, este encuentro era absolutamente absurdo. Sus primeras reacciones fueron de sorpresa, como un golpe en la nuca o una cachetada, justo donde uno no lo espera. Por más ridículas que fueran sus expresiones debido a tal confusión, Estrella, siempre tranquila y condescendiente, se atrevió a preguntar:

—¿Qué te ha pasado en la cabeza? La inflación ha causado estragos, ¿así de mal? —dijo él, sorprendido al ver la juventud repentina de su hermana, sintiéndose ruborizado.

—El tiempo no pasa en vano; eso ha hecho que mi cabello no sea reconocible, ¿no te habías dado cuenta? En realidad, Estrella, te ves muy bien. Estar soltera ha permitido que el tiempo se detenga. Pareces una chica de veinte y pocos años.

—Veinticinco, justo cumplidos. ¿Por qué no ha venido Lorenzo? —preguntó ella.

—¿Lorenzo? ¿Quién es ese?... —preguntó Javier.

Estrella lo miró sorprendida, pero decidió no hacerle caso, creyendo que él estaba bromeando. Se quitó los lentes y se secó los ojos con los dedos, luego disimuladamente limpió sus gafas con sus mangas. No dejaba de pensar mientras una música desconocida sonaba melodiosamente. Volvió la vista y se dio cuenta de que la radio no tenía casetera, solo una ranura mediana. Estaba intrigada. Observó nuevamente la radio y notó que al lado de la ranura había un pequeño aparato insertado que emitía una luz intermitente. Tenía ganas de investigar lo que sucedía y las razones que le llevaban a conjeturar, quería hacerle algunas preguntas, pero justo cuando estaba dispuesta a hacerlo, el auto se detuvo.

Al bajarse del auto frente a una casa que le parecía indiferente, se preguntó: "¿Por qué me ha traído aquí?". Pensó si esta podría ser la casa donde Lorenzo la esperaba y si le estaban preparando una sorpresa, tal como imaginaba que su hermana, la doctora con la que se atendía, le daría. No le importaba hacerlo evidente, por eso lo disimulaba. Sus ojos se posaron finalmente en los hombros de su novio, al abrazarlo. Sabía que hacía quince días lo habían hecho con mucho amor y por última vez, y que sus sospechas sobre el leve sangrado eran previsibles. No estaba segura, pero de todos modos se lo diría, aunque le temblaran las piernas. Él tenía que saber todo el tiempo que ella se lo había guardado para no gritar...

Era la víspera de Navidad cuando Lorenzo sintió que sus sueños míticos se habían hecho realidad y que ya no cambiarían. Al despertar, se quedó meditando, absorto en lo adivinatorio que fue todo lo que su abuelo le dijo un día, cuando le leyó la mano: "Será una amiga de tu colegio, de piel clara, y el día de su nacimiento serán dos dígitos que formarán un número primo...". Eso fue lo que él interpretó como una suerte de laberinto.

Eran las diez de la mañana en un día caluroso, el mismo día de la víspera de Navidad. Se sentía sofocado y, sin embargo, tenía el rostro cubierto por una almohada que le protegía los ojos de la luz que entraba por una ventana sin cortinas. Estrella Salazar lo había invitado a almorzar: "A la una y media te espero en mi casa", le había dicho, obligándolo a asistir. Al igual que la vez anterior, la invitación se la había hecho personalmente, tres días antes, con su voz melodiosa y autoritaria.

Tendido en la cama, boca arriba, tenía un aire adormilado. Estiró los brazos, suspiró y se mordió los labios. A pesar del cansancio, Lorenzo intentó ordenar sus pensamientos y discursos, ensayando discursos breves y largos. Hizo una reverencia, inclinándose sobre la cama y moviendo las manos: "Ojalá todo me salga bien. Le voy a pedir que nos casemos. Es hora de fijar una fecha. Es lo que corresponde... ¡Hoy la voy a sorprender!", se dijo. A pesar de su somnolencia, Lorenzo recordaba los días de colegio, de universidad, las expresiones de Estrella: seguras, ásperas, cotidianas, tan notables como el amor apasionado que ella sentía por él. Recordaba también cómo lo miraba con aquellos ojos profundos y achinados, más allá de sus gafas. En ese momento, trató de evitar más pensamientos nostálgicos estirando el brazo y buscando la radio con determinación en la silla. Logró alcanzarla y la encendió. Ahora la música lo acompañaba, Foreigner con su "I Want to Know What Love Is", lo envolvía y le sonrojaba, sintiéndose visiblemente enamorado. Entonces se levantó guiado por la música y se dirigió lentamente hacia la ducha.

Lorenzo saltó y tarareó una canción, alargando el cuello mientras se miraba fijamente en el espejo de su habitación. La felicidad lo embargaba, ya se había acostumbrado a tenerla cerca como siempre había deseado. Luego, sus ojos se llenaron de lágrimas que se negaban a salir y su boca se torció. "¡Basta!... ¡Basta!", se dijo, ajustándose el cinturón del pantalón. De repente, recordó que tenía que comprarle un regalo, ella se lo merecía. Lo pensó rápidamente y entendió cuál sería. Simuló un golpe en la nuca para asegurarse de ello. "El tiempo me gana", dijo, embistiendo la puerta y saliendo sin mirar atrás.

Estos momentos idénticos, que parecen iguales, son un solo dolor que el tiempo confunde. Ella embarazada y él decidido a terminar el noviazgo. Estaba preparado para ponerle fecha al matrimonio. Un matrimonio que, por extraño que parezca, nunca se llevará a cabo, porque nunca ocurrió. Pudo haber ocurrido, pero no ocurrió.

Veintiocho años y un día de cronología tiene esta historia conjeturada. Y ahora, en ciudades distintas y distantes, donde el pasado, el presente y el futuro difieren de los sueños, en la soledad de sus habitaciones, ambos desconfían del destino, resignados a cuestionarlo.

Es la una y media de la tarde en la víspera de Navidad, y Estrella Salazar, de cincuenta y tres años, tiene la cabeza apoyada sobre sus brazos, extendidos sobre el escritorio, está dormida, con la computadora cómplice que la observa en silencio. Un perro pequeño y peludo juega cerca de sus pies. Dentro de su sueño, tiene otro sueño del cual no quiere despertar; su participación está hecha de tiempo presente, compatible con lo eterno y lo intemporal. Desea expresar una aventura sentimental e irrazonable para la mayoría de la gente: transgredir el espacio-tiempo, viajar al pasado y regresar al presente debido a un desmayo, volver embarazada al mundo que siempre deseó pero que no existe.

Es la una y media de la tarde en la víspera de Navidad, Lorenzo escribe un cuento sobre un sueño que tuvo la noche anterior. Piensa enviarlo a Estrella para que le dé sus comentarios. Sus cincuenta y tres años le permiten escribir sin ataduras, sin prejuicios. En su cuento, o en su sueño, imagina declarándose a Estrella, luego siendo novios y casi esposos. No menciona hijos, solo se centra en el romance eterno y glorioso entre ambos, como una especie de tiempo mítico, lo contrario de lo conocido. 

Loro

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