martes, 25 de marzo de 2014

Pero no, pero no...

Todo está preparado: la fecha, la hora, la iglesia, la novia y el novio. Los padrinos son dos amigos diferentes, según la opinión de los novios, que aún no tienen la suerte de conocerse. Uno es amigo de él; la otra, amiga de ella. Al novio le falta el padre, pero a la novia no le faltan ni la madre ni el padre. Sin embargo, ellos andan separados por la distancia y no por el amor. Él trabaja como burro en otro lejano país; aunque, de vez en cuando, él vuelve y sensatamente se entregan a los placeres violentos y breves; luego se asoman por el balcón o salen a pasear por algún conocido bulevar. Sin duda, hoy en día, nada es más natural que una relación como ésta. Tal vez, porque aún no han descubierto otra forma de imaginar sus vidas. Eso tampoco es original.

Los novios solo coinciden, no sé si en el amor, que es una cuestión subjetiva y privada, en la cantidad de hermanos, que son siete. Pero no todos llevan el mismo apellido.

Ahora la casa de la novia es un laberinto. La están acondicionando para que esté hermosa y agradable en el altar. Hay mucha gente femenina a su alrededor. Todas saborean una atención como si se tratara de ellas mismas. Algunas caras repiten ciertos rasgos de familia, ciertos gestos; hasta el tono de voz parece salir de una misma garganta. El color de piel y el perfil parecen casi clonados. Y hay otras que difieren totalmente. Pero todas denotan alegría, envidia y celos encontrados. Igualmente, todas la felicitan. El sábado pasado le hicieron su despedida de soltera en la casa de su mejor amiga, lo que resultó bastante bien para su gusto; todo fue bullicio y alegría, aunque no hubo más allá de bromas tontas y aburridas. Al final se supo que el recato fue lo más interesante y cómico. En la casa de él hubo lágrimas furtivas, preocupación y desencanto. La mamá lloraba afligida en su habitación; no aceptaba que el menor, el joven médico, se casara primero. Para él no hubo despedida de soltero. Sus amigos se enteraron, sorprendidos, de que se casaba al día siguiente. Aún no pueden asimilarlo. Cuando se lo dijo, quedaron en silencio durante bastante tiempo. Ellos saben que él tiene una enamorada y que ella vive lejos de su barrio, muy lejos. La conocen muy bien porque él se las presentó hace dos años y siempre los vieron felices. Nunca se enteraron de alguna pelea seria. Él se lo hubiera dicho. Por eso están confundidos. Solo se atrevieron a suponer que fue por falta de tiempo y reflexión lo que lo llevó a amar a otra mujer sin darse cuenta. Lo peor de todo es que no conocen a la novia. Ella había aparecido de pronto, como un conejo salido de un sombrero. No se atrevieron a preguntarle. La decisión era suya y había que respetarla.

El novio aún no llega. Hay murmullos y voces periféricas en la iglesia. Uno de los hermanos de la novia, que va vestido de terno negro y camisa blanca, está parado casi pegado a un santo de yeso que está cerca de la entrada. Mira apurado su reloj de pulsera. Aparenta estar nervioso, aunque mantiene un equilibrio natural. Al rato saca un teléfono celular del bolsillo de su pantalón y hace una llamada. Mientras lo hace, frunce el ceño y mira a su alrededor en busca de algo o de alguien. Luego gira toda la cabeza y da algunas indicaciones a dos mujeres de aspecto robusto que están inquietas a sus espaldas; ellas, apresuradas, hacen un ademán de sacar algo de sus carteras. No esperan más y salen de la iglesia. Al otro lado, en las primeras bancas de la derecha, muy cerca del altar, las amigas de la novia conversan entre ellas y sueltan sonrisas, algunas casi perfectas. Todas están vanidosamente vestidas. No se fijan en ninguna otra escena más que en ellas mismas. También hay cuerpos quietos y pensativos que llenan los respaldos; y otros que se mueven abandonados, saludando afectuosamente a quienes pasan muy cerca de ellos. Al fondo, muy cerca de la puerta de entrada, a sus espaldas, todo es embarazoso; así lo sienten los amigos del novio, que están vestidos recatadamente. Sus ojos han visto a la enamorada que ellos conocen muy bien; ella está sentada en la última fila y en la banca del medio. Está sola. No, parece estar acompañada de sus pensamientos y de los recuerdos que tiene y convoca; se le nota, indiscutiblemente, en sus ojos vidriosos que miran fijamente el altar y en los gestos que hace con las manos. Cada vez que recorre con la mirada todo el lugar, su rostro parece destilar veneno. Pero también muestra una mirada modesta y de orgullo. Sus cabellos lacios y negros están sueltos y le tapan la mitad del hermoso rostro. No viste para la ocasión. Lleva unos pantalones vaqueros y una blusa rosada. Ninguno de ellos se atreve a acompañarla.

Ahora todos ellos, que son solteros, comprenden que su amigo entrará al mundo real del matrimonio. Parece inevitable, pero nadie descifra cómo la conoció ni qué relación preliminar tuvo con la novia. Analizan diferentes posibilidades y se dan cuenta, en esos momentos, de que no vale la pena discutirlo. ¿Qué había pasado? Como querían saberlo, se preguntan por Rosita, que es así como se llama la enamorada que ellos conocen muy bien. Según sus cálculos, tiene veintitrés años. En sus recuerdos, la recuerdan en algunas reuniones de amigos, conversando animadamente; la ven guapa, jovial, emocionada y rompiendo brevemente una conversación. "El mundo cambiará, pero yo no", decía. Siempre vestía sin deslucir unos jeans que resaltaban sus nalgas. "Una persona nace para ser libre", repetía. Le gustaba el vino, las charlas largas y que los hombres la imaginaran gloriosa y memorable. El enamorado se estremecía un poco al escucharla, pero no decía nada. Ambos estaban seguros de su amor. Siempre estaban juntos, aunque con las caras dulcemente acarameladas. En los cumpleaños de él, ella siempre aparecía. Llegaba con un regalo que evidenciaba el cariño que sentía por él. Era evidente la cercanía en su trato, ya que se les veía compartir alimentos de vez en cuando. Además, era personalmente enemiga de los tatuajes y los programas de farándula. "¡Qué programas tan horribles!", exclamaba. No dejaba de discutir sobre eso. Era reconfortante verla hablar. Un día él desapareció durante un tiempo regular, hasta que finalmente los reunió ayer por la tarde y les entregó la invitación.

Ahora se ve al cura, quien tiene una cara que evoca a la pedofilia, parado en el altar. Es alto, grueso, viejo y rojo como una cucaracha; parece estar terriblemente aburrido. Su rostro está libre de barba y bigote, y sus sienes están cubiertas de finos pelos blancos que dejan a la intemperie sus enormes orejas oblongas. Moviendo la cabeza, calva en el centro, y sosteniendo La Biblia con ambas manos, pasa revista mentalmente a todos los presentes. Está inquieto y sin tiempo. Parece no querer estar allí. A su lado derecho hay un chiquillo tímido de unos doce años que lleva un incensario metálico suspendido de cadenas. Viste una sotana blanca y roja. El cura, de vez en cuando, lo mira con una sonrisa despectiva. Él le devuelve la mirada con admiración y profundo respeto. Todo esto culmina cuando aparece el novio acompañado de la madrina. Entraron por detrás de todos. No hubo tiempo; los presentes se aglomeraron en sus bancos y se voltearon para mirarlos. La enamorada, sin levantarse, giró la cabeza por encima de su hombro y miró al novio, a tres pasos de distancia. Se mordía los labios sin control mientras unas gotas de sudor se aglomeraban en su frente. Sus ojos parecían incrédulos ante lo que veían. El novio, vestido con un traje similar al de los pingüinos, parecía muy distante de todo. Perdido en sus reflexiones, miraba a todos sin mirar a nadie. Se acercaban al altar cuando se detuvieron. Después de un momento, el novio, sobresaltado, miró a la madrina, una hermosa mujer de unos veinticinco años, alta y delgada, que lo tenía agarrado del brazo. Entonces le preguntó: "¿Qué sigue?". Ella tartamudeó un poco y le contestó: "No sé. Es la primera vez que soy madrina. Deberíamos haber ensayado", agregó nerviosa. Una de las amigas de la novia, una mujer morena y delgada con senos voluptuosos, a quien él no conocía, se levantó repentinamente y fue a su encuentro. Ella era una de las testigos. "Continúen caminando, tienen que llegar al altar", les dijo. "Ah, ok", contestó el novio haciendo un gesto como un muñeco curioso. En ese momento, la iglesia estaba abarrotada de gente que, como soldados, realizaban los mismos movimientos. Innumerables flashes hacían parpadear al novio y a la madrina. Sin embargo, no todos estaban siguiendo lo mismo. Los amigos del novio, inmóviles, sacudían la cabeza y se miraban entre ellos. Luego, miraban al novio, a la madrina y a cualquier otro lugar. Sus miradas fijas parecían no ver nada, o tal vez solo observaban mentalmente a la enamorada.

En un momento dado, una de las amigas de la novia, la más vieja y de abultado vientre, se acercó a ellos, que estaban sentados en la fila del centro, del lado derecho de la iglesia, desde donde podían contemplar el altar sin ningún problema. Eran media docena en total. Parada allí, les dijo: «Uno de ustedes tiene que hacer de testigo». Inclinando la cabeza con modestia y haciéndose los locos, advertían que ninguno de ellos se quería prestar para tal oficio. La vieja no se movía; no parecía impaciente por irse. Recostada en la banca, seguía al frente con mirada seria y torcía la boca en un gesto que le extendía las arrugas por toda la cara. Presentaba además un maquillaje exagerado y un bigote ralo que le hacía sombra a la nariz. Muy cerca del ojo izquierdo, un lunar como verruga parecía quererle salir. Resultaba incómodo verla allí. Uno de ellos, Adolfo, hombre parco en palabras y propenso a las travesuras donjuanescas, viendo que nadie iba a dar su brazo a torcer, se puso en pie y, sin volverse hacia ella, fue a situarse en la banca izquierda de la primera fila. Poco después, grande fue su sorpresa al ver que tenía a su costado a una palpitante mujer. La miró con atrevimiento y con una sonrisa amplia que le infló los cachetes. Ella le devolvió la mirada con cierta determinación y confianza. Esto le confirió a él una suerte de éxtasis intrínseco. Se sintió ganador. «Aquí campeonas», pensó. Ser el otro testigo al azar era el pretexto justo para su dilatada vida de donjuán. Además, él siempre fue testigo, nunca contemplativo; eso lo tenía muy claro, especialmente con las mujeres. Por eso nunca desentendía al destino. Y el destino estaba siendo extremadamente bueno con él en esos momentos. Lo primero que sus ojos vieron fue el inmenso escote lleno de abundante carne, y que él las imaginaba como dos redondeados y poderosos glúteos; lo segundo, que tenía el pelo crespo y los ojos hermosamente pardos. Toda ella era arquitectura pura. Su curvilíneo y esculpido cuerpo estaba delimitado por un vestido que ajustaba su figura de mujer con engranajes transmitiendo potencia, y goznes colocados en el lugar preciso para que sus piernas se extendieran, esa misma noche, sobre sus hombros. En pocas palabras, una mujer tangible en aquel instante intangible. «No hay Adolfo sin una mujer como ésta. No hay mujer como ésta sin su Adolfo. ¡Hoy la hago linda!», se dijo. Estaba totalmente impresionado por su suerte. Entendía que describirla mejor era algo que no era fácil de expresar con palabras...

Justo en ese instante, de inquietud e intimidad para él, hizo su aparición la novia en los brazos del padrino. Avanzaba un poco altiva y seria, deslizando el cuerpo al compás de la marcha nupcial. Su vestido, amplio en la falda y corto en el talle, era de un blanco marfil con una cola que arrastraba tres pasos detrás de ella. Presentaba, también, un escote en forma de corazón que realzaba su busto y un velo que cubría completamente su cara. Dos niños de entre seis y ocho años iban muy cerca de la novia, caminando juntos a ambos lados. La niña llevaba en sus manos una canastita decorada y llena de flores que iba regando en el camino.

Pero para Adolfo, con sus raíces donjuanescas, todo eso carecía de importancia. Solo tenía ganas de fumar y entablar una conversación con la mujer que le tocó por suerte. Sin embargo, ambas cosas estaban prohibidas en ese momento. De pronto, todos se pusieron de pie. Él se levantó y se quedó inmóvil, pero con los ojos fijos en el cuerpo tremendamente provocativo de la dama. No se permitió hablar, tal vez como parte de su táctica, porque ya tenía pensado su objetivo. Incluso disimuló su mirada, observando sin realmente ver a la novia. Absorto, comenzó a considerar sus agitadas ideas.

Cuando ella se inclinó para observar mejor, sin proponérselo, logró que uno de sus senos rozara el brazo de Adolfo. Esto lo despertó y desató sus pensamientos (o mejor dicho, lo despertó un roce sicalíptico y placentero). De inmediato, se volvió hacia ella y la miró a los ojos por un instante.

—¡Está hermosa la novia! —exclamó ella con una sonrisa coqueta y apartando los cabellos que le cubrían los ojos.

—Es demasiada mujer para mi amigo —contestó él automáticamente, sin estar seguro de lo que dijo.

—Qué valientes son —agregó ella, con la barbilla apoyada en la mano y soltando una pequeña sonrisa.

Adolfo, correspondiendo, sonrió con una sonrisa forzada y por hacer algo.

—Sí, mi amiga está hermosa —añadió ella con voz angustiada.

Luego se sentaron lentamente sin hacer ruido.

Adolfo, despejando su mente, se dio cuenta de que también el novio existía y que estaba presente a unos metros de él. Sí, ahí estaba, parado como un tonto, esperando a la novia en el altar. Además, comprobó que el padrino era el amigo que faltaba: el más gracioso, pendenciero y rebelde del grupo; aquel que se atrevió a confesarle su amor a la chica más chanconcita del salón durante la secundaria. Poncho tenía razón cuando les dijo que Jorge debía saberlo, porque la última vez que lo vieron, escondía algo. ¡Esto era!...

Adolfo se volteó y buscó a sus otros amigos. Repentinamente, vio que desde el fondo, la ignorada enamorada del novio lo miraba afligida y con cólera. Plenamente, se sintió un Judas. Cada vez más, parecía que había cometido un error al aceptar ser el otro testigo. Pero la mujer exuberante a su lado lo disculpaba todo. Cautelosamente, soltó un corto silbido y levantó los hombros en señal de duda. De todos modos, ya estaba hecho, no había vuelta atrás. Aunque no podía ver a sus amigos por completo debido a la fila de cabezas aglomeradas, sentía que ellos solo sonreían. La película ahora se desenvolvía con todos los actores.

Poco después, Adolfo sintió que una mujer lloraba detrás de él. Estaba en la segunda fila. Cuando se volvió para mirar, entendió que era la mamá de la novia. Tenía la cara oculta con un pañuelo blanco y estaba acompañada por una de sus hijas, que la abrazaba. Lloraba con pequeños y lastimeros sollozos. Adolfo se sentía muy avergonzado. Sin embargo, su compañera de asiento, Estela, que era el nombre de la voluptuosa mujer, parecía no escucharla. La llorona miraba a la novia de vez en cuando y volvía a sollozar. Parecía que nunca iba a parar de llorar. Adolfo, para entonces, estaba abatido. No quería escucharla más. Estela, al darse cuenta de la incomodidad de su acompañante, ambos ahora testigos de esta historia de amor y acreditando que era real, se inclinó hacia él y murmuró algo. Adolfo movió la cabeza como si no hubiera entendido. Ella, elevando la voz, le dijo: "Mi amiga está muy unida a su mamá, entre todos, ella es la favorita. Siempre la trató como si fuera su única hija". "Ah, ya entiendo. Pero mi amigo es un caso distinto...", dijo Adolfo. "¿Cómo?", preguntó ella. "No, yo iba a decir que son muy jóvenes para casarse", continuó él. "Sí, mi amiga no ha cumplido los veinticuatro", respondió ella casi susurrando. A partir de ese momento, Adolfo sintió que la relación comenzaba a fluir. Después de unos minutos, todos se pusieron de pie. La misa había comenzado hace un rato. Esto hizo que la llorona calmara su llanto. Finalmente, Adolfo ya no sentía el molesto llanto a sus espaldas.

Después de un rato bastante largo de paradas y sentadas, de música celestial que no había cuando terminé, el cura empezó con lo más serio: "Hermanos y hermanas, nos hemos reunido aquí como pueblo de Dios para ser testigos de la unión de Alberto y Elena".

Al fondo se oía un ruido singular, como una rabieta seguida de sollozos, y nadie comprendía qué era. Solo los amigos comprendían o tenían la impresión de que la enamorada estaba acompañada de lamentos y tramando algo.

Hubo una pausa por tales ruidos. Sin hacer caso, el cura siguió con la ceremonia: "Hemos venido a compartir su gozo y a pedir que Dios les bendiga. El matrimonio es un regalo de Dios, sellado por un compromiso sagrado. Dios da el amor humano. A través de ese amor, el esposo y la esposa se entregan uno al otro, prometiéndose cuidado mutuo y compañía armoniosa. Dios da gozo y a través de ese gozo pueden compartir su nueva vida con otros, así como Jesús compartió el vino nuevo en las bodas de Caná... Por lo tanto, el matrimonio no debe ser tomado a la ligera, sino reverente y deliberadamente, de acuerdo con el propósito con el que fue establecido por Dios".

Nuevos movimientos y un fuerte y amplificado ruido en el fondo. De pronto, la portera cruzó intempestivamente toda la iglesia hasta llegar junto al cura. Algo le dijo al oído. Enseguida este se irguió, levantó la mirada para observar a todos los presentes y, al mismo tiempo, se enjugaba la frente con un pañuelo que tenía en la mano derecha, mientras con la otra sostenía la Biblia. Sus ojos parecían buscar algo o a alguien. Luego se apresuró a estirar el brazo derecho señalando a los novios.

Apurado, dijo: "Si hay alguien presente que sepa alguna causa justa o impedimento por el cual esta pareja no deba unirse en santo matrimonio, dígalo ahora o de aquí en adelante guarde silencio para siempre".

Los amigos advirtieron con cierto alivio que nadie se apuraba a decir algo. Les costó volver la vista atrás y percatarse de que la enamorada ya no estaba. Respirando hondo, los seis dieron vuelta a sus cuerpos y se quedaron así, buscándola. Notaron que se había marchado y que no tuvieron ocasión de verla salir. En esos precisos momentos llegaba una señora entrada en años que se paró al frente de ellos; portaba un pañuelo floreado en la cabeza y una túnica blanca que le envolvía todo el cuerpo y le daba un aspecto fantasmal en el vestir. Al verlos buscar con la vista por todo el fondo, se apresuró a decirles: "Ella se cansó de llorar sin aliento y se fue. La pobre lloraba, herida por un profundo dolor, echándose hacia delante y hacia atrás, y giraba el cuerpo acurrucándose. Al oírla, me di cuenta en ese instante que era la otra, la antigua prometida del novio, porque además tenía las manos sobre un libro de poemas y acariciaba un anillo de compromiso que llevaba en el dedo; y también porque hablaba con mucho conocimiento de él. Lo recordaba casi groseramente. Hasta me dio la impresión de que deseaba no haberlo conocido. Luego la pobre, al salir apurada, perdió el equilibrio y se encontró con uno de los santos de yeso que adornan la puerta y, ¡cataplum!, ya estaban el santo y ella rodando por el suelo. Sin esperar que alguien la auxiliara, se levantó ágilmente y se encaminó casi corriendo a la calle... Yo me sentaba muy junto a ella y no dejaba de abrazarla... Antes de salir, como alma que lleva el diablo, soltándose de mis brazos, se dirigió a mí y me preguntó si conocía al novio. Le dije que no; que siempre vengo a los matrimonios porque me gustan...

—Yo vivo cerca y siempre me atrevo a venir. Siempre uno encuentra curiosidades. Me gusta mucho ese momento cuando se dan el sí... ¡Sé que es algo chistoso, pero me gusta! —dijo ella.

Llevando mi mano a la suya, con mucha reverencia, aproveché y le hice la misma pregunta. Me respondió que sí, que era el amor de su vida; pero que hoy había muerto. O que tal vez ya estaba muerto ayer y no se había enterado.

—No lo sé, porque no parece él, lo desconozco. Hasta estoy creyendo que no es él o que es alguien que se parece a él. ¡Qué todo esto es una pesadilla! Pero para qué me engaño; al fin y al cabo, él se lo ha buscado. Que no me eche luego la culpa a mí. Esto ya es un asunto archivado —agregó.

Mirándole a los ojos le pregunté qué había pasado. Titubeó un poco. Apoyada casi en el borde del asiento y secándose los ojos, me contestó:

—Tuve que viajar por cuestiones de estudios. Regreso y me encuentro con esto. Él no me supo esperar. Supongo que así terminan estas nuevas telenovelas. ¡Qué infinita pena! —suspiró profundamente, dejando escapar toda la tristeza acumulada.

Luego soltó una larga sonrisa, y exaltada terminó diciendo:

—¡Pero no, pero no! —Y se marchó, huyendo despavoridamente...

Enterado de esto, y reprochándose la falta de caballerosidad para con su amiga, ya que a nadie se le ocurrió acompañarla, escucharon a sus espaldas que el cura daba por terminado el rito católico. Miraron hacia atrás, y con gran sorpresa, allí, ante ellos, estaban Adolfo y Estela agarrados de la mano.

—Bueno, ahora todos al bailongo —dijo Adolfo con una sonrisa de oreja a oreja.

Estela sonrió inquieta y los saludó respetuosamente. Ellos se movieron a saludarla. La observaron por un momento. Miraron también a Adolfo. Pensaron rápidamente que no eran necesarias las palabras. Después de todo, seguía la fiesta. Ya aliviados de la dura realidad que le tocó vivir a su amiga, y entendiendo que la ceremonia del matrimonio había concluido, volvieron la vista hacia atrás, para despedirse de la anciana; pero esta ya no estaba.      

Loro


miércoles, 5 de marzo de 2014

Mentiroso o delator

En mi habitación, una mañana extremadamente fría, mientras bebía una copa de un exquisito vino y leía atentamente el último relato de un amigo (relato que, por cierto, me ha inquietado), escuché de pronto un abrir y cerrar de puerta, y fuertes golpes y jadeos que provenían del apartamento de mi nuevo vecino. Este es un hombre flaco, alto, lampiño y de frente amplia. La primera vez que lo vi fue en la navidad pasada. Se presentó solo, me dijo que era periodista y que venía procedente de Perú, que era cajamarquino y que, además, tenía buenas referencias de casi todos nosotros, los que vivíamos en el condominio, lo cual me pareció simpático.

Cuando los ruidos empezaron, estaba en mi hora de reposo, luego de un desayuno acogedor, desvinculándome de la realidad. El día frío se prestaba para tener un momento de paz y meditación. Además, luego de relajarme, debía recuperar cantidad de manuscritos hechos en mi adolescencia y exigirme una traducción (corrección) actual. Resultaba inconcebible llevarla a cabo con normalidad si esos ruidos persistían. Entonces, sobresaltada, decidí ir a averiguar qué sucedía.

Apurada, abrí la puerta y salí del apartamento. En ese instante, desde el fondo del corredor, oigo un crujido de tela y un golpe seco. Vuelvo la vista y veo salir trastabillando a mi vecino. Rengueando, trataba de caminar al frente en dirección a la puerta que colindaba con la mía; estaba hecho un manojo de nervios, algo lo tenía intranquilo, ¿qué sería?

Al advertirme, se paró en seco y me quedó mirando con interrogación. Yo me quedé sorprendida y, a la vez, resistiendo una carcajada por su terrible desaliño. Sin dudar, le expresé mi sorpresa y le pregunté las causas de tales ruidos, le acusé de turbar mi tan ganada tranquilidad y de no dejarme llevar a cabo mis deberes. "Buenos días", me saludó con tristeza. "Disculpe mi manera de vestir... ¿Qué ha escuchado usted?", preguntó atemorizado. Estaba maltrecho, con el pantalón y la camisa hechos tiras, como si le hubieran dado de palos; tenía el rostro lleno de pintura negra y la mano ensangrentada. Era todo un payaso de circo. Al verlo así, la risa me rebalsaba. Apretando los labios, logré sonreír pendencieramente. Tratando de regresar a mi postura anterior, resoplé tomando aire y me puse seria. "La estridencia desmesurada de la desconsideración", respondí. "¡Ah!", exclamó. Con los ojos vidriosos y la respiración excitada, parecía pensar que más decir; su situación era desesperada. Otro individuo, desconocido para mí, salió del mismo lugar del que había salido el primero. Era un hombre alto, escuálido, con bigote y barba espesa que parecía salírsele de la quijada. Presentaba, además, la cara torcida y los ojos exageradamente rojos. Llevaba calzones a raya y tenía el dorso desnudo. Éste me miró con recelo e inmediatamente me mostró un instrumento sexual como arma, con el que, meneándolo, me apuntó al rostro, gritando sandeces. Ignoro la cara que puse, solo recuerdo que había odio en mi mirada. Con impaciencia, erguí los hombros, dándome ánimos. "¿Qué te has creído, pedazo de idiota? ¿Con quién crees que estás? Lo único que deseo es que dejen de hacer el maldito ruido", le dije enfrentándolo, sin dudar, sin alzar exageradamente la voz. Lo cual lo sorprendió. Este, exaltado, soltó el objeto y sacudió las manos ennegrecidas de pintura en forma de amenaza; al hacerlo, manchó mi blusa de seda blanca, salpicándola. Esto me encolerizó e inmediatamente le grité, ya no calmada como lo había hecho antes, sino que ahora mi tono de voz era el de una fiera endemoniada.

Los amenacé un par de veces más. Ellos, desconcertados por mi repentino cambio de humor, me miraron incrédulos. El primer hombre, condescendiente, pero con gesto y tono burlón, se ofreció a lavar mi blusa, algo que yo no acepté, por supuesto, asegurando que la mancha se quitaría. Como volviendo a la tierra y seleccionando palabras enredadas, alcanzó a jurarme por su madre que no volvería a molestarme con sus ruidos.

Después de esta digresión pintoresca, pedantesca y ridícula, volví a entrar a mi apartamento y me dirigí a mi pequeño bar, donde me serví una copa de vino. Ya en mi habitación y sin mediar tiempo, la bebí de un solo sorbo. Luego me quité los zapatos, me tiré en la cama y me estiré desperezándome, estirando los brazos. Me puse cómoda tratando de olvidar lo acontecido. Ahora tenía nuevamente en las manos el relato impreso de mi amigo en el que propone sus traiciones. Sin releerlo, permanecí unos instantes tranquila, tratando de precisar fronteras, como si hubiera ingresado en el invisible limbo de la Divina Comedia. De pronto, recordando, conjeturé sobre la corta polémica de héroe y traidor que había leído antes en el relato de mi amigo. Esto me adentró con Dante por un inmenso lago de hielo. Confieso que esta somera descripción me pareció interesante, pero incompleta. Había detalles que merecían un mejor destino. Me decidí a releerlo. Mientras hacía esto, y sin darme cuenta, me encontré sumergida en el frío insostenible de la Divina Comedia y rodeada de los gigantes que formaban una muralla humana en el último círculo de Dante. Tras este corto viaje y cuando mis conjeturas estaban por ser complacidas, volví a sentir otra vez fuertes y molestos sonidos que venían del mismo lugar...

Entonces, enfurecida, fui directo a la puerta de mi vecino y toqué el timbre insistentemente. Me abrió el "segundo hombre" un tanto alterado. Vi al "primer hombre" sentado en un espantoso sillón, de hecho, toda la decoración del lugar parecía haber salido de la mente de un sicópata. También me percaté de que sobre la alfombra, tirada frente al sillón, había una muñeca inflable pintada de negro y algo desfigurada. El olor que salía de ahí era una mezcla de vinagre y legía. Después de esa penosa observación, yo les hice ver con un gesto que esta era la gota que había derramado el vaso. Dándoles una última oportunidad, les dije: "Me hacen venir hasta este maloliente lugar para que les repita algo que ya había dejado muy claro anteriormente... ¡Simios náufragos! ¿Es que acaso no comprenden cuando se les habla? ¡A mí me importa un pepino qué clase de depravados actos estén desarrollando en este repugnante lugar! Jueguen con sus aparatos, píntense las caras, jueguen con una muñeca de hule. ¡Pero no me molesten con sus ruidos, cretinos de m...! No pienso volver a repetírselos, ya no voy a volver, saquen sus conclusiones, ustedes no parecen saber con quién se meten... ¿Les quedó bien claro?”.

Sin más, les di la espalda y me fui de ahí, confiada, aunque experimentando una sensación ingrata de temor. 

Un par de días después, aún no he sentido sonido alguno que pueda llegar a turbarme. Tampoco he visto a los dos fulanos salir de aquella habitación de asquerosas paredes, que más parecía una alacena porque estaba llena de comida regada por todos lados. Pero luego de releer el último relato de mi amigo, sobre el “delator y el héroe”, he comenzado a dudar. Me acordé de mis buenas costumbres y de que vivía en un lugar adecuado y rodeada de buenas personas. Esto me llevó a sentirme avergonzada y furiosa. Por eso, estoy pensando seriamente en advertir, en la próxima junta del condominio, acerca de estos incidentes. Esto no puede ser pasado por alto, por la salud de todos. Pero si lo hago, me convertiría en una vil soplona, una delatora...

Creo que en vano fatigo mi memoria. Pienso que sí, que debo hablar de esta situación, porque no creo ser la única que la ha padecido. Además, ellos me han mentido, pues habían dicho, en nuestro primer encuentro, que no volvería a haber disturbios. Sin embargo, momentos después se repitieron. ¿Y si se repiten nuevamente? Solo han pasado dos días... no puedo confiar en su palabra.

Espero poder resolver este dilema: ¿Convertirme en una delatora? ¿O mentir haciendo de la vista gorda?

Libertad

sábado, 1 de marzo de 2014

El delator y el héroe

A veces, de pronto, suceden cosas que uno nunca espera. Trato de imaginar este argumento haciendo una especie de memoria retrospectiva. Sé, además, que he tratado de mejorar algunos detalles de esta historia. Vamos a ver cómo sale.

La acción se origina cuando yo estaba sentado frente a él. El anfitrión se llama Martín y los tres lo escuchábamos sin mucha atención. Él es un antiguo amigo del colegio y amigo de las discusiones históricas y del momento. Joe y Poncho compartieron el mismo salón de clases en dos o tres ocasiones; conmigo solo una vez, en segundo de secundaria. Cuando lo conocí, me pareció que lo conocía de toda la vida, siempre insurrecto y jaranero, y muy amigo de las amigas que él necesitaba con desesperación. Ahora sé que repasó infinitas veces a Allan Poe y que conserva aquel rostro clásico de familia de barrio, como el nuestro.

—Poncho es uno de mis mejores amigos… desde muy pequeños y con él he pasado diversas aventuras que es difícil enumerar. Desde que lo conocí, siempre se granjeaba afectos y simpatías por todos lados. ¡Es un especial amigo! —decía Martín, frotando un libro delgado sobre su camisa y agregando algunas desacostumbradas palabras más.

—¿Y a qué viene tanta franela? —dijo Poncho, que se puso en pie, curvando las cejas y estirando el brazo para coger un voluminoso diccionario que estaba encima de la mesa.

Joel y yo los observamos sin asombro y sin entender el comentario felpudo de Martín, porque estaba totalmente fuera de contexto.

Sobándose la frente, Martín se rió, aunque Poncho no disimulaba la molestia de aquellas palabras. Sin decir nada, Martín se levantó lentamente, apretó los labios y se encaminó al otro lado de la sala. Los tres ahí seguimos conversando. El tema de conversación era sobre la traición y los traidores.

—Sí —dijo Joel—, cada época de la historia es rica en traidores. Estoy recordando el caso de Julio César: “¡Bruto, tú también, hijo mío!” No olvidemos que este último personaje llevaba en sus genes los del infame traidor de Roma, Servilio Cepión, general romano que se levantó en peso el famoso tesoro de Tolosa, un tesoro que doblaba, por aquel tiempo, al estatal de Roma. Al ser descubierto, Roma se encolerizó y exigió lo razonable: que fuera arrojado desde la roca Tarpeya… Pero gracias a la gran cantidad de amigos poderosos presentes en el Senado, salió librado de la muerte…, lo que originó solo el exilio, que lo aprovechó muy bien disfrutando reposadamente del inefable robo. Pero como nadie sabe para quién trabaja, Bruto, al ser su heredero final, se quedó con todo y fue inmensamente rico…, pero también hay que tener en cuenta que César lo amó como a un hijo, porque el galifardo era, ni más ni menos, el hijo de la más famosa de sus amantes: Servilia, hija de Cepión… También el ascenso del César estuvo lleno de traiciones: ahí está la muerte de Pompeyo en manos de sus compañeros Aquilas, Septimio y Salvio… El mismo César fue un traidor, aunque haya llorado como una niña la muerte de su yunta Pompeyo. Si desdobláramos completamente la historia, nos fijaríamos en todo lo acontecido…, pero hoy en día nadie se fija en estos detalles. El César solo es considerado el iniciador de un gran imperio —concluyó Joel.

De inmediato, Poncho volvió la cabeza y lo quedó mirando. Sobre sus manos tenía abierto un voluminoso diccionario. Entonces agitó las hojas decentemente y ubicó el dedo índice, quieto, sobre una de las páginas.

—Claro que sí, aunque me parece que el Imperio Romano se inauguró con Augusto, pero esa es otra discusión... Los traidores, los traidores están donde uno menos se lo espera. Los adjetivos que nombran a estos personajes pueden variar, a oración solo convergiendo palabras necesarias. Por ejemplo, si digo: "me apuñaló por la espalda", estoy diciendo: desleal, infiel, judas, renegado, desertor, delator, alevoso, felón, ingrato, indigno, intrigante, conspirador... Los traidores siempre aparecen como imágenes discontinuas en la historia, bifurcados por todos los rincones y vistiendo variados ropajes, pero al final de nada les sirve el disfraz, porque siempre son descubiertos. En nuestros tiempos caminan vestidos del último adjetivo: son conspiradores; el ejemplo más claro es el asesinato de Abraham Lincoln o de John F. Kennedy. Por lo tanto, lealtad y fidelidad son palabras olvidadas, no tienen ningún sentido para esta gente. Quienes practican hoy este juego olvidan que tarde o temprano serán descubiertos como Efialtes, que esperaba ser recompensado por los persas luego de su traición a Leónidas. Y luego, ¿qué obtuvo? Nada. ¿Qué ganó? Solo una vergonzante y acobardada huida. Aunque los persas masacraron a un minúsculo y aguerrido grupo de espartanos gracias a la nueva ruta que les dio Efialtes para evitar el paso por las Termópilas, fueron derrotados en la Batalla de Salamina... Con esta traición los persas solo obtuvieron una victoria pírrica, solo eso —dijo Poncho.

—Yo pienso —aumenté— que la traición es un instrumento —si cabe la palabra— que se aplica para conseguir un interés personal, ya sea este de fama, poder, económico o de amor. El interés de Érostrato, por ejemplo, fue ganar fama; por eso incendió el templo de Artemisa. La traición la hizo contra todo un pueblo... También el sacerdote Pedro de la Gasca en la pampa de Anta, episodio que la historia llama la batalla de Jaquijahuana, no tuvo mayor pelea; la traición a Gonzalo Pizarro, y que le costó a este la vida, fue total. La deserción la iniciaron el oidor Cepeda y el papá de Garcilaso, que era conocido como "el leal de las tres horas". Chapa cruel, pero precisa. No era la primera traición ni la última que hizo este dubitativo y ambicioso personaje.

De pronto hizo su aparición Martín; traía una sonrisa triste y una interrogación en el rostro, y en las manos, una ruma de cuadernos viejos; eran sus cuadernos de la secundaria: ciencias naturales, geometría, historia del Perú, etc. De inmediato reconocimos las pastas de todos estos y que estaban conservadas muy bien, incluso seguían luciendo el antiguo forro de vinifan. Esta vulgar pero fresca visión persuadió nuestros recuerdos y logró que nos inundara de nostalgia. Sentados en los sillones, que bordeaban una de las esquinas de la sala, vimos sentarse apuradamente a Martín. Encorvado y sacudiendo las manos, estaba seguro de encontrar algo. Con todos los cuadernos abiertos, los hojeaba agitadamente, mientras sus ojos corrían por las páginas sin detenerse. Esta acción le confería a su imagen una especie de clérigo loco en busca de un versículo interesante.

—¡Puta madre, no está aquí! —dijo amargamente. Se puso en pie y desapareció otra vez.

Hacía dos horas que habíamos llegado a la casa de Martín. Esta es de un solo piso y en primer lugar está la sala de tamaño regular; arriba y en la pared que está al frente de nosotros cuelgan dos cuadros, y uno de ellos representa "El Sagrado Corazón de Jesús" y el otro a una mujer muy especial, porque es la imagen de una señora guapetona y enérgica de más de cuarenta años, de ojos y cabellos negros lacios. La señora que está en el cuadro presenta un vistoso lunar en una de sus mejillas y podría llamar la atención como esposa de un distinguido y enérgico cacique de barrio: es la mamá de Martín. Debajo de estos cuadros hay un viejo escritorio muy pegado a la pared que cubre una de las esquinas y soporta un equipo de música y una sarta de discos compactos desparramados sin ningún orden. La sala, que está separada por una cortina descolorida, se comunica con otra habitación de igual tamaño, en la que hay, arrinconada en la pared y en la misma dirección de los cuadros, otra mesa vieja de base de metal. Encima de esta hay utensilios de cocina; y debajo, cajas llenas de libros y revistas; y al frente de todo esto, en el otro extremo, está presente una estropeada cama deshecha. Todos estos objetos invaden lo que es el comedor. Luego sigue una abertura rectangular sin puerta que nos conduce a una cocina desguarnecida con las paredes sin pintar y que está flanqueada por el cuarto de Martín y por un oscuro y descuidado baño. En el centro de la cocina y al ras del piso y cubierto por maderas y cartones viejos, yace un pozo de agua abandonado que nos lleva a tiempos inmemoriales: los de inesperadas alquimias mágicas y la elaboración de algunos tragos exóticos o alguna chicha de jora que puso en jaque a nuestros pobres e inestables estómagos; también nos recuerda gratos e ingratos momentos no atestiguados, como almanaques amarillos llenos de nostalgia, en los que padecimos alguna sequía sexual duradera por culpa de nuestra adolescencia retrasada y por los bolsillos desiertos e inevitables de estudiantes. Ahora, como antes, en todos los ambientes se siente un poco de descuido, humedad, lugar poco frecuentado.

En estos momentos, la puerta que da a la calle está ligeramente abierta. En la calle solo se oyen jugar a la pelota dos o tres niños, que son los hijos de los vecinos de Martín. En el centro de la sala, nos acompaña una mesa grande, y encima de ella hay revistas, libros, cartones cuadrados y rectangulares, figuras de animales hechas de papel y una libreta de apuntes igualmente desparramada y sin ningún orden. También están encima de ella, pero en una ubicación expectante, dos cervezas bien heladas acompañadas de una cajetilla de cigarrillos. Una tercera cerveza móvil recorre nuestros pies a cada turno. A la derecha de Poncho hay un estante repleto de libros y folletos desordenados que tapa medianamente nuestra vista del comedor.

—¿Qué estará buscando este huevón? —preguntó Joel.

Poncho lo miró por un momento, luego se acercó a la mesa, cogió un cigarrillo y lo encendió.

—Seguro que está buscando el cuaderno de la susodicha —dijo Poncho con la cara cubierta de humo.

—¿Tú crees que lo tenga? —interrogué.

Joel, quitándose la pregunta de encima y levantando el vaso, dijo:

—¡Salud! ¡Por los tiempos mejores!

Desde mi posición y a través de la cortina y por entre las juntas, podía ver a Martín en el comedor. Estaba inclinado y de rodillas, buscando desesperadamente algo en la ruma de libros y revistas amontonadas en las cajas que estaban en el suelo; movía el cuerpo como si desenterrara un viejo tesoro pirata con las manos.

—Eh, lo encontré —exclamó, dando un golpe encima de la mesa.

Entonces, balanceándose y blandiendo un cuaderno de pasta blanca, como los primeros, se dirigió nuevamente a la sala.

Ahora estaba sentado a mi costado, frente a Poncho, y tenía una sonrisita apretada que acompañaba a su rostro.

—Miren, aquí está —dijo Martín.

No le hicimos caso y seguimos hablando sobre la traición y los traidores.

—Dante ubica a los traidores en el último círculo. Él cree que es el peor de los pecados. ¿Tú qué dices, Martín? —preguntó Joel.

Martín, riendo burlonamente, agitaba las páginas del cuaderno. Parecía estar más entusiasmado registrando la reliquia encontrada que con la pregunta de Joel. Le brillaban los ojos y permanecía con el hocico entreabierto. Justo cuando Poncho iba a hablar, reaccionó y sonriendo cachacientemente, dijo:

—Mira, la traición tiene infinitas facetas, como una figura geométrica de infinitos lados. Por ejemplo, la traición de Judas es un bizcochuelo de medio céntimo. Judas, al final, cumplió los designios que le impuso el destino. Era un destinado. Hasta deberíamos considerarlo un mártir, el mejor de los discípulos. Porque sin salir de la verdad, no hay un móvil exigente que justifique su traición. Habría que preguntarle a Jesús si no fue él quien pidió a Judas que lo traicionara para redimirse a través de su muerte... Ya lo había anunciado antes... durante la Última Cena, el más conocido: "Uno de ustedes me traicionará"; o el otro: "Intensamente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que nunca más volveré a comerla hasta que se cumpla en el reino de Dios". Y luego de la celebración de Pascuas, Jesús le dice a Judas: "Lo que haces, hazlo más pronto". Fue entonces cuando Jesús instituyó "la cena del Señor" con los once apóstoles restantes (1 Corintios 11:20). Puesto que mandó a sus seguidores: "Hagan esto en conmemoración mía". Más claro ni el agua de mesa. Para mí, Judas solo es un miserable ladrón. El pendejo, al ser el tesorero de la dichosa cofradía, se tiraba "la plata" destinada a los más pobres. Y eso le bastaba... Aunque la ambición mata... pero... No sé, habría que estar en el pellejo de este huevón. También hay dos versiones de la muerte de Judas. La primera y la más difundida: que, arrojando los treinta ciclos de plata en el templo, salió corriendo y se ahorcó; la segunda: que adquirió un campo con los treinta ciclos o monedas de plata y no se sabe cómo, pero un día, cayendo de cabeza, se partió en dos, por el medio... ¡váyase a saber cómo carajo ocurrió esto! quedando desparramadas todas sus tripas. En lo único que coinciden las dos versiones es en el nombre del lugar comprado: "Campo de sangre". Pero eso es harina de otro costal. Si quieren confirmar lo que digo, busquen en la Biblia; ahí está clarito. Ahora, volviendo a lo del traidor... Yo me atrevería a relativizarlo. Por ejemplo: Bruto, Guy Fawkes, Quisling, Pétain o Saddam Hussein hubieran sido honrados como héroes si hubiesen vencido, y Napoleón, Bolívar o La Malinche habrían sido ajusticiados con el cargo probado de traición si hubiesen pertenecido al bando derrotado... Otros traidores pasaron piola. Los grandísimos hasta fueron presidentes por dos veces consecutivas. Ahí está "El Califa" Nicolás de Piérola que, antes del desastre de Miraflores, licenció a sus tropas y fugó con su plana mayor hacia la Sierra por Cantogrande; y el otro, que también fue dos veces presidente (se autoproclamó jefe supremo y luego lo nombraron Presidente Regenerador de la República), hijo de un aristócrata español, Miguel Iglesias, que conspiró contra Manuel Pardo apoyando la fracasada rebelión de Piérola, y que se hizo conocido por su famoso grito de "Montán" suscribiendo la rendición incondicional ante los chilenos. Y no hablemos del felón Mariano Ignacio Prado, chupamedias de Castilla, que de solo nombrarlo me da dolor de estómago...; éste sí que se pasó: "Héroe" del Dos de Mayo, pero que luego de la derrota de Angamos se consagró como alevoso desertor nacional. Los adjetivos quedan cortos para este truhan; no llega a traidor. Ya he expuesto que ser traidor es relativo. Depende muchas veces de tu suerte; si estás del lado perdedor: traidor; si estás del lado ganador: héroe. Pero ser cobarde, ladrón y desertor es lo peor de lo peor, es desgraciar toda tu composición genética. No sé qué vida llevarán sus congéneres que siguen aprovechando la herencia malnacida de este ladrón; porque por más que se vistan de burgueses con levita, tongo y paraguas, igual, nadie les quitará la herencia genética del susodicho cobarde felón, que para mí es la terrible conjunción de los peores adjetivos... Pero dejando a todos estos intrigantes y verificados traidores, ingresamos mejor a nuestro antiguo y querido mundo escolar de perseverada inocencia juvenil. Podemos ver que también hay comedias sombrías que nuestra adolescencia originó y que no sé si podríamos calificar con el adjetivo de traidor, aunque también es terrible el adjetivo coloquial: "soplón". El diccionario lo dice —le quita el diccionario a Poncho, lo hojea y lo contempla por un momento—. Miren, aquí está el significado: que acusa en secreto a otros o actúa como confidente. Y esto aconteció en el colegio, ¿sí o no? Siempre aparecía o se resbalaba por ahí un inefable soplón. Esto ocurría cuando al niño mimado de algún reverente profesor le atribuían un encargo: el de informante. Todo, por supuesto, era solapa... —concluyó Martín, sin dejar de mirar fijamente a Poncho.

—¿Qué es lo que quieres insinuar, pendejo? —arguyó interrogativamente Poncho.

Martín abrió el último cuaderno que trajo, lo dobló por la mitad y se lo pasó a Joel.

—Mira aquí y dime quién de todos es el soplón —dijo Martín con una extraña sonrisa de satisfacción.

Joel se puso a observar el interior del cuaderno, fijando los ojos en un cuadro estadístico de alumnos. Yo aproveché para sentarme en la orilla del sillón y me acerqué a mirar. Se leía en la cabecera de la página: "Registro de tareas para la organización del aula 5ºC". Poncho se puso en pie y se fue al baño.

Treinta y ocho años contaba aquel cuaderno sin otras aventuras que la de estar encerrado en aquella caja, sin sentirse vivo. Tal vez esperando la eventualidad de una futura fama; la que Martín pretendía darle en esos momentos. Por ello, miraba a Joel como quien confiesa y abarca una vulgaridad en el alma, como cosa que conforta.

—¡Estoy asombrado! Nunca encontré a nadie de nuestra cofradía que se acordara de esto... Pero aquí está, había sido el campeón de los soplones; para aceptar esto, tenía que haberle pisado un caballo la cara o, de seguro, se había caído de cabeza. Y esto de llevar la asistencia, yo creo que no lo hizo por dinero, como Judas; esto lo hizo por placer, para joder a la sarta de galifardos que rodeaban a la simpática Lily... ¿Quién lo creería? ¡Poncho delator! Pero una pregunta, Martín, ¿no crees tú que ahora, al creerte el héroe al confesarnos esta verdad, estás haciendo el papel de soplón?

Loro