lunes, 18 de abril de 2016

Examen de una muerte declarada IV



Cuatro largos años habían trascurrido desde la primera ilusión de descubrir las ricas tierras del Perú. Corría el verano de 1528. Un resuelto Carlos V de España —nieto de los Reyes Católicos, de Maximiliano I y María de Borgoña— dormía cómodamente en Toledo en compañía de su amada prima y esposa, Isabel de Portugal. Éste caballero que Tiziano muestra en uno de sus cuadros, con nítida claridad, como vencedor de una coalición de príncipes alemanes en la batalla de Mühlberg, está de lo más relajado, nada lo perturba. El pasado no le interesa porque el presente es la victoria. A sus 28 años todo parece cambiar a su favor. Es la época más esplendida y de su mayor gloria. Y, en efecto, derrotados los franceses en Pavía, hecho preso su archienemigo, el rey Francisco I, y saqueada Roma, no era para menos.
El ahora emperador de los cristianos dormía plácidamente a la espera de quienes lo llevarían a embarcarse en la capital de los territorios de la antigua Roma. En el pórtico situado delante de la habitación hay arcos triunfales a manera de puertas. Cada una tiene pintado los estados que le pertenecen: el de Flandes; el de Gantes; el de Castilla y Aragón; el de Austria; y el etc... Toda la habitación está adornada por figuras del Viejo y Nuevo Testamento; también hay colgadas en la pared, hachas y una nao cubierta de ricos paños de oro; y sobre el aparador, hermosos vasos de oro y plata están acompañados por muchas banderas.
Llegaba una procesión de cónsules y magistrados y de varones ilustres. Seguían a sus espaldas dos caballeros vestidos recatadamente. Pero como siempre, como cabeza de procesión, iban dos perlados: arzobispo y obispo.    
De pronto, tocaron a la puerta.
—Despierta Isabel… Vístete.
—Pero, mi amor… uno más…
—Una vez en Italia, nos metemos otro polvito… Pero ¡cómo joden…! Supongo que debe ser algo importante… Están tocando insistentemente. ¿No se habrá escapado el pendejo de Francisco?
—No, no lo creo. Sus captores, el capitán Alonso Pita, Juan de Urbieta y Diego de Ávila están a su cuidado… Bueno, pero no me cambies la conversación… Mira, lo prometido, prometido está… Y no te preocupes que Dios está de nuestro lado, él siempre te dará fuerzas; todo está saliendo más allá de tus expectativas… Tenemos el mundo a nuestros pies…
—¿Hum?
Entonces se visten y todos van a la estancia de la corte. Hay mucha gente, menos dos. Ella sigue su marcha y desaparece tras el corredor.
Al rato, hacen su ingreso dos personajes trayendo objetos raros y curiosos. Todos abren los ojos más allá de lo común. Uno de los aventureros es Hernán Cortés; el otro, Pizarro. Éste último se presenta allí ante el más poderoso de los monarcas europeos; “no en solicitud de gracias; no en petición de mercedes, se presenta para ofrecerle un imperio”. Cuando empezó a hablar, todos hicieron silencio. Misma “telenovela”, Pizarro narró todos los pormenores de sus extraordinarias aventuras por mar y tierra en el nuevo mundo; les dijo que todo lo hizo para extender el imperio de Castilla, el nombre y el poder del “Emperador”. No reparó en nada; hasta le arrancó unas lágrimas a los escuchantes cuando les contó lo de la Isla del Gallo.
Es así que Pizarro fue nombrado, de por vida, gobernador y capitán general de doscientas leguas de costa en la Nueva Castilla, nombre que se dio al entonces Perú. Obtuvo, además, otros títulos… Éste se comprometió en levantar una fuerza de doscientos hombres bien apertrechados y a emprender la expedición. ¿Con que billete? Ahí estaba el problema. Tenía en esos momentos todo el oro que había conseguido en el primer y segundo viaje. Pero no le alcanzaría. Entonces entró a tallar su tío lejano —compartían rebisabuelos— Hernán Cortez, que, como él, se encontraba en España y fue quien lo recomendó con Carlos V.
Los dos capitanes y parientes se habían hecho buenos amigos —aunque no digamos tanto— en el fragor de muchas batallas que sucedieron en el nuevo mundo. A Cortés le había ido muy bien en la conquista de México. A Pizarro, a pesar de estar presente en la última expedición de Ojeda a tierra firme y quedar como teniente, y las diligentes empresas en que se le empleaba: con Balboa, al Mar del Sur; con Pedrarias, a Panamá, sólo le ladraban los perros. Sin pensarlo dos veces, el conquistador de los aztecas, le dio de su bolsillo una generosa cantidad de dinero, con el que Pizarro reunió a muchos aventureros y a cuatro de sus jóvenes hermanos: Fernando, Juan y Gonzalo Pizarro. El cuarto era Francisco Martín de Alcántara, su hermano de parte de madre. Y así, partió de Sevilla.
Cuando llegó a Panamá en 1530, encontró a Almagro triste y agraviado. Pizarro se había hecho de títulos de todo calibre y al pobre no le tocó ni la migaja. Así que después de un palabreo y las merecidas disculpas, en que Pizarro le echaba toda la culpa al Rey —y el curita Luque le sobaba las espaldas—, se volvieron a amistar. Está claro que las promesas llenaron toda la conversación. Pizarro le ofreció que lo que conquistaran sería repartido “japanajá”, "half and half"; hasta se llevó los dedos a la boca y se lo juró por su madre… Pero como nosotros sabemos, uno puede ser condescendiente pero no huevón. Así que Dieguito jamás se lo perdonaría. Nacía así el bando de los almagristas y los pizarristas, como en Vizcaya, Giles y Negretes; en Italia, güelfos y gibellinos. Aunque no hay que olvidar que Pizarro le trajo al cura Luque el título de Obispo de los territorios que pudieran conquistar.
Es así que Pizarro se encontraba ahora independiente de la gobernación de Panamá. Su propia jurisdicción se extendía a doscientas leguas al sur del rio Santiago. Y su empresa era privada, nada tenía que ver la corona de España en los gastos que éste generara, pero si en el porcentaje de las ganancias. El Imperio nunca pierde.
Hicieron todo lo posible y sólo llegaron a reunir 180 soldados y 37 caballos. Con esta gente todos viajarían a la conquista en tres naves pequeñas cargadas de armas, municiones y vituallas. Partió en febrero de 1531.
   
***
Como ya dijimos, murió Huayna Cápac en Quito rodeado de sus resentidos cusqueños y de sus fieles cañaris. Por su fidelidad al norte, trajo del cusco Ayllus completos, leales y tristes. Al final, murió abrumado de presentimientos.
Antes, ordenó que se reconozca como Sapa Inca a su primogénito Huáscar; y a su engreído Atahualpa, Rey de Quito.
Lo trasladaron en absoluta reserva al Cusco. El cuerpo del anciano fue embalsamado, trajeado y llevado a un spa Inca para maquillarlo y así simular que estaba vivo. Era lo más conveniente para evitar que los curacas de los pueblos sojuzgados, aprovechando el momento, quisieran su libertad política y económica.
En el Cusco los orejones que ya se habían enterado de la muerte del Inca y de la orden dada, toman la decisión de elegir al siguiente sucesor, al siguiente Sapa Inca. Era lo más lógico: Huáscar era el primogénito y había nacido y crecido en el ombligo del mundo.
Pero Huáscar —mismo plan Valquiria contra Hitler— sufrió un atentado, un complot que casi le cuesta la vida. Por eso andaba muy pendiente de su entorno.
Serian como la diez de la mañana cuando llegó la momia del Inca. Huáscar estaba recostado en su trono, con la cabeza levantada y los pies estirados. A unos veinte metros a su izquierda aparecía la momia sentada en el anda y acompañada de una procesión. Delante de todos, un grupo de nobles quiteños y cusqueños, formaban el desfile. A paso y ritmo de zampoñas todos cantaban. Huáscar, deteniéndose un momento para observar mejor, comprobó intrigado que en la comitiva no estaba su hermano. Este súbito golpe lo llevó a la sospecha. Entonces exigió que la comitiva le dé las explicaciones del caso.
—¡Exijo una explicación…! —dijo, mismo condorito— ¿Cuáles son los motivos que detuvieron a Atahualpa en Quito? ¿Por qué no está presente?
—Si usted, Sapa Inca, no lo sabe… menos lo sabremos nosotros. Lo único que le podemos decir es que ingresó a su habitación con diez concubinas y veinte jarras de chicha de maca… Más no sabemos.
—¡Ah! Se creen pendejos… Ahora verán de lo que soy capaz…
El capaz fue que los dejó sin cabezas.
Grave error, porque eran parte de una de las panacas del sector Hanan cusqueño que residía en Quito. Pero a Huáscar le llegó a la punta… del pie. Así que se hizo el loco y Huayna Cápac recibió los funerales de acuerdo a la tradición.
El ambiente se tornó más complicado. De rivalidad latente pasó a los hechos. Por ello, las comitivas enviadas del norte eran recibidas con agrias sospechas. Inmediatamente después, eran arrestados o asesinados. Atahualpa, al enterarse, resolvió consultar a sus generales. Mejor dicho, los tambores de guerra esperaban ávidamente un detonante, un escupitajo. Y llegó.
Un curaca delator del norte alertó a Huáscar que su hermano había mandado confeccionar el traje de un Sapa Inca en la sastrería de su padre. Y no sólo eso, sino que ahora lo llevaba puesto. También que había mandado edificar a los arquitectos su palacio, templos y residencias al estilo cusqueño. Y esa orden solo la podía dar un Sapa Inca. Lo que tomó Huáscar como un desacato a la autoridad. Así que, firme y tranquilo, decidió organizar a su ejército y enviarlo con dirección al norte.
Así procedió y envió a su general con una soldadesca de diez mil hombres. En la larga caminata se le juntarían tres mil hombres más. Pero el ejecutor de esta empresa fue capturado y hecho muerto. Luego le cortaron la cabeza y la mandaron a hervir.
Al día siguiente, en la tarde de un día frio a pesar del verano y el sol reinante, Atahualpa, sentado en su anda y con un objeto entre sus manos, se dirigía al encuentro de sus súbditos; estaba con la mirada fija al sur. Dio la orden de detenerse y lanzó una mirada agria a todos. Bajó del anda y dio unos pasos hasta llegar casi en medio de sus generales, levantó las manos, como si tuviera un vaso ceremonial, y de la calavera del general muerto, bebió una espumante chicha de maca.
Huáscar, desesperado, sin aguantar una palabra, le dijo a su general Huanca Auqui:
—Una batalla perdida no hace una guerra.
—He allí el detalle —murmuró su general.
—¿Qué dices?
—No, nada… Que estoy para lo que usted mande.
Al final, el general comprendió que la orden estaba dada. Partió entonces con 12.000 soldados con dirección a Tomebamba. Cerca de un puente, en un húmedo sendero, renunció. Les volvieron a sacar la chochoca. El general Huanca Auqui imaginó lo peor, pero salvó de milagro. No había forma de que las fuerzas de Huáscar pudieran remediar la situación. Es por ello que decidieron retirarse a Cajamarca para tomar un respiro y juntar más hombres. Allí se enteró de que sus aliados los cañaris también habían sido derrotados.
Atahualpa muy seguro de sus triunfos y de sus generales, los envió hacia el sur, al Cusco. Así iniciaron una larga y azarosa caminata por el Cápac Ñam. Casi en el acto estos comprendieron que era una forma de congraciarse con los curacas vecinos y una forma de desarrollar su conocida política de reciprocidad. Algo que había descuidado el soberbio Huáscar. En todas sus acciones el tarugo y aniñado sureño Inca mantuvo una relación distante con los curacas aliados y con las panacas cusqueñas. El muy torpe llegó al extremo de mandar desenterrar las momias de los antiguos emperadores Incas, porque entendía que le ocupaban tierras fértiles que él podía utilizar. El descontento de las panacas fue general.
Todas las demás batallas en los territorios de Huancabamba, Chachapoyas y Huamachuco favorecieron a los las fuerzas de Atahualpa; todas comandadas por sus generales Calcuchimac y Quisquis. De nada valió la llegada de grupos de soldados aliados a Huáscar. Fue ahí que Huáscar harto de las derrotas, tomo una decisión: él mismo debía asumir el liderazgo. Pero ya era demasiado tarde. Una de las últimas batallas que libró fue cerca de las aguas del rio Mantaro, en el territorio de los Xauxas —Jauja—. El pobre Huáscar fue hecho prisionero cuando pretendía escapar. Algunos cronistas dicen que se encaró con su captor con palabras soeces, pero este le metió un cachiporrazo en la mitra, dejándolo grogui. Ya en manos de los generales victoriosos, estos no respetaron su envestidura y lo humillaron de la peor manera: lo hicieron caminar junto con los demás soldados hasta el Cusco. Nunca más este Inca sería cargado en andas.
Al llegar al Cusco, los generales de Atahualpa ordenaron la captura de toda la panaca del Inca vencido. Fue atroz mientras duró y más a la vista y paciencia del acongojado Huáscar. Casi, casi la totalidad de la familia fue asesinada: mujeres, hombres, niños, viejos… Hasta se destruyó el guaoqui —ídolo de oro, que representaba la escultura del Inca— de Túpac Inca Yupanqui. Todo esto sucedía en el año de 1532.

La victoria estaba casi, casi en manos de Atahualpa. Solo tenía que vencer a unos cuantos curacazgos más que estaban disconformes por lo sucedido. Además, Atahualpa tenía noticias de que una raza diferente había osado pisar su territorio sin su consentimiento. ¿Quiénes eran? No lo tenía claro.

Examen de una muerte declarada III



Mientras tanto, ya en 1487, Huayna Cápac baja a la costa a fin de conquistarla; llega al valle de Chimú —Trujillo—. Luego de medir fuerzas, ordena que se allanen los del valle de Chacma y Pacasmayo; quienes al verse disminuidos responden positivamente. Lo mismo ocurre con los de Zaña, Collque, Cintu, Tumi, Sayanca, Mutupi, Pichiu y Sullana. Esto le costó dos añitos, más o menos. Pero para bien, porque con sus nuevas conquistas renovó su ejército haciéndolo cuatro veces mayor.
Entonces volvió a Quito donde se ocupó en la construcción de varias fortalezas y ductos de agua. También mandó construir, para variar, “la casa de las escogidas”.
Lo mismo hizo, pero en menor grado, en Tumbes. Para esto trascurría el año de 1492.
***
Así, luego de la toma de Granada por los castellanos y que el rey moro besara, de rodillas, las reales manos a los Reyes Católicos, el cargoso de Colón volvió a reunirse con ellos después de mendigar por toda Europa con un nuevo mundo en las manos. Ahora no le quedó otra que contarles la susodicha “información privilegiada”.
Pero como los recursos del erario eran harto escasos, la campaña tenía que ser pospuesta o, por último, desechada. Entonces apareció un tal Luis de Santángel, funcionario de la corte de los Reyes Católicos, de familia judeoconversa, y que luego se convertiría en protector de Colón. Como buen judío se había enriquecido a costa de la guerra. En su “afán” de auxiliar a moros y judíos perseguidos por la inquisición, hizo gran fortuna. Hubo una en especial: el rescate de los judíos malagueños que fueron expulsados de Castilla. Este angelito y su adjunto, un tal Pinelo, les cobraron mucho dinero, que fue pagado en efectivo y en bienes. Y así, siguiendo con sus fechorías, los dos personajes se vuelven prestamistas de la corona. Aunque ya entre 1489 y 1491 habían financiado parte de la conquista de Granada; la que llegó a la friolera suma de 315.000.000 maravedís. También dicen las malas lenguas, que a inicios de 1492 los reyes mandaron pagar, por intermedio de Santángel, a un tal Isaac Abravanel —nombrecito nada judío—, la “pequeña” suma de 1.500.000 maravedís por un préstamo que éste les había hecho; pero como el judío estaba en trance de expulsión, el angelito de Santángel se “olvidó” de pagarle. Y así sucesivamente…
En esta galería de colección industrial de maravedís por parte de Santángel, nace la financiación del primer viaje de Colón por encargo de su alteza Isabel la Católica. Así, la nueva cruzada tenía resuelta lo económico. Es decir, se desembolsó 1.400.000 maravedís contantes y sonantes.
Mejor sigamos, porque si me detengo en estos avatares el relato se convierte en la de “Las mil y una noches” con Alí Babá y sus cuarentas ladrones incluidos.               
Entonces Colón llega a América creyéndose el nuevo Marco Polo; atraca en la isla de San Salvador, que queda en el archipiélago de Lucayas. Pero el muy tarugo cree que ha llegado a la India. Por eso, pluma en mano, relata sus aventuras épicas con el afán de hacerse famoso; aunque siempre dejando en duda el lugar de su nacimiento. ¿Por qué sería?... Pero está contento porque acaba de encontrar los nuevos mercados y el futuro enriquecimiento de él y de los hombres que se sumaron a la expedición; y porque también llegan para evangelizar a los pájaros, animales y plantas y ponerlos al “servicio de Dios”. Le había llegado la hora de salir de misio, escalar hacia la nobleza castellana y buscar nuevas historias que contar a sus nietos. Así, mismo Concilio de Clermont que dio inicio a la primera cruzada, lo divino y lo caballeresco fueron los ejes en las que giró la conquista del nuevo mundo. Para estos angelitos, los “indios” son un grupo homogéneo carente de atributos culturales; tienen la misma estatura, el mismo color, la misma desnudez, todos andan pitados igual y no tienen lengua, ley ni religión. Seres raros como los animales que no tienen voluntad; especímenes dignos de cualquier álbum coleccionable para ser mostrado en el “viejo mundo”. Desde sus perspectivas religiosas y novelísticas, había que domarlos y transformarlos. Se creían los mejores del mundo. Así, el imbécil de Colón descubría un nuevo mundo sin saberlo; pero no a los americanos. Fueron estos pensamientos los que sentaron las bases para la justificación del esclavismo y la explotación de los indígenas. Después de todo, el intercambio de oro por religión era lo justo y necesario.
5 de diciembre de 1492, Colón llega a la isla de La Española (Haití y la Republica Dominicana). Forma la primera colonia europea en el nuevo mundo. Ningún monje Dominico o Jesuita lo acompañan en su primer viaje; ni tarugos que fueran.
Pero esta expansión castellana en el oeste produce tensiones con Portugal. Así que el papa Alejandro VI —Rodrigo de Borgia— entra a tallar de mediador; y lanza su bula Inter Caetera en 1493 que limitó el área de influencia de ambos. Se reunieron y acordaron trazar una línea imaginaria de polo a polo situada a 100 leguas al oeste de las Azores —conjunto de nueve islitas paradisiacas entre Europa y América—. Ahora cada reino podía reclamar al otro. Poco después, el tratado de Tordesillas de 1494 trasladó la línea fronteriza a 370 leguas al oeste de Cabo Verde, que abrió así una amplia zona al este de Sudamérica, para la expansión portuguesa, que luego se conocería como Brasil.    
***
El tiempo, que a todos nos ocurre y que como Cronos devora todo lo existente, no se detuvo; siguió y hasta allí llegó un viejo Huayna Cápac. Ahora consuela su vejes —como todo viejo huevón— recordando cada pasaje de su conquistadora vida. Habían pasado muchas lunas de no ver su palacio de oro y piedra. Ahora el hijo nacido del vientre de la extranjera era un mozalbete guerrero y ambicioso. ¿Qué edad tenían los dos? El Auqui “veintiocho veces trece lunas”; el bastardo, apenas “sesenta lunas menor”.
Sí, “El Joven Señor” está viejo; ahora es un carcamán de 72 veces trece lunas. En el amor y sexo no tuvo competencia. Ni su padre Tupac Yupanqui llegó a tanto. Tal vez podríamos compararlo con algún cuerdo emperador romano que tomó como deporte favorito lo erótico.
—Sapa Inca, un grupo de extranjeros han puesto sus pies en el imperio.
—¿Otra conferencia? Llevo el alma cansada… y mi cabeza quiere volar en mil pedazos; y no sé si por mucha metida de lengua tengo unas manchas rojas por toda la boca que se van ampliando; qué te parece si lo dejamos para mañana. ¡Ay, cómo me duele el cuerpo, por la puta madre! —Disimulando su dolor, aumentó— ¿Qué más?... Tú sabes que mi reino es inmenso, sacerdote. El Tahuantinsuyo ha crecido tanto que abarca muchas razas. Y todas pueden llevar una existencia digna del ser humano. Tú sabes lo que me costó la Maskaypacha: intrigas y ambiciones cortesanas. Primero, que el hijo de una de las concubinas de mi padre; después, que el hijo de mi tío Apu Huallpaya… cojudeces, puras cojudeces. Para eso estaba mi vieja Mama Ocllo y la lealtad de mi tío Huamán Achachi.
El Villac Umu lo mira impávidamente, detiene los ojos en dirección de la borla carmesí, de la Maskaypacha; quiere explayar mejor la idea. ¡Aquellos extranjeros! ¡Estos extranjeros son diferentes, sin dudas! Serian acaso los mismos del sueño que le contó el Sapa Inca. Aquel sueño manso que luego se convirtió en pesadilla: Fantásticas y gigantes naves atracaban a la orilla de la verde e inmensa Mama Cocha, traían hermosos atavíos, que presiente y adivina no conoce. Eso le da miedo. Por eso el narrador desfigura los hechos y soslaya sus presentimientos. “Mi reino es demasiado grande que mis veloces chasquis tardan muchas lunas en entregarme la última noticia de lo que sucede con mis tropas que combaten en el Maule”.
—¡Sapa Inca, en el Cusco te reclaman!
—Iré… Ya veremos, hoy quiero el día para mí y algunas de mi Huayrur aclla… Tal vez sea mi último polvito. Así que retírate y de pasadita dale aviso a la mamacona, dile que se haga presente con tres de ellas… y que no demore, que mi desayuno de maca me ha puesto “duro”. Y también manda llamar a mi hijo Ninan Cuyochi… No sé por dónde anda ese pendejo…
—Ja, ja, ja. —se ríe en silencio el sacerdote — Si a éste ya le han preparado su estatua de oro, su “guaoqui”. Debería de llamar a sus chácaras, yanaconas… e ir a su gineceo… El pobre está más allá que para acá… Hace buenas lunas que no se le levanta ni el ánimo… Lo que necesita son tres, pero del Taqui Aclla. Éste es puro pututo… —dijo saliendo y murmurando el Villac Umu.  
Pero ahora era 1525. Y después de una larga ausencia, volvía al Cusco. Iba acompañado de sus generales y por toda su nobleza. En hombros y con gallarda caminata llegaban al Ombligo del Mundo. “El Inca regresaba después de intensas campañas en el norte del imperio. Ahora todos saben que ha conquistado Chachapoyas y Llamichus; y aplastado la rebelión de los Calanques. Regresa acompañado de sus consejeros. Ha dejado en Tomebamba (Tumipampa o Tumipamba) a uno de sus hijos predilectos, Atahualpa. Y lo espera otro de sus hijos, Huáscar. Sí, Huayna Cápac regresa como lo hiciera antes; sólo que esta vez, y pocos lo saben, el Inca está sin alma”.

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Mientras tanto en Portugal, después del tratado de Tordesillas y luego del “gana, gana” o de quién llega primero a las islas Molucas (Maluku en la actualidad o Malucas en el siglo XVI), también conocidas como las Islas de las Especias —que forman parte de la actual Indonesia—, entre Portugal y España, el primer conde sin sangre real, conde de Vidigueira, fue enviado de regreso a la India tras permanecer de asueto naval 20 añitos. Tenía que sustituir al desastroso y pervertido virrey Duarte de Meneses. El destino quiso que este lobo de mar contrajera la malaria al poco tiempo de su llegada. Así, convaleciente, puso mano fuerte y logró poner todo en orden; lo que no pudo fue vencer la enfermedad; así que ésta lo llevó con diosito en las vísperas de navidad del año 1524. Era nada más y nada menos que Vasco da Gama, navegante portugués que descubrió por primera vez una ruta para llegar a la India rodeando el Cabo de Buena Esperanza. Entonces Lisboa pasó a ser la capital de las especias. Pero antes, como ya lo hemos dicho, Cristóbal Colón dio un nuevo giro a la idea de navegar hacia el este; se mandó con todo al oeste, descubriendo América.

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Luego de la muerte del Sapa Inca Huayna Cápac y luego de la misa de un año por la muerte de Vasco da Gama, empieza lo bueno.

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El potente empresario y gobernador Pedrarias, alias “el Galán”, crea la Armada de Levante en julio de 1525. Levante era la región a conquistar que quedaba al sureste de Panamá y que luego recibiría el nombre de Perú. Aunque antes ya había un proyecto de expedición que figura en un texto del 6 de marzo de 1524. Lo sabemos porque un resentido Gil González Dávila, luego de llegar a Panamá, y dar cuenta de sus exploraciones, y ante el temor de que el gobernador Pedrarias atentase contra su vida, huyó a Santo Domingo, desde donde le escribe al Rey Carlos I de España, V del Sacro Imperio Romano Germánico e hijo de Juana I de Castilla (la loca) y Felipe I (el hermoso) y le informa que Pedrarias pretende organizar una expedición para descubrir el Levante. Pero Pedrarias, al enterarse, cambia de parecer y decide organizar por su cuenta la Armada de Nicaragua. Como tiene amigotes nobles y oficiales reales de Panamá, y harto billete y harto poder —pero como es duro—, decide hacer una chanchita para financiar la expedición a Nicaragua y jorobar a Gil, que se encontraba allí y había recibido oro de manos del cacique Nicarao. Se reúnen en una comilona de padre y señor mío y todos colaboran, pero con desconfianza, ya que hay muchos intereses; entonces deciden nombrar a Francisco Hernández de Córdoba como lugar teniente de Pedrarias. Pero no todos quedan conformes. Unos quieren que sea un tal Francisco Pizarro; otros, Diego de Albítes.
Al final, Pedrarias formaliza la Compañía Comercial del Poniente y envía a Francisco Hernández, quien previamente le había prometido muchas ganancias y le había “roto la mano” con una fuerte cantidad de dinero.
Pero como el destino es siempre imprevisible y crea laboriosas e insospechadas contradicciones, sucede que el pendejo de Francisco Hernández, ya en Nicaragua, se le subleva a Pedrarias, que queda botando espuma por la boca, franco el rostro y sumido en un absoluto silencio. El hablador, ya no sonreía muy fácil. Entonces, ni corto ni perezoso, va en busca de Pizarro y le ofrece el cargo de lugarteniente de Nicaragua; y le pide, además, que utilice sus navíos y se dirija a traer al susodicho Hernández para propinarle un reverendo castigo. Pizarro, perplejo, reacciona echándole flores; pero le dice que con él no es la cosa, porque se halla entregado a su trabajo y con los barcos preparados para su segundo viaje al Levante, y que allá había full oro. Por eso, pese a la tentadora oferta, Pizarro decide continuar su empresa con sus otros dos socios.

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Retrocediendo al primer viaje de la conquista del Perú, y como ya dijimos, eran tres socios o consocios —fundaron en Panamá, después de la debacle de la primera expedición en 1524, la Compañía de Levante, suscrito ante el escribano Hernando del Castillo, 25 de marzo de 1526—: Francisco Pizarro, Diego de Almagro —algo mayor que Pizarro— y Hernando de Luque que era cura de Panamá, y por lo tanto “gozaba de influencia y de general estimación”. No olvidemos que Hernando de Luque representa los intereses de la Iglesia Católica y del licenciado Gaspar de Espinoza, oidor de la Audiencia de Santo Domingo y miembro de la familia de “los Espinosas”, banqueros de Sevilla y Valladolid. Este curita pendejo, previamente había hecho un contrato traspasando sus derechos —el tercio que le tocaba— a esta “Compañía”. Los 20 mil pesos aportados en 1526 lo confirman. Aunque los dos capitanes también se mojaron y aportaron parte de la suya. Es por eso que Hernando del Castillo acredita que los dos capitanes reciben del curita la suma de 20 mil pesos en barras de oro, o sea, más o menos, nueve millones de maravedís.

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Arranquemos con el primer viaje luego de tanto preámbulo.
Para la primera expedición, y luego de una corta búsqueda, compraron dos buques pequeños. El más grande era uno de los construidos por Balboa para el mismo propósito; pero, como ya sabemos, a éste le llegó antes la muerte; injusta muerte por culpa de la envidia y la sinrazón, por no decir la urdida pendejada de Pedrarias… Al más pequeño de ellos lo bautizaron con el nombre de “San Cristóbal”; al de Balboa de “Santiago”.
Pero la mayor tarea fue reclutar hombres. Porque la desconfianza en las expediciones hacia el sur era más o menos como lanzarse a la mar en el primer viaje de Colón. Al final, luego de ofrecer el oro y el moro, pudieron reunir 100 castellanos.
Entonces Pizarro se adelantó en el “buque insignia” de Balboa con 80 españoles, 32 “nicaraguas”, 15 esclavos negros y 4 caballos. Esto sucedía a mediados de setiembre de 1524, cuando el clima era harto malísimo: “había lluvias y vientos contrarios a la navegación”. Pero nada detenía al oblongo y cazurro Pizarro. Almagro, luego de darle un fuerte abrazo y sobarle la espalda, lo vio partir. Le daría alcance después de conseguir más hombres, “aparejar” el buque pequeño y llenarlo de vituallas.
Primero tocaron en el archipiélago de Las Perlas, atravesaron el golfo de San Miguel y se dirigieron al puerto de Las Peñas. Luego bordearon la actual costa colombiana, entrando en el rio Birú —que algunos creen que la mala aplicación de este nombre originó la de Perú—, “y se internaron como dos leguas”. Desembarcaron todas sus fuerzas; ningún mercenario quedó en el barco excepto los marineros. Penetraron con mucha dificultad; el calor intenso, los moscos y los ruidos de pájaros y otros animales, para ellos desconocidos, llenaban todo el espacio. En su penosa caminata, destajaban a fuerza de machete la densa y apretada vegetación caribeña. Durante dos días estuvieron reconociendo el lugar. Sólo encontraron un bosque infinito lleno de pantanos y peñascos. Cuando por fin logran salir, se hallan en una región montañosa llena de innumerables piedras filudas que les cortan los pies. El hambre, las ganas de una mujer y el calor reinante les obligaron a volver, reembarcarse y partir. Así, siguieron recorriendo la costa colombiana, hasta que eligieron un lugar para detenerse y para aprovisionarse de agua y leña —otra cosa no había que conociesen—. Las provisiones en el barco estaban a punto de agotarse. Así que, para retardar este conflicto, se llevaban a la boca, para todo el día, dos mazorcas de maíz. Tanto fue el exceso de hambre que, Pizarro y sus hombres parecían insectos peludos por lo demacrado de sus cuerpos. En estas condiciones, sus soldados maldecían la hora en que aceptaron tal viaje. Por ello, sólo deseaban regresar a Panamá, en donde podían tragar, beber y tener sexo con las nativas. Hubo algunos que quisieron revelarse, pero Pizarro desplegó las notables condiciones de su carácter —mismo Balboa antes de que perdiera la cabeza, literalmente—; los animaba y les infundía fe con palabras fuertes, pero llenas de consuelo. “¡Sí se puede! Estos muros serán nuestros peldaños que nos llevarán a la victoria… Lo muy lejano será cercano si viajamos hacia allá… Griten conmigo: ¡Sí se puede! ¡Ra! ¡Ra! ¡Ra! …”. Pero los días trascurrían y los “bastimentos se iban agotando; estaban en el extremo”. Así que, para remediarlo, acordaron dividirse. Unos fueron en el barco a las islas de Las Perlas, al mando de Gil de Montenegro, en búsqueda de provisiones; Pizarro y los otros se quedaron allí rasgando la olla y abasteciéndose de la mejor manera hasta la vuelta de los otros. Así que, los que se quedaron, todos juntos, construyeron barracas, en donde dormían apegaditos; por las mañanas iban a cazar culebras y a buscar raíces —mismo Adán y Eva luego de que diosito los botara de su mansión—, muchas de ellas venenosas, que al poco tiempo les hinchó la panza. 27 infelices fallecieron en esas condiciones. Había transcurrido 47 días de la división, y ya se les agotaba el tiempo, la espera. Estaban por fallecer todos cuando hizo su aparición Gil de Montenegro trayendo carne, frutas y maíz.
—¡Te pasaste, barrio! Pero, hubieras traído unos culitos… —dijo un desfalleciente Nicolás de Rivera, el viejo, tesorero de la expedición.
—Tranquilo, no te me achores… Con las justas puedes con tu vida y estás pidiendo un culo… Además, la chachita sólo alcanzó para esto… —reculó Gil de Montenegro.
Aquella mañana de cielo despejado, y luego de llenarse la panza hasta el cansancio, todos, al unísono, acordaron abandonar aquel infierno. Así que, sin usar más que unas pocas neuronas, bautizaron el lugar con el nombre de “Puerto del Hambre”. Y continuaron el viaje; tocaron varios puntos en los que, a lo lejos, se encontraron frente a frente con indios caribes, a los que no les hicieron mucho caso. Hasta que por fin anclaron en un paraje, que aparentaba solitario, y desembarcaron. Estaban examinando el lugar, sin comprender muy bien dónde se encontraban, cuando de pronto sintieron una lluvia de piedras y lanzas que caían de todos lados. Cinco castellanos quedaron sin almas; y hubo muchos heridos, incluyendo a Pizarro. La lucha fue feroz; tanto, que al capitán le hicieron rodar por una ladera con el alma en peligro. Pero este se agazapó y, estirando el brazo, pasó por su filudo sable a dos; luego se incorporó y contuvo a los demás. Así quedó de pie, gravemente herido y echando risitas y mirando para todos lados.
—¡Puta madre, me han metido un buen combo en la espalda!… Llegaron como un huayco. Casi manco… porque mi vida quedó a merced de una inmensa piedra que pasó rozándome la mitra. Bueno…, pero no me queden mirando…, necesitamos curar nuestras heridas. Otro día dirán Pizarro a muerto… pero no será el día de hoy… por más que alguno lo desee. 
Curados, con aceite hirviendo, único remedio que tenían a la mano, todos apuraron a reembarcarse.
Ahora se trasladaban a Chocama, punto muy cerca de Panamá. Pizarro, confundido, quería saber el paradero de su socio Almagro.
—Me tinka, me late que este pendejo ya me cerró… Y, no contento, me quiere terciar con mi nueva hembrita allá en Panamá… —bramó un colérico Pizarro.
Se equivocaba, porque éste ya se había hecho a la mar, siguiendo el mismo camino, con 50 hombres a bordo del San Cristóbal. Pero para mala suerte de Almagro, desembarca también en el “Fortín del Cacique de las Piedras”, lugar funesto para los dos capitanes. Pues, si allí casi violan a Pizarro, a él le mataron un ojo. No solo eso, porque si un negro no lo rescata de las manos de los nativos, al pobre le quitan la poca ropa que llevaba y, calatito, lo pasan por las armas.
A las horas, ya pasado el susto, los castellanos lograron vencer. Almagro, con el hígado en la boca y hecho un bravucón, mandó incendiar el fortín rebelde. Luego llamó al negro que le salvó la vida y le dijo: “ves lo que les pasa a los que se me amotinan, pues, este es su fin. ¡Nadie se me achora!… Toda esta porquería se llamará ahora Pueblo Quemado”.
Pensativo, taciturno y refunfuñando sus penas, Almagro se pregunta por Pizarro. En sus conjeturas se hace la idea de que su amigo ha sucumbido. “Si a mí me han matado un ojo, a este cómo le habrán dejado el ojete”.
Así, llenos todos de desaliento, decidieron volver a Panamá. Por si las moscas, antes llegan al rio San Juan —manglares colombianos—. Ni los residuos de Pizarro. Ya, creyendo que el alma de su amigo correteaba en el infierno junto al alma del primogénito de Maximiliano I, partió. Por fortuna tocaron antes en la isla de Las Perlas. Aquí se enteró de que, el hijo de la guayaba y el mandarín, se encontraba muy horondo en Chocama. Entonces decidió ir a su encuentro.
Al reencontrase, saltaron como locas, y se dieron besitos, y se propusieron volver a intentarlo. Acordaron entonces, luego de hacer un inventario de lo sucedido: la muerte de un ojo y la casi violación de Pizarro, más el mal estado de los navichuelos, que el nuevo tuerto “marchara a Panamá en busca de nuevos auxilios”.
Al llegar a Panamá, Almagro fue mal recibido. Algunos desleales y chismosos, misma prensa chicha, habían dado cuenta a Pedrarias de lo acontecido en la primera expedición. Entonces entró a tallar la iglesia católica, por intermedio de Hernando de Luque, pues deseaba más carneros, digo, feligreses, para explotarlos. “Business to business” esa era su filosofía teológica. Además, no olvidemos que el hereje y antisemita de Lutero ya estaba haciendo estragos a la iglesia católica y en especial a su cabeza: empezó jorobando y llevándolo hasta el quicio a Leoncito X —segundo hijo de Lorenzo de Medici—; continuó con el siguiente Vicario de Cristo, el Papa Adriano VI, y le hacía la vida imposible al nuevo Sumo Pontífice, Clemente VII”.
Pedrarias, ni tonto ni perezoso, se propuso chapar la suya.
—Bueno, si me ofrecen parte de las ganancias que se obtengan, yo levanto la prohibición para el nuevo embarque de gente… Y hasta pongo un billetito.
—Pero usted arriesga poco, casi nada. Es un sencillo lo que usted colabora —dijo un acalorado Luque.
—Mire, curita, tú tienes que saber que ya me cabeceó el pendejo de Francisco Hernández…, se me sublevó en Nicaragua… Pero ahora yace su cuerpo sin alma ni cabeza; así que… lo tomas o lo dejas… Además, ya estás enterado de lo que le pasó a Balboa por marchar sin mi consentimiento… —aumentó el gobernador—. Ah, y designa a Almagro como capitán y adjunto de Pizarro. Éste se me “achoró” y no quiso ir a traer a su tocayo; además es muy avezado y pendejo…
Cuando Pizarro llegó de Chocama a Panamá, y se enteró de lo sucedido, se le encendió el rostro de cólera… Pero no podía hacer nada. Al final, el curita Luque lo convenció y todo quedó cordialísimo, que hasta celebraron los tres una misa para consagrar la unión o contrato. Por eso, enternecidos, “los comandante o capitanes Pizarro y Almagro, juraron en nombre de Dios y por los Santos Evangelios ejecutar lo que prometían haciendo el juramento sobre el misal en el cual trazaron con sus propias manos el sagrado emblema de la cruz” para luego comulgar los tres con la misma hostia. Obviamente, el cura que ofició la susodicha misa fue Hernando de Luque. Esto sucedía un 10 de marzo de 1526.
Ahora empieza el segundo viaje.
Una vez juntado los fondos, habilitaron dos buques mayores y dos canoas, las que llenaron de “bastimentos y armas”. Luego pregonaron sin disimulo su expedición al sur, en donde encontrarían riquezas nunca vistas. El propósito era que más hombres se adhirieran a la aventura. Pues sabían que había “hombres colocados en situación ruinosa” y nada tenían que perder. Al final, alistaron unos 160 hombres, 30 esclavos negros y 30 nativos; además de 20 caballos y 6 perros de razas alana, mastín y dogo. El piloto era ni más ni menos que Bartolomé Ruiz, natural de Moguer, en Andalucía, quién ya había explorado la costa occidental hasta Coaque.
Con todo esto, Francisco y Diego emprendieron el segundo viaje por el mismo rumbo que la primera vez, cada cual en su buque; pero ahora sin cometer los mismos errores. No hay primera sin segunda… dice el dicho.
En esta travesía, entrando por la desembocadura de un rio, vieron que sus orillas estaban cubiertas por casas de nativos. Entonces, furtivamente, desembarcan Pizarro y algunos hombres, logrando sorprenderlos. Capturan un excelente botín consistente en adornos de oro, los que se hallaban en el interior de los bohíos.
Pero no todo fue de maravillas; cuando antes tocaron la bahía de San Mateo y se dispusieron a desembarcar, fueron atacados por naturales que en su extremo eran agrestes; tanto, que hubo muchos heridos. Entonces Almagro consideró imposible y estéril la permanencia en aquel punto. Pizarro dijo lo contrario: “¡Retroceder nunca, rendirse jamás!” … Al no ponerse de acuerdo, discutieron acaloradamente llegando a la injuria y a amenazarse arma en mano. Cuando ya estaban dispuestos a trenzarse, cual gallitos de pelea, el piloto Ruiz logró separarlos con la ayuda de otros castellanos. Al final, los dos capitanes terminaron dándose besitos hipócritas y un abrazo gay. Se notaba ya una repulsión mutua y solapada. Es entonces que de común acuerdo determinan que Almagro vuelva con el botín conseguido a Panamá en busca de nueva gente y que Pizarro se dirija con los demás a la Isla del Gallo. Este quedaba en la bahía de Tumaco, al sur de la actual Colombia.
Sin más, Almagro parte. Desde la proa y con un solo ojo los ve desaparecer en el horizonte.
Sin detenerse, Pizarro y el piloto Ruíz se dividen. Deciden que El capitán y el resto de sus fuerzas permanezca cerca del rio, porque algunos nativos capturados les aseguraron que a corta distancia había una región abierta y cultivada, en que él y sus soldados podían vivir con comodidad; mientras el piloto Ruíz, siguiendo la costa del gran continente, se dirigiera a la pequeña Isla del Gallo.
Y así partió Ruíz. Pero al llegar a la isla, los habitantes, que eran numerosos, los recibieron con hostilidad. Interrumpido, abandona su proyecto y no desembarca. Da vuelta a la vela y recorre la costa hasta la bahía de San Mateo. Grata fue su sorpresa, al observar que conforme avanzaba, hallaba indicios de mejores cultivos y una población más considerable. Así visitó la punta de Manglares, el rio Santiago, Puma Lagartos, Punta de Ostiones, islas del Corcovado, el cabo de San Francisco —en honor de Pizarro—, el morro de Jama, la Punta Pedernal y el poblado de San Juan de Coaques, donde halló a los nativos muisnes o cojimíes; población que no les tuvo miedo ni fueron adversos; sólo les quedaron viendo con la boca abierta, como complacidos de ver a unos dioses. Al percatarse de ello y no queriendo desengañarlos, Ruíz se embarcó y se alejó de la costa, ingresando a alta mar. Otra fue su sorpresa cuando vio que una balsa, de regular construcción, le dio alcance. “Al atracar la balsa al buque, Ruiz encontró en ella varios nativos (tallanes); había hombres y mujeres; algunos engalanados con un mosaico de plumas multicolores en estilo heráldico, además de muchos adornos de plata y oro, trabajados con mucho esmero”. Pero lo que más le llamó su atención fue el tejido de lana que componían sus trajes. Eran tejidos muy finos con adornos de flores y pájaros. “También vio algo que parecía una balanza, que supuso era para pesar metales preciosos”. Dos de los nativos eran procedentes de Tumba (Tumbes), puerto peruano que se encontraba a unos grados más al sur; al parecer eran comerciantes con cierta civilización. Éstos les confirmaron la existencia de un gran imperio cuya capital era el Cusco. Por lo tanto, resolvió detener a los más parlanchines y condescendientes, que eran tres; a quienes bautizó con los nombres de Felipillo, Fernandillo y Francisquillo. A los demás los dejó en libertad.
Así, emprendió el viaje y siguió sin detenerse hacia la línea equinoccial, que cruzó sin problemas; luego llegó a la bahía de los nativos Caráquez, y, finalmente, a la isla de San Mateo. Aquí se encontró con los habitantes de Jocay —hoy Manta—. Estos tenían un oratorio en donde rendían culto a la diosa Umiña, que estaba revestida de oro y plata. Se hicieron de ellos y partieron para reencontrase con Pizarro y los demás soldados en el lugar que los había dejado.
Ya era tiempo que llegara, porque, para entonces, el ánimo de la gente que se quedó con Pizarro estaba decaído. No había en sus pensamientos aquel entusiasmo primitivo que mostraron cuando se hicieron a la mar. No hallaban los campos que les dijeron ni las soñadas riquezas. Por donde miraran, sólo había una isla llena de horribles temporales; y el sol, que originaba un clima abrazador, más en aquellos terrenos impenetrables, llenos de salvajes caribes, los llenaba de fatiga, hambre y enfermedades.
Por otro lado, el tuerto está por llegar a Panamá en un mísero barquichuelo. Todos traen cuerpos de poca carne y rostros afligidos por hartas derrotas. Sus bocas están selladas por miedo a terribles castigos, que sin chistar le aplicaría un severo Almagro, “que no gusta de hablar, sino de hacer”. Pero un avispado soldado cuchichea con otros en un rincón del barco.
—“Éste nos venderá como reses…Y el otro espera más víctimas… El tuerto es menos astuto y cruel, por eso lo manda a la boca del lobo…”
—Entonces hemos de decirlo todo… Pues el capitán ha decomisado todas las cartas… hasta mi carta de amor y mis poemas escrita con mucho cariño para mí amada Celia.
—¿Tú crees que siquiera podremos ver al Gobernador?… Naca la pirinaca.
Entonces, el avispado soldado, sonríe y vuelve los ojos a todos los presentes.
—Miren lo que tengo aquí… ¡Visto o no visto! Para huevón… mi perro —Muestra a los ojos de todos un enorme y hermoso ovillo de algodón, de cuyo interior extrae una larga misiva —Éste será un obsequio para la mujer de Don Pedro de los Ríos, el nuevo Gobernador.
—Por favor, lee lo que dice… Nos tienes intrigado —dijo uno de los presentes.
—Es larga, así que remataré con esto… ¡Oído a la música!…
“Pues, señor Gobernador,
Mírelo bien por entero,
Que allá va el recogedor
Y acá queda el carnicero” …
Luego, ágilmente, vuelve a introducir la misiva en el ovillo.
—Es un secreto… ¡Que quede claro!… Que satanás lleve a su regazo al que se dispusiera a hablar…
De pronto, todos quedan en silencio. Hace su aparición, con el rostro agrio, el tuerto. Lleva un parche negro en el ojo izquierdo, mismo pirata.
—¡Toda esta gente ¿qué carajo hace?! ¿En qué piensa, arrejuntada en esta parte del barco…? ¡Cuchicheando como peluqueras…! Cuidadito con que alguien diga algo, lo colgaré calato y de los testículos en lo alto del mástil para que las gaviotas se los coman… Así que preparen todo que pronto desembarcamos…
Todos se limitaron a sonreír y decir: “está bien, está bien”. Luego, como ratas, se dispersaron murmurando y apurando el paso.
Desembarcan.
Mientras hay una tarde calurosa, la mujer del nuevo gobernador recibe la carta. Después de releerla y enterarse del contenido, se dirigió, como alma que lleva el diablo, a la presencia de su esposo.
—Esposo mío, mira lo que tengo aquí… Es cruel lo que les ha pasado a los hombres que llegaron con el capitán Almagro… Pero más triste es lo que les pasa, en estos momentos, a los muchachos que se quedaron con el capitán Francisco Pizarro… Cariño, tienes que evitarlo… Todo esto es una desgracia…
—A ver, dame esa carta… —En silencio se puso a leer— ¡Qué carajo! Ahora mismo doy la orden para que los traigan… Ya van a ver de lo que soy capaz.
Entonces llamó en su presencia a Almagro y le dijo “que se negaba en absoluto a permitir que hiciese nuevos alistamientos”. Luego de darle un café, bien cargado, ordenó llamar al capitán Tafur.
—Venga para acá, acérquese sin miedo… La orden que le voy a dar es terminante. Me los traes por las buenas o por las malas a los insensatos que se han quedado con el capitán Francisco Pizarro… Y diles que se dejen de huevadas, que sus locuras por obtener oro los va a llevar a una horrible muerte. Así que tome dos barcos y diríjase a recogerlos.
La suerte estaba echada. Hincha las velas de los bergantines y parten. En la playa solo un ojo los mira con cara de malos amigos.
La buena suerte acompaña al Capitán Tafur. Hay buen viento y el clima parece primaveral, poético. Por eso no tiene mayores percances en su travesía.
Así, cuando los hombres de Pizarro vieron llegar a los dos buques fue tanta la alegría en un grupo de soldados, que empezaron a saltar como locas…
—“¡Llegan por nosotros… llegan por nosotros!”.
En el otro pequeño grupo, que estaba muy cerca de Pizarro, las voces son, por el contrario:
—“¡Podemos seguir!”
El capitán Tafur desembarca y se dirige al encuentro con Pizarro. Se miran por un buen rato; luego se dan un fuerte y cariñoso abrazo. Tafur aprovecha y le murmura al oído:
—No he venido a ayudarlos… Tengo órdenes del gobernador don Pedro de los Ríos de llevarlos a todos, incluido a su capitán. Usted sabe que el gobernador es un cosito… Y su mujer le ha ordenado, por culpa de una misiva que llegó a sus manos, que cargue con todos los presentes. Ella le ha dicho que no puede permitir…
—Ya, no se diga más… Me hierve la sangre cuando las mujeres se meten en cosas de hombres… “Nadie fue traído por fuerza ni nadie se quedará sin su consentimiento… sino por su libre voluntad” —interrumpe alejándose el futuro conquistador— Y usted será testigo de lo que ahora digo.
Los soldados, luego de enterarse de lo que sucedía, empiezan a cuchichiar; hay voces discordantes; discusiones por el sí y por el no. Pero cuando se acercan los dos capitanes, se hace el silencio y nadie osa murmurar.
Sin más tiempo que mediar, Pizarro desenvaina su espada y pronuncia una singular y breve arenga. Luego traza de oriente a poniente una raya sobre la arena “con la punta de su estoque”. Mueve la cabeza en media circunferencia observando a todos por un instante. Allí parado, alto y más bien delgado, muy erguido, y con la barba larga y saliente, estira el brazo hacia el norte y dice, “broco y viril”:
—Por ahí se va a Panamá a ser pobres y cositos; por aquí —señalando al Sur— al Perú a tener buen sexo y ser ricos… Escojan lo que mejor le parezca —Y con paso firme cruza la raya, mirando desafiante al Capitán Tafur.
Uno, dos, tres, cuatro… trece galifardos lo siguen. El piloto Ruiz es uno de ellos. El destino para todos está echado, no hay marcha atrás. Trascurría el año de 1527.
—Bueno, capitán, ahí nos vemos…
—Pero, “barrio”, déjame uno de los barcos… —Pidió Pizarro.
—Oye… tú eres o te haces… Estás muy huevón si crees que por tu culpa voy a ir preso a mi llegada… Las órdenes son claras y estrictas… “Al Cesar lo que es del Cesar y al huevón lo que es del huevón” … Así que, haz lo que mejor puedas para conservar tu vida y la de los trece giles que se quedan contigo.
Momentos supremos y tristes. Pero a Pizarro no se le mueve ni un musculo del rostro. Entonces extiende uno de los brazos y con el índice levantado, señala a uno de los doce galifardos.
—Piloto Ruíz, coge tus cosas y regresa a Panamá para informar al pendejo de Almagro lo que aquí ocurre. Llévate a estos naturales… y aquellos frutos… y aquel oro.
Allí quedaba el trujillano, con una docena de muertos de hambre y falto de todo auxilio, en un islote espeso y en medio del océano, sin ningún bote de que disponer.
Pero el ánimo que les imprimió Pizarro hizo que se creyeran dioses del olimpo y con hercúleas fuerzas como para continuar y llegar al Perú.
—Bueno, empezaremos por el principio. Así que, manos a la obra, tenemos que construir una balsa. No vaya a ser que se aparezcan los nativos y nos violen —dijo Pizarro, volviéndose bruscamente hacia los once famélicos.
Así que construyeron una balsa y se trasladaron a otra isla distante “cinco o seis leguas de la costa”. Al llegar, desembarcaron y se encontraron con un monte lleno de cerradísimos bosques. Al pie de los árboles, no sentían que el sol existiera. Por todos los rincones del cielo no dejaba de llover y por todas partes manaba el agua. Todo parecía un paisaje salido de algún cuento de Allan Poe, por lo horrible y tenebroso. Entonces, Pedro de Candía, por lo que ahí veía le puso de nombre “isla de la Gorgona”. Eso sí, tenían abundante caza y no les faltaba pesca. Hasta divisaron varias ballenas en el horizonte del mar.
Con el paso de las horas, las plagas de insectos venenosos quebrantaban su salud. La situación cambio a angustiosa. Tanto, que uno de ellos sacó un pequeño crucifijo y, arrodillado, empezó a orar. Los demás lo siguieron.
Aunque no de hambre, pero llenos de soledad, pasaron uno tras otro los días y las noches infinitas; muchas veces amanecían enterrados en la arena, para que los jodidos mosquitos no los picaran. Y el pendejo de Almagro no aparecía. Siete meses transcurrieron; la locura los embargaba; en sus pesadillas se creían perdidos para siempre.
Hasta que una tarde, cerca de la playa, al pie de una palmera, sentado en cuclillas, con el pantalón hasta las rodillas, un Alonso Briceño se retorcía de estreñimiento. En su último pujo, colorado el rostro, logró divisar en el horizonte las velas de un barco. En el instante, cogió un par de hojas grandes y se limpió el culo apuradamente. Luego, con el pantalón suelto, gritando como loco, corrió a darles aviso a sus amigos.
—¡Barco a la vista, barco a la vista!
Era el leal y noble piloto, Bartolomé Ruíz, que llegaba acompañado sólo de marineros indispensables para dirigir el barco. Ningún refuerzo más. El cosito del gobernador no había consentido que llevaran más hombres. Almagro se lo pidió hasta de rodillas, pero el gobernador no cedió.
—Se van con lo que tienen —le dijo — Así que levántate y no me hagas cambiar de opinión.
Almagro murmuro infinitas lisuras, que por suerte no llegaron a los oídos del gobernador. Hasta le mentó la madre y le dijo cachudo en voz baja… Al final, “así será”, dijo. Salió y se reunión con el piloto Bartolomé Ruíz.
—No hay nada que hacer… Te tienes que ir sólo con los marineros. El sacolargo no quiere ni uno más… Ya tengo las cosas que tienes que llevar a Pizarro y su gente, así que manos a la obra.  
Partió el barco arrastrándose por el mar y desapareció en el horizonte.
A su llegada y después de la algarabía, Pizarro y los trece se embarcaron. No había derrota posible; si tenían que morir, morirían luchando cara a cara con la parca.
Salieron de Gorgona medio muertos y llegaron con mucho trabajo a la costa cerca de Tangarara. Después de 21 días llegaron a Tumbes. Allí, sin que lo creyeran, fueron bien recibidos y agasajados. Siendo para las dos partes de admiración mutua. Por fin para los castellanos existía un mundo civilizado, con comida, bebida y buenos mujeres. Por fin, y sin que lo supieran, estaban asentados en el Imperio del Tahuantinsuyo.
Para todo esto, soldados atrevidos como Alonso de Molina y el griego Pedro de Candía conocen el ágil meneo y las jadeantes voces de las hembras quechuas. Por ello prefieren quedarse para siempre entre indígenas peruanos que volverse a la península o a Panamá. Luego de discutirlo con Pizarro y los demás, todos acordaron dejarlos al cuidado de las mujeres, con quienes convivían, y de los nativos que se habían hecho amigos suyos. Y también para que aprendieran la lengua y costumbres de los nativos de aquella región. Entonces, se embarcaron y dieron la vuelta con destino a Panamá.
A su llegada fue recibido con honores. Hasta el sacolargo de Pedro de los Ríos le testimonió su admiración. Por todo esto, el capitán se encontraba de buen humor y muy contento por lo hallado y sabido del nuevo imperio. De Panamá pasó a España.
Sucedió que lo estaba esperando un hombre muy conocido por los aventureros españoles, un tal bachiller Enciso. Quien había tenido una activa participación en las primeras colonizaciones de tierra firme en el nuevo mundo. Y era acreedor de algunos de los primeros colonos de Santa María la Antigua del Darién o Cumaná. Entre ellos estaba el susodicho Pizarro. Así que inmediatamente que éste desembarcó, ni corto ni perezoso, le pidió el pago de la deuda. Al negarse a pagar —no por distraído, sino porque llegó aguja— fue encarcelado.


Este hecho causo indignación en varios de sus amigos que también lo esperaban en el puerto. Uno de ellos era Hernán Cortés. Inmediatamente dieron aviso al rey, quien dio la orden para que lo soltaran.