miércoles, 18 de febrero de 2015

Aquel hombre

Cuando llegué, lo vi sentado en una de las bancas, con el pelo largo y revuelto, rascándose la cabeza con una mano. Vestía de manera curiosa: un pantalón corto de jeans y una camisa floreada de mangas largas. Cruzaba las piernas y sostenía un libro en la otra mano, sobre sus piernas, mientras su maleta descansaba a un costado, sobre la banca. Me quedé parada y quieta, observando todos sus gestos, que revelaban a un personaje inquieto y lleno de impaciencia. Por su aspecto, parecía un estudiante sumergido en un lugar solitario y completamente invisible para el resto del mundo. Cuando le toqué el hombro, reaccionó con sorpresa y se puso en posición defensiva. Después de unos segundos, sonrió, y yo también lo hice.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté.

—Señorita, supongo que lo mismo que usted, esperando la llamada para abordar el avión... —contestó.

El "señorita" sonó como una burla ridícula, como una bofetada. Eran las diez de la mañana y hacía mucho calor, con gente sentada y caminando por todas partes. Miré mi reloj por unos segundos y comprendí que teníamos mucho tiempo antes de embarcar.

—No te atreviste a publicar mi último cuento, donde te lancé algunas verdades —le dije con calma y en voz baja.

—Ah, tonterías... ¿Un cuento? Me pareció más una carta llena de ira, mal escrita además... Todo era un enredo. ¿Por qué esa necesidad de precipitar mi enfado? Lo que ocurrió entre nosotros ya ha sido enterrado bajo una avalancha de verdades. Tu carta llegó tarde y solo fue otra piedrecilla... aunque logró afectar.

—¿Por qué eres tan susceptible? Es solo un cuento, lo de siempre, verdades mezcladas con fantasías. ¿No es eso lo que haces tú? ¿Una carta? ¡Y mal escrita! Hum... te estás volviendo exigente... Pero quiero saber... Cuando hablas de una avalancha de verdades, ¿significa que esas verdades no fueron asimiladas... O quedan como preguntas, como "¿Qué canción cantaban las sirenas?" o "¿Dónde se encuentra la sabiduría?"

—Señorita, intentas enredarme nuevamente y llevarme a tu laberinto, pero no lo haré. Mira, lo nuestro es historia, una historia con final. Una reliquia mítica y arcaica que surgió de nuestra adolescencia. Basta con mirar a nuestro alrededor para saber que nuestros caminos son diferentes... Bueno, siempre lo fueron. No creo en el eterno retorno... Nietzsche, al final, murió en la locura.

Di una carcajada, me senté en la banca y coloqué una de mis manos sobre su cabeza por unos segundos. Luego me volteé hacia un costado y acomodé mi maleta junto a la suya. Volví a mirarlo, frotándome las manos, y le dije:

—Qué manía la tuya de insistir con lo de "señorita". No te atreves a pronunciar mi nombre. Y deja el "usted" para otra mujer... Ahora me entero de que mi pequeño cuento te ha amargado. Veo que crees estúpidamente en Sócrates y su rechazo a la poesía mágica. Te has vuelto un poeta racional, socrático: "Ver las cosas tal y como son, no como parecen". Para tu conocimiento, yo aún creo en la Quimera, en el alado Pegaso y en el Hipocentauro. Y no te equivocas... estás en lo correcto. Pero sé que hoy los rechazarías como meras posibilidades zoológicas. Debes entender que es odioso y aburrido conocerse a uno mismo... ¿Acaso sirve de algo?

Tomando un respiro, se puso de pie y se acercó a una tienda. Luego regresó con dos botellas de agua mineral. Tomó asiento y se quedó pensativo, con una leve y seria sonrisa que iluminaba su rostro por completo.

—No, para nada... Tú nunca cambias, ¿verdad? Te escondes, te haces la indiferente y luego te presentas, condescendiente, queriendo jugar conmigo. Sabes armar tus trampas muy bien... Pero creo que las conozco todas.

Intentaba mantener una expresión seria, pero yo me reía de él. Comprendí que estaba herido y necesitaba desahogar todo lo que llevaba dentro de su corazón o su memoria, que al fin y al cabo es lo mismo. Después de un rato, se puso de pie, dejó la botella de agua en la banca y metió las manos en los bolsillos de su pantalón. Quieto, empezó a recorrer cada espacio y tiempo, contándome las situaciones que había vivido a causa de mí. Me dijo que aún me amaba, pero de una manera distinta. Que nuestro amor se terminó con un amargo filtro de cicuta el día en que lo mandé a volar. Sin embargo, a pesar de todo eso, siempre conversaba conmigo en sus momentos de nostalgia y me reprochaba por haberlo dejado jugando solo: "No hay nada más estúpido que jugar al ajedrez sin un oponente". Y que sus amigos lo estaban convirtiendo en un mártir. Aproveché la oportunidad y le agregué algunas verdades más, que lograron cambiar su estado de ánimo. Le dije que yo también lo seguía amando, pero de una manera diferente a la suya. Tal vez como a un personaje que nunca pondría sus manos sobre mi cuerpo. Y que también conversaba con él en mis noches de insomnio. Esto resultaba finalmente en un abrazo y un beso. En esta imaginación, la Odisea o el Génesis me interesaban un comino, prefería la Canción de Amergin.

—¿Tú crees que yo te voy a creer? Ya tu bosquecillo lleno de hadas y duendes ha sido talado, y si miras al cielo, tu luna romántica no existe, hoy es solo un satélite apagado de la tierra. Ya no salgo a buscar molinos de viento, dejé de ser Don Quijote el día mismo que me dijiste adiós... Yo sé que tú sigues tejiendo las mismas trampas de siempre. Ya te dije que las conozco todas. Lo nuestro ya se convirtió en una obsesión de nunca acabar, y el amor es otra cosa, mi querida amiga. Los siglos han pasado por encima de nosotros como un alud, como un huayco. Mira la edad que tenemos... Nos hemos acostumbrado a vernos así, sin haber producido algo interesante.

En efecto, en ese momento era como si estuviéramos presintiendo un final obvio, tácito; el de siempre. Un "no volveremos a vernos nunca más en esta vida", aunque nuestras voluntades no lo quisieran y que además faltaba mucho tiempo para eso, para cumplirlo, o al menos para hacernos la ilusión de habitarlo en otro estado del alma, justo para llegar hasta el fondo y regresar de nuevo. Era un ansia o un deseo de huir y de volver porque sentíamos que la vida así se siente mejor. ¿Qué hubiera sido de nosotros viéndonos todos los días?

—Entonces lo que nos pasó fue un trabalenguas, un rompecabezas... Haz algo contra eso. Necesito oír de tu boca lo que me dices en mis acalorados sueños...

Pasó sus dedos por la mejilla y terminó rascándosela. Palpó su frente con las yemas y se limpió el sudor. Su cuerpo y su alma parecían una ausencia, pero hizo un esfuerzo y regresó al mundo. Me dijo:

—Si te hubieras atrevido, si tan solo te hubieras atrevido... Pero me tomaste como un fastidioso... como un... Se me olvidó la palabra... ¿Acaso me extrañas? ¿Acaso extrañas a alguien?

No me quise amargar, solo lo miré con un gesto entre sonriente y burlón. Pero él me miró como si yo fuera una estúpida, una adolescente. No le di importancia, me hice la indiferente. Para que se callara, busqué darle un golpe en la rodilla. Y se la di con la palma de mi mano. Entonces le volví a mirar a los ojos, pero esta vez dejé la zalamería. Y no aguantando, le di un pequeño puntapié desafiante.

—Siéntate y deja tus lamentaciones. Lo que nos sucedió es algo que tú ni yo lograremos entender. Solo escucha el tic tac y punto. Las cosas son así y, supongo, tienen que ser así, a pesar de que no nos guste. Mírate, cómo has cambiado... Entiende, la vida siempre estorba cuando uno procura la unidad. Lo nuestro fue y es pura literatura, siempre incierta con la verdad. Y es mejor así porque su candela nunca se podrá apagar. Es el sentido utópico del verdadero amor. ¿Tú no lo crees? Sí, te extrañé. Siempre sucede lo mismo y seguirá sucediendo lo mismo. Y ahora me tengo que ir... Están llamando... —le dije.

—Creo que estás borracha.

—¿Qué?

—Sí, estás borracha, porque las borrachas no tienen cómo medir el tiempo, y más si están dormidas.

—¿Qué?

Me incorporé un poco, llevé las manos a mis pies y me coloqué las sandalias que habían quedado sueltas en el piso.

—Hace treinta y cinco años que no tienes a nadie que te cuide —le dije.

Abrió los ojos por completo y sonrió. Entonces me miró como si fuera la primera vez que me veía. Yo lo observé con cierto escepticismo. No sé cuánto tiempo estuvimos en esa posición expectante, sin dejar de mirarnos. Después de reaccionar, nos levantamos y lo vi caminar junto a mí hasta la puerta de embarque. Pero una vez que ingresamos al avión, él desapareció como por arte de magia.

Me incliné hacia adelante y comencé a buscarlo. "Debe estar por aquí", me dije a mí misma. "Temo que este encuentro, esta confesión de descontento, haya afectado su mente", pensé...

Luego sentí un escalofrío que me hizo reaccionar y me quedé mirando a mi alrededor. Entonces lo entendí...

Qué curioso. Por un momento me sentí como una mujer de veinte años en un lugar lleno de árboles, sentada junto a alguien en un banco de madera vieja. Aunque ahora resulta extraño, porque aquí, sentada en el avión, todo está tranquilo, como si antes me hubiera encontrado frente a un espejo ciego y hubiera sacado la lengua sin que nadie me hiciera caso.

"¿Es posible?", me pregunté a mí misma. Entonces comprendí que el cansancio me había vencido, porque ahora estaba abandonada en el asiento, lúcida pero algo adormilada. Iba vestida igual que en mi sueño, así que le eché la culpa a la resaca del día anterior, cuando tuve una despedida que mis hermanos celebraron para mí. "No es cierto, pero no importa", pensé.

El sueño se había desvanecido, pero las imágenes no habían desaparecido. Chocaban en mi mente y revoloteaban tímidamente, como un susurro dulce. Al final, pude controlar mi sentimiento penoso y provinciano, limitado por las circunstancias. Entonces, tratando de enmarcar todo lo sucedido en un esbozo original, reduciéndolo al mínimo, me concentro en tratar de demostrar algo. Al final, no obtengo nada concreto.

Ahora solo puedo ver a las personas a mi alrededor y al hombre calvo que está a mi lado. "Hace más de un año que no lo veo", pienso, y muevo los pies inconscientemente, me pongo las sandalias y sonrío recordando lo que me sucedió en el sueño. "Él me había tratado con indiferencia"... No entiendo por qué tuve ese sueño y por qué mi memoria sigue aferrándose a él y obligándolo a materializarse. "Es solo una certeza falsa, como la Navidad y su Papá Noel", me digo a mí misma. Y me pregunto por qué...

Libertad

sábado, 14 de febrero de 2015

Un inefable día

Como si su alma lo persiguiera, oyéndola, ingresó casi corriendo a su habitación. Era tarde, y la única ventana, totalmente abierta, descubría algunas nubes en el cielo y algunos árboles de la calle. Tiró la puerta y tomó asiento en una banca vieja, que le servía de silla, y comenzó a agitar su memoria. Aquel encuentro debió ser un sueño o tal vez una pesadilla. No podía ser otra cosa. Sus ojos, perdidos como los de un ciego, parecían mirar el interior de su calavera.

En medio de ese caos mental, intentaba entender qué había ocurrido. ¿Qué había pasado? ¿Qué significó aquello? Finalmente asimiló que ese encuentro fue real y, por ende, macabro.

Recordaba que las flores que dejó rápidamente sobre la lápida las había comprado a la misma señora gordita y bonachona de siempre, quien le hacía bromas y le daba descuentos. También recordaba que ella le invitó un cigarrillo, fuerte para su gusto, y le sonrió con sus dientes amarillos. No había ningún agujero ni pausa en su memoria de cuando estuvo en ese lugar. Incluso recordaba el diálogo que tuvo con otro visitante apesadumbrado y deshumanizado, vestido completamente de negro, al que le pareció un Batman que se había descubierto el rostro. Se encontraron y entretuvieron conversando mientras ambos iban en busca de agua para llenar las vasijas que servían de floreros.

—Mire usted —le dijo al rato el vestido como murciélago—, le he regalado una camisa y un pantalón a mi pequeño hijo y me lo ha rechazado con un lloriqueo de los mil diablos… Fue lo que me recomendó mi hermana mayor, Eloísa… Bueno, ella es soltera y tal vez no sabe de estas cosas, quién sabe, tal vez la ropa tenía que ser más para niños… Ella lo escogió… creo que equivocó el modelo… ¿usted qué dice?

Para él, lo que hicieron con el niño le pareció una tontería. Bruscamente se detuvo y se volvió para mirarlo. El de negro también dejó de caminar y se puso de frente.

—Es que en Navidad no se regalan esas cosas a los niños —contestó—. Un regalo tiene que ser un juguete, cualquier juguete que esté de moda —agregó.

—Sí, creo que tiene razón…, es que la madre hacía todas las compras… No puedo pensar que ahora esté en un viaje sin salida, sin retorno… aunque la imagino dirigiéndose a la gracia de Dios… y eso me reconforta…

Luego se quedó en silencio, sonriendo. Sacó un reloj de bolsillo con forma ovoide, lo destapó y se lo acercó a los ojos. Era un reloj de plata en el que estaba tallada una calavera atravesada por una serpiente.

—Es un regalo de ella. Me lo dio afuera del colegio, un día que la acompañé a su casa mientras yo ardía en fiebre... No dudé en aceptarlo. ¡Quién iba a pensar que el tiempo estaba maquinando su muerte! Ese tiempo que siempre nos subyuga a su voluntad y en el que nos sucede todo... Maldito tiempo...", dijo jadeando.

De pronto sintió palpitaciones y un vacío en el pecho que le impidió seguir hablando de su difunta esposa. Le perturbaba pensar que ella ahora estaba lejos, en otra dimensión, mientras él se movía solo en este espacio tridimensional, sin su presencia.

—¿Las flores son para un familiar cercano? —preguntó, intentando cambiar de tema.

—No, es para una amiga —respondió de forma lacónica, observando las flores que llevaba en una de sus manos.

—Ya veo —dijo esbozando una sonrisa forzada—. Debió quererla mucho, y quizás ella le dio alguna esperanza, porque es extraño visitar así a una amiga fallecida. ¿Hubo algo entre ustedes?

No contestó; simplemente sonrió de manera natural, con la mirada perdida y la lengua entorpecida. Sí, era cierto, todavía la amaba con la amargura de un hombre envejecido, esperando que la muerte lo encontrara; por eso vagaba en un laberinto de emociones y sin tiempo, como un pájaro herido buscando refugio para dejar de existir. Se asomaba a los recuerdos inmortales que le hablaban de ella, pausada y débilmente, en sus noches de insomnio, recostado en la fría tumba de su cama, sin recordar el resto del día o la tarde. Pero también había momentos de fugaces sonrisas, de profunda felicidad, porque entendía que también se habían amado, fielmente, durante muchos años, al margen de los demás hombres, hasta el día en que ella se quedó sin alma.

El hombre vestido de negro, al darse cuenta de que su pregunta incomodó a su temporal amigo, decidió retirarse.

—Bueno, debo llevar estas flores a mi esposa que falleció hace unos días; la amaba tanto... y ella a mí, pero así es la vida, ¿qué se puede hacer? —agregó con tristeza.

El hombre de negro, después de abrazarlo y ofrecerle palabras de aliento exageradas, le dio la espalda y desapareció.

Antes de eso, él le había ofrecido una sonrisa, estrechado la mano y preguntado sobre cómo había fallecido su esposa.

—Murió en un accidente de tránsito... Un accidente absurdo... Así es la vida; cuando eres más feliz y todo marcha bien..., llega la muerte y destroza tu presente y tu futuro. Ojalá pudiera retroceder un minuto y evitar que eso pasara..., se lo pido y ruego a Dios, pero parece estar ocupado con otras cosas... Mi esposa era tan buena... Nos amábamos profundamente...

Sintió pena y envidia por ese hombre a quien le arrebataron a su amada.

La urgencia de sus pasos le hizo recordar su propósito. Para relajarse, se detuvo, encendió un cigarrillo y, como si tuviera un GPS integrado en la memoria, siguió su camino por esas angostas calles repletas de nichos sellados. Al doblar las dos primeras esquinas, soplaba el humo para ahuyentar a los mosquitos que rodeaban su cabeza formando una dispersa nube. Al doblar la última esquina, tropezó con una botella vacía y se quedó quieto al notar que sus manos temblaban y sus piernas se negaban a avanzar. El perfil de una figura cubierta con un velo negro, una sombra acechante, lo paralizó. Al no reconocerla, pensó, para vencer el miedo, que quizás era un familiar o amiga de ella que rezaba arrodillada en aparente silencio. No quiso interrumpir la oración y esperó impaciente a que finalizara. Retrocedió unos pasos para no oír la plegaria y se apoyó en un muro repleto de lápidas. Sacó otro cigarrillo, se volvió e inclinó la cabeza para prenderlo en silencio. De repente, aquel sonido intangible proveniente de la voz de aquella mujer, y que él recordaba muy bien, ingresó en su mente. "¿Cómo puede ser esto?", se preguntó desconcertado. Después de unos minutos, tuvo la certeza de que era la voz exacta de ella, su amiga, rezando por su alma con palabras que solo él reconocía, y porque había pronunciado su nombre suplicando un favor divino. Fue entonces cuando sintió que se desdoblaba, como si él fuera el muerto y ella hubiera llegado a visitarlo con agua y flores. Intentó orientarse mirando en todas direcciones, pero no se atrevió a mirar a la mujer que estaba tras él. Sentía miedo. Miedo de estar muerto.

Como si fuera parte de otra alma, se tendió desdoblando las piernas y quedó sentado en el suelo. Un segundo después, estando allí, sintió que el tiempo se detenía y que era transportado a otro lugar distante y sin espacio. Se imaginó entonces que estaba en una densa y brumosa pesadilla. Agitó la cabeza intentando despertar, pero seguía inmóvil, flotando sin peso. Estuvo a punto de gritar cuando sintió una mano posarse sobre su hombro.

—Hola, Miguel... ¿qué ha sido de tu vida? Creo que te asusté.

Antes, en ese instante, hubiera querido levantarse, localizar su rostro y darle un puñetazo, pero ahora su rabia instantánea se había diluido. Sin contestar el saludo y sin levantarse, lo miró y lo palpó sujetándole un brazo. Lo sacudió con fuerza para percibir la realidad. Confusamente, sintió un olor a tumba, a habitación húmeda que se hundía en su respiración. Cerró los ojos y aguardó. Entonces oyó nuevamente la voz de su amigo. Era una voz lúcida, tranquila. Esto lo despertó por completo y reaccionó.

—Hola, sí, me has asustado... ¿Qué haces aquí?

Con el rostro mortificado y cubierto de un halo polvoriento, el amigo le dijo que su mujer había fallecido el año pasado, que se había suicidado después de enterarse de que él lo había traicionado. Pero lo dijo sin ninguna pena, sin ninguna expresión de tristeza en el rostro, con desamor. Y, además, agregó que no se arrepentía de lo que había hecho porque ella lo acosaba y no lo dejaba vivir, y porque ella había cambiado tanto que no la reconocía.

—Bueno, ojalá que Dios la tenga en su gloria... —aumentó.

Hablaron por un rato más. Luego él dejó de hablar. En silencio, trataba en vano de calcular el tiempo que le había tomado llegar hasta allí. Bajó la cabeza para meditar sobre lo que había sucedido antes. Esto produjo en él un torrente excesivo de recuerdos, como un primitivo álbum fotográfico que se revelaba poco a poco en su mente, junto a un espejo que reflejaba un castillo de interminables corredores. No quiso contárselo, pensó que se burlaría. Solo lo escuchaba y sentía que su voz era completamente viva y clara, como el recuerdo original de una antigua conversación. Porque le parecía demasiado joven mientras que él se sentía demasiado viejo. Pero no le dio importancia.

—Ponte los zapatos —le dijo su amigo—. Pareces un indigente atropellado —añadió, torciendo el cuello en un ademán de despedida.

—Sí, claro. ¿Y qué me cuentas? Cuéntame algo de tu vida —dijo e insistió en seguir hablando, evitando revivir la otra escena onírica.

—No, solo estoy de paso. Me dijeron que estabas aquí; fue un hombre de negro que no quiso decir su nombre.

Uno parado y el otro sentado, se estrecharon las manos y se despidieron, quedando antes para una reunión de amigos.

—El sábado te espero en mi casa. Haremos una parrilla. Van a llegar todos, o casi todos... No faltes, le dijo Miguel.

Al rato, cuando se sumergió en sus pensamientos, cayó en cuenta que no podía creer lo que le estaba sucediendo. Un muerto le había hablado, un cadáver le había estrechado la mano y él lo había invitado a su casa. Ahí sintió una especie de vacío interior. "No puede ser, ¿estoy muerto?", se preguntó desconcertado. Desde allí, sentado en el suelo con las piernas estiradas, durante unos breves minutos permaneció cavilando, tratando de entender la situación. Ahora sentía miedo de su amiga, de su amigo y de sí mismo.

Luego, en el mismo lugar, con otro cigarrillo apretado entre los labios, muy cerca de un nicho sellado, inclinó el cuello y se acercó a leer. El nombre estaba borroso, pero distinguía el apellido y la fecha de defunción del amigo que minutos antes se había despedido: “14 de enero de 2036”. Y más abajo un epitafio decía: “Compadre, estoy aquí en contra de mi voluntad; perdone que falte a mi promesa de asistir a su funeral”.

Sobrecogido por esta desagradable y misteriosa aparición, se le erizó la piel y sintió que el alma se le trepaba por dentro. Entonces se volvió a ver a la mujer que había dejado rezando. Pero ella ya no estaba, había desaparecido. Miró en todas direcciones, estirando el cuello, y no pudo hallarla. Quiso ponerse en pie, pero sintió que su cuerpo se hinchaba y sus piernas no le obedecían.

Sentado en aquel rincón, observó un momento más. A lo lejos se veían cruces y lápidas que llenaban un segundo cementerio, y también una planicie donde nada se movía. Ya no pudo dudarlo, estaba solo, y había un olor a tierra quemada, a humedad escalofriante.

De pronto, como si el mundo se detuviera un instante a su alrededor, y su cuerpo fuera empujado al encuentro del alma de su amiga, se sintió un cadáver imaginario, un muerto fresco, abstracto e informal. Con una gran lucidez, pudo entrever que estaba en otro tiempo y otro lugar, porque ya no había nada más que aquella tumba llena de flores marchitas y una cruz a medio caer. Todo allí era de muchos años. Esa terrible realidad, oscura y sin espacio, como si estuviera en el fondo de un pozo, le provocó un miedo real y físico. ¿Quién lo había arrojado allí?

No, no podía estar muerto, puesto que su lucidez le permitía verlo todo, y también podía oler las flores que llevaba en una mano. "¿Me habrán enterrado vivo?", se preguntó, dubitativo. Inútilmente trataba de salir de ese lugar. Resignado, sudoroso, solo atinó a persignarse y ponerse a rezar. Oró todas las oraciones que recordaba y otras que de pronto vinieron a su memoria. Pensó en sus familiares y amigos, y rememoró toda su infancia. Sentía que todos los muertos del mundo vinieran a llevárselo.

Ya sintiéndose un muerto total y presente, inmóvil y tendido en el fondo de una tumba, oyó ruidos a sus espaldas y percibió unos murmullos, y unos brazos que intentaban atraparlo. Cuando se hicieron con él y lo levantaron, lanzó un grito mudo que inundó toda su alma. Una luz cegadora le iluminó el rostro. Ahora comprendía que no estaba muerto. Entonces esbozó una sonrisa, descubriendo las encías bajo el ardiente sol que lo iluminaba todo. Con ojos inexpresivos y muecas nerviosas, rápidamente terminó de incorporarse, se pasó la mano por la cabeza, acomodó las flores sobre la lápida y salió corriendo.

Loro