sábado, 3 de diciembre de 2016

Mi amiga Alejandra

Un sábado, después del almuerzo, corrí a ducharme. Tenía una cita con una amiga a las cinco y cuarto de la tarde. La había invitado a la disco. Esta era la enésima vez que salíamos juntos. Todo estaba preparado, mis zapatos negros bien lustrados, una camisa Oxford de color azul celeste y mi casaca negra que hacía juego con mi pantalón Jeans azul. Hasta el perfume era el correcto para cautivar a mi amiga, a la chica que no me quitaba el sueño, pero que quería con toda mi alma; o mejor diría, mi cuerpo.

Ella vivía en Miraflores, en la calle Berlín, en un departamento que compartía con otra amiga. La conocí en una fiesta de cumpleaños, en el aniversario de un antiguo amigo de la Universidad. Tenía de nombre Alejandra y era un ser humano totalmente diferente a mí en todos los aspectos. Era del signo sagitario y usaba un brazalete en la muñeca del antebrazo izquierdo como cábala. Bueno, eso fue lo que me dijo el día que nos conocimos. Mujer increíble, pero nada misteriosa, de tez clara y con un racimo de pecas en las dos mejillas, que lograban darle a su rostro una hermosura ingenua y angelical. A todo esto, se agregaba un cuerpo llamativo y espléndido. Su peinado, siempre libre, la hacía semejarse a una doncella: risos castaños, sueltos hasta los hombros. Tenía, sobre todo, una mirada atrevida que hacía juego con la solidez del busto y sus pies muy finos. La expresión de sus hermosos ojos ámbar, parecían decir: "Este cuerpo solo se mira, no se toca". Por otra parte, tenía esa frescura de no mirar nunca a los que no les importaba. Era su forma de suprimirlos, de anularlos.

En aquel tiempo, yo andaba un poco loquito y buscando ya no amores conceptuales y utópicos, sino sexo, erotismo puro. A mi cabeza no le interesaba pensar en amores fantasmales o subliminales de otros tiempos. Mi edad de piedra había sido clausurada y liquidada. Ya la había superado. Ahora yo era un hombre feroz para quien pretendiera amarme. Detestaba los sentimientos pueriles y trasnochados. 

Transcurría el mes de noviembre de 1986.

Yo trabajaba haciendo proyectos mineros, con poca suerte. Pero me dejaba lo suficiente como para salir en busca de frescas aventuras. Eran días difíciles en nuestro país: el valor del dinero se volatilizaba por culpa de una inflación catastrófica. El Inti se había puesto la camiseta y el Sol de Oro había colgado los chimpunes. Pero, como todo soltero con trabajo, no me faltaban los recursos. Mi billetera tenía siempre lo justo.

Aquel día quise que mi amiga la pasara como de costumbre, libre y despreocupada.

El sábado anterior, habíamos salido y todo fue a pedir de boca. Cuando llegamos al restaurante y tomamos asiento, ella no demoró en pedirle al mozo unas servilletas y un lapicero. El mozo parecía conocerla, porque le hizo una reverencia grave, para luego seguir su camino y traérselas. Yo solo encogí los hombros en señal de duda y no le hice ninguna pregunta. Al cabo de unos minutos le trajo su pedido. Inmediatamente, extendió sobre la mesa cuatro o cinco servilletas y me propuso escribir un cuento. Al principio demostró cierto interés por lo anecdótico, luego por lo fantástico, pero al final cambió de opinión y me propuso escribir sobre algún amor perdido. Ella escribió seis líneas y me dijo que lo continuara. A la luz de lo que ella escribió, yo hice todo lo posible por alimentar el fuego de mi memoria y continuar su relato, pero al final no le gustó. “Qué cabeza”, me dijo. “Sigues creyendo que tu antiguo amor volverá”. En ese mismo instante decidió que nos fuéramos. Llamó al mozo, le dio una propina y nos fuimos. Al pasar por la vereda de un café, en donde había una reunión de amigos, me di cuenta de que ella se sintió deslizar coqueta, despreocupada y bamboleante, al abrigo de aquellas innumerables miradas que la mecían abrazada a mí. Yo, por supuesto, atento al ruido de nuestros pasos, le daba sobaditas a su cuerpo para sentir la desnudez de su cuello, de sus brazos y sus manos. Era la manera que yo provocaba para sentirme el hombre más afortunado del mundo…

Así era mi amiga, muy liberal y tolerante, y también una conversadora empedernida. Siempre me repetía que yo le gustaba porque podía hablar de todo conmigo. Por eso, evidenciando que me agradaban sus literarias preguntas, yo siempre tenía una respuesta que la dejaba desnuda. Así lo refieren nuestras interminables conversaciones acompañadas con un vino o una jarra de cerveza. Nos poníamos a platicar horas de horas en su departamento, en la mesa de un restaurante, o sentados en una disco después de bailar alguna música pop o rock de los 80s. Lo que a ella le disgustaba, sobremanera, era que le platicara sobre mis amores pretéritos, como el de la servilleta, y en especial de uno. Le tenía un horror, o mejor diría, fastidio. Siempre me decía: “¡Son aventuras tan pobres, por favor, no jodas!”. Así era mi querida y adorada Alejandra. Agregando además que me llevaba unos centímetros de altura, pero que nunca fue excusa cuando lo hacíamos.

Ella iba a cumplir veintidós el 13 de diciembre de ese año; por eso me propuso que nos fuéramos de camping a cualquier parte del país para pasarla a solas conmigo, y en especial si el lugar era la selva o la ceja de selva. Yo obviamente le dije que podía contar con este pechito para cualquier cosa, hasta para irnos al fin del mundo. “¡Que nunca me dices que no!”, me dijo. “La culpa es toda tuya por romper mi timidez”, le dije. Y esto sucedía porque no estaba enamorado de ella, mi cerebro andaba bloqueado para las cuestiones metafísicas, abstractas o especulativas; pero me gustaba un montón, adoraba a Alejandra. Y ella me adoraba a mí. Me adoraba igual que yo a ella. Éramos dialéctica y pragmatismo puro. Es por eso que ninguno se lograba obsesionar del otro. Y ahora creo que estas relaciones son un millón de veces mejor que cuando una o el otro está buscando que el otro o la otra se enamore de uno. Esa es una manera estúpida y ridícula de perder el tiempo; el poco tiempo que nos han regalado en este hermoso y agraciado planeta llamado tierra.

Habíamos quedado en encontrarnos en el BIG BAR de la avenida de La Marina a las cinco y quince de la tarde. Ella era muy cumplida. De ella aprendí, con el tiempo, esto de llegar a la hora exacta. Pero en aquellos días, siempre llegaba con diez o hasta con veinte minutos de retraso. Esa tarde, yo llegué luego de diez minutos. Cuando me presenté, ella ya estaba con una jarra de cerveza en la mesa y un cigarrillo encendido entre sus labios.

—Hola, Alejandra. Disculpa la demora. El tráfico está insoportable.

—Hola, Charly. Mejor por qué no me cuentas una de vaqueros. De repente me la creo.

Por eso me encantas, directo al grano. Sin medias tintas.

            Esa era Alejandra, una mujer sin pelos en la lengua. Bueno, eso es un decir, porque, cuando estábamos en el cuarto de un buen hotel, y ya sin dudas, su lengua quedaba con algunos sabores sicalípticos.

Alzó las cejas. Me miró directamente. Agaché la cabeza y me acerqué para darle un beso en los labios; atenta, abrió la boca, sacudió su melena castaña y aprovechó para introducir su lengua en la mía. Era una de sus maneras de responder a mis besos. Luego me acariciaba y me hacía un guiño, como señal de conformidad. Inmediatamente me acomodé a su lado y llamé al mozo para pedirle que nos preparen unos chicharrones de pollo. A ella le encantaba este pedido. Lo comía sin dejar de mirarme y escuchando mis relatos como si fuesen suyos, pero siempre averiguando el contenido. Cuando no estaba de acuerdo, me hacía señas con los dedos y lo desaprobaba moviendo la cabeza. Al fin y al cabo, era su manera de escucharme mientras devoraba los chicharrones placenteramente. Y no crean que yo pagaba toda la cuenta. La cuenta siempre era pagada mitad y mitad. No le gustaba que un indigente como yo, más pobre que ella, pagara toda la cuenta. Era muy orgullosa y no permitía que nadie le pise el poncho. Lo que si le gustaba era que me colocara el poncho antes de hacerle las cositas escabrosas.

—¡Hola, Alejandra! ¡Hola, Charly! ¡Qué gusto de encontrarlos aquí!

Era Zoé con Miguel, su enamorado y mi amigo en los tiempos de Universidad.

—¡Hola, Miguel! ¿Qué es de tu trajinada vida? Tiempo que no te dejas ver —. Lo saludé. Nos dimos un abrazo y luego le di un beso en la mejilla a Zoé. Lo mismo hizo Alejandra. Nos saludamos afectuosamente. No nos veíamos desde el Año Nuevo, cuando los cuatro nos juntamos en el departamento de Miguel para celebrarlo juntos. Ese día también era el cumpleaños de Miguel, y ese fue el día que conocí a Alejandra… Ambos se sentaron a la mesa, Zoé con Alejandra y Miguel conmigo. Por lo tanto, hicimos que el pedido de los chicharrones fuera doble. 

—La vida está jodida por culpa de este presidente que hace bastante ruido, pero que es totalmente incapaz. El dinero se hace la mitad de un día para otro. Creo que me largo a los Estados Unidos... —dijo Miguel con cara de desconsuelo y sinsabor.

—Mejor no hablemos de política... Me vas a estropear la noche. Y Alejandra no me lo perdonaría. ¿Sí o no?, Alejandra.

—No sé, pero si este país se desgracia o llega al desastre, yo me largo a Europa. Y no sé si te llevo, Charly. La izquierda caviar estaría en su salsa.

Lo dijo riéndose y burlándose de mí. Buscando mi boca para que yo le contestara con otra ironía del mismo calibre. Pero, no. La dejé que se explayara y expresara las cosas que quería. Total, era mi reina aquella noche. Por eso, me quedé callado, pero dejando una mueca incongruente en mi rostro.

A sus espaldas, un grupito de machos estaba bebiendo. Gritaban y decían palabrotas sin dar importancia a los que estábamos allí. Eran cuatro estúpidos que no dejaban de hablar de sus mujeres, para luego reír a carcajadas. Alejandra, mirando en derredor, sonrojada e impaciente, estiró el brazo y me acarició la cabeza. Sin embargo, no tardó en voltear y observarlos por unos segundos. Luego se volvió a mirarme de reojo. Su rostro parecía reflejar una ardiente cólera. No pudo más y soltó su disgusto.

—¡Hay en este país cada imbécil! Que una los encuentra sin buscarlos. Están diciendo una retahíla de estupideces juntas. Para eso se casan estos estúpidos, para tener un tema de conversación.

—Mejor vamos a la pista de baile. A las mesas del fondo —la interrumpió Zoé, que también lo tomó muy mal.

Nos pusimos en pie y nos dirigimos zigzagueando a las mesas del fondo, junto a la pista de baile. Alejandra y Zoé aprovecharon el momento para irse al baño. Yo me quedé con Miguel en la mesa escogida. Él era un tipo gordo de cara, pelo crespo; si bien bastante apuesto, tenía una voz bastante densa y no hilvanaba sus palabras con naturalidad; le costaba una conversación fluida. En su rostro las espinillas hacían su agosto. Se les notaban mucho en su atezada piel.

—¿Qué tal te va con Alejandra? Es una chica esplendida, preciosa y aguerrida. ¡Si hubiera sabido hablarle entonces! Te has sacado la lotería.

—Hum… Te gustaba, pendejo. Pero, sí. Tienes razón. Es verdad, la quiero un montón. Y ella me quiere igual. No sé hasta dónde llegará esta gracia. Lo que sí sé es que esto no da para matrimonio, ella no quiere un papel que certifique nuestra existencia. Y yo igual, no quiero saber nada sobre nupcias o consortes; que se casen los enamorados, los flechados. Alejandra es completamente ¡vive la vida! Es incansable en la cama. Es una maratón interminable cada vez que acampamos en el ring de las cuatro perillas. Llegamos a su departamento, nos metemos en el lecho y hacemos sexo desde las diez de la mañana hasta las nueve de la noche… Y solo comemos chocolates y bebemos agua mineral. Nada de tragos, ni una copa, ni una gota de alcohol. 

—¡Y qué más quieres…! Alejandra tiene un hermoso… Tú ya sabes… Y un aspecto saludable; me quito el sombrero. Además, es muy bella, inteligente y simpática. En cambio, la inocente de Zoé quiere que nos casemos el próximo año. Pero, así como vamos, con esta crisis de mierda, no sé. Ella no es católica, pero quiere que nos casemos por iglesia y por civil. En pocas palabras, quiere que me case por los tres motivos: por iglesia, por civil y por estúpido.

—Pero ¿es que no estás enamorado de ella? Entonces, ¿cuál es el problema? Mira que tienen cinco años juntos y la fruta está que se agusana. Pero, allá tú. No sé. Trata de ver lo que haces. En esas payasadas no pienso ingresar así me corten un huevo. Como dice Oscar Wilde: "Me gustan los hombres con futuro y las mujeres con pasado". Yo creo en el futuro, que soy yo... Y ya tengo el resto.

Después de un rato, Alejandra y Zoé llegaron y se acomodaron en la mesa. 

—¡Salud! Charly. ¡Salud! Zoé. ¡Salud! Miguel.

Casi inmediatamente, me puse en pie y sin permiso saqué a Alejandra para bailar. Era una música suave. Mientras bailábamos, me preguntó de qué había hablado con Miguel. Se lo conté todo. Le dije que Miguel tenía miedo al matrimonio y que lo estaba pensando. Que Zoé lo estaba presionando porque quería casarse el próximo año, sí o sí. Ya que tenían comprado toda la línea blanca y que solo les faltaba el juego de dormitorio.

—Hay mujeres todavía que siguen creyendo que no se puede vivir sin casarse. Son unas estúpidas de mierda. Añoran vivir enjauladas. Y si les toca una porquería de marido, ¿qué van a hacer? ¿Aguantarlos? O separarse cuando ya el tiempo las ha consumido y dejado con dos o tres hijos a cuesta. El matrimonio siempre será una desgracia... Sabes, Charly, te quiero un montón, pero como marido te quiero bien, pero bien lejos. No servirías para ser mi marido. No me imagino caminando en un parque, agarraditos de la mano, como mi espléndido esposo, encadenados para siempre y hasta que la muerte nos separe ¡Qué horror! ¡Qué estúpida sería nuestras vidas! Terrible… No. No hace falta. Existen dos maneras de ser feliz en esta vida: hacerse el idiota o serlo. Yo no pretendo ser feliz, solo estar tranquila, que es inmensamente mejor. Además, los hombres nunca comprenderán lo que las mujeres ya nos olvidamos. Bueno, algunas mujeres, pero que en algún momento seremos la mayoría.

—Por eso eres mi reina, Alejandra. Sé que nunca te tomaré en serio, y es por eso por lo que te quiero tanto. A nadie he querido, así como la quiero a usted. Y no lo digo en broma. ¿No será esto el amor verdadero? Mira pues, y yo, como un imbécil, lo estuve buscando en otro lado.

La música terminó y fuimos al encuentro de nuestros amigos. Las luces multicolores segaban mi observación. Al encontrar la mesa y sentarme, me llevé un vaso de cerveza a la boca y suspiré sin motivo. Y de inmediato empezamos a contarnos anécdotas que nos sucedieron en el tiempo que dejamos de vernos. Hubo muchas indirectas que Alejandra soltaba para ambos. Siempre acodada en mis hombros, hablaba convencida de lo que decía. Zoé se distendió, manteniendo el cuello estirado.

—Los recuerdos, los antiguos amores, ¿no es así? Son una columna de malditas estupideces —continúe.

—¿Qué le ocurre a mi amante fiel? De pronto se ha vuelto nostálgico. Los amores pasados son eso, pasado. Triste o feliz, pero al final solo son eso: pretérito perfecto... ¿Tú crees que Zoé recuerda a su primer amor? Joe ya es historia, y primitiva. ¿Si o no?, Zoé... Y tú, Miguel, todavía te comunicas con Fiorella... Ya ves, sus gestos lo describen todo. ¡Ya lo pasado, pasado...! ¡No me interesa...! dice una canción.

 Evidentemente esto incomodaba a los dos tórtolos, que no se atrevían a contradecirla. Por eso, solo nos miraban hasta que yo me fui calmando.

Sin decir nada, observé que ya teníamos cuatro jarras de cerveza en nuestra cuenta. No me hubiese sido difícil tomar un sorbo más, pero me vino las ganas de mear. Por ello, tomé impulso, me puse en pie y me fui al baño. Alejandra me siguió golpeándome el hombro. No tuvo que esperar para que yo me diera cuenta de que algo quería decirme. Por tal motivo, incliné la cabeza y la acerqué a la suya, muy cerca de su boca. Me dijo:

—Larguémonos de aquí, Charly. ¿Hemos venido a beber y a bailar solamente? Yo pago la cuenta. Tú pagas lo que llevemos al departamento. Quiero estar a solas contigo, conversar contigo. Estoy excitada y te quiero demasiado, y hasta creo que te lo mereces, bellaco... No. Creo que nos lo merecemos, en verdad. Sí. Esto que hacemos es algo que me encanta… ¿O algo nos falta? Zoé está en la prehistoria, en los orígenes; todavía camina con Leonardo y Miguel Ángel en el renacimiento. No se da cuenta o no quiere darse cuenta de que el pusilánime de su enamorado es Maquiavelo. Se cree una cenicienta buscando su príncipe azul. Pero su príncipe azul es un timorato, se orina aún en la cama. Estamos llegando al siglo XXI y todavía existen mujeres con un machismo marcado en el cerebro. Son más machistas que los hombres. Más papistas que el papa ¿De quién luego es la culpa? Tengo una pena por ella. No deja de esperar, y no sé a quién.

—¿Le da pena solo ella?

—Pena de ambos… Eso se lo ha inventado Zoé, y él muy baboso se lo cree —aumentó Alejandra, haciendo un ademán de hastío. 

Me quedé pensando en ellos por unos momentos. Pero me aburrió, porque comprendí que no me importaba. Me acordé que Alejandra y yo éramos dos fugitivos que vivían en una isla, y que, por eso, a esa hora, nos costaba trabajo soportar la reunión, allí, hasta el fin. Y que yo lo había soportado solo por Miguel, para no desairarlo. Por todo ello, nos propusimos largarnos lo más pronto posible.

Cuando llegamos a la mesa, cogimos nuestras cosas para despedirnos. Ellos intentaron seducirnos para que nos quedáramos. Zoé, haciendo gestos, no dejaba de hablar con frases atrevidas, y las que no valían la pena escuchar. Estaba ebria y dispuesta a todo..., menos a contar sus verdades..., a contarnos lo que originó la ruptura con Joe.

Alejandra les dijo que teníamos que ir a una reunión con unos amigos de su facultad. Y que no podía faltar, porque era una fiesta de despedida para uno de ellos. Y que ella había confirmado nuestra presencia. Quieto, yo la escuchaba. Instintivamente, cuando hablaba, resaltaba en su semblante una expresión de autosuficiencia. Al final, la parrafada le salió bastante convincente.

De ahí, puso una mano encima de mi cintura, y le dio unos golpecitos con sus dedos. La reconocí, era nuestra señal. Así que nos despedimos y avanzamos por el único pasillo que teníamos al frente, hasta llegar a la calle.     

—¡No te excites, Charly!, después nos vamos a mi departamento. Se me olvidó..., mi amigo Leandro nos ha invitado a su despedida; él se va mañana a Francia.  

—No hay problema. Pero dale una llamadita, dile que estamos yendo.

Un hombre joven, escrupulosamente vestido y acompañado de una guapa mujer, se paró a nuestro frente y la quedó mirando como si se la quisiera comer. Alejandra, al notar aquella mirada, proyectó una expresión de asco. “Qué tiene este sonso”, me dijo. La guapa mujer, de pecho hundido y piernas flacas, estiró el cuello y se volvió a mirarla. Contrariado, el joven la tomó por el brazo y siguieron su camino. “Hombres, hombres, quién los cambia…”, exclamó. “Voy a hacer la llamada”, aumentó. Entonces fuimos a una cabina pública. Ella ingresó sola. Mientras hablaba, se echó a reír alegremente. Yo no entendía el porqué. Al rato, salió completamente entusiasmada.

—¡Andando, andando! Nos están esperando... Mi memoria me ha jugado una mala pasada, a la muy estúpida se le había olvidado…; la culpa la tienes tú. Ellos son mis patazas... ¡La vamos a pasar bestial y ocupados! ¡Vas a ver!

Tranquilo, pero desorientado, porque no sabía lo que pasaba, paré un taxi y nos fuimos a la casa de su amigo Leandro. Esta quedaba en San Borja, en la Av. Joaquín de la Madrid. 

—¿Conoces la dirección? —le pregunté.

—Sí. Está a la espalda del parquecito Begonias.

—Ok. Amigo, por favor nos llevas a esa dirección.

—Ok. Sí, la conozco —respondió el taxista. 

En el trayecto, Alejandra aprovechó para hablarme de Leandro. Me dijo cosas que me chocaron. Él había sido su primer enamorado, quién sabe si su primer amor, y quería verlo a toda costa. Yo me hice el desentendido. Total, era mejor así. No me importaban sus sentimientos panfletarios de amores retrógrados. Yo ya lo había experimentado. Eran pura necedades. Una simple pérdida de tiempo.

—No creo que te sientas celosos; no te me caigas, Charly. Es una estupidez, pero quiero ir y despedirlo como se merece.

—Es tú problema. Si me siento mal y me jodes, me largo y punto ¡Ya tú ve!

—Estás celoso, ¿dime que sí?

—¿Celoso? ¿Dame el significado de esa palabra? Ese sentimiento lo he borrado de mi cerebro hace mucho tiempo. Ya te he dicho que si me siento un idiota o estúpido en la reunión, me largo. Todo depende de ti. ¿Celoso, yo? ¡Jamás!...

Llegamos a la casa de Leandro. Todo era fiesta y música, baile y bullicio. Había muchas chicas y chicos en el jardín de la casa, conversando acaloradamente. Mientras ingresábamos, Alejandra me los iba presentando de uno en uno. Estaban mezclado, porque había amigos de su facultad y otros invitados que ella apenas conocía. En el camino, se presentó una de sus amigas que me saludó con un beso muy cerca de mis labios. No le di importancia. Seguimos hasta llegar al pie de la escalera que daba con la puerta de entrada, la cual estaba totalmente abierta. Allí, a unos metros, en el umbral, encontramos a Leandro. Al verla, se nos acercó y la saludó efusivamente, pero levantándola en peso. Como si yo no estuviera a su lado, ambos, abrazados, siguieron hasta el interior. Yo me quedé con la mano levantada. No insistí en saludarlo. Me quedé parado, sin saber qué hacer. Todos hacían algo: unos bebían bamboleándose y otros charlaban impulsivamente. Entonces me encaminé hasta una banca de madera, muy cerca de un pequeño árbol. Desde ahí, busqué a la amiga que al llegar me saludó con un beso muy cerca de la boca y me abrazó calurosamente como si me conociera… Recuerdo que mis ojos y mi disimulo casi se pelearon en ese instante; porque estaba en su punto, era agradable a la vista, sensual y provocativa. Y a todo esto se sumaban unos ojos marrones, majos y rutilantes… Mientras mis ojos la buscaban, sentí una mano en el hombro.

—Hola Charly. Vaya, ahora estás aquí solo, muchacho. Alejandra me ha contado muchas cosas de ti. ¿Quieres que te traiga un trago?

Estiró su brazo y me dio unos golpecitos en la mejilla izquierda. Mugí que sí... Que estaba solo en esos momentos. Al expresar esto, cambió automáticamente la expresión de mi rostro, que automáticamente esbozó una sonrisa irónica.

—Ok. Está bien. Cerveza, por favor… ¿Cómo te llamas? 

—Yo nunca me llamo. Siempre me llaman. Mi nombre es Fiorella. 

Me di por entendido que me estaba coqueteando, seduciendo sin reparos. Entonces aproveché para complementar mi primer saludo; cogí su cintura con una mano, y con la otra la apreté contra mi pecho, para acercarla y darle un beso en la esquina en la que se juntan los dos labios, como ella lo había hecho cuando me saludó. Inquieta, salió deprisa; cuando se volteó y me dio la espalda, le miré el culo gordo, voluptuoso “¡Esta noche es mi día!”, me dije a mi mismo. Ya no me importaba lo que hiciera Alejandra con su ex enamorado. Me importaba un carajo.

No pasó mucho tiempo hasta que Fiorella llegó con dos vasos inmensos y lleno de cerveza para los dos. Parada allí, sus ojos me repasaban. Y a mí me costaba dejar de observarla de pies a cabeza. Trataba de no moverme. Cuando estuvo muy cerca, desperté. Creo que ella también. Entonces, entablamos conversación.

—Si Charly bebe cerveza, yo también ¡Salud! ¿Te puedo dar un beso, Charly?

Fiorella hizo una mueca sensual mordiéndose los labios. No esperó mi respuesta. Me lanzó tal beso, que no la pude contener. Sus labios temblaron en mi boca y noté en su rostro varios sentimientos a la vez. El principal era de rabia convulsiva. Yo empecé a ayudarla, le tomé el rostro, luego el cuello con mis dos manos, y traté de ahogarla con un beso largo y húmedo, absorbente. Fiorella, parecía tener muchos kilómetros de besos y contactos; sabía utilizar bien su lengua y sus manos, manos que me apretaban el culo para juntar su entrepierna con la mía, lo que me excitaba un carajo. Aun así, nos soltamos y nos quedamos quietos, pero con caras de placer y agrado. 

—La tienes dura, porque la he sentido. Y mi beso te ha excitado. Tienes la cara sonrojada —dijo, burlándose.

En esos momentos del apretón, sentí como que ella estaba apretando un gran clavo entre sus piernas. Bueno, eso era inevitable. En un principio creí que bromeaba, que lo hacía por joderme. Pero no. Ella también estaba excitada, totalmente. Porque, mientras ella posaba su cabeza en mi hombro, la sentí jadear. Y yo estaba con miedo. Ya que, mientras sentía el perfume que destilaban sus cabellos, miraba en rededor, previniendo que alguien se acercara y nos viera. Pero nuevamente nos trepamos, y sin esperar, súbitamente empezó a sobarme la entrepierna. Mis ojos no esperaron, por lo que, alargando el cuello, y con los ojos bien abiertos, empecé a mirar con pasión el contorno de sus voluptuosas nalgas. Con un poco de temor, la alejé un poco y subí mi vista hasta llegar a su rostro. Ella sonrío y me dio un pequeño beso.

—Pues sí... ¿Por qué haces esto? Alejandra nos puede ver, y si ocurre eso, me va a dar un sermón de las mil y una noches. Si es tu amiga, la debes de conocer —le dije, escondiéndonos un poco, llevándola tras del pequeño árbol.

—Oye, Alejandra está con Leandro en el cuarto de él. Ya imagínate lo que están haciendo. O crees que están conversando sobre "El relojero ciego", eres muy ingenuo Charly.

Me sentí un poco celoso. Me quedé mudo por unos instantes. Quise ir corriendo al cuarto de Leandro y sacar a Alejandra. Me contuve. Pensé: no carajo, estoy regresando al Charly ridículo y estúpido del pasado. Que se vaya a la mierda. Total, mañana estará bien bañadita y seguiremos viviendo nuestras vidas ¡Qué carajo, eso no se gasta!

—Te has quedado mudo. Me parece o estás celoso. ¿Quieres que me vaya? —murmuró.

—No. No, para nada. Quédate conmigo. Pensé que podía llegar de improviso y vernos muy acaramelados. Ella dice que no es celosa, pero no sé; no la conozco muy bien… Y si está con su ex…, que mierda me importa. Se estará despidiendo con muchas ganas.

—¿Conoces a Miguel Gabiola? Lo digo porque él siempre me platicó de un tal Charly Basualdo. Y yo sé, por Alejandra, que tú te llamas y apellidas así.

—Sí. Estudió conmigo en la Universidad. Llevamos cuatro cursos juntos. Es un buen amigo.

—El mundo es muy pequeño. Das unos pasos y te topas con tu sombra. Mira tú. Estar ahora conversando con Charly Basualdo, el amigo del cual Miguel siempre me hablaba tantas cosas. Hasta de tus experiencias privadas con las mujeres. Siempre te he llevado en mi memoria y en mis recuerdos. Por eso, cuando Alejandra te presentó, te di un abrazo y beso muy cerca de la boca. Sabes Charly, Miguel fue mí enamorado durante cuatro años. Conocí a toda su parentela. Éramos casi novios. Hasta que llegó la mojigata, la hipócrita de Zoé ¿La conoces? Y el maldito me sacó la vuelta con ella ¿Es o no es un perro? Todos los hombres son iguales.

—También lo sé. Bueno, no te puedo contradecir. Ustedes mismas se lo buscan. Mira, que casualidad, antes de venir para acá estuvimos con ellos en el Big Bar de la Marina. Zoé me pareció encantadora, pero algo beata y con pensamientos trasnochados. Si Miguel se metió con ella es porque no te amaba. Solo te quería para hacer sus necesidades fisiológicas, orgánicas. Disculpa que te lo diga francamente. Porque cuando se ama, hasta prefieres masturbarte antes de caer en tentación.

Se lo decía con una hipocresía de padre y señor mío. Estaba aplastando a mi amigo el infiel, el desleal, para que ella se vengara del maldito felón conmigo. Porque ahí mis ojos andaban más preocupados en mirar sus senos y sus nalgas, en lugar de exhibir buenas costumbres. En otras palabras, Miguel era un imbécil por haber elegido a Zoé. Y, por lo tanto, que se jorobe. Yo, sin ninguna sombra de reproche, solo quería levantarme a Fiorella, llevarla a cualquier lecho más cercano y auparla sobre mí. Estaba excitado, impaciente por culpa de ella. Mi pene no tenía lugar en mi pantalón; estaba demasiado erguido, tieso; muy rígido.

Levantó las cejas y me miró con cara amable. Estaba exageradamente condescendiente; de seguro debido a la excitación producida por el contacto que tuvimos.

—¿Quieres un cigarrillo? —preguntó.

—Bueno. Lo necesitaba, en verdad ¡Gracias! 

—¿Estás enamorado de Alejandra? ¿Van en serio?

—No. Pero con ella me siento bien, me agrada mucho. Puedo conversar con ella todos los temas sin ningún problema. La quiero bastante. Y lo de serio es muy relativo. Ambos estamos aprendiendo juntos las cosas de la vida, pero de manera totalmente diferente a los cánones de la sociedad. Nos llega a la punta..., la moral occidental. Pero ya dejemos de hablar de estas bobadas. Vamos a otro sitio más cómodo.   

—Como tú digas; afuera está mi auto. Si quieres nos vamos a mi departamento. 

—Está bien; salgamos de aquí antes de estar borrachos.

—¿A dónde van, Charly? ¿No le gusta la fiesta? ¿Los han tratado mal?

En esos momentos hizo su aparición Alejandra. Nos quedó mirando con cara de pocos amigos. Tenía una copa de cóctel daiquirí en la mano izquierda y un cigarrillo en la boca.

—Nos íbamos al departamento de Fiorella para hacer las cositas que hacías con Leandro. ¿Algún problema? Cómo te demorabas tanto, decidí salir un rato con tu amiga y pasarla bien. 

—Y qué esperan, ¡por qué no se largan de una vez! ¿O tal vez quieres darme un besito de despedida?

Desconocía a mi amiga Alejandra. Era otra; estaba desencajada, descompuesta y con los ojos rojos; y unas lágrimas caían por sus mejillas. Estaba pasada de copas. Casi borracha. Me acerqué a ella. La abracé; le di un beso largo, pero no sensual ni erótico, fue un beso de dos amigos que se quieren demasiado y que necesitan dejar por un momento lo lujurioso, para entregarse al amor especulativo, difícil y tonto. Fiorella nos quedó observando. No sabía que pensar ni hacer. La vi incomoda, como queriendo irse lejos de ahí. La comprometí diciéndole:

—¿Nos puedes llevar al departamento de Alejandra? Está mal. ¿Puedes hacerme ese favor?

—¡Cómo, no! Vamos, salgamos de acá.

—¡Perdóname Charly!, yo no quería hacerlo. Siempre tan estúpida tan ridícula. Nunca hubiéramos venido a esta casa de mierda. Te amo Charly, te amo y te quiero.

Me quedé callado. No quise pensar en nada. No era el momento de hacerle preguntas. Por eso, caminamos callados hasta el auto. Fiorella nos abrió la puerta trasera y la subí primero a ella; luego me senté a su lado y la abracé; nos dirigimos al departamento de Alejandra. Fiorella manejaba callada y muy discreta. De rato en rato nos miraba, enfurruñada, por el espejo retrovisor. Alejandra permanecía abrazada a mí, con su cabeza encima de mi pecho. Le pude oír algunos suspiros o sollozos. Estaba tan desarmada, tan débil como nunca. Mi quererla se confundía con mi amarla. No sabía razonar en esos momentos por culpa de estos sentimientos encontrados. Abrazándola se me vinieron muchos recuerdos a mi cabeza. Trataba de no pensar, de no discurrir, y dejar mi mente en blanco; pero no podía. Alejandra con sus lágrimas y su estar quieta y cubierta por mí, protegida por mí, me hizo obtener, de no sé dónde, recuerdos de amores que pensé había dejado en el olvido. Me puse nostálgico.

Llegamos al pie del edificio y luego subimos los tres. Fiorella no quiso subir; pero yo insistí para que subiera. Por fin llegamos al departamento de Alejandra. Ya sentados la seguía abrazando. Fiorella, todavía parada, se acercó al bar y nos preguntó:

—¿Quieren un trago? 

—A mí, no —dijo Alejandra.

—Deja, no te pares, quédate sentado junto a Alejandra, yo te sirvo un trago ¿Qué te apetece? —dijo Fiorella.

—Una cerveza, no quiero combinar los tragos. Me vaya a cruzar — respondí.

—Sigan los dos; me voy a dar un baño. Quiero sacarme este retroceso, este malestar —aumento Alejandra. 

Entonces se fue al baño y se metió en la ducha. A los que nos quedamos en la salita, se nos acabó la cerveza. Así que me puse en pie y fui hasta el aparador, en donde estaban las bebidas; ahí serví un vaso de cerveza a Fiorella y otro para mí, y lentamente me senté a su lado. Nos quedamos en silencio por unos instantes. Luego ella se puso en pie y pasó una de sus manos por mi cabeza, acariciándolo. Yo estaba quieto en el sofá y fumaba un cigarrillo.

—¿Qué crees que le ha pasado a Alejandra? —preguntó, mientras se dirigía al otro sillón donde estaba su cartera.

—No lo sé. Pero mejor no hablemos de eso. Ya cuando se encuentre tranquila se lo pregunto. Pero si ella quiere decirlo ahora, que lo diga. No la voy a presionar.

Al volver y sentarse a mi lado, Fiorella cruzó las piernas y la falda se le subió más allá de las rodillas, dejando sus muslos al descubierto. La quedé mirando sorprendido y ella se dio cuenta; entonces se volvió hacia mí acompañada de una sonrisa coqueta y seductora. Y sin decir nada, acercó su cabeza y me dio un beso apasionado. Yo le acepté el beso con una excitación fogosa y agitada. Agitados, nos tendimos en el sillón, mientras nuestras manos y nuestras bocas no paraban de asaltar, de combatir. Me contuve.

—Mejor la paramos. Alejandra puede salir en cualquier momento del baño.

—Recién ha entrado a ducharse. Tenemos tiempo —me dijo, sin parar de toquetearme.

Estaba incontenible, desenfrenada y trataba de desnudarme. Se puso sobre mí. Yo seguía tendido sobre el sofá. Entonces aproveché y le subí la falda para desnudar su culo y apretar sus nalgas con mucho entusiasmo y delirio. Más aún, mis manos se dirigieron a su pecho e ingresaron a sus senos para acariciándolos. Por un buen rato, pude sobar sus pezones con las yemas de mis dedos. En ese mismo momento, ella tenía mi pene entre sus manos y lo sobaba sin detenerse. Habíamos perdido la noción del tiempo y estuvimos, no sé qué cuanto, disfrutando de nuestras pasiones. Hasta que de pronto, la puerta del baño hizo un ruido y apurados nos pusimos en pie, para acomodar nuestras prendas. Ella se bajó la falda; yo me abotoné el pantalón y me subí la bragueta. 

—Ahora sí. He vuelto a la tierra, a este miserable mundo. Sírvame un trago, Ingeniero Charly.

Era Alejandra con su bata de baño y unas sandalias que dejaban ver sus hermosos pies. Fiorella estaba quieta, pero mirándome de reojo. Entonces me dirigí al bar y le preparé un trago de un whisky con hielo; a Fiorella le di una lata de cerveza, separando otra para mí.

—Y, ¿cómo te sientes? Parece que el mundo se derrumbó y tú estabas con salvavidas por suerte —farfullé.

—¿Qué haría yo sin ti, Charly? ¡Gracias, fiore! La basura de Leandro me quiso violar. Me quiso coger a la fuerza. Y casi lo logra esa mierda. Si no tira y abre la puerta Mariela y le mete un botellazo, otra hubiera sido mi situación. ¡Cogerme a mí a la fuerza!

Me quedé helado, sin movimientos ni nada. Tomé un poco de aire. Me acerqué a ella, la abrasé y le di un beso en la frente. Toda mi excitación estaba por los suelos.

—Nunca me imaginé que llegara a tanto ese imbécil. Ahora mismo voy a ir a su casa. Fiorella, ¿me puedes llevar?... Mejor no. Voy a tomar un taxi. Esto no se puede quedar así. 

—No hay problema, Charly…, yo te llevo.

—¡No! No, no, no. Déjalo ahí Charly.  No te hagas el machito. Sabes que no vas a conseguir nada. Ya todo pasó; no vale la pena. Esa basura no se merece ni que le des ni que le propines un golpe. Ojalá que se vaya y no vuelva nunca.

Fiorella, con cara de amargura y pesar, tomó un sorbo corto de cerveza. Y con mucho esfuerzo, nos quedó mirando. Mas no aguantando, dijo:

—Si no serán imbéciles esta clase de tipos. Qué les cuesta seducir y entregar un poco de cariño antes de llegar a lo que pretenden. La única diferencia entre seducción y violación es tiempo. Pero el tiempo parece que no es su fuerte; siempre la fuerza, la maldita fuerza.

Me quedé pensando, me quedé reflexionando lo dicho por Fiorella. Tenía mucha razón; si quieres conseguir que una mujer te llegue a querer y amar en la cama solo es cuestión de tiempo, seducción y muchas flores. Ahora sabía el secreto de todas las féminas. 

—Gracias, Fiorella; eres toda una filósofa de la vida —exclamé.

Volviéndose hacia mí y nada ruborizadas las dos se me quedaron viendo. Fiorella se frotó las manos como predestinando algo. Alejandra, sin esperar, me tomó de la mano y me dijo:

—Podrás con las dos, Charly.  Esta noche es tu noche. Tengo un cajón lleno de chocolates en mi cuarto. Que Fiorella lleve el agua mineral. Pero antes tienes que seducirnos, galantearnos, hasta quedar bobas —dijo sin sonrojarse.

Fiorella tomó el último sorbo de cerveza lo más rápido que pudo, e hizo un ademán que la palideció un poco. Entonces, noté en su rostro una afirmación coqueta y casquivana. Soltó una sonrisa y se dirigió a la nevera para extraer dos botellas grandes de agua mineral. Yo fui hasta la mesita, en donde estaba un radiocasete. Y puse la canción que le fascinaba a Alejandra y que ahora sé también le gustaba a Fiorella. Los tres ya de pie, nos dirigimos caminando lentamente hasta el cuarto de los chocolates y las aguas minerales. Cerré la puerta y me dije: 

—Esta noche es mi noche, mi alba, mi amanecer, mi crepúsculo. Es ¡Ahora o nunca! Hoy me llamo Mister Fahrenheit ¡Gracias Freedie Mercury! ¡Don't Stop Me Now!    

Loro

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