miércoles, 29 de mayo de 2013

Una historia sin contar

Después de aquella mágica noche en la que compartí con dos buenos amigos y hablamos sobre el amor y sus vertientes, al día siguiente, ya por la tarde, mi cerebro inquieto trataba de desarrollarlo. No paraba de trabajar, seguía exaltado, queriendo imaginar una hermosa historia de amor eterno. Sin embargo, por más que me esforzaba, solo lograba una mezcla de amores fortuitos, cansados y cobardes, y al final no resultaba nada.

De pronto, imaginé algo que iluminó mi mente. Entonces di un bostezo mientras estiraba el cuerpo y exponía mis desnudas piernas. Así decidí escribirlo en ese preciso instante. Honestamente, no puedo negar que una flojera tibia me envolvía en presencia de mi entumecido cuerpo, que yacía recostado en el sillón de la sala, cubierto por una gruesa manta que me llegaba hasta el cuello. Logré animarme, me incorporé rápidamente y me puse los zapatos a tientas. Luego saqué un lapicero que estaba en el bolsillo de mi camisa y cogí un cuaderno, donde escribí unas seis líneas de esta nueva historia imaginada. No logró convencerme. Mi cabeza dejó de pensar, estaba vacía.

Se me ocurrió salir a caminar, necesitaba tomar aire fresco que oxigenara mi memoria, pero el frío grave y espinoso me lo negó e hizo que volviera a casa para acurrucarme de la mejor manera posible. Cuando llegué, cerré la puerta con llave y, como pude, llevé mis manos debajo del sobaco y apreté mis costillas con los dedos, calentando mi pereza. Vacilé un instante al verme tirado allí nuevamente, vacío de pensamientos. Aunque no cabía duda de que me sentía resguardado en aquel ángulo del sillón que me cobijaba. Además, estaba defraudado por no encontrar en mi memoria las palabras correctas que dieran un inicio continuo a la historia de amor que había pensado antes. Al rato, vino a mi memoria el recuerdo de una encantadora llamada. Entonces suspiré con un sentimiento singular de alegría y extensa emoción. No lo dudé. Me incorporé, estirando totalmente los brazos y las piernas, y quedé sentado con la vista fija en el reloj de pared. Todavía había tiempo. Mecánicamente me cubrí con una manta que tiré hacia atrás. Mi cuerpo y mi alma sufrían por el frío. Por fin me puse en pie y empecé a dar vueltas en busca de más ropa que abrigara mi entumecido cuerpo. Opté por tomar algo caliente, lo cual me llevó a la cocina, donde preparé una taza de café y bebí un poco. Levanté la vista y vi que eran casi las tres en el reloj del microondas.

Al salir de mi departamento, cerré la puerta mecánicamente. Me detuve en el umbral y observé la calle. Había una espesa neblina que se extendía hasta el suelo. Me froté las manos y luego los brazos, calentándolos del frío. Hecho esto, palpé mis bolsillos para asegurarme de que llevaba mi pequeño cuaderno de notas y un lapicero.

Ahora debo caminar un largo trecho a través de la niebla, atravesar el puente y recorrer las calles del antiguo barrio de mi padre hasta llegar a la casa de su mejor amigo, que tiene ochenta y tantos años. Me llamó por teléfono la tarde anterior, algo que nunca había hecho. En su sorpresiva llamada, me trató con mucha amabilidad y cortesía. Lo sentí aliviado y majestuoso, e incluso se rió sarcásticamente. Esto animó mi corazón y alegró mi espíritu. En ese instante, una especie de gratitud y dulce sentimiento se apoderaron de mi alma. Recuerdo que mientras me hablaba, noté en sus palabras una agradable felicidad nostálgica. Aunque la charla me pareció corta, en realidad fueron varios minutos. Durante ella, también lo sentí agitado, como si estuviera jugando interminablemente a los dados con sus sentimientos del pasado. Hablaba con voz de soledad, pero daba rienda suelta a la fantasía. Incluso se atrevió a burlarse de mí como si yo fuera un colegial afiebrado. Su voz era genérica y abstracta, y carraspeaba después de cada oración. No lo dudó y con voz tibia me dijo: "Hijo, te voy a contar una larga historia de amor".

Eran las tres de la tarde cuando me dirigí a su encuentro. Avanzaba con regularidad, con movimiento agitado pero uniforme, apurando el paso junto a un unánime misterio que se agolpaba en mi mente. Afuera todo estaba intranquilo. Las personas iban y venían bajo el ruido de la tarde, que evidentemente era originado por voces agitadas y el claxon de los autos que tenían algún destino. Un poco más adelante, a mi frente, una joven apuraba el paso acurrucada y apretando una manta. En la otra calle, a mi izquierda, dos enamorados, dos colegiales, conversaban amorosamente junto a una puerta. Un poco más lejos, en una esquina, una muchacha asomada en la ventana despedía displicente a un joven cabizbajo y taciturno. De pronto, un hombre maduro me saludó levantándome la mano. Era alguien a quien conocía, un antiguo amigo del colegio. Me detuve y se acercó a mí, estrechándome la mano y dándome unas palmadas en la espalda. Luego se despidió casi huyendo, sin darme tiempo de despedirnos.

Volví a caminar pensando en el drama de la gente y en la jocosa ironía de la vida. Apuré el paso con el objetivo de sacudirme el cuerpo. Me abracé a mí mismo, en un acto involuntario, protegiendo mis brazos del frío. El viento era cortante y helado, y no dejaba de levantarme el pelo y golpearme directamente en la cara.

Llegué a su casa. Era de un solo piso, ubicada en un barrio modesto. Encontré la puerta entreabierta, como si alguien me estuviera esperando impaciente y no quisiera perder tiempo abriéndola. La empujé lentamente y di unos pasos hacia el interior. Él estaba allí, con su cabello blanco y su rostro bondadoso y dulce, como sus años, sentado en un viejo sillón y fumando con una expresión alegre en el alma. "¡Entre! ¡Entre usted!", me dijo. Miré a mi alrededor, abriendo completamente los ojos. Las paredes eran de adobe y estaban empapeladas. Todos los periódicos estaban pegados allí, luciendo noticias antiguas y fotografías de mujeres semidesnudas en diversas poses, todas sonrientes, junto a rostros de políticos con gestos espléndidos y cínicos. Escuché el reloj dar las cuatro en la pared, al lado de una pequeña ventana con vidrios incompletos. Nos saludamos. Me dio un fuerte abrazo, como un padre a su hijo, abrazándome como si un gran amigo hubiera regresado de repente después de una larga estancia en un lugar muy lejano. Estaba feliz de verme. Tal vez me veía como a su antiguo amigo, a su cómplice, con quien solía charlar vertiginosamente.

Sí, a los cincuenta y dos años, que no sé si son pocos, me encontraba intrigado e interesado en episodios amorosos todavía. Por eso recorrí todo el camino, sintiendo el frío y con una nube de pequeñas gotas que se condensaban en mi rostro... Así que puedo decir que mi abrazo humano fue un gesto de agradecimiento y de obstinación debido a mi curiosidad de escritor. Él tenía la culpa. El romanticismo estaba de su lado, alimentado por su alegre invitación y la última frase que me soltó en su llamada. Su madurez era, tal vez, el aroma que necesitaba para ampliar mi imaginación y lograr unir las piezas del rompecabezas de mi historia sobre el amor eterno.

Sin dar explicaciones, destapó una botella de vino tinto y llenó dos copas; me pidió que tomara una y brindara con él. Ahora, por primera vez, le dije que me agradaba y que por eso su historia era de suma importancia para mí.

Cogió la botella y me condujo por un corredor en el que había un espejo enorme prendido en la pared, el cual sentía que nos miraba acompasada y temerosamente. También había varias macetas acomodadas en el suelo con plantas de geranio floreando de manera extraña y llenas de hojas marchitas. Él iba delante de mí. Lo miré, preguntándome cómo alguien como él pudo ser amigo de mi padre. Lo vi cojear ligeramente apoyado en su bastón; llevaba una chalina de lana enrollada al cuello y la camisa arrugada, además de un anillo enorme en uno de sus dedos. Al llegar al final del corredor, nos sentamos en dos sillas de madera bajo un emparrado que le daba sombra a un jardín y estaba junto a su dormitorio, desde donde llegaba un delicado olor a remedio y otros olores que no pude recordar. Sentado allí, el amigo de mi padre meditaba con la cabeza gacha y, a veces, sonreía en silencio al levantar el rostro y sorber su copa de vino. Hablaba para sí mismo, balbuceaba algunas cosas que yo no llegaba a entender. Giraba la cabeza como negando lo que pensaba y en su rostro se dibujaba un gesto meditado, entre mandón y cariñoso, como el de un niño jefe de barrio. La copa iba y venía en su mano.

El tiempo transcurría y él se mantenía callado, meditando, como esperando que su memoria no le fallara y su recuerdo no fuera confuso. A mis espaldas crujían, intrigantes e inoportunas, las ramas de una higuera que sacudían groseramente mis nervios.

Mis pupilas se dilataban, curiosas, al verse rodeadas de tanto tiempo suspendido en aquel lugar y por lo que provocaba la antigua mente del amigo de mi padre. Respiraba de manera pausada y pacífica, evitando algún movimiento de sorpresa que pudiera interrumpir su pensamiento. Me maravillaba ver el rostro dilatado y retocado de este hombre lleno de memorias y recuerdos imborrables junto a mi padre.

Poco a poco me fui acostumbrando a su compañía e incluso, de vez en cuando, lo miraba burlonamente. Sin embargo, me quedé sorprendido al descubrir que alguien más me observaba. Encima de su cabeza y a poca distancia se ubicaba el retrato de una joven y atractiva mujer, aparentemente encerrada en el interior de un cuadro con bordes de madera que pendía en la pared. Sea como fuere, me puse a examinar con curiosidad la mirada seria y tierna, así como la sonrisa que parecía pertenecer tanto a una niña como a una mujer. Entonces pude distinguir a una muchacha de rostro natural y delicado, con cabellos negros y lacios acomodados intencionalmente para la foto. "Tal vez sea su hija", pensé.

En este éxtasis de ideas ingenuas que pasaban por mi mente, el tiempo se nos escapaba. Yo estaba allí, imponiéndome silencio, con los ojos fijos en aquella foto e intentando adivinar el motivo de esa misteriosa sonrisa.

Permanecí no sé cuánto tiempo, imaginándome el significado de esa suave curvatura en su boca. No dejaba de fantasear mientras observaba ese gesto que dominaba su rostro. Aquello me divertía enormemente. Cuanto más la miraba, más obsesivo se volvía mi pensamiento hacia ella. Me intrigaba la sonrisa irresuelta en su imagen. Sentía su mirada leve y sensata como si me reconociera. Me hacía sentir muy lejos, en otro lugar distante, en otro tiempo. Me cautivaba humanamente la incertidumbre que percibía en sus pequeños y achinados ojos, esa duda de no saber si quería compartir su mirada y su sonrisa. Tenía el aspecto de una mujer inteligente que quería decir algo a toda costa. Se me ocurrió que la conocía de antes, pero no lograba recordar el lugar preciso. Esto me llenó de vergüenza y me hizo desviar la mirada. Ruborizado, saqué un cigarrillo y lo encendí. Probablemente seguía observando atentamente la imagen, porque me sentía cada vez más atraído hacia ella. De pronto, unos golpecitos en mi hombro me despertaron.

—¿En qué estás pensando? —me dijo sonriendo.

Dejé de mirar el cuadro y me volví hacia él, y de repente inicié la conversación. Le pregunté si tenía hijos, nietos. Asintió. Y agregó: "Todos están muy lejos". Le pregunté por mi padre. Me dijo que precisamente era él quien tenía una historia de amor que quería contarme. "Ella fue su primer amor", me dijo, con una tranquilidad sufrida, señalando el cuadro que yo había contemplado con eterna curiosidad. Me quedé sorprendido. Mi padre había tenido una historia de amor desconocida para mí y este hombre quería contármela. Una historia con aquella mujer del cuadro...

Lentamente, mi mirada se volvió soñadora y resplandeciente. Permanecí quieto mientras desentrañaba el misterio de aquel amor antiguo en la profunda sonrisa del relator. Tuve una descarga, una lucha temblorosa con la voluptuosidad que representaba para mí este primer amor de mi padre.

Se inclinó, sentándose al borde de la silla, acercándose a mí. Estiró las piernas y empezó a frotarse las manos. Me examinó por un momento, mirándome con curiosidad.

La conversación no tardó en animarse.

—¿Eres escritor? —preguntó, cogiéndome cariñosamente la mano.

—Sí —dije—, estoy tratando de escribir una historia de amor eterno, completamente diferente a las demás. Pero cada vez que la imagino, se desvanece y solo me deja una pobre y aburrida historia de amor cobarde que no logra explicar nada.

—No hay dudas, eres igual a tu padre...

—¿Usted cree?

—Déjame contarte. Esta historia es totalmente cierta... ¡Hay que ver! ¡Parece mentira!... ¡Es una historia de amor muy curiosa!

—Continúe, si gusta. ¡Cuéntemela!

—Pues mira: Esta muchacha del cuadro fue nuestra amiga. Pero más amiga de tu padre que mía. Ahí está la dificultad.

—¿Cómo? No lo entiendo... ¿Qué dificultad?

—Las mujeres solo sirven para complicarlo todo. Tu padre se enamoró perdidamente de ella. Y ella, al saberlo, se volvió tiránica y egoísta.

—No comprendo.

—Pues es bastante simple. Ella quería ir en dirección norte y tu padre en dirección sur.

—Estoy confundido. Si fuera más explícito, lo entendería. No soy ningún muchacho, señor.

—Era una excelente mujer. Pero tenía una extraña opinión de tu padre. Le tenía miedo. También estaba locamente enamorada de él.

—¿Le tenía miedo a mi padre?... ¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡Usted se está burlando de mí!

—¿Qué te pasa, caballero? No creo haber dicho algo absurdo... ¡Maldita sea!... Te contaré toda la verdad... —me dijo, muy ofendido.

Escuché entonces sus primeras palabras serias. Era como si aquel pasado renaciera y aquella mujer cobrara vida. Interrumpiéndole, apenas hablaba y él seguía relatándome con detalles todo lo ocurrido en esta complicada historia de amor.

Un presentimiento me hacía esperar algo prohibido al final de su relato. Sin querer, me decía a mí mismo: "¿Qué tiene que ver este hombre, viejo y desaliñado, con ella? ¿Por qué conserva este cuadro con la foto del primer amor de mi padre? ¿Por qué no me dice nada acerca de lo que él sentía o siente por ella?"

En ese instante, me puse de pie y respiré profundamente... y agité mi alma. El amor eterno de mi padre estaba frente a mí, quieta, sonriente, en aquella imagen que eternizaba su juventud. Yo, confundido y lleno de curiosidad, di unos pasos y fui en busca de la botella de vino. Al darme la vuelta rápidamente, vi a un hombre cubierto de lágrimas que caminaba un poco inclinado y que dejaba asomar en su rostro la astucia de quien lo quiere contar todo... Y así sucedió.

Loro

miércoles, 15 de mayo de 2013

Una mujer ilusa

Todo parece encantador y delicioso. Mi entusiasmo es inmenso. Hasta la música discordante ingresa a mis oídos con gracia.

Espero a alguien. Iremos al cine, juntos; es la primera vez que iremos juntos. Son las cinco de la tarde, espero. No hace frío, el ambiente es cálido. Cojo un viejo libro, el que aún no me permito terminar de leer. Son las cinco y media. Suena el teléfono. Dejo el libro y corro a contestar. Mis pasos me siguen hacia el sofá, medito; mi corazón está oprimido. Ya no cuento los minutos, sé que no va a llegar, me ha dicho que no va a llegar; me acerco a la ventana, poso mi cabeza sobre el vidrio y sonrío tontamente. Vuelvo con Wilde, intento leer nuevamente, mi pensamiento está en otro lugar, no entiendo lo que leo, estoy dolida, pero trato de excusarlo: «Estuvo con sus primos y se le hizo tarde. Tal vez se quedó dormido por culpa de la resaca y el cansancio».

Me invade la duda, la detestable duda... Tengo que ser firme. Sí, tal vez se está riendo de mí. No me ama. Está jugando conmigo. ¡Diablos, es un imbécil, o yo soy la imbécil!

Me llaman a cenar.

Intento en vano tragar algún bocado. La comida es indigesta desde la primera cucharada. Aprieto los puños y doy rugidos como una escolar sin elección...

La azarosa noche de un domingo de septiembre de hace muchísimos años, después de haber cenado sin ganas, me fui directo a mi cuarto y tomé mi diario, en donde escribí lo siguiente: «Hoy me he comportado por primera vez como una mujer ilusa. Quise vivir la ilusión de mi primer amor y creer que estaba enamorada. Pero al final me dieron con la puerta en las narices. No importa; yo he de averiguar algún día por qué lo hizo... Procura recordarlo. Piénsalo bien».

Hoy por fin lo averigüé. Fue por una miserable y alcohólica apuesta. Apostó a que me dejaba plantada como una bandera a media asta. Solo me queda echarle la culpa a la falta de carácter que tuvo o que tiene y a lo inmaduro que fue o que es. ¿Por qué lo hiciste?

Pero ¿era yo, en efecto? ¡Vaya, qué estupidez! Hasta tiene hoy algo de cómico. Hasta parece una broma. Hasta puedo incluir unos rasgos actuales y míos en esta historia. 

Pasarán mil años, pero lo irónico de aquella apuesta quedará indeleble en mi alma. Ignoro si el destino nos involucrará de nuevo. Si logra hacerlo, será un verso al revés y del todo superfluo, cuyas variaciones no integrarán nada. Tal vez, exclusivamente imaginaciones horribles. Porque has inventado para mí el infierno. 

No tengo ganas de escribir nada. Y no sé por qué lo hago. 

Los lugares ya no existen, los espacios son distantes y el tiempo, todo, se encuentra desmantelado. Físicamente, me rodea el alcohol pendenciero de la apuesta, en el que me llevo la peor parte. Esto, y lo que ignoras, ojalá te ayude a comprender lo descuidado que fuiste. 

Es duro entender lo que un hombre decía y me lo decía, que una mujer podía importarle más allá de los objetos del deseo, porque los dos estábamos enamorados y eso tú bien lo sabes. Esto ahora, de algún modo, me humilla.

¿Qué te costó hacerles trampa? Pero no, preferiste desahogarte con extraños. Con desconocidos que trajeron la discordia.

Hoy lo maté. Que se quede aquí con sus piltrafas, ya no hará más daño.

Libertad.

viernes, 3 de mayo de 2013

Los novios

Miguel y Estrella son novios y van a casarse. Miguel es un hombre trabajador, ordenado y tiene un buen empleo. Tiene un perfil afilado y una estatura alta, alrededor de cuarenta y cinco años. Es buen mozo, aunque las arrugas forman hondas zanjas en su frente. Está soltero y está ahorrando para comprar un departamento, los muebles e incluso un buen carro. Estrella también trabaja. Tiene rasgos regulares y una mirada viva detrás de unos anteojos. Viste con sencillez. Es solitaria y lee mucho, pero no le gusta el lenguaje rebuscado. Prefiere quedarse en casa y casi nunca sale. Desayuna, almuerza y cena en su cuarto los días que no trabaja. Muy pocas personas la conocen en el condominio donde vive.

Años atrás, un domingo, Miguel estaba sentado en el pabellón de espera del aeropuerto cuando vio a una mujer de unos cuarenta años paseándose. Tenía el pelo negro, lacio y mediana estatura. Un pequeño perrito peludo la seguía brincando alrededor de sus pies, tratando de llegar con sus mordeduras al alma de la mujer.

Aquel día, de pronto, ella interrumpió su paseo, giró su cabeza ligeramente, frunció las cejas y se volvió súbitamente hacia Miguel. Soltó adrede una sonrisa frugal, casi oculta. Él la miró sorprendido, casi exaltándose, y se llevó la mano a la cabeza, tratando de disimular el encuentro de las miradas. No pudo evitarlo: el diámetro de sus pupilas se exageró en su abertura, y la imagen de aquella mujer quedó impregnada en su memoria. Cuando la vio continuar su camino y darle la espalda, se echó a reír de una manera tonta. Creía haberla visto en otro lugar, en otro espacio y tiempo; su cara le resultaba familiar. Hizo memoria y la nostalgia le jugó una mala pasada. La mujer que su imaginación recordaba era igual en rasgos y en su forma de caminar a su primer y malogrado amor.

El azar del destino hizo que volviera a encontrarse con ella en un parque cercano a su casa, y varias veces en un supermercado. Siempre la veía sola, siempre con el mismo peinado y meneando el cuerpo como la primera vez que la vio. Sus rasgos y su forma de vestir eran inconfundibles, poco delicados.

Miguel empezó a serle fiel sin haberle hablado una sola palabra. Parecía estar muy enamorado y viviendo realmente, por eso suponía que le era lícito imaginársela como él quisiera. No podía pasar un día sin ir al parque o al supermercado para volverla a ver. La observaba en el jardín público, jugueteando con el diminuto perro, y en el supermercado mientras hacía las compras. Aunque estuviera escondido y en silencio, se sentía cómodo. Diríamos que una fuerza sobrehumana lo llevaba hacia ella.

No hablaba con nadie sobre el motivo de su obsesión. Vivía sumergido en la belleza de un mundo imaginario, las sonrisas fugaces llenaban todo su rostro como prueba. En ocasiones, su estado mental denotaba una lucha cuerpo a cuerpo con algún peligroso desconocido. "Ella es mía, solamente mía... No me importa si tiene las patas flacas y las tetas pequeñas... ¡Ni lo intentes!" se le escuchaba murmurar en la soledad de su cuarto. Varias veces se cruzó con ella en el supermercado, pensando que lo reconocería, pero ella no le prestaba la mínima atención, era exageradamente indiferente. Eso lo llevaba a recluirse nuevamente en su habitación, repitiendo hasta el cansancio los argumentos ya conocidos. Por todo esto, sus familiares comentaban que Miguel se comunicaba con los espíritus del más allá. Algunas veces lo habían visto hablando y riéndose a solas, señalando algún rincón como si alguien más estuviera allí. Nadie se atrevió a interrogarlo debido a que no entendían la razón de todo esto.

Pero una tarde anónima, muy tarde, casi agotada la tarde, Estrella y Miguel se dirigieron por caminos separados hacia el remoto lugar de sus encuentros que nunca eran casuales (Miguel ocupaba siempre la misma banca todos los días cuando llegaba): "El parque". Aquel día, la ciudad se desintegraba por todos lados, el sol estaba extinto y la luna no aparecía. La luz era tenue debido a un farol acumulado de insectos. Llegaron al recinto cuadrado, lleno de árboles, debido a sus pobres destinos. Las circunstancias les fueron favorables. Por primera vez, el extraño fue identificado en vida, sentado en la banca eterna. La providencia puso a un insignificante perro bajo sus pies. Fue entonces cuando las sonrisas entrecruzadas hicieron que el flechazo inicial (no para Miguel, quien presentaba la imagen de un puercoespín, como si las flechas de cupido fueran cada pelo) se originara. No sin antes sentir el frío del miedo y la sobrecarga de sueños. Las palabras de pizarra fueron las siguientes:

—Lindo perrito...

—Sí, se llama Rocko.

—Y, ¿cuál es tu nombre? —preguntó, fijándose en ella con ojos relucientes, indiferente, como si no la conociera.

—Estrella. Y, ¿el tuyo? —dijo, volviéndose hacia él, igual que en un altar.

—Ah... Miguel... —contestó con voz desatinada y disimulando acariciar al perro que meneaba la cola contra sus zapatos.

Estrella se inclina, estira los brazos y coge al peludo perro. Él, asombrado por la cercanía, la queda observando con la respiración quieta y el corazón latiendo a mil por hora.

—Hermoso perrito, no muerde —se atreve a hablar, con el rostro ruborizado hasta un rojo carmesí—. Me parece haberte visto la otra vez en este parque... —le dice dándose ánimos—. ¿Vives cerca?

Estrella se atrevió a sonreírle, y un corto silencio siguió a sus miradas. Miguel se sintió descubierto por un instante; esto hizo, por culpa de un tic nervioso e incontrolable, que sus manos cogieran sin control al perro. Lo tenía agarrado por el cuello. Estrella, reaccionando, contesta:

—Sí, vivo a solo unas cuadras... ¡Oh, no! No hagas eso... Te puede morder.

—¡Ah!... Sí. No, no te preocupes... ¡Viste..., parece que me conoce!

—Sí, parece que te aprecia —sonríe.

—¿Te puedo acompañar en tu paseo por el parque? —preguntó Miguel, muy conmovido, sin levantar la cabeza y observando al perro.

Estrella vaciló por un instante, frunció el ceño e hizo una inclinación de cabeza para prestar atención a su interlocutor, quien seguía con la cabeza gacha.

—¿Por qué no? —dijo, cediendo.

Esta afirmación, y sobre todo el tono de voz, hicieron que el corazón de Miguel vibrara. Por primera vez la tenía tan cerca y se atrevía a hablar así a la mujer de sus sueños.

Dominando su emoción, se incorporó lentamente, se puso en pie y se echó el perro al hombro, dándole caricias. Ahora amaba también al perro. Luego pasearon juntos por el parque entablando una ligera conversación algo burlona. Se sentían libres y satisfechos tocando temas que se disolvían en el ambiente: hablaron de los mosquitos fastidiosos, sobre el bochorno, sobre sus vidas y cómo las sobrellevaban; que necesitaban días de descanso, que la seriedad de ella se debía a que no aguantaba pulgas de nadie —Miguel tomaba nota—, de que ambos estaban solos; sus idénticas vidas y sus idénticos gustos, todo coincidía en ese lugar, a esa hora.

Aquel día, pocas horas después, sentada sobre su cama, Estrella se quedó un poco pensativa, por momentos indecisa; su mente se mecía en las nubes; adivinaba lo que aquel hombre no quería decir. Adivinó su secreto. Era querida, no como una simple amiga, sino como mujer.

Este descubrimiento causó en ella un sentimiento complicado, difícil. Sentía que su alma rebosaba de alegría y, al mismo instante, una voz poderosa la hacía palidecer intensamente; movía los ojos e inclinaba la cabeza, sus labios querían abrirse para dejar escapar un grito de protesta contra el destino cruel que la perseguía. Palideció y se miró fijamente en el espejo; después se arregló los cabellos y estuvo otro instante mirándose, inmóvil.

—¡Al diablo con mis sentimientos nostálgicos! —dijo, pero para sus adentros—. Esta puede ser una historia bonita... Lo otro es un imposible.

De repente, el sueño la venció y acabó la tormenta que la acongojaba; acurrucada en la cama, se quedó dormida sin poderse explicar nada.

Después de todo, nacía el nuevo amor a un infinito siglo de distancia.

Por fin, el parque se convirtió en el motivo de sus encuentros. Sus voces tenían tal acento de sinceridad, que no dudaban de sus sentimientos. Era una manera de tranquilizar sus ánimos, pero no lo conseguían por completo.

Miguel recordaba en el sueño y en la vigilia a sus viejos amores y los comparaba con el actual. Había una en particular que siempre estaba presente como un fantasma en los rincones de su memoria. Hacía todo lo posible por imaginársela igual que Estrella, como si fuera ella misma. Por otro lado, Estrella no quería pensar en nada ni en nadie. Todo, todo estaba igual. ¡Tan fácil que hubiese sido! Pero no, no se pudo; ese viejo amor se encontraba al otro lado de la historia, a la otra orilla del río, ya no podía resucitar, ¡qué mala suerte!; pero lo congregaba de vez en cuando en la intolerable lucidez del insomnio y en la jaula llena de nostalgia; lágrimas de bilis recorrían sus mejillas, quemándole los ojos.

Con buen humor juraron, cada uno por su lado, olvidar la enorme desilusión provocada por aquellos amores bastardos..., inconclusos, cobardes.

El casamiento está fijado. El día está acordado. Las invitaciones están en la imprenta.

Ambos son castos. Así se lo han dicho; cuando se ama todo se dice, nada se guarda.

—¡Te vas a casar virgen, Estrella! —dicen sonriendo sus pocas amigas, mientras la abrazan celebrando el próximo matrimonio.

—Oh, cielos... ¡Qué vas a hacer, Miguel! —dicen chacoteando sus pocos amigos, mientras le dan palmadas en la espalda, como tratando de desanimarlo. Él solo sonríe.

Una noche anterior al matrimonio, Estrella estaba con la frente apoyada en el vidrio de la ventana de su cuarto, meditando sobre su destino. De pronto, dejó de meditar. Su memoria terminó por recordar a su primer y único amor. Un relámpago iluminó el cielo de sus recuerdos y la nostalgia la invadió.

—¡No creo que el amor sea esto! ¡El amor es otra cosa, y esto no lo es! —exclamó mientras llamaba por teléfono a Miguel.

Salió de la habitación, cerró con llave la puerta y bajó por las escaleras. Se detuvo en el último peldaño para tomar aliento y luego abrió la puerta que daba a la calle. Estrella salió precipitadamente y se fue calle arriba, hacia el parque. Caminó con rapidez. La avenida aún estaba con gente y el ambiente era cálido.

Al llegar al punto de encuentro, se detuvo frente a una conocida banca; la ausencia de Miguel se prolongaba más de lo normal y la pobre mujer no sabía qué pensar. Un rato después, oyó el ruido de unos pasos que se acercaban rápidamente. Miró el reloj. Eran las diez de la noche.

—Estrella... Disculpa. Me demoré más de lo que pensaba... ¿Qué pasa?

Y la pobre mujer contó con detalles todo lo que sentía. La innoble solución había fracasado. No se puede engañar al amor, no se le puede hacer trampa. La madura mujer sollozaba.

—¿Qué pasó?

—No lo sé.

—Y tú, ¿lo quieres?

Estrella permaneció en silencio. Bajó los ojos y el sollozo se hizo más visible.

—Sí, Miguel, lo quiero mucho. Lo quiero y no sé por qué...

—¿Qué dices?

—Lo que has oído.

—¿Cómo se llama?

—Solo quiero que me perdones... Y por favor, abrázame.

En ese instante, el reloj de Miguel marcaba las doce. Estrella se acercó a Miguel y lo besó, aniquilada por los acontecimientos, llorando. Él estaba estático, con un solo pensamiento: "Ahora no sé si la amo, el destino me vuelve a dejar otro imposible: la obligación eterna de olvidarla".

Loro