martes, 1 de octubre de 2013

La rúbrica

No recuerdo la fecha exacta, pero el hecho ocurrió el primer día de clases. Serían las ocho de la mañana cuando lo conocí. A primera vista, presentaba rasgos particulares: su cuerpo, delgado hasta el extremo, se parecía a un pequeño poste; y su pelo, recién cortado, me lo hacía imaginar como un puercoespín. Cuando lo observé mejor, me di cuenta de que llevaba el uniforme sin el menor cuidado.

Cuando coincidimos en el umbral de la puerta, yo estaba llegando a mi nuevo salón de clases. Entonces me detuve. Él también se detuvo y se quedó quieto, mirando de soslayo el interior. Luego asintió con un gesto y me miró esbozando una pequeña sonrisa. Yo lo miré igual, pero sujetando mi vestido que se revolvía flotante por el viento tibio que ingresaba entre mis piernas. Pronto huyó hasta llegar a la primera carpeta de la fila del centro; y con la misma rapidez se sentó a la derecha y dirigió una mirada a su alrededor. Dado que yo iría en la misma dirección, acabé por entender que al final seríamos vecinos, porque también, por coincidencias de la vida, su amigo de carpeta era mi amigo; y mi amiga, que se sentaría a mi costado, también era su amiga.

Aparte de esta nimia convergencia, obvia tal vez, sería difícil de explicar lo que luego nos sucedió. Aunque lo intentaré.

Desde un inicio, nuestra indiferencia se convirtió en el hecho de llevarnos la contraria. Discutíamos sin asombro y con pocas palabras delante de nuestros amigos. Lo que era blanco para mí era negro para él. Sin embargo, cuando estábamos a solas nos llevábamos muy bien, aunque ninguno de los dos dio muestra de reconocerlo. En pocas palabras, era como tener un secreto a medias.

Recuerdo que en diciembre yo iba a cumplir quince años. Sin embargo, no presentaba el regocijo de las otras niñas de mi edad. Hasta tal punto, que solo me empeñaba en mis estudios y no tenía más propósito que ese. Por consiguiente, estaba tranquila. En cambio, él paseaba el cuerpo calculando sus pasos y teatralizando su reñida realidad. Su rostro reflejaba un historial de vida muy ajena a la mía, de ese que no tiene espacio sino para la reflexión. Y creo que, debido a esta diferencia, siempre me interesó aquella sonrisa pendenciera, que brotaba espontánea, casual y lacónica, cuando atendía a mi mirada. Me enamoré de ella, porque siempre me permitía ingresar, sin saberlo, a su alma. Me enamoré de sus ademanes curiosos: aleteando sus cuadernos, golpeando el lapicero, dibujando rudimentariamente las letras con mucho esfuerzo, y haciendo de su firma una estrella pequeña e incompleta...

Ese mismo día fue que después de saludar a mi amigo y ponerse en pie hizo lo mismo con mi amiga que estaba sentada a mi costado. Sin embargo, yo le rehuí y no supe presentarme y confesarle que deseaba su amistad. Aun así, giró la cabeza y me miró con atención. Luego hizo un pequeño gesto en el rostro como señal de saludo. Con el propósito de que mi rubor no se hiciera evidente, le contesté tímidamente, levantando apenas una de mis manos. De ahí, se volvió para no mirarme y fue inmensa su sonrisa. Yo creo que sonreí también. Fue curioso ese instante de trascendencia auténtica para mí. No sé si alguien pueda recordar la primera vez que saboreó un buen desayuno o el primer libro que leyó sin importancia —cuando se es niño las cosas suceden sin tiempo, sin comprobación, todo nos es infinito, nada es trascendente; y así debe ser, supongo—. Pero hay una primera vez que nadie olvida, por más que lo pretenda. Ese día fue. A pesar de que había bastante gente y un gran griterío y sombras trajeadas con uniformes escolares. Ese mismo día fue que su sonrisa —su alma— se encontró con la mía; poco tardaron para reconocerse, y para desatarse laberínticamente.

Después de todo aquello, nos enfrentábamos tímidamente, pero sin preocuparnos precisamente en ello. De ahí que lo hiciéramos costumbre. Por eso hubo un hecho que yo recuerdo muy bien. Ese día estábamos jugando al ludo con dos amigos más. Yo, con el pelo revuelto, lo veía agitar los dados y lanzarlos inmediatamente. Y cuando sus dedos cogían las fichas para avanzar, sus ojos no dudaban en mirarme. Movía la cabeza, proyectando la emoción de ganar la partida; queriendo pasar por encima de mis fichas y atraparlas, queriendo volverme al inicio. Me parecía muy feliz cuando lo lograba. No lo discuto, representaba, para él, un grandioso triunfo sobre mí.

En otra ocasión, y en otro escenario, lo veo en una mañana de primavera. Yo me dirigía al colegio y me lo encontré; me saludó con la misma sonrisa de siempre, pero un poco azorado. Aproveché para preguntarle el origen de su firma, de la simpleza de la misma. "Te pueden copiar", le dije. Conjeturó dándole importancia a la estrella de David y a una lectura sobre el rey Salomón. "Pero tu estrella tiene cinco puntas", le refuté. Se quedó pensando. Confieso que se lo pregunté con alguna incomodidad, tal vez, como un ejercicio estéril, inconveniente. Me dijo que él no proyectaba dos triángulos equiláteros; que era una forma de creación artística e imaginada luego de muchos garabatos que no le convencieron; que ese era el resultado. "No soy un copión; además, nunca firmaría escribiendo mi nombre y apellido, no soy un tonto; eso sería una cursilería", me dijo. Lo cual me sorprendió, por su poca modestia y su desajustado tono al decírmelo.

También hay otro recuerdo de confidencia, algo limitado por nuestra edad; no encuentro los diálogos precisos, pero sí el contenido. Fue luego de batirme al ajedrez con una amiga; lo recuerdo salir con sus cuadernos en las manos, mirándome de reojo, lleno de vergüenza. Fui a su encuentro con un visible propósito, el de burlarme de él. El hecho es que hasta ahora me duele tal propósito, como si fuera ayer. "¿Qué pasó?", le pregunté. "El número me aturde; el grupo contrae mi imaginación; pensaba más en las miradas que en el juego mismo; en especial en la tuya", me dijo. "¿En la mía?", pregunté. "Sí, en la tuya", respondió. Su respuesta no admitía la menor réplica; era un veredicto, una declaración, un adjetivo, un pronombre de posesión contundente.

Parece mentira, sin embargo, merece recordarlo; lo recuerdo ahora, no como quisiera, pero así fue. Este se mantuvo en secreto hasta hoy en que me atrevo a relatarlo; aunque los recuerdos propenden, por propia voluntad, a borrarse, a nublar los detalles:

Esta ilusión adolescente de un mundo infinito, como un océano, que uno cree suyo sin esfuerzo, logró un trivial y profundo desencuentro. Los hechos fueron premonitorios, como su rúbrica, como la mía, con la misma que hoy sigo firmando. Fue una evidencia que hasta ahora me inquieta. Lo tuve a la vista, lo tuve en la palma de la mano, por breves segundos; era un dije en forma de corazón; casi inmediatamente se lo devolví. Inquietamente, agitó su alma y se quedó sin dicción. Su desesperado semblante era el mismo de quien perdió la partida de ajedrez, casi bajo las patas de los caballos, incapaz de reaccionar, repensando lo que hizo. Al fin, se dio ánimo. "¿Debe ser así?", preguntó. Me quedé callada, como una imagen afligida, burda, la más burda.

Toda esa conjunción de espacio tiempo, junto a su voz excepcional, complaciente, surrealista, lo llevo grabado en mi memoria, luego de siglos de distancia. Me da pena recordar las circunstancias, el haberlo dejado jugando solitario, confundido, sin atreverse; y yo, agregando a esta confusión, sin poder añadir mi preferencia por él. Todo por esa irrefutable aniquilación de lo que se tiene por el temor a lo que viene; por lo que juzgué a priori, con desenfado, y con toda mi sabiduría estúpida, llena de enmarañados prejuicios, preexistentes, reprochables…

Luego, al día siguiente, me dolía apartarme de él. Lo tenía muy cerca, y muy lejos a la vez; sentado, delante de mis ojos, con una justificada ausencia. El hecho me dolía, por eso, furtivamente ensayé, tantas veces como pude, aquella firma de cinco puntas. Acaso para enseñársela y reanudar nuestra quebrada amistad. Llegué a conseguirla. Mi imitación era perfecta. Una tarde, al salir del colegio, me dispuse a entregarla. Fui dispuesta a decírselo. No lo encontré, había desaparecido. Ahora sé, que otra protagonista, en otro espacio y tiempo, ya lo estaba soñando.

Libertad

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