sábado, 4 de abril de 2020

La conquista del Perú

Les interesará mi relato; es un relato que no puedo saber si será corto, pero tal vez, y lo supongo, exageradamente divergente de lo que hasta hoy se ha escrito. La primera vez que lo vi —tenía siete años—, y que me conmocionó, fue en unas figuritas coleccionables de un álbum de Historia del Perú —una imagen vale más que mil palabras—. Desde entonces he tratado de imaginar, en sueños y en mis lecturas, los avatares de esta desdicha. Lo ocurrido en esta hagiografía simplifica el grado de la codicia humana y hasta dónde la traición puede originar que la muerte lleve implícito un sello. Por lo tanto, no es historia ni pretende serla; solo son pasajes o paisajes, soñados y leídos, que mi memoria a eternizado como un índice, quedándose tatuadas laboriosamente en mi cerebro.

La historia, propiamente dicha, transcurre en plena conquista, en el territorio de un imperio que ostenta su máxima expansión, cultura, tecnología y ciencia. Así como ocurrió con Grecia y Roma, diferenciando estilos, este Imperio está siendo estúpidamente invadido gracias a sus pugnas internas y la ayuda prestada a los conquistadores por los caciques de las viejas polis del mundo andino; hostilidad que se inició con la expansión violenta que emprendió contra ellas.   

La verdadera trama, la que veo sorprendentemente clara y llena de detalles, a pesar del tiempo transcurrido, se inicia el día en que un socio, impetuoso y canalla, se vio marginado en el reparto de las riquezas y el poder. Irreconciliable diferencia que incubó un odio feroz y salvaje que se fue ahondando en el trascurrir de los años.

Aquí el preámbulo.

Son las tres de la tarde. El día es caluroso y el cielo está despejado. Se aproxima la fecha de su primer matrimonio. El bodeguero Juan de Montenegro, Copero de Rodrigo Girón, Maestre de la Orden de Calatrava, está comprometido y a la vez intranquilo… Su preocupante voz tararea en castellano pequeñas sílabas alargadas, semejante a un agobiado silbido…

Es ya de media noche. Los músicos procedentes de la vecina Villa de Almagro se dirigen a la casa de la señorita Elvira Gutiérrez, en la que, con motivo de una petición de mano, se va a realizar una pequeña fiesta. La noche es esplendida, y el alma de Elvira flota al recordar sus días de adolescencia, cuando vio por primera vez al intruso que le robó el corazón y la inocencia.

Juan de Montenegro, luego de contemplarse por un buen rato en el pequeño espejo de su cuarto, y sintiéndose totalmente arropado, exhala un profundo suspiro. Aún había esperanza. Aunque su fe le era adversa. “¡Bueno, llegó la hora!”, dijo. Estaba solo, y la soledad le imponía muchas preguntas. Pero no hallaba respuestas. Detenido en la esquina sureste de la habitación, ante el espejo, y cerca de un ramo de flores tendido sobre una mesa, y ante el miedo que sentía, se hizo una última pregunta: “¿Qué gano yo con esto?”. Después de contemplarse una vez más sin alegría, y dándose una peinadita con ambas manos, salió rumbo a la casa de la señorita Elvira, su futura novia.

Se dirigió con paso vacilante.

Al llegar, hizo su presentación con una mano llena de flores y la otra metida en uno de los bolsillos de su pantalón; al mismo tiempo, una intolerable e invisible asfixia le impedía hablar. Para su salvación, una vieja música de éxito empezó a sonar y los presentes, atenorados, empezaron a cantar. La dama le tomó de la mano y apresuradamente lo llevó al centro de la sala. Un grupo de muchachas encantadoras les rodearon y dieron hurras a viva voz. El pretendiente solo movía la cabeza, asintiendo. Se acercaron los padres de Elvira, uno a cada lado, lo que desató un estruendo de aplausos.

—¡Esto es amor! —dijo el padre con dudosa voz.

—Más que eso —prorrumpió la madre —. ¡Es un amor desinteresado!

Nuevos aplausos.  

Luego de escuchar estas últimas palabras, Juan de Montenegro siente una pesadez que le encoge el alma. Su boca se tuerce. Experimenta una sensación de engaño. Para calmarse, se dirige silbando hacia la mesa, que está llena de licores; se sirve un vaso y se lo lleva de lleno a la boca. Pero ahora, el pobre caballero, azorado, solo se resigna a lo planificado…

Son las tres y media de la tarde. Treinta días después; días que pasaron primero lentamente y luego más rápido. Una lluvia cae suave y regularmente. Sí, es la fecha que se fijó para el matrimonio.

En el fondo de una calle, en donde se ve una casa achaparrada de una sola planta, se distingue una luz tenue; en su interior, inclinado, se halla un hombre con el rostro orientado hacia el sur; está acodado en el marco de la ventana abierta, observando parte de la ciudad —si la observa—. Tiene aún una de las manos embutida en un guante de algodón de color blanco y lleva el rostro pálido. Siente frio a pesar del verano. Siente que es un día raro, que es difícil definirlo. Pero ya lo ha decidido. Él había recordado: “Todavía es una niña y ya firmé la carta de arras, pero no tengo como pagar la patria potestad”. Por eso, camino a la iglesia, había dado vuelta y regresado.

Entiende que su vida y sus bolsillos están vacíos. Por eso se sumerge en los laberintos de su mente dudosa y se hace preguntas que no puede contestar. Finalmente, el hombre blasfemó y llegó a la conclusión de que no asistiría a la boda.

Elvira, con pocos meses de embarazo, decide ocultárselo.

Esta pequeña historia, paralela a cualquier otra historia, y que se repite en los dramas y fantasías de cualquier lector, tal vez en su vida misma, hubiera pasado desapercibida si no fuera que de ella nace un conquistador.

Elvira tuvo a su hijo, y este hijo es Diego de Almagro. Nacido en 1475 en la aldea de Almagro Provincia de Ciudad Real Castilla La Mancha España.

Elvira, consciente de la traición, su dolor y el posible amor hacia Juan de Montenegro (si lo tenía), se centró únicamente en el futuro de su hijo. Por eso decidió enviárselo a ser criado por su sirvienta Sancha López de Peral y su hija Catalina, en Bolaños o en la Aldea del Rey, un lugar cerca de donde vivían Ella y sus padres.

Es verdad que la familia de Elvira no quiso saber nada del padre de Diego, y es verdad también que obligaron a Elvira a deshacerse del infante para salvar su honor; pero es indiscutible que este, al saberlo, nunca se olvidó de su hijo. Arribó el día de su bautizo, que él celebró junto a la familia de Elvira, allí en 1479. Nunca sabremos si él la amaba o si solo le agradó. ¿Qué ella lo haya amado? Pudo ser; o solo se resignó a tolerar los caprichos de sus padres, aceptando un matrimonio que nunca se llevó a cabo y con la antigua resignación que el espacio y tiempo le permitió tolerar.

Lo cierto es que, a la edad de cinco años, Diego es recogido por su padre, quien al poco tiempo fue hallado en su habitación ya amoratada la cara, el dorso desnudo y echado sobre su panza bajo una densa capa de olores fétidos. Su alma estaba ya lejos de él, quién sabe si tranquilo.

Para Diego este hecho desbarató su vida. ¿Quién se resigna a la pérdida de un padre? La muerte, sin embargo, ocurrió. Admitir un hecho casual es más preciso que divulgar un acontecimiento de muerte. Dejémoslo como un hecho misterioso, prefijado por el destino y en la eternidad de la historia. Sin olvidar, claro está, que esto marcaría a Diego.

Hernán Gutiérrez, hombre ancho y robusto, de amplia barba y de disfrazado rostro, tío materno de Diego, se lo llevó con él. Este pretendido agricultor, y hombre habituado a vivir en el presente, se pasaba las horas en el campo, como animal que mira llegar la noche y mira pasar el día; famoso por sus escándalos, regresaba borracho, atormentado, desafiante y alucinado, golpeando a Diego sin merecerlo. Este sujeto que inspira desprecio y que habla casi por señas, fue su verdugo.

Para Diego, la llanura del campo, trabajando como animal de carga, bajo el último rayo de sol, era como vista en una pesadilla. Los días que trascurrían le eran insoportables y abstractos; no entendía cómo fue a dar en aquel infierno en que solo ataba y palanqueaba a algún animal.

Una tarde del quince de abril de 1490, en un maloliente chiquero, postrado de cansancio, se quedó solo; sus pies inflamados, sin grilletes, jugaron un rato en las aguas sucias y malolientes de un charco. En aquel lugar grita fuerte y luego solo se le oyen suspiros; no hay alegría, solo tristeza. Recuerda a su padre y habla con el ilustre fantasma sin saber qué hacer; le hace preguntas que el mismo responde. Luego de varios minutos, deliberado o no, como si de pronto hubiera adquirido algún poder, un sentimiento se agitó en su analfabeto cerebro, y a sus apenas quince años, decidió largarse de allí.

Huyó de aquellos extramuros sin dejar rastros. Se convirtió en forastero.

Acaso por primera vez se sentía libre; o, mejor dicho, quería ser otro.

A costa de algunas privaciones, se dirigió a la casa de su madre con la certeza de que ella lo estaba esperando. Pero al llegar, vio en el rostro de la mujer que le abrió la puerta el pánico de quien espera una visita imprevista. Al conversar con ella, se encontró con la sorpresa de que ahora vivía con su nuevo esposo, de apellido Cellino. Su madre, angustiada, buscó algunos víveres y cogió algunas monedas para dárselas.

—“Toma, hijo, y no me des más pasión, y vete, y ayúdate de Dios en tu ventura”.

—No te preocupes, madre, que yo me voy a recorrer el Mundo. Gracias por todo.

Diciendo esto, partió a Sevilla.

Veinte días transcurrieron, como si el tiempo se hubiera detenido.

Ante los apuros, abatido y nervioso debido al hambre, se fue en busca de trabajo y de algún alimento; pero ese día no encontró nada y regresó al rincón de una cama hecha de andrajos, la cual lo cobijaba todos los días.

Pero ahora estaba conversador y volvía para despedirse y recoger lo poco que le quedaba.

Unos días antes, había solicitado trabajar como criado para uno de los alcaldes de la ciudad. Cuando se presentó por primera vez, vestido con lo mejor que pudo, un criado lo examinó de pies a cabeza y le hizo algunas preguntas, que él no pudo responder. Fue rechazado. Se presentó por segunda vez, pero esta vez había memorizado las respuestas. Al ver al criado caminar despaciosamente y erguido, prestándole mucha atención, sonrió; lo había reconocido. Se compadeció y le golpeó suavemente en el hombro, otorgándole su aprobación. De esta manera, se convirtió en criado de don Luis de Polanco, alcalde de corte de los Reyes Católicos.

Diego era para entonces de diecisiete años, de complexión robusta pero de baja estatura. Su rostro, de rasgos irregulares, poco grato a la vista. Poseía un espíritu extraordinariamente valiente, trabajador incansable y generoso, aunque a veces mostraba arrogancia y tendencia a la vanidad. Solía expresar sus opiniones con vehemencia, sin reservas. Asimismo, demostró ser astuto y, sobre todo, profundamente leal al Rey. A pesar de su apariencia frágil, su carácter estaba plagado de contrastes: necio pero sagaz, presuntuoso pero diligente, imprudente pero osado. Diego era, en pocas palabras, un hombre hecho de paradojas tan complejas como el Nuevo Mundo que buscaba descubrir. Su fragilidad física ocultaba una voluntad férrea, y sus modales a veces bruscos escondían un alma visionaria. En su mirada se adivinaba el fulgor de quien está destinado a trascender.

Una noche, Diego entró en una habitación que no era la suya con la intención de estar con una de las criadas. Cuando estaban disfrutando el momento, fueron interrumpidos por otro criado, que ingresó sin advertencia. Las barreras que lo separaban del intruso eran cortas y bajas. Por eso, este llegó rápidamente muy cerca de ellos con un garrote en sus manos y con el celo enfurecido en su cabeza. No le quedó más remedio que desenvainar y clavarle un cuchillo muy cerca del ombligo, abriendo así su estómago. La chica estaba recostada contra la pared, con las manos en la cabeza, y gritando. Diego se agitaba en la habitación en busca de una salida. Finalmente, logró descubrir una vieja cortina que cubría una de las ventanas y escapó como si fuera un alma poseída por el diablo, dejando al rival con esta herida grave.

Durante aquellos días, renunció a su identidad, tratando de escapar de la humillación y la miseria pasional que lo embargaban. Temeroso de enfrentarse a un juicio, vagó por otros caminos. A pesar de que nunca aprendió a leer ni a escribir (quizás inevitable), la behetría fue su escuela, donde ganaba un sustento y tal vez la libertad, pagados con mucha hambre.

Pasaron veinte años, llenos de incertidumbres y cautela, en la vida de Diego; siempre confinado en el castillo de su imaginación y de su ambicioso deseo de fama. Gradualmente maduró acompañado de su juventud apasionada, liberal y a menudo inútil. Es posible que no hubiera ido a la búsqueda de los últimos árabes que abandonaban España en alguna expedición organizada por un ansioso capitán. Lo único que sabemos es que fueron veinte años de misteriosas fugas por los inmensos laberintos de esa Castilla enclavada en el peñón de España y en una Europa medieval y obsesionada con sus nuevas cruzadas.

Diego esperaba que el olvido le daría la libertad. Sin embargo, como cada instante de nuestro pasado es independiente (no podemos cambiarlo), la herida mortal, la que lo había alejado de su ciudad, lo seguía persiguiendo. Deseaba redimirse en el presente, quizás con el perdón, visitando a la familia del agraviado. Por lo tanto, a principios de 1514, se le volvió a ver rondando por Sevilla y en la casa de su antiguo patrono.

Veinte días transcurrieron desde que lo vieron otra vez —consideremos que las repeticiones existen, nos persiguen o nos visitan como un espejo o un laberinto en el transcurrir de nuestra vida—. Diego se vistió y salió cuando oscurecía; entró en una taberna y se quedó conversando con dos hombres por aproximadamente dos horas. No sabemos el motivo, pero se apartó y fue hacia otra mesa y se quedó solo con su copa. Ya en pleno campo de su ebriedad hizo amistad con una de las meseras, linda mujer de unos veinte años. Entablaron una conversación muy animada, tan animada que planearon la huida. El plan era de ánimo borracho. Pero no contó con los ojos bizarros del amante que los seguían sin detenimiento. Antes de cumplir con el plan, y ya cerca de la puerta, se trenzaron fieramente, cuchillo en mano, donde Diego logró dejar mal herido y casi deshecho al celoso contrincante. Sin saber que hacer, se dirigió hacia el lugar donde era más profunda y amistosa su estadía. Allí cayó de rodillas, cogiéndose el rostro y lanzando una letanía. “Qué he hecho”, murmuró…

Todo se propaga con gran rapidez en un pueblo pequeño; por lo tanto, su antiguo patrón no demoró en enterarse de lo sucedido. Cuando supo que él estaba en su casa, corrió a descender las escaleras del solar, ubicado en el barrio de Santa Cruz, con alimentos envueltos en una manta, además de ropa, armas, una carta y un poco de dinero. Al llegar a las bodegas del subterráneo, se detuvo.

—¡Qué has hecho hijo mío! ¡Otra vez! ¡Tú no cambias; habiendo tantas mujeres!… —exclamó Don Luis de Polanco.

—No pude evitarlo… Era mozuela, pero tenía marido y no lo sabía.

—Tome esto y apúrese, la justicia lo busca… Lo ha dejado muy malherido… Te tienes que ir. Ya he conversado con Don Pedrarias, te embarcarás con él, de colono, en una de las naves que saldrán a las Indias. El puerto es Sanlúcar de Barrameda.

—Muchas gracias, señor… Aprovecharé la noche para cruzar la calle hasta llegar al Muelle que está en el río Guadalquivir.

—Sí. Allá te esperará una lancha…

Diego miró con nostalgia los balcones sevillanos, despidiéndose quizás para siempre de su querida España. A sus treinta y cinco años, estaba a punto de embarcarse en la expedición más importante de su vida, aquella que lo llevaría a tierras ignotas de las que nunca regresaría. Era 11 de abril de 1514 cuando Diego subió con melancolía al galeón que zarpaba hacia el Nuevo Mundo, sin saber que ese viaje marcaría el fin de sus días. Aunque anhelaba descubrir nuevos horizontes, una parte de él echaba de menos su Castilla-La Manchas natal. Los balcones rebosantes de flores y la cálida luz del atardecer quedarían solo en su memoria. Diego partía en busca de gloria, sin saber que encontraría algo más, un destino tan grandioso como trágico.

***

Cronológicamente, no hay misterio en cuanto a la llegada de Diego de Almagro al nuevo mundo. Así lo hacen entender todos los cronistas.

Llegó el 30 de junio de 1514 en la expedición bien planificada que el viudo Fernando el Católico enviara al mando de Pedrarias Dávila, expedición que contaba con 15 naves y 1500 hombres, desembarcando en la ciudad de Santa María la Antigua del Darién o Cumaná (fundada por Vasco Núñez de Balboa en 1510, esta ciudad fue la primera sede episcopal del continente y, a corto plazo, designada capital del territorio de Castilla de Oro), situada a orillas del mar Caribe y en el actual departamento colombiano del Chocó; fue la primera ciudad estable fundada por adelantados españoles en tierra firme y punto de partida para la fundación de muchas ciudades más en el resto del continente durante la década de 1510. Era época del descubrimiento del Océano Pacífico, realizada también por Balboa.

En 1513 el Rey relevó del mando de la población a Vasco Núñez de Balboa, hombre gallardo, joven, sano y de fuerzas hercúleas. Y en su remplazo nombró como gobernador en propiedad para toda la región del Darién a Pedrarias Dávila, quien llegó a la ciudad, como ya dijimos, en 1514.

El soldado Almagro arribó con una expedición de casi 2000 hombres: curas, artesanos, médicos, mujeres y soldados en los que se encontraban fray Hernando de Luque, fray Juan de Quevedo, Bernal Díaz del Castillo, Pascual de Andagoya, Hernando de Soto, Gonzalo Fernández de Oviedo —testigo y cronista de sus andanzas—, Gaspar de Espinosa, Sebastián de Belalcázar y otros personajes más.

Sin embargo, todo empezó a fallar. Los españoles, con el consentimiento de Pedrarias y del obispo Fray Juan de Quevedo, se dedicaron a saquear y a esclavizar a los indios; las violaciones eran frecuentes, hasta se creaban decisiones para sortear la muerte de los indígenas en simples partidas de ajedrez. Tal fue el temperamento de Pedrarias, hombre judeoconverso, ambicioso y cruel, que tuvo el merecido apodo de furor domini (“Ira de Dios”).

Ante el caos y el hastío del que fue también partícipe Diego de Almagro, este optó por retirarse a los alrededores, construyendo una casa y dedicándose a lo que él estaba acostumbrado: la agricultura. Vivía cerca de una playa de arena blanca. Se bañaba en un mar tibio y tenía por primera vez algunos indios como sirvientes. Le habían asignado un bonito lugar donde edificó una pequeña mansión rodeada de jardines y árboles frutales.

Así fue desplegándose en el tiempo la odisea que le tocó vivir. Hasta que un 30 de noviembre de 1515 le fue anunciada la visita de un desconocido.

—¡Déjelo que pase! —gritó Diego.

El visitante era un hombre alto y barbudo, que ingresó precipitadamente.

—¿Con don Diego de Almagro? —preguntó con duda.

—Sí... Con él mismo...

—Por favor, ¿podríamos hablar?

Le dijo que sí. Y por un corredor salieron y caminaron hasta llegar a la playa. Era un día soleado, agradable. Y ahora estaban sentados sobre la arena blanca del mar. Sus espadas, clavadas en la arena, brillaban al sol del mediodía.

—¿En qué le puedo ser útil? —preguntó Diego.

—Vengo a hacerle una propuesta... Soy Francisco Pizarro... Mire qué es una extrañísima casualidad encontrarlo en este inhóspito lugar. Le he propuesto a un viejo amigo la realización de un proyecto. Hemos decidido armar una expedición para ir a la conquista de tierras ricas en oro...

—Ah, entonces es usted Don Francisco Pizarro, y sé que tiene buenas referencias. Y también sabe lo que promete el sur… Estoy bien aquí, pero me aburre mi estancia. Mire, tengo un cierto número de esclavos. Me avergüenza la palabra. Yo fui una especie de esclavo en España.

—Deje de pensar en esas cosas, aquí usted es libre, amigo Diego. Potencialmente un hombre poderoso. Somos propietarios de un continente de proporciones indefinidas.

—Bueno, lo dice porque usted tiene un cierto prestigio en la colonia.

—Es un continente nuevo; ya Américo Vespucio lo ha comprobado. Son noticias que han llegado de España. Este continente no tiene nada que ver con las Indias ni con Cipango. Hasta un cartógrafo alemán se ha atrevido a llamarla América por Américo.

—¿Así?… Está muy bien enterado…

—Terra nova, e nostra, mi querido amigo.

En esos instantes de conversación, dos indios los interrumpieron. Traían trozos de carne caliente sobre verduras de colores enérgicos, acompañados de pan con piel negra. Dos cocos, partidos por la mitad, servían de copa. Contenían un líquido alcohólico cristalino que se reflejaba blanco. Era ron.

—Me han dicho que usted solo sirve para la guerra… —continuó Diego.

—Es a mi parecer lo que más agrada la confianza de los gobernadores…

—A mi parecer, somos diferentes... Aunque de destinos parecidos. He aprendido que la vida es esto, el ir por el mundo tras la conquista de nuestros sueños. Y eso me basta para ser motivo de mi admiración. Lo del sur… es cuestión de dinero que no tenemos. Como usted ve, parece que nunca me iré de aquí… A menos que haya otra mejor proposición.

—Sí que la hay… —contestó el visitante.

—Yo estoy aquí porque el destino me trajo… Pero me alegro de ello.    

—Lo que sucede aquí es terrible —aumentó Pizarro, cambiando de tema.

—Si las cosas siguen así, no sé a dónde vamos a parar.

—El padre Hernando de Luque me pidió que te visitara… Me ha dicho que eres un excelente soldado. Y disculpa por tutearte, porque creo que ya me perece conocerte.

—No tenga cuidado… Sí, se lo pedí… Él es como un verdadero padre para mí. Soy Diego de Almagro, aunque creo que usted ya me conoce —respondió con una alegría desenvainada—. Ahora mismo me estoy preparando para partir con 260 hombres a mi mando. Tenemos que buscar otros lugares. El ambiente es hostil, y hay una creciente degeneración.

—Todo es culpa del gobernador. Es un completo inútil. Vengo del interior; es cosa del demonio. Todos se están rebelando... Dicen que hay un lugar conveniente al otro lado, hacia el oeste. Esto no durará más de tres años... El rey se equivocó al relevar a mi gran amigo Balboa. Este me ha dicho que me vaya con él, al lugar que te digo. Si tú deseas, te lo presento...

Te cuento, mi amigo Balboa es un tipo increíble. Siendo todavía muy joven, con solo 24 años, se embarcó en la expedición de Rodrigo de Bastidas. Zarparon del puerto de Cádiz en dos naos: la San Antón y la Santa María de Gracia, junto a un bergantín y una chalupa. En esta última también viajaba el renombrado piloto Juan de la Cosa, quien había participado en los dos primeros viajes de Colón y además era cartógrafo; había trazado el famoso mapamundi. En total, según me contó Balboa, debían ser unas 50 personas entre marinos, grumetes, oficiales y pajes.

Balboa también me dijo que había varias mujeres en la expedición, aunque después perdió su rastro. Descubrieron Barbados, despoblada en ese entonces, y posteriormente arribaron a Coquibacoa y a una gran bahía que nombraron Cartagena. Sin embargo, enfrentaron dificultades con los nativos en el Istmo de Panamá, por lo que zarparon hacia La Española, donde desembarcaron y repararon las naves. Fue allí donde Balboa se estableció, recibiendo algunas tierras cerca de un puesto llamado Salvatierra de la Sabana. Aprendió conocimientos geográficos y lingüísticos durante este periplo que luego resultarían valiosos en sus futuras exploraciones.

Cansado y herido, consideró que era un fracasado, pero como ya te comenté antes, él es diferente. Con 34 años y sumido en deudas, decidió emprender nuevos horizontes. Así fue como se unió secretamente al bachiller Martín Fernández de Enciso, quien se dirigía a Tierra Firme para ayudar al gobernador Alonso de Ojeda, herido en una pierna. Los nativos utilizaban armas letales, incluidas flechas envenenadas. Balboa y su perro lograron colarse a bordo disfrazados en un tonel de harina y viajaron como polizontes. Cuando fueron descubiertos, Enciso lo amenazó con abandonarlo en la primera isla que encontraran. No obstante, cambió de opinión y permitió que continuara el viaje.

Durante el trayecto, ganó popularidad entre sus compatriotas, convirtiéndose en un líder carismático para aquellos que anhelaban conquistar e instalarse en tierras vírgenes. Finalmente, llegaron al continente, a un poblado llamado San Sebastián, uno de los primeros asentamientos españoles. Ahí es donde lo conocí y entablé una profunda amistad con él. Juntos vivimos numerosas fiestas y conocimos a hermosas nativas, experiencias que Balboa, un hombre solitario, parecía necesitar desesperadamente. Incluso se enamoró perdidamente de una de ellas. Tras diversas batallas con los nativos y mudarnos a la costa del Golfo de Urabá, fundamos lo que ahora ves, Santa María de la Antigua del Darién, la primera capital colonial de Tierra Firme.

—¡Qué trajín llevan ustedes!... Amigo mío, tengo que conocer a Balboa, pero será en mi regreso... La hora nos ha superado, y me veo obligado a retirarme... El gobernador está temblando de miedo, y me ha encargado fundar una villa en el interior, como plan de repliegue si las cosas se complican.

—¡Que tengas mucha suerte!...

—Igualmente.

Así transcurrió la primera agradable conversación que sostuvieron.

Durante la expedición, Diego experimentó numerosas dificultades que culminaron en una grave enfermedad. Forzado a abandonar su objetivo, debió regresar a Darién, delegando la conclusión de la misión al licenciado Gaspar de Espinosa, un individuo de barba gris y rostro afilado; político, protector y traidor de Balboa.

Después de haber estado en contacto con Francisco Pizarro, Diego al fin conoció a Vasco Núñez de Balboa cuando este era el encargado de Acla y yerno por poder de Pedrarias —este lo había casado con la mayor de sus hijas, María de Peñalosa, que residía en España—, lugar que Diego hubiera fundado si no hubiese sido por la enfermedad que le aconteció. Balboa quería construir cuatro bergantines con los materiales que Gaspar Espinosa había dejado en Acla; recortarlos y luego reconstruirlos en el Mar del Sur —El Océano Pacífico—; con los cuales quería incursionar hasta el imperio de los Incas. Pero todo no salió como él quería, tuvo que atravesar 22 leguas de sierras ásperas y fragosas, perdiendo en el trayecto parte de los materiales que habían sido comidas por carcomas o termitas, haciéndole perder su trabajo y dinero. Pero Balboa, hombre cazurro y terco, las rehízo y viajó en ellas por el Pacifico hasta la isla de Las Perlas (grupo de 39 islas y 100 islotes ubicadas en el corazón de Panamá), pero llegando solo hasta el Puerto de Piñas (cerca de la frontera con la actual Colombia).   

Luego de colaborar estrechamente con Balboa, Diego de Almagro recibió información crucial acerca de territorios sureños llenos de riquezas auríferas. No obstante, nuevamente enfermo, se dirigió a Darién para recuperarse.

***

Aunque Diego de Almagro y Fray Hernando de Luque llegaron en la misma expedición de Pedrarias a tierras americanas, lo hicieron en distintos navíos. Fue en Panamá, durante la década de 1518, donde se conocieron y entablaron una profunda amistad. Por aquel entonces, Almagro se desempeñaba como soldado bajo las órdenes de Pedrarias Dávila, gobernador de la provincia de Castilla del Oro; mientras que Luque oficiaba de vicario en la ciudad de Panamá. Más allá de sus distintas ocupaciones, ambos compartían un vivo interés por explorar y conquistar nuevos territorios. Esa afinidad fue el germen de una relación de camaradería que los embarcaría en grandes empresas conjuntas.

Siete de julio, 1518.

Ubicados justo al lado de la entrada que conducía a un pasillo techado, Diego de Almagro y Fray Hernando de Luque departían amigablemente. El corredor, de construcción rudimentaria, estaba cubierto por un entramado de madera con claros entre viga y viga, que dejaban filtrar la luz. Ramas entretejidas de parras completaban aquella cubierta campestre. Era un lugar que invitaba al sosiego y la conversación reposada. Sus asientos eran un tronco liso y viejo. El ambiente era grato y refrescante. El entorno agreste realzaba la sencillez del momento. Allí, templado por la sombra y perfumado por la vid, el intercambio fluía tan clarificador como el propio sol que tocaba escasamente sus rostros.

Su diálogo, sin embargo, se caracterizaba por ser algo ambiguo y discrepante.

—¡Está hecho una abominación! —declaró el sacerdote.

—¿A qué se refiere, padre? —preguntó Diego, sorprendido.

—Resulta que don Pedrarias descubrió a Balboa seduciendo a su esposa, doña Isabel de Bobadilla, sobrina de la marquesa de Bobadilla.

—¡Guau, prepárese para una tormenta!... —expresó Diego, incrédulo.

—No solo está celoso, sino que también le produce envidia la fama que ha ganado el descubridor. Además, se atrevió a zarpar rumbo al Mar del Sur sin su permiso. Ha mandado al capitán Francisco Pizarro con un contingente de soldados a darle captura, sea donde sea que lo encuentren —continuó explicando el religioso.

—¿Ha enviado realmente a Pizarro? —interrogó Diego, desconfiado.

—Así es. Pero detrás de esto están Alonso de la Puente y el licenciado Espinosa, quienes han manipulado a don Pedrarias para que actúe así —respondió Luque.

—¿Podría ser que Pizarro estuviera involucrado en esto? Es un traidor… Todo se paga en esta vida… —reflexionó Diego.

—¡Pero, mi hijo! —protestó el sacerdote, girando su rostro hacia él—. ¿Cómo puedes decir semejante cosa?

—Lo digo en serio, padre. Creo firmemente que hay algo oscuro tras todo esto. Hay demasiadas coincidencias. Anoche, Pizarro incluso me pidió que cuidara a su prometida, una hermosa princesa nativa llamada Ana Martínez, más conocida como Marina, hija del jefe Patau —argumentó Diego.

—Sí, sé quién es. Es verdaderamente hermosa —confirmó el clérigo.

—Exacto, posee una belleza cautivadora. Lo único que deseo es irme de este lugar. Estoy agotado y ansío regresar a casa. Tengo fe en Dios y en nuestro rey, y no veo razón alguna para permanecer aquí. Mis aspiraciones van más allá de esto —finalizó Diego.

El sacerdote lo observó sorprendido y luego sonrió.

—Tal vez el destino nos lleve a otros lugares... Mi misión es difundir la fe. Espinosa está preparando otra expedición. Si quieres, puedo recomendarte —manifestó.

Diego sonrió con discreción.

—¿Espinosa?, ese es el dato más valioso que he obtenido hoy... Si usted me favoreciese, ya estoy casi restablecido —respondió.

—En ese caso, considera que es un hecho.

A los pocos días, partió en la expedición con 200 hombres, entre ellos el ahora capitán Francisco Pizarro. La expedición duró 14 meses.

La mano del destino, esa fuerza impenetrable que rige nuestras vidas, los había vuelto a reunir en esta nueva aventura. En medio de la espesura montañosa, no cruzaban palabra; solo se comunicaban por señas, pues el calor agobiante, la frondosidad del bosque y el acecho de alimañas y mosquitos no daban tregua para pausas. Sudorosos bajo el sol inclemente, abriendo paso entre la maleza húmeda, ellos avanzaban con la complicidad de viejos camaradas. No necesitaban hablar para entenderse; les bastaba una mirada cómplice, un gesto fugaz, para saber que el otro estaría allí, tanto en la adversidad como en el éxito. Codo con codo enfrentaban los embates de la jungla, así como antaño encararon, cada uno, incontables desafíos. Más que el azar, era el destino quien los había vuelto a cruzar en ese sendero indómito. Juntos irían forjando su sueño de gloria.

Con el paso del tiempo, Diego de Almagro tuvo un hijo fruto de su relación con Marina, al cual llamaron Diego el Mozo. Se dice que Pizarro llegó incluso a criarlo como propio, demostrándole gran cariño y afecto. A pesar de sus diferencias sentimentales, ambos hombres mantuvieron una profunda amistad, o quizás algo más, un "cuchillero y forajido compadrazgo" basado en su mutua admiración y respeto como futuros conquistadores.

Durante su viaje, la expedición encabezada por Pizarro y Almagro enfrentó numerosas batallas, siendo la más destacada la librada contra el cacique Nata. Tras superar este obstáculo, fundaron una villa antes de proseguir su camino. Su objetivo era llegar a la ciudad que Pedrarias estaba edificando en el Pacifico.

La travesía transcurrió con altibajos, puesto que, aunque no encontraron mayores impedimentos, sus armaduras quedaron marcadas por la sangre y el barro, evidenciando el duro trabajo realizado. Estaban exhaustos y sólo podían comunicarse mediante gestos debido al cansancio extremo. Cada uno de sus músculos trabajaba sin descanso para abrirse paso en la densa vegetación utilizando machetes y espadas. Además, soportaban un intenso calor que provocaba que el sudor fluyese constantemente por sus rostros. Anhelaban liberarse de sus armaduras, pero sabían que hacerlo equivaldría a firmar su sentencia de muerte.

Finalmente, luego de un largo y agotador viaje, Pizarro, Almagro y sus hombres llegaron a la cumbre de la montaña y quedaron asombrados por la belleza del Mar del Sur ante ellos, y más abajo, el diseño de la ciudad de Panamá, fundada hace poco por Pedrarias. En ese momento, el licenciado Gaspar Espinosa, lugarteniente de Pedrarias, se reunió con ellos después de haber dejado establecida la villa de Natá.

***

La aldea, acurrucada al pie de una colina, irradiaba una tranquilidad que contrastaba con la inquietante noticia del encuentro confirmado. Diego, anticipándose, había esperado en su casa la tarde del día anterior a Francisco. Rumores de que lo habían visto merodeando el límite de la jungla circulaban entre los habitantes. No era cierto, ya que, en un intento por aclarar sus pensamientos, Francisco Pizarro había decidido visitar el bar, sumergiéndose en la intrigante atmósfera del pueblo.

Al otro día, Diego estaba acostado en una hamaca, esperando ansiosamente la llegada del Capitán Francisco Pizarro. Después de pasar toda la noche sin dormir, fue despertado abruptamente por una mano pesada que le tocó en el hombro, causándole un gran susto. Cuando abrió los ojos, se encontró con un caballero alto y barbudo, empuñando un sable, y vestido por completo de negro.

—¡Sígame, por favor! —exclamó el barbudo caballero.

—¡Qué diablos! Pensé que no vendría —respondió Diego, medio dormido.

—¡Hágame el favor! ¡Ayer se me hizo tarde, pero ya llegué! —insistió el visitante.

—En ese caso, caballero, estoy a su servicio… —contestó Diego, adoptando una actitud formal.

—Me llama la atención lo que usted ha hecho con mi prometida… —declaró el barbudo.

—No sé de lo que me habla… ¿Es cierto que tomó prisionero a Balboa? —replicó Diego, sorprendido y queriendo cambiar de tema.

—Sí. Como cierto es que usted ha tomado de mujer a mi prometida —acusó el barbudo caballero.

—Ella misma me dijo que no tenían compromiso alguno. El amor y la ocasión funcionan así. No soy yo el culpable —se defendió Diego.

—¿Cómo?... Pero eso no me ha traído por aquí… Cuando dispongamos de tiempo, podremos discutirlo. Hoy no estoy en condiciones de confrontarlo o reprocharle su comportamiento, puesto que me encuentro sumergido en el peor de mis contratiempos personales... Las decepciones son inevitables en la existencia, mas esta representa la más insatisfactoria de todas. Cuando lo hallé, carecía de la determinación para encararlo. Al advertir mi actitud beligerante, interrogó: «¿Qué ocurre, Francisco? Jamás me has recibido de esta manera». Siendo su confidente, me vi obligado a ocultar mi irritación y, sin satisfacer su curiosidad, ordené que fuera esposado y presentado posteriormente ante el gobernador, un individuo vil y repulsivo que no merece el menor respeto. No obstante, en ese contexto, la elección era clara: o él o yo.

—Lo que has hecho es condenarlo a muerte —dijo Diego de Almagro.

—Sí. Le ha rogado que le perdonara la vida, pero este viejo infame se lo ha negado. Ha ordenado al verdugo García que le corte la cabeza —respondió Francisco Pizarro.

—¿Pero él no ha apelado al Rey o al Consejo de las Indias? —preguntó Diego.

—No puede. El miserable anciano se lo impide. Es un castigo absolutamente desproporcionado. ¡Carajo! No pensé que se llegara a tanto... —respondió un consternado Francisco.

—Pero ¿qué puedes hacer? —preguntó Diego.

—¡Nada...! ¡Absolutamente, nada! He sido un estúpido.

—Mejor cambiemos de tema... Con tantos individuos de tal calidad, qué podemos esperar... —-dice Diego, sonriendo amargamente y dándole dos palmadas en el hombro.

—Adónde vamos a parar ahora mismo... Sí. Mejor hablemos de otras cosas —contestó Francisco.

—Ya me he enterado de tu conversación con el padre Luque... No sé si son leyendas, pero podrían llenar una conversación de muchos días. Yo mismo me he asombrado con tu destreza en el campo de batalla. Y he comprobado que eres un hombre justo y honrado cuando das tu palabra. Y aplicas el rigor sin miramientos...

—Mejor no te cuento mi vida como encomendero ni mi experiencia como alcalde, y lo que atravesé con Alonso de Ojeda cuando nos adentramos en esa densa vegetación caribeña, la maldita selva de los infieles indígenas. No sabes lo que es ver a Juan de la Costa atado a un árbol, pareciendo un erizo, cubierto de flechas que atravesaban su cuerpo hinchado y deforme. Uno tiene que mantenerse firme en esos momentos, dar ánimo a los demás, que tenían rostros llenos de terror. Gracias a eso, mucho después se fundó en ese lugar la ciudad de Cartagena de Indias.

—¡Qué historia la que has vivido…! Pero dejémonos de formalidades. Olvidemos el 'usted' y hablemos como conocidos.

—Bien, creo que sí… Pero sigamos… Lo que sucedió es mucho más de lo que te puedas imaginar… Esta expedición no fue nada… Un día, Ojeda cayó en una trampa. Una flecha alcanzó su muslo. Tuvimos que arrastrarlo hasta el fortín… Y el médico ordenó que le cauterizaran la herida con una plancha de hierro al rojo vivo. Por poco no la cuenta… Quedó flaco y desgarbado; tenía que salir de allí. Si no fuera por un pirata, un tal Bernardino de Talavera, que llegó por esos giros del destino, él habría muerto en cuestión de días. Se lo llevaron y yo quedé a cargo…

—Usted sí que es un hombre experimentado… Pareces inmune a las plagas que afectan a nuestra gente. Yo mismo lo padecí… El dolor de barriga y la diarrea no me abandonaron en mi primera expedición… Al final, tuve que desertar… Imagínate… Yo estaba a cargo.

—Por favor, deja de tratarme de usted… Sí, claro, pero mira lo que está pasando. No quisiera acabar como Balboa.

—Es una lástima… La traición es… Tú sabes a qué me refiero.

—Comprendo. Sí, comprendo —dijo Pizarro, avergonzado y confuso.

***

Plaza pública de Acla, Panamá, quince de enero, 1519

Vasco Núñez de Balboa perdió su vida a los 42 años, tras ser ejecutado por orden de Pedro Arias Dávila, también conocido como Pedrarias. Después de ser arrancado de su celda, pronunció palabras maldicientes contra aquellos que dictaminaron su sentencia. Según Quintana, "fue sacado de la prisión... Los espectadores, llenos de horror y compasión, le miraron cortar la cabeza sobre una tarima y ponerla después en un poste infamante". Sin embargo, el licenciado Espinosa retrocedió al ver la extrema gravedad del castigo, aunque en última instancia resultó ser el responsable indirecto, ya que conspiró junto a Pedrarias con el fin de emprender la conquista del poderoso Imperio Inca.

***

Por todo lo ocurrido, no es sorprendente que el gobernador mostrara consideración hacia ellos. A pesar de ser temidos, nunca pensó en renegar de la admiración que les profesaba. Les asignó dos solares, en las cuales los dos amigos se apresuraron a construir sus casas; y cuando estas ya estaban listas, Almagro y Pizarro comenzaron los preparativos para explorar, conquistar y colonizar las tierras del sur, que los nativos llamaban Pirú y que aseguraban eran ricas en oro.

Tanto Diego de Almagro como el capitán trujillano, Francisco Pizarro, hombres con poca instrucción literaria, llegaron a Santo Domingo en 1502 como pajes del gobernador de la isla Española.

Además, hay que señalar que cuando Almagro conoció a Pizarro, este último era pobre. Su ambición era limitada. Todos los demás capitanes que habían llegado con él eran ricos o famosos. Descubrían mares, ríos, islas, minas de oro, imperios. Almagro era diferente, lógico, incansable, generoso y leal especialmente hacia Dios y al Rey. ¿Qué los unía? Que ambos eran bastardos y que habían herido o matado a un hombre en Sevilla y huido a América; además, tuvieron la misma miserable infancia y la misma juventud de pobreza. En resumen, Pizarro era un astuto veterano, con mucha intuición, pero lleno de culpa; mientras que Almagro era un ser sin prejuicios y hábil, que avanzaba sin quejarse.

Miércoles, 5 de enero de 1522

La aldea entera los rodeaba y el sol estaba en el horizonte cuando se volvieron a encontrar.

—Hola hombre… ¿Qué es de su vida? —dijo Diego.

—Hola, ¿cómo estás? Mira, tu hijo ya está casi a mi altura, ¡qué rápido pasa el tiempo! Uno parpadea y ya están grandes.

—Muy bien, amigo mío. He oído rumores de que aún existen territorios inexplorados en el sur. ¿Qué opinas si organizamos una expedición y partimos en esa dirección?

—No sé, compadre…

—No puedo creer que te conformes con vivir así, debemos despertarnos de este letargo. El mundo está lleno de posibilidades y todo el mundo se está forrando, ¿y nosotros? Debemos actuar por nuestro propio beneficio, por nuestras familias, por Dios, por España y por nuestro querido Rey.

—Estoy de acuerdo contigo, ¡somos como dos mitades de un mismo cuerpo! Tenemos una sola alma... —respondió Francisco.

—Tienes razón, Clarinete. Eres alto, fuerte y valiente. Eres un guerrero consumado y temido en el campo de batalla. Conozco bien tus hazañas y eres sin duda un experto en artes militares —dijo Diego.

—Gracias por tus halagos, pero no hace falta exagerar. Adelante con nuestro plan, confiemos en el destino. Antes de continuar, prueba esta bebida —contestó Pizarro.

—¿De qué se trata? ¿Hay alcohol en ella? —pregunta un curioso Almagro.

—No, no tiene alcohol. Sin embargo, te dará energía y te alegrará el día —responde un sonriente Pizarro.

Al probar el brebaje, Almagro arrugó la frente y frunció el labio superior, mientras intentaba ocultar su disgusto. Se trataba de un líquido oscuro y caliente con un sabor peculiar y distintivo.

—¡Demonios!, ¿qué es esto, Pancho? Tiene un gusto amargo, pero después queda un agradable sabor...

—Este es café, en esta región lo preparan con leche y resulta más sabroso que el de Arabia.

—Si ese es el caso, ¿por qué no comercializamos el café en Europa? Seríamos muy exitosos y obtendríamos enormes ganancias —dijo emocionado Almagro.

En ese momento exacto, Pizarro extrajo una hoja grande de tabaco de su bolsa y comenzó a enrollarla. Posteriormente encendió el puro y lo colocó entre sus labios. Ante tal acción, Almagro permaneció boquiabierto y atónito.

—¿Qué es eso? —preguntó Almagro.

—Lo llamamos tabaco. Proviene de una gran isla conocida como Cuba, donde Diego de Velázquez fundó una colonia en 1511 —respondió Pizarro.

Finalmente, ambos amigos decidieron hacer todo lo posible para seguir avanzando hacia la realización de su objetivo común. Su meta era construir un vasto imperio, o incluso explorar opciones para colonizar otros planetas. Tenían un sueño tan extraordinario que juraron cumplirlo juntos.

Transcurrieron cuatro años durante los cuales los dos amigos aumentaron considerablemente sus riquezas individuales. No obstante, nunca abandonaron sus planes originales ni cesaron de preparar la próxima expedición.

Los últimos cuatro años fueron particularmente felices para Diego de Almagro. Disfrutó de su tiempo junto a su devota esposa y su único hijo, Diego el Mozo, en su nuevo hogar.

***

Supongo que la historia realmente comienza aquí. Mi intención ha sido mostrar el carácter noble de Diego de Almagro, quien comparte una profunda amistad con el capitán Francisco Pizarro. También puede suceder que ambos hombres pueden verse involucrados en conflictos y ambiciones personales. También vale recordar que la invención de la imprenta estaba cerca de la época en que nacieron estos personajes, por lo que la idea de analfabetismo es relativa. Mientras que solo el 20 % de Europa tenía educación formal en artes y ciencias, la astucia y el espíritu maquiavélico inherentes a la naturaleza humana jugaban un papel importante. Estos rasgos, combinados con otros factores, probablemente influyeron en sus decisiones y acciones.

Está documentado que varios exploradores habían intentado anteriormente lo que ahora planeaban Almagro y Pizarro, aunque sin éxito.

El primer intento: A pesar de su avanzada edad, el destacado navegante vasco Pascual de Andagoya recibió los permisos necesarios para dirigir una expedición marítima hacia el sur en 1522. Su objetivo era proteger a los indígenas de Cochama, cuyas aldeas estaban siendo amenazadas y saqueadas por los indios del Birú.

Tras seis días de viaje en compañía de los indígenas de Cochama, Andagoya llegó a una fortaleza principal en las tierras del cacique Birú, donde derrotó y sometió a los defensores. Allí obtuvo información detallada sobre un imperio mítico ubicado más al sur, conocido por sus riquezas y tecnologías avanzadas. Los indígenas propusieron aliarse con Andagoya para conquistarlo, y él aceptó.

Andagoya dijo: "En esta provincia de Birú, supe y hallé relaciones, tanto de los señores como de mercaderes e intérpretes que ellos tenían, acerca de toda la costa y de todo lo que después se ha visto hasta el Cusco." De hecho, Andagoya había estado muy cerca del imperio de los Incas, uno de los más poderosos y desarrollados de América, similar al Imperio Azteca subyugado por Cortés en ese momento. Sin embargo, su aventura terminó abruptamente debido a una desgraciada caída en el agua, que le impidió montar a caballo y lo mantuvo incapacitado durante varios meses. Frente a la perspectiva de enfrentarse con sus escasas fuerzas a los temibles indios del sur, Andagoya decidió regresar a Panamá, mostrando prudencia ante la poderosa presencia militar de la región, que le describieron con temor y respeto los habitantes del Birú.

Posteriormente, Pedrarias Dávila otorgó un segundo permiso de exploración, esta vez a Juan Basurto, quien, como más tarde lo harían Almagro y Pizarro, tuvo que pagarle a Pedrarias por dicho permiso. Sin embargo, Basurto murió durante la expedición sin haber conseguido ningún logro significativo.

Fue recién en 1524, tras diez años desde su llegada a América y cuando contaba con 45 años de edad, que Diego de Almagro organizó oficialmente la primera expedición rumbo a las tierras del Imperio Inca.

***

Jueves, 1 de febrero de 1467

Nacido en Tomebamba, durante la conquista del septentrión, ciudad de los cañaris que ostentaba el segundo lugar en importancia después del Cusco —una distinción atribuible a sus construcciones, que rivalizaban con las de la capital del Imperio—, permaneció en su célebre ciudad natal hasta los seis años de edad. De manera inmediata, se vio obligado, debido a su edad y a las circunstancias, a trasladarse hacia el 'ombligo del mundo' junto a su padre, el Sapa Inca Tupac Yupanqui. Se dice que el Sapa Inca presentaba una estatura media, rasgos morenos, ojos grises y un rostro anguloso, con cabello excesivamente corto y orejas deformadas por gruesos adornos.

Una vez instalados en Cusco, durante un acto ceremonial, el Auqui causó una buena impresión al dirigir hábilmente al ejército incaico hasta la fortaleza de Sacsayhuamán, lo que llevó a su padre a convertirlo en su favorito y allanar su camino hacia el trono. Los amautas y sacerdotes más destacados se encargaron entonces de educar al joven príncipe, transformándolo en un individuo disciplinado e intelectualmente agudo. Durante este periodo formativo, el futuro Inca se sometió a rigurosos entrenamientos militares, que culminaron con éxito cuando superó la tradicional prueba del huarachicu. Debido a sus notables aptitudes, Túpac Yupanqui decidió nombrarlo heredero, pese a su juventud, y adoptó el nombre de Huayna Cápac para simbolizar su ascenso fulgurante al poder.

 También conviene recordar que las numerosas intimidades eróticas y esposas secundarias o Pihui del Sapa Inca desempeñaron una gran influencia en la formación del primogénito. Las mujeres principales de la casa tenían mucho poder, y las relaciones familiares seguían líneas matrilineales. Por esta razón, una devota madre se encargaba de criar a sus hijos y planeaba cuidadosamente sus matrimonios, ya que de uno de ellos dependería el control efectivo sobre el Tahuantinsuyo o los Cuatro Estados Unidos o Cuatro Suyos Unidos del Incanato.

Algunos cronistas desaforados relatan que las cuestiones eróticas ocupaban un lugar destacado en las costumbres de la nobleza del Imperio. Existía un ritual donde los jóvenes de ambos sexos, tras libar chicha fermentada y danzar al compás de la quena, la tinya y la zampoña, concluían desnudos en una iluminada y espaciosa cancha. Posteriormente, se entregaban a una desenfrenada orgía que podría considerarse de proporciones épicas. Un gusto exuberante que creían estar compartiendo en armonía con la Pachamama.

Acá hay un relato. Esto empezó poco antes del matrimonio del príncipe Inca:

El sol resplandece en lo alto del cielo y una fuente de piedra finamente labrada mana suaves chorros de agua. Un grupo diverso de jóvenes, agitando las manos, señala los jardines contiguos. Parecen listos y decididos para algún tipo de competición. La brisa acaricia sus largas cabelleras sueltas, produciéndoles una agradable sensación. Varias mujeres se apiñan junto al Inca, quien sonríe astutamente. En ellas afloran sentimientos encontrados ante su cercanía.

Desde su asiento, la Coya se levanta y se acerca a su hijo, que se encuentra apartado del grupo.

—Hoy tienes que participar en la danza ritual de fecundidad en honor de Chaupiñamca —le dice.

Él esboza una sonrisa para sus adentros.

—¿Madre, me entregarán la ofrenda de los dos puñados de coca? —pregunta él.

—Los dos puñados de coca y un buen kero de maca… porque me ha dicho tu padre que solo quieres tener sexo con cinco de ellas… Hijo, no me vayas a fallar… Debes saber que cuando crezca tu pájaro negro chiwillu todas las mujeres vendrán… Y cuando digo todas, son todas… Tu padre ya te habrá advertido que ni siquiera se salvan la tía, la prima o la abuela, y ni hablar de las cuñadas.

—¡No, madre, no se preocupe…! Hoy entraré en trance y llevaré al wachoq a diez de las que usted escoja; y con mi raka las copularé hasta las últimas consecuencias… Ya el Sapa Inca me ha instruido… Me dijo que en sus orgias con tía Pillcu y diez concubinas se entregaba con mucha pasión; las ponía en las poses convenientes e ingresaba a sus cuerpos, conmoviéndoles el fondo de sus almas… Y que al final ninguna se salvaba de ser estrenada… aunque terminaba con el chiwillu muy escaldado… Pero lo solucionaba con un trozo de nieve que el chasqui le traía, con lo cual calmaba la quemazón...

—Naturalmente que sí; pero… no te cuides… Si una de ellas te dice que concluyas en sus senos, no le hagas caso… Siempre salen con una sobadita en las tetas y en la cara; eso déjalo para el final porque si no te harán terminar pronto… Tú tienes que ser el último en concluir con la faena… Recuerda que eres el primogénito del Sapa Inca… El futuro Viracocha, el más hábil entre los candidatos al gobierno…

—Claro que sí… ¡Gracias por sus consejos! Pero ahora voy a juntarme con el grupo.

Entre cincuenta y sesenta repeticiones como estas se ocupaban de entrenar física y mentalmente al heredero del Inca.     

Todas estas enseñanzas surtieron efecto, por lo que el Auqui terminó, literalmente, con toda la familia, para envidia de Vargas Llosa, Darwin y Poe.

¿No me creen? Entonces avancemos hasta su primer matrimonio:

Hoy se casa el futuro Sapa Inca con la mayor de sus hermanas, un hecho axiomático. No sabemos si hay romanticismo, inocencia o ganas de aventura. Lo que sí es un hecho es que los nobles y los curacas han llegado de todos los confines del imperio. Todo está preparado para el éxito, y la atmósfera es divertidísima y contagiosa. Se casa el Auqui Huayna Cápac. Ha salido del templo del sol y se dirige a la casa de la novia con varios regalos. Lo acompañan sus padres, hermanos y hermanas, conformando una panaca grandísima. También lo acompañan los señores del Chinchaysuyo. La novia luce los emblemas de su panaca, representados en su vestimenta: el acsu, la lliclla, un tupu, un chumpi, y en la cabeza, sobre su larga cabellera, una hermosa sukkupa. De uno de sus hombros cuelga la chuspa, y calza unas amigables y frescas usutas. Luego del intercambio de regalos, ella se muestra triunfante; al fin y al cabo, sabe que nada es al azar, que la conservación de la pureza de la sangre es inevitable, y, por ende, su poderío.

—¡Afortunados muchachos! —dice el Sapa Inca.

El Auqui sonríe para sí mismo, algo asustado.

—¡Es tan guapo y listo! —dijo su madre.

Finalizado el ritual en casa de la novia, toda la comitiva se encaminó al templo del Sol, donde el gran sacerdote, vestido para la ocasión, aguardaba.

Los representantes de los tres suyos restantes escoltan a la futura esposa, Mama Pillcu, cuyo linaje supera al del propio Auqui. Esta unión garantiza al heredero la participación de los cuatro suyos y, por ende, el control total y efectivo del Imperio.

Ya en el recinto sagrado, los invitados se ubican a ambos lados de los novios. El sacerdote se aproxima al Auqui, de pie junto a su futura esposa, y le alcanza un par de pequeños keros rebosantes de chicha. Este los eleva en el aire y, tras vaciar su contenido al suelo con un giro, se yergue. Con voz grave, brinda uno al Sol y otro a Huanacauri. El sacerdote, lentamente, encara a la pareja y tras felicitarles, deseándoles larga vida, hace entrega a cada uno de una pluma de pilco.

Culminado el ritual, la parentela y distinguidos invitados se encaminan al palacio del Sapa Inca, donde les aguarda un banquete y baile. De ese modo, tinajas y keros colmados de tecti o chicha circularon sin reparos hasta agotarse. El pueblo, entretanto, se arremolinaba en la plaza de Aucaypata, auspiciados por las momias reales y el monarca en persona, sufragando este los gastos.   

El príncipe ahora acompaña a su futura Coya, agarrados de la mano. Y surge una petición:

—Desearía tener muchos hijos...ansío vestidos nuevos...me gustaría...

—¡Ah! ¿Sí? Vendrán los hijos que vengan... En cuanto a lo otro, no me pida promesas imposibles. Eso lo coordina con la Coya... 

—Cuando me tuvo desnuda y abrazada en el lecho, ¡me colmó de ofertas...!

—Es probable. Es que ante una Mama Quilla celestial... qué puede hacer uno; pero ahora, los nervios me traicionan como a una vicuña. ¿Quiere verme tropezar?

—No, mi señor.

—En la luna de miel, pídame cuanto anhele.

—¿Sabe? Hoy envié a confeccionar ropajes al norte. No puedo verme menos que esa Rumi Taya.

—¡Ah, ya sabía yo que se iba a meter con mis concubinas!

—Ya lo creo… ¡Ellas nunca le harán sentir como yo!

—Tiene razón, es verdad…, no lo puedo negar. En especial cuando usted se convierte en jaguar y me atropella… como preparada a morir. Ya si razón, estrujándola, me hace hablar en aru, quechua, aimara y puquina, y hasta en lenguas complicadas… Hablo como periquito… si es que eso es hablar…

—¡Qué me dice! Me hace sonrojar…

—No me haga reír… Si eres un huaco tatuado de muchas poses.

—Ya decía yo que le han ido con el cuento…

—Descuide, esas son las que más me gustan.

—¡Es todo un semental, mi hermanito!

Así que, ya casados, él le dice:

—Haco Coya.

Ella responde:

—Hu Cápac Inca.

Ya en el patio amplio, sus voces cambiaron de tono. El frío y la altitud se aliaron para un abrazo. Después de compartir un breve beso, continuaron su camino.  

—Me gustaría ir contigo y diez concubinas más de luna de miel…

La futura Coya se sobresaltó, encogiéndose de hombros, y le dirigió una elocuente sonrisa de aprobación.

Tras la luna de miel, ocurrió lo previsible. Desafortunadamente, ella jamás llevó un diario —los expertos y fisgones lamentan que no supiera escribir sobre huacos o manejar quipus— por lo que resulta complejo abarcar todo cuanto aconteció entonces. Lo cierto es que, por más que le aplicase las cien posturas del Kamasutra, no logró concebir.

 

***

Contextualizando el espacio y tiempo, y registrando el alma de la cultura española, en el inicio de la edad moderna, tenemos que tener presente algo muy importante. Y es puntual y es preciso nombrarlo. Primero entender que estamos en una España medieval y eclesiástica, y sujeta a prohibiciones tiránicas gravitando sobre su modernidad. Esto se refleja en la potencia que tuvo la creación de la imprenta —no la de los chinos, sino la del alemán Johannes Gutenberg—, hacia 1440. España, cómoda en el tiempo, y conservadora, demoró treintaitrés años más. Fue instalada, por primera vez, a pesar de la tradición manuscrita existente, en 1472. Logro hecho por el político y eclesiástico español y prontonotario apostólico y del Consejo Real de Enrique IV de Castilla y de los Reyes Católicos, Juan Arias Dávila, de la mano de otro alemán, el impresor Juan Parix de Heidelberg, quien —redundando— imprimió en Segovia el Sinodal de Aguilafuente en el mismo año. La lejana y aislada ubicación geográfica de España, junto a su rancio conservadurismo, propiciaron este retraso.

Debemos añadir que, por entonces, en 1441, nacía en el Cusco Túpac Inca Yupanqui, décimo Inca y futuro padre de Huayna Cápac. Diez años después, el 31 de octubre de 1451, llegaría al mundo Cristóbal Colón en Génova. Y dado que la Historia no espera, tan solo 12 años después del alumbramiento del décimo inca, caería Constantinopla en manos otomanas —29 de mayo de 1453—, hecho que para algunos selló el fin de la Edad Media europea. Esta conquista, y su triunfal ingreso en Santa Sofía, llevó a Mehmet II a compararse con el mismísimo Alejandro Magno. Ello implicó que las rutas comerciales orientales dejaran de ser seguras para los mercaderes cristianos.

A finales de abril de 1451, un jueves por la tarde, nació Isabel, hija del rey Juan II de Castilla (ausente ese día) y su segunda esposa, la reina Isabel de Portugal, entonces de 23 años. El alumbramiento tuvo lugar en Madrigal de las Altas Torres, apartado poblado agrícola en el centro-norte peninsular.

Después de dos años desde el nacimiento de la pequeña Isabel, la reina dio a luz a su segundo hijo, el príncipe Alfonso. Este nacimiento proporcionó tranquilidad al rey, ya que ahora contaba con otro hijo varón de reserva.

Dos años después del nacimiento de la pequeña Isabel, la reina dio a luz a su segundo vástago, el príncipe Alfonso. Este nuevo heredero varón propició sosiego al monarca.

Cierto es que la corte de la época se hallaba en perpetuo estado de facciones e intrigas, alianzas y contiendas, tratados y rupturas; en fin, un interminable tejemaneje de ambición y codicia. Ejemplo de ello era Don Álvaro de Luna, valido y amante del rey, fruto ilegítimo de Doña María Fernández Xarava y con tres hermanastros de distintos padres.

Álvaro sostenía una compleja relación tanto con la primera esposa de Juan II como con la segunda. Tampoco era el único mal visto en la corte, dominada por rencores, disputas e insultos entre nobles. Pero nada podían hacer, puesto que por entonces Álvaro ejercía un control casi absoluto sobre el reino. Juan lo había nombrado Condestable de Castilla (máximo cargo militar) y Gran Maestre de la adinerada Orden de Santiago. En síntesis, el apocado monarca poco más hacía que comer y yacer con cuanta fémina se le ponía al frente.

La siempre oportunista nobleza, en bloque, urdió entonces la forma de apartarlo. Tras seis años, Juan II emergió al fin de su letargo para ordenar, el 3 de junio de 1453 en la plaza mayor de Valladolid, la decapitación pública de su valido. No obstante, al día siguiente el arrepentimiento se abatió sobre el monarca, consciente de la laboriosa tarea que ahora le aguardaba sin su hombre de confianza. Sumido en una profunda depresión, pasó a mejor vida exactamente un año después, juntando su alma al de Álvaro.

Después de la muerte de estos dos personajes, y que en la Inglaterra de aquellos tiempos se desarrollara un "Juego de Tronos" (La Guerra de las dos Rosas, 1455-1487), transcurrirían unos años más en la Madre Patria. Finalmente, en septiembre de 1479, se firmaría el tratado de Alcazobas, donde Juanita renunciaría al trono en favor de su sobrina Isabelita.

Antes de morir, Juan II de Castilla había regularizado claramente la línea sucesoria. A su muerte, ocurrida en 1454, le seguiría su primogénito, Enrique, hijo único de su mujer, la reina doña María, hija de don Fernando de Aragón. Si Enrique fallecía, el siguiente en la línea sucesoria sería su medio hermano, Alfonso. Entre uno y otro, se encontraba un tercer vástago, nacido del matrimonio de Juan II con Isabel de Portugal: la infanta Isabel. Ella inevitablemente tenía que esperar un milagro para convertirse en reina.

De esta manera se siguió el camino natural, quedando como nuevo rey de Castilla Enrique IV, bajo la cláusula cancilleresca “de mi poderío real absoluto”, acompañada de los términos “cierta ciencia y motu proprio”, que justificarían una decisión real en contra de alguna norma vigente.

Hasta ahí, todo correcto. La familia no era feliz, pero se soportaba. Hasta que la ambición de un hombre desató la tormenta: Juan Fernández Pacheco y Téllez Girón, Marqués de Villena y ricohombre de Castilla. Este hombre, que dominaba la política del reino (era válido del Rey, puesto conseguido a través de la intriga y la astucia por Álvaro de Luna), no podía consentir que un don nadie, como Beltrán de la Cueva, ostentara mayor poder que él. La venganza se convirtió en su obsesión: dañar la imagen del rey y de aquel plebeyo. Y para ello, eligió el arma más eficaz que usan las chismosas y los cobardes: la calumnia. Fue entonces cuando el marqués de Villena difundió la noticia -una trama política que se convertiría en leyenda negra- de que la princesa doña Juana no era hija del Rey sino de Beltrán de la Cueva. El rumor se extendió como reguero de pólvora, envenenando la corte y el reino.    

Y es por esto —y por el tratado de los Toros de Guisando— que Isabelita, tras la repentina muerte del infante don Alfonso (quizás envenenado por Pacheco) en el verano de 1468, y luego de una tremenda bronca familiar de padre y señor mío, se hizo con el trono de Castilla. Había realizado muy bien su tarea política, pues había dejado de lado a la princesa Juana "la Beltraneja", hija de su madre, pero no de su padre, porque al rey Enrique IV, hermanastro de Isabel la Católica (como ya dijimos, por calumnias de Juan Pacheco y los mal pensados), le "sudaba la espalda". Además, era conocido que él ya tenía antecedentes de género y actividades sexuales en su repertorio. Con su primera mujer, doña Blanca de Navarra, con la que dijo haber tenido 12 años de devotos oraciones y coitus carnales, no tuvo sucesión (aunque otras "mentes brillantes" lo contradijeron argumentando que la dejó "tal cual nació"; y otros, para aumentar esta novela, agregaron que solo era un feliz putañero), pero el hecho es que, en su segunda mujer, doña Juana, infanta de Portugal, a quien también dijo que le había aplicado de todo en la habitación matrimonial durante seis años, tampoco concibió. Por lo tanto, después de esperar seis años más, engendraron a la reina niña, que se llamó Juana, como su madre. Esto, junto con muchas otras razones, hace que la voz pública, dudando, lo apoden "El impotente". Como ya dijimos, el favorito de ambos, Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque, lo había terciado; aunque él lo desmintió y negó de mil maneras. Y para que no dejen dudas, peleó al lado de Isabelita y Fernandito en contra de su supuesta hija (batalla de Toro, marzo de 1476). En resumen, la reina (Juana de Portugal) le había puesto los cuernos. Inmensos cuernos que toda la naciente nación española lo sabía. Y así, no le quedó otra a Juanita que meterse de monja en un convento de Portugal (Santa Clara de Coímbra), terminando la cuestión dinástica y dando comienzo al legítimo reinado de Isabel I, la católica, de la familia Trastámara castellana, a los 17 años de edad.

Pero hagamos un recuento de este mejunje o telenovela que ocurrió hasta llegar a la boda de Isabelita y Fernandito.

Principiemos con la escapadita planeada por Isabelita de la villa de Ocaña; ya para entonces tiene dieciocho años; y es de belleza estándar, porte majestuoso y mediana estatura; de temperamento alegre y exageradamente blanca y rubia; de ojos entre verdes y azules; y exageradamente religiosa… por culpa de Beatriz de Silva —fundadora de la Orden de la Concepción Franciscana de Toledo— y de su amiga, consejera, confidente y dama castellana, Beatriz de Bobadilla —quien le llevaba 10 años—; contacto que se inició cuando la infanta vivía en Arévalo…  Aumentemos que, Isabelita se creía descendiente de Hércules a través de su abuelo paterno, Juan II de Castilla. Juan II era descendiente de los Reyes de León, quienes, según la tradición, eran descendientes de Hércules a través de su hijo Hyllus.

Esta tradición se remonta al siglo XIII, cuando el rey Alfonso X el Sabio, conocido por su afición a la historia y la cultura, escribió la "Estoria de España", una ambiciosa crónica histórica. En esta obra, Alfonso X hace referencia a la leyenda según la cual el mítico Hércules se habría casado con una princesa del antiguo reino leonés, teniendo un hijo llamado Hyllus que se habría convertido en el primer rey de León.

Influenciado por el espíritu medieval y el gusto por lo legendario, Isabel también atribuye a Hércules la fundación en persona de ciudades castellanas como Arévalo, Segovia, Ávila y Salamanca. Si bien hoy se consideran meras invenciones sin base real, estas anécdotas reflejan el deseo de Isabel de ensalzar el pasado del reino leonés y castellano, dotándolo de orígenes épicos vinculados a un héroe universal como Hércules.

Volvamos al asunto…

Aprovechando el pretexto del aniversario de la muerte de su querido hermano y rey, Alfonso XII, Isabel se dispone a organizar unas solemnes honras fúnebres en Ávila, lugar donde yacen los restos del finado. Siendo la única hermana viva, nadie se atreve a impedir su partida.

Cumplido el piadoso deber, Isabel no regresa a su punto de origen, sino que se dirige a Madrigal buscando cobijo. Luego, solicita la ayuda del arzobispo Carrillo para proseguir el arriesgado trayecto desde allí hasta Valladolid. Una vez en la villa, sana y salva, entra en contacto clandestino con su enamorado Fernando, príncipe heredero de Aragón y flamante rey de Sicilia por designio paterno.

En la misma línea de los libros de caballería, ya sea el Amadís de Gaula o las historias de Disney, un príncipe emprende la búsqueda para conquistar a su princesa de cabellos dorados.

El príncipe Fernando, hijo de mamita, lujurioso y tacaño, gran militar y encomiado por Maquiavelo —fue la encarnación de su príncipe—, partió rumbo a Castilla oculto entre una expedición de mercaderes catalanes, disfrazado de simple mozo de mulas., llegando al punto fijado.    

Tras la travesía, el ansiado encuentro con su rubia princesa Isabel se produjo al filo de la medianoche del 12 de octubre de 1469 en Valladolid. En esta secreta cita, donde la pasión desbordaba, Fernando solo le robó la mano a Isabel en matrimonio. Sin embargo, cumplido el plazo, los amantes clandestinos no tuvieron más remedio que volver cada cual por su lado, ella a su reino y él al suyo, en espera de tiempos mejores para su amor.

Seis días después, en la tarde, el novio volvió al susodicho lugar, hospedándose en la casa de un tal Juan Vivero. En la salita de esta rica mansión, muy bien adornada, y bajo un protocolario, el príncipe juró por Dios y su madrecita cumplir las leyes y costumbres del reino. Le leyeron una supuesta bula de Pío II, que los absolvía del parentesco en tercer grado de consanguinidad que existía entre los contrayentes (sus abuelos eran hermanos). Ejecución canónica que reconocía la legitimidad de sus futuros hijos. A continuación, siguieron con un bla, bla, bla… y se celebró el desposorio. Al novio después de decirle: “¡tú qué haces aquí!”, lo enviaron a dormir con el arzobispo.

Al día siguiente, Fernandito se levantó temprano y de muy buen humor; ya en pie, se vistió apurado, se acercó a la mesa y concluyendo un par de vasos de vino, salió de la posada del arzobispo. Acompañado por un cordón de hombres disfrazados, a paso rápido, se dirigió a la casa de Viveros. Ahora tocaba el matrimonio en serio, el canónico, el de Iglesia, el que hasta que la muerte nos separe. Porque, el del día anterior, digamos, fue un Matrimonio Civil. Ya en el interior, Fernandito e Isabelita se volvieron a encontrar. En sus miradas no se adivina una novela romántica, ni retumba al galope sus corazones. Para Isabelita, parecía una agonía larga; para Fernandito, con sus ojitos rientes, un negocio más. Con ellos se presentaron también la infaltable, la Madrina, quien era la mujer de Vivero, doña María; el padrino, el almirante don Fadrique, abuelo del novio; el notario apostólico, Diego de Rangel; y el capellán de San Yuste, Pedrito López de Alcalá, el que trajo la supuesta bula de Pío II, datada en 1464.

Ya con los presentes necesarios, y la voluntad de contraer matrimonio, “según que manda la santa madre iglesia”, los unieron para siempre…

Así, celebrada la misa y dadas las bendiciones, empezaron con una secreta y nada modesta comelona. Pero antes de que todos estuvieran más allá de Pisco y Nazca, y se les moviera el piso, decidieron iniciar, in situ, la famosa Luna de Miel. La barra brava, o testigos pertinentes, se parapetó a la puerta de la cámara nupcial para dar hurras y festejar el futuro coito. Después de media hora de justificado revolcón en el rin de las cuatro perillas, fue mostrada la sábana de la princesa. Viendo que el príncipe había culminado bien la batalla, se tocaron “las trompetas atabales y ministriles altos”, y se iniciaron las fiestas, mismos huancaínos, que duraron una semanita.

Según el acta notarial, asistieron muchos nobles y otras gentes de todos los estados, aproximadamente, dos mil personas. Pero sin duda la figura clave, aunque no presente en la ceremonia, fue el legado pontificio Antonio Jacobo Véneris, sin cuya intervención el acto, probablemente, no hubiera tenido lugar. El Nuncio Apostólico estuvo también implicado en la trama de la falsa bula papal, el ardid al que recurrió el arzobispo Carrillo, para tirar adelante la boda entre Fernando e Isabel.

Pero ahí no se acaba la historia. Aún faltaba mucho por resolver para llegar hasta el trono. De momento su situación no era muy favorable.

Después de la festividad y la exitosa boda, surgieron diversas discusiones y disturbios palaciegos que anticipaban problemas futuros. Estos conflictos eran resultado de las diferentes opiniones e intereses personales de los miembros de la corte y los invitados.

Finalmente, después de la Navidad de 1473, el conflicto entre Isabelita y su hermano Enrique IV fue resuelto gracias al esfuerzo diplomático del mayordomo Andrés de Cabrera. Ambos hermanos se reunieron y se reconciliaron en Segovia. Esta reconciliación permitió que Isabelita y Enrique IV celebraran juntos las fiestas navideñas y disfrutaran de un buen tiempo en la ciudad. Además, Fernando también participó en el encuentro, reflejando la cordialidad establecida entre los hermanos.

Tras estos eventos, Isabel permanecerá en Segovia hasta la muerte de Enrique IV (primera mitad del 12 de diciembre de 1474). Inmediatamente después de su muerte, Isabelita se declararía reina de Castilla en diciembre de 1474. Para evitar confusiones, ella viajaría a Segovia junto con un caballero, Gutierre de Cárdenas, pariente de Gonzalo Chacón, quien llevaría la espada en alto, desnuda y sostenida por la punta, según la tradición castellana, simbolizando la plenitud del poder. Estos actos causaron tensión política en la corte de Isabel y entre ella y Fernando. Sin embargo, la habilidad política de Isabel y su compleja situación en un reino amenazado por la guerra ayudaron a superar este obstáculo, como se muestra en la 'Concordia de Segovia' del 15 de enero de 1475 y en el acuerdo subsiguiente firmado en abril de ese año. En este segundo documento, donde se concedían plenos poderos a Fernando para manejar situaciones en las que los reyes debieran estar separados, Isabel dejó en claro que se trataba de una cesión por su parte. A pesar de que esta acción le resultó beneficiosa para consolidar su posición y evitar conflictos internos, también sentó las bases para el gobierno conjunto de los Reyes Católicos.

En diciembre de 1474, los recién coronados en el trono de Castilla ponen fin a diversas controversias, especialmente aquellas de carácter dinástico, que implica una guerra civil con intervención de Portugal. Además, consiguen mantener la paz con el Emirato Granadino, firmando una primera tregua por dos años el 11 de marzo de 1475. Por lo tanto, en ese momento, los turcos celebran con entusiasmo, ya que no se concreta una Cruzada Antiturca, a pesar de las múltiples bula que se envían y reciben.

Desde los inicios de su reinado hasta ese momento, los monarcas se vieron obligados a abordar otros problemas apremiantes, tanto internos como externos, que incluyeron la atracción de la nobleza rebelde, la organización de la Hermandad, la reorganización jurídica e institucional del reino, la instauración del Santo Oficio, la gestión de las relaciones con Francia y el mantenimiento de las treguas con el emirato granadino. A su vez, la muerte de Juan II de Aragón el 18 de enero de 1479 marcó un cambio drástico en el panorama político peninsular con el ascenso de Fernando al gobierno de sus estados patrimoniales en la Corona aragonesa.

En la primavera de 1478, las tensas relaciones entre el Papado y la ciudad—estado de Florencia, latentes desde inicios de año, estallaron con la conjura de los Pazzi y el asesinato de Giuliano de Médici el 26 de abril. Este suceso fue el catalizador de un sangriento ciclo de acciones y represalias: Lorenzo de Médici perpetró brutales venganzas, el Papa excomulgó a la dirigencia florentina e interdicto la ciudad, y las potencias europeas se alinearon en bandos rivales.

El cruento conflicto, que tenía paralizada a la península, solo pudo destrabarse ante la amenaza exterior: la conquista otomana de Otranto el 11 de agosto de 1480 eliminó los últimos impedimentos para un acuerdo de paz entre Florencia y Roma, finalmente rubricado el 3 de diciembre.

Tras idas y venidas, los Reyes Católicos finalmente autorizaron en agosto de 1480 la guerra contra Granada, último reducto musulmán en la península. Con esta decisión comenzaba a forjarse, tanto internamente como ante las cortes extranjeras, la imagen de adalides de la catolicidad que cada vez más aureolaría a Isabel y Fernando. Una fama que cristalizaría cuando el Papa Alejandro VI les concediera oficialmente el codiciado título de "Reyes Católicos" en 1496.

***

En febrero de 1490, Fernando e Isabel arribaron triunfantes a Sevilla, inmersos en los fastuosos preparativos de la boda entre su hija Isabel y el heredero al trono portugués. La pareja de jóvenes desposados, que nunca antes se habían visto, contraerían matrimonio en abril.

Absorbidos por la pompa nupcial, los Reyes Católicos hicieron caso omiso a las insistentes peticiones de cierto Genovés: Cristóbal Colón. Incluso la infatigable elocuencia que le había granjeado apoyos entre entendidos y legos, pareció naufragar ante la indiferencia real. "Paciencia y buen talante", se dijo a sí mismo.

No fue hasta el invierno de 1491 que Colón requirió a la Corona una resolución definitiva sobre su proyecto. "¿Cuál es el problema?" preguntó a los monarcas. Estos consultaron entonces al fraile Hernando de Talavera, quien les advirtió sobre la inviabilidad de la empresa. No obstante, fray Diego Deza encabezó un grupo de consejeros favorables a la iniciativa colombina.

***

Granada, 2 de enero de 1492. Un emisario musulmán, con semblante abatido, cabalga pesadamente cuesta abajo alejándose de la ciudad sitiada. Avanza por un polvoriento camino para comunicar la rendición de la plaza ante los Reyes Católicos.

A su paso por el campamento cristiano, las tiendas y estandartes reales se le antojan inabarcables. Entre las filas vencedoras, Gonzalo Fernández de Córdoba, arquitecto militar de la victoria, lo mira con gesto adusto. Hernando del Pulgar esboza una sonrisa triunfal.

Sentados bajo la sombra de una carpa, los caudillos moros Muza y Tarfe contemplan el horizonte con ojos de derrota. El último baluarte del islam en la península acaba de sucumbir.

Tras siete siglos de lucha, con tres mil setecientas batallas libradas día y noche, los ejércitos cristianos culminaban su implacable avance forjando la nación española. La gesta había comenzado empujando a los sarracenos desde los abruptos picos cántabros hasta las serranías toledanas, para luego arrinconarlos en las escarpadas sierras andaluzas y finalmente reducirlos a los muros de Granada.

En 780 años de combate, los tenaces guerreros castellanos fueron conquistando palmo a palmo la tierra ocupada, hasta que el 2 de enero de 1492 la media luna fue arriada definitivamente en la Alhambra, sellando la Reconquista. El antiguo Al—Ándalus era ahora enteramente cristiano.

Ese mismo año de 1492, Cristóbal Colón reingresó a la corte castellana para reclamar apoyo a su plan de hallar una nueva ruta hacia Asia navegando hacia el Oeste. Contaba con valiosa "información privilegiada": tras estudiar viejos mapas en Portugal e Italia y devorar todo escrito sobre navegación, Colón sabía bien lo que podría descubrir al cruzar el Atlántico.

Sin embargo, en su audiencia ante los Reyes Católicos, ocupados en la conquista del reino nazarí de Granada, Cristóbal no pudo evitar que lo tildaran de simple visionario. Probablemente, el genovés nunca reveló toda la información de la que disponía, guardándose un as bajo la manga.

Por otro lado, con las arcas reales exhaustas tras el esfuerzo bélico, los monarcas no estaban en condiciones de financiar una arriesgada expedición transoceánica. Sus finanzas andaban más secas que buhoneros en época de vacas flacas.

Según cuentan algunos rimbombantes cronistas, entre ellos Garcilaso, Colón ya había tenido en 1484 un críptico encuentro con cierto Alonso Sánchez de Huelva, piloto conocido como "el Prenauta". Éste solía comerciar mercancías en una ruta triangular entre la península, Canarias y Madeira, además de extraer esclavos negros de Guinea y Mina de Oro.

En una travesía, una fuerte tormenta desvía al Prenauta muy al oeste de su derrotero habitual. Tras semanas de deriva, que le parecieron seis mil millas, su maltrecha nave, infestada de alimañas, llega a una gran isla que los cronistas suponen La Española. Costean tres horas sus paradisiacas playas salpicadas de hermosas cabañas y viñedos. Finalmente avistan un rudimentario puerto, donde desembarcan y se topan con numerosos nativos.

Tras este encuentro, el Prenauta comparte con Colón valiosos datos de estas nuevas tierras al oeste, alimentando sus especulaciones. Así nace la "información privilegiada" del genovés, que nunca llegó a revelar por completo para guardarse un as bajo la manga, como ya hemos visto.

Alguien dice:

—Capitán Alonso, ¿qué hacemos ahora? Somos muy pocos frente a toda esta gente...—susurró un marinero.

—Silencio y calma— respondió el capitán, mientras el grupo avanzaba cautelosamente por la playa. El viento agitaba las largas melenas y barbas de los forasteros.

Guiados por señas de los nativos, llegaron a un patio rodeado por amplios bohíos rectangulares. Del más grande emergió un hombre pequeño y fibroso, casi desnudo, con collares de oro sobre su torso bronceado. Girando el rostro lampiño a ambos lados, alzó un brazo buscando identificar al jefe de los recién llegados.

El capitán dio un paso al frente y esbozó una leve sonrisa mientras los rayos del sol arrancaban destellos de las joyas del hombre. Un profundo sentimiento de asombro inundó a los expedicionarios. Habían hallado una tierra ignota.

El capitán Alonso recorrió unos metros y se colocó frente a este hombre de piel cobriza, cabellos negros, nariz ganchuda y ojos oscuros. Por los tamaños, parecía el encuentro de Goliat y David. Cruzaron el umbral y penetraron en la penumbra de un cuarto totalmente cerrado y lleno de malos olores. Un camastro hecho de pieles de animales se alineaba junto a una de las paredes; sobre él se hallaba tirada y envuelta en mantas una mujer de aspecto joven, pero con el rostro deteriorado. Estaba llena de sudor y su respiración era ligera. El capitán se acercó y le cogió la frente. Luego se volvió hacia la puerta y salió apurado.

—¡Que venga el médico! —gritó.

El médico, un judeoconverso apellidado Alvarado, apuró el paso e ingresó al bohío. Allí, parados, el pequeño hombre y el capitán permanecieron contemplando el trabajo del galeno.

—Es curioso... con razón se estremece —musito Alvarado, apartándose de la enferma—. Capitán, que me traigan el maletín… Es por el malestar de un gran resfrió.

El capitán se encogió de hombros, desplegó una sonrisa condescendiente y se fue a traer lo solicitado.

Con gesto de absoluta fascinación, el médico de a bordo contempló a las mujeres nativas que aguardaban en el umbral de la puerta inquietas junto a la enferma.

—¡Exquisitas criaturas! Lo que nos está sucediendo parece de lo más increíble —exclamó extasiado ante la visión de tez bronceada, facciones armónicas y cuerpos esculturales cubiertos apenas por taparrabos de algodón.

Sus compañeros tampoco pudieron evitar que la vista se les fuera tras las bellas isleñas, olvidando por un instante la extrañeza de su situación. El propio capitán debió carraspear para recobrar la compostura de sus hombres.

—Señores, hay una vida que salvar. Ya habrá tiempo más tarde para interactuar con tan bellas nativas. Ahora, ¡manos a la obra!

Después de untarle un ungüento, que, para aclarar, no era ni Vick Vaporub ni Mentholatum, y aguardar un tiempo prudencial, la paciente comenzó a recobrar energía. Todos exhibieron una sonrisa amplia.

Entonces los indígenas les trajeron comida, una fermentada bebida blanca y les ofrecieron a sus mujeres como regalo. Ahora los trataban como si fueran dioses venidos del mar.

Durante un largo periodo de tiempo los juegos eróticos eran algo normal. Nada estaba prohibido. Por eso no podían creerlo. Las “Cincuentas sombras de Grey” eran una bicoca, un chancay de a medio. Misma Sodoma y Gomorra, todo allí era un bacanal permanente. Muchas veces, vestidos como Mowgli, lo hacían sobre la copa de los árboles, en el interior del rio, parados en una hamaca y en la choza del jefe. Además de ayudar a los nativos, los expedicionarios aprovechaban para reconocer los alrededores y trabar amistad con ellos. Los acompañaban de caza por los exuberantes bosques, aprendiendo a rastrear a ágiles venados y jabalíes con cerbatanas y lanzas rudimentarias.

Incluso les secundaron en cruentas batallas contra tribus enemigas de las montañas cercanas. En particular, vengaron un sangriento ataque que había diezmado la aldea, matando a treinta guerreros y raptando a otras tantas mujeres.

Tras intensos combates cuerpo a cuerpo, lograron rescatar a algunas cautivas. Este valor en la lucha terminó de granjearles el respeto y admiración de sus nuevos amigos. Cimentaron así una sólida alianza destinada a cambiar para siempre el destino de los bravos y aguerridos isleños.

El jefe de la tribu les dijo que en esa región había cinco reinos controlados por caciques; pero que la pelea era con una que había llegado del sur. Después de romperse el coco y descifrar, mismo Champollion, su jeroglífica lengua, ellos entendieron que les llamaban caribes; y que así mismo se nombraban como taínos. Estas guerritas y la lucha permanente con la naturaleza superaban la ficción; cualquier relato de Rudyard Kipling queda inmensamente corto.

Un día, tras regresar de una exitosa caza donde liquidaron a una veintena de caribes, dos de los náufragos se hallan cómodamente instalados dentro del bohío de uno de ellos. Descansan en unos taburetes de madera, un obsequio cortesía de la hija del jefe. Allí, entablan una ligera conversación:

—¿Con quién saldrás esta noche? —preguntó un tal Falla, volviendo de sus masajes diarios. Tenía el rostro iluminado y una sonrisa de oreja a oreja.

—Por ahora con nadie —contestó un tal Arenas. Mozuelo que reflejaba unos 23 añitos.

Falla arqueó las cejas, asombrado.

—¡Pero si estás en la edad justa para estos menesteres!

—Últimamente no me he encontrado muy bien. Me han salido granos en las palmas de mis manos y en otras partes de mi cuerpo. Mi malestar es general.

—¿No será que has decidido salir del “closet”?

—Nada que ver… Es por esta enfermedad, que jode y jode…

 —Bueno… Pero ¿ya se lo has dicho al médico?

—Sí, pero no entiende lo que me pasa. Me ha dicho que a él también le han salido llagas en el pájaro… Yo, convaleciente, no me he podido aguantar la risa… Por eso se molestó y me ha echado de su habitación… Mejor pasaré la noche jugando ajedrez en el bohío de Lorenzo.   

Tiempo después, una misteriosa enfermedad comenzó a diezmar a los expedicionarios. Lesiones cutáneas, fiebres y dolores invadieron sus cuerpos, mermando sus fuerzas día a día. En poco tiempo, la mitad de ellos yacía postrada.

De repente, en un lapso de tiempo, todos comenzaron a enfermarse sin saberlo. Una enfermedad de transmisión sexual los estaba diezmando. Sin titubear, se lanzaron a preparar el viaje de regreso, viendo cómo su paraíso se desmoronaba. Mientras tanto, el sol tropical brillaba con más intensidad que nunca.

Después de izada la vela y calculado el tiempo que duró la travesía anterior, aquella vez que fueron desviados y llevados por la tormenta durante varias semanas, el pequeño barco atracó en la isla de Porto Santo. ¡Y, qué casualidad!, resulta que Cristóbal Colón residía allí.

El genovés tenía su "mansión" muy cerca de la playa, donde residía con su aristocrática esposa, Felipa Moniz, hija del tercer matrimonio de Bartolomeu Perestrelo, y su pequeño hijo Diego. A menudo, se dirigía a la playa para dar paseos y pescar entre las rocas. En uno de esos días, descubrió entre las peñas unos maderos con extrañas inscripciones y algunos troncos delicadamente tallados por manos desconocidas. En una ocasión, incluso encontró un cadáver de aspecto misterioso. Lo sacó del mar y lo llevó a su hogar. Después, llamó a un médico amigo para que examinara el cadáver. Al final, concluyeron que no correspondía a ninguna etnia conocida. Era un individuo de ojos achinados, piel oscura e imberbe.

Todo esto mantenía al futuro almirante despierto; ansiaba descubrir qué se encontraba al oeste. En su mundo onírico, intentaba comprender el origen de todos estos objetos. Sus conjeturas eran infinitas... Tantas, que el Demiurgo se le presentaba como un espectro en sus noches de insomnio, siempre tratando de explicarle un universo que él no comprendía o no podía entender.

Así, como si se tratara de Alonso Quijano, estaba obsesionado debido a todos los libros y mapas consultados en Italia y a lo acontecido en estas playas. Ahora sentía la imperiosa necesidad de emprender un viaje hacia el este por el oeste e inaugurar una ruta nunca antes explorada en el océano; descubrir aquella senda prohibida que le demostrara la posibilidad de llegar a la tierra de las grandes riquezas o a alguna parte desconocida del continente asiático, tal como ya había descrito Marco Polo.

—Don Cristóbal, don Cristóbal, venga por favor… Una barcaza se ha estampado contra la arena. Hay varios muertos en su interior…

Había comenzado marzo de 1484 cuando un accidente fortuito iba a cambiar de raíz toda la vida de Colón y de la historia de la humanidad.

Era el único sobreviviente de aquella embarcación destartalada y arrastrada por el viento del oeste al este.

Un niño junto a Cristóbal Colón y su médico personal, arrastraron hasta la playa al agonizante náufrago. El hombre llevaba harapos ensangrentados, una suerte de túnica blanca salpicada de puntos de sangre negra. Su piel estaba tostada por el sol y su aliento era fétido y su voz grave, casi sin sonido. Los miraba con los ojos bien abiertos y llenos de asombro.

—¿Cómo se llama? —preguntó Colón.

—Soy Alonso Sánchez de Huelva… —murmuró bajito y casi sin aliento—. Por favor, necesito agua…

Colón lo miró con inquietud, frunciendo los labios irónicamente. Comprendía que aquel hombre sabía muchas cosas.

—Tranquilícese, tome… beba… haré todo lo posible por ayudarle… Lo llevaré a mi casa.

No tardaron en trasladarlo. Lo sacaron del barquichuelo y lo colocaron en la arena; después, lo cargaron y giraron hacia la derecha, adentrándose en un extenso pasillo. Casi al final, abrieron una amplia puerta y lo introdujeron con delicadeza, dejándolo reposar sobre un sillón.

Alrededor de las seis de la tarde, con la oscuridad creciente, el médico concluyó el tratamiento; su paciente tan peculiar parecía encontrarse en un estado de ánimo mejorado.

Aprovechando la oportunidad, Colón le rogó al médico que se marchase y se llevase al pequeño; él personalmente se encargaría de atender y alimentar al doliente con el mayor esmero.

Así permaneció junto al náufrago algo más de una semana, tiempo durante el cual éste le narró todas las peripecias por las que había atravesado. Finalmente, al despuntar el alba, expiró, extenuado por la dolencia y las penalidades del viaje.

"Este fue el primer principio, y origen del descubrimiento del Nuevo Mundo, de la cual grandeza, podrá loarse la pequeña Villa de Huelva, que tal hijo crio, de cuya relación certificado Cristóbal Colón, insistió tanto en su demanda." (Inca Garcilaso de la Vega)

"Siendo cierto, que el primero, que dio noticia a Cristóbal Colón del Nuevo Mundo, fue Alonso Sánchez de Huelva, marinero natural de Huelva." (Dr. D. Bernardo Aldrete (1615))                                      

***

Corría el año 1491 cuando el Sapa Inca, al dilatarse la conquista del norte y ansioso por un cambio, lo convocó para que se adiestrase en las artes militares. Huayna Cápac, con apenas 15 años, se preparó y al año siguiente se despidió de su esposa. Partió junto a sus generales y 12.000 soldados en la conquista del reino de Quito, así como de las provincias de Quillacenca, Pastu, Otavallu y Caranque.

Con la llegada de la tarde, arribó al norte, a la tierra de su niñez. Inmóvil por instantes, parecía rememorar alguna travesura. A pesar de la pertinaz llovizna, el tiempo se mostraba agradable. Repuesto, descendió de su litera, apresuró el paso y, atravesando un patio en pendiente, se encaminó en busca de su padre. Al aproximarse, su olfato se deleitaba con el aroma de tierra húmeda y cocina. Y no erraba. En el patio contiguo, una monumental pachamanca aguardaba ser desenterrada. Además, en la lejanía, se oía el vaivén de los batanes triturando maíz para la chicha.  

La verja se abre y él entra al Acllahuasi, donde el Sapa Inca, vestido con una camiseta de cumbi blanca y sentado en un banco de piedra, lo aguarda. Se frota los ojos y distingue una sombra imponente, como una estatua viviente. Con agilidad, las acllas que acompañaron la tarde del Inca se retiran, despidiendo fragancias como un kantu.

—Heme aquí de nuevo, padre... ¡Uf! Incontables remembranzas... todo en este recinto me resulta familiar. Y con usted, que ha sobrevivido a infinidad de contiendas.

—Así es, vástago mío... El tiempo y la vida moran en mí, sobreviviéndome. Me burlo de mis remembranzas... ¡Y cuántas evocaciones! Me ciño a los hechos. Siguiendo a mi progenitor, mi primer objetivo fue el de conquistar el reino de los Chachapoyas y doblegar a su monarca Chuquisocta. Para ello conduje a mis tropas hasta el Apurímac, luego vadeamos el gigantesco río a la altura de Curahuasi y, cercándolos, embestimos las fortalezas de Tohara, Cayara y Curamba, defendidas por gentes rebeldes a los que rendimos. En los Angaraes tomamos los baluartes de Urcocoya y Huaylla Pucara, e hicimos cautivo al Sinchi Chuqui Huamán al que perdonamos la vida... Luego de un merecido descanso, culminamos con la toma de Siquilla Pucara, la capital huanca que ellos denominaban Tunanmarca.

Otro reposo... Dispuestos todos, nos dirigimos vía Corongo y Huamachuco hacia Cajamarca, para doblegar al Cuis Manco rebelde, Guzmango Cápac, y hacer nuestro su reino. Desde allí embestimos contra Chachapoyas, Moyobamba y Huacrachuco. Si bien debo decirte que con los chachapoyas estuvimos al borde del fracaso; pero como tu progenitor es astuto, la coyuntura mudó rápidamente:

Les tomamos la fortaleza de Piajapalca y cogí por los…  al soberbio Chuquisocta... De retorno a Cajamarca, subimos por Chota, Cutervo y Huambos hasta los Pacamurus; luego llegamos a Huancabamba, Cajas y Ayabaca. Más tarde cruzamos el río Catamayo y la cordillera de Chilla y entramos al País de los Paltas, venciéndolos en Saraguro...

Como último objetivo me fijé el reino de los Cañaris. Y así lo hice. Salieron a defenderlo en Tumebamba tres reyes nombrados Cañar Cápac, Pisar Cápac y Chica Cápac; pero el ejército real se encargó de aniquilarlos, y los aprehendió. Para asegurar la ocupación de la comarca, mandé levantar la fortaleza de Quinchicaja y otras menores en Azuay y Pomallacta…

Con todo lo conseguido, tesoros y prisioneros, volví al Cusco, donde mi padre el Sapa Inca Pachacútec, me recibió con muchas fiestas y sacrificios. También, para el pueblo, mandó hacer la fiesta del Inti Raymi.

Con este último relato, el Sapa Inca detuvo su contar, y casi en el acto surgió un hombre de apariencia inquebrantable e inmortal. Finalmente agregó:

—Así combatimos, resignados a matar o morir.

—Padre, juzgo verosímil su relato, pero lo siento impenetrable, como piedra labrada. Me gustaría descifrar su preocupación…  

—La noche en ti se asemeja a una celebración de autoflagelación. Tu mano ya debe de estar peluda. ¿Qué pasa, hijo? ¿No te da vergüenza? Aún sin novedad en el frente. Necesitamos un nuevo príncipe… Cuénteme, cuénteme, hijo... ¿Qué pasó qué pisó? Porque esas cosas se hacen aquí en el Kay Pacha y no en el Uku Pacha. Dime, ¿ya has tomado chicha de maca?

—¡Figuraciones suyas, padre! Ojalá viera usted lo que hago; ¡tiro hasta la última flecha…, la última piedra de mi boleadora! ¿Maca? Sí, viejo. Además, el chamán me ha dado de comer cochayuyo; y de tomar chucapaca; y si funcionan, que hasta me han levantado la moral…  El problema no soy yo, padre, porque me apalanco en su cama y lo hacemos en distintas posiciones, todos los días, en especial cuando la noche presenta luna llena… Ella me dice que le haga lo que yo quiera… “¡Amorcito, amorcito, este cuerpito es todo suyo!… Soy tu hermana, pero también tu puta… ¡Conmigo, sólo conmigo!”. Así me dice… Y yo la estrujo hasta más no poder… Figúrese que me miente; grita que me ama cuando estamos haciendo el amor y está a punto de llegar a su estornudo de placer. También sucede que mientras yo lanzo mi último aullido, ella ya logró cuatro convulsiones; entonces se yergue soberbia y pide más… pero a los días, naca la pirinaca… No pega, no hay embarazo... Y repite que lo volvamos a intentar… Padre, creo que tengo que probar con mi otra hermanita, la Rabita…

—¡Con mil supayas! No pierdes tiempo… Aunque tienes razón… ¡sinvergüenza! Con tu cháchara has logrado que me excite hasta los tímpanos… Bueno, pero no podemos otorgarle al tiempo esta sinrazón y esta falta de descendencia… Termina la conquista del norte… y ya veremos; yo tengo que volver al Cusco; le llevo unas ganas a tu madre… Aunque aquí las concubinas no se han portado nada mal… Se mueven como jaguares, en especial las dos gemelitas: Corihuaita y Cusicoyllur del reino de los Sachapuyos; son de incomparable belleza. Corihuaita se hizo la difícil, hasta me dijo que tenía pretendiente, un tal Huamán. Y tuvo la desfachatez de retarme, de retar al Sapa Inca. ¡Te imaginas! Me pidió un proyecto imposible y al toque se lo hice… Así que no le quedó otra que aflojar sus sentimientos… Lo demás es puro cuento. Dicen los chismosos que el general Huamán planeaba amotinarse y resistir con cinco mil hombres en la fortaleza de Kúelap... Pero nada de eso sucedió. Al parecer, el pobre ya tiene la cabeza separada del cuerpo... Y nada más que decir al respecto.

—Padre, poseo una versión diferente... Huamán aún vive y está en actividad... Y aquel a quien usted tomó como símbolo de su honor fue Cusicoyllur... He escuchado sus palabras a través de las mamaconas... "¡Ella, única en su género! ¡Y me ama!" Incluso se abrazaron efusivamente en plena plaza, a la vista de todos...

El Sapa Inca guardó silencio. La certeza en la voz de su hijo lo hizo reflexionar.

—Ahora vas a completar lo que nunca se ha hecho... —dijo, manteniendo la mirada fija en él.

Aquí le presento una versión editada de ese texto final:

 

Con estas últimas palabras, y secundadas de una sonrisa, el Inca emprendió rumbo al Cusco, confiando a su vástago la responsabilidad de culminar la conquista del norte.

En esa progresión de tiempo y en estas guerritas se detuvo el príncipe hasta 1492; entonces volvió al Cusco para dar cuenta a su padre de sus logros. La bienvenida fue de “rompe y raja”; hubo chicha y pachamanca para todo el mundo. Y ni corto ni perezoso se casó con su segunda hermana, Raba Ocllo, con quien tuvo, después de 7 años, a su primogénito Inti Cusi Huallpa, más conocido en el mundo de los cronistas como Huáscar. 

Hasta ahí las cosas iban bien, todo era formal y hecho legítimamente… Aunque, no habría que esforzarse mucho en dilucidar que este bandido tuvo con sus concubinas un total de 500, 300 o 200 hijos. Mejor digamos que fueron el promedio: 333 en números redondos, ni un brazo más ni una cabeza menos. Pero eran hijos bastardos que el protocolo Inca no contaba como descendientes legítimos...

El huevo loco de “Mozo Rico” —Huayna Cápac o Titu Cusi Huallpa—, no contento con tener sexo a diestra y siniestra, y por no tener más hermanas legítimas, tomó en terceras nupcias a su prima carnal, Mama Runtu, con la que tuvo al luego enajenado Manco Inca. Pero esto no lo obligaba a quedarse quieto, porque a los pocos meses embarazó a una noble mujer de la provincia de Huaylas, doña Añas Colque, con quien engendró al no muy “marketeado” Paullo Topac Inca, alias “Inca títere” o “traidor a su raza”, quien durante el periodo de 1534 a 1539 colaboró con Almagro, luego con Pizarro y finalmente fue partidario de Cristóbal Vaca de Castro, de quien tomó su nombre en la pila bautismal. Aunque algunos cronistas los soslayan, este angelito fue pieza principal en la conquista española.

***

Después de meses de intensas negociaciones, el 25 de noviembre de 1491 se sellaban en Santa Fe las tan esperadas Capitulaciones de Granada. Bajo los auspicios de los Reyes Católicos y del último sultán nazarí, Boabdil, se rubricaba así el acta de capitulación para la entrega de la ciudad andalusí. Tan pronto como esta trascendental noticia llegó a oídos de Cristóbal Colón, quien en ese momento se hallaba en el cercano monasterio de La Rábida, emprendió viaje rumbo a Santa Fe, alcanzando su destino a finales de ese mismo año.

Una vez establecidos en el lugar, dos figuras clave participaron en las conversaciones cruciales: por un lado, el propio Cristóbal Colón, cuyos anhelos de exploración eran ampliamente reconocidos; por otro lado, Juan de Coloma, secretario astuto e inteligente al servicio de los monarcas españoles. Ambas partes se sumergieron en discusiones intensas hasta el trascendental 17 de abril de 1492, fecha en la que se plasmaron en papel las renombradas Capitulaciones de Santa Fe. Este acontecimiento histórico sin precedentes marcó el inicio de una nueva era, repleta de descubrimientos fascinantes y avances significativos.

Así fue redactado el documento original, con su peculiar preámbulo, por el secretario del rey, el aragonés Juan de Coloma. En este documento, se presentan cinco enérgicas solicitudes de Cristóbal Colón, seguidas de la aprobación y firma de los Reyes Católicos con la expresión "plaze a sus altezas". Por razones obvias, también se incluye la firma y rúbrica del secretario real.

En dicho documento, los Reyes Católicos otorgaron a Cristóbal Colón el título de Almirante "en todas aquellas islas y tierras firmes que por su mano o industria se descubrirán o ganarán en las Mares Océanas". Además, le concedieron los títulos de Virrey y Gobernador General de todas las tierras que descubriese o conquistase, junto con el derecho a recibir una décima parte de los beneficios económicos obtenidos en dichas islas y tierras, reservando el resto para la Corona. Se le otorgó a Colón la autoridad para actuar como juez en los litigios relacionados con las riquezas generadas o derivadas de la compraventa de tierras y bienes materiales.

Finalmente, se reconoció a Colón el derecho de contribuir con una octava parte de los gastos necesarios en las expediciones, a cambio de recibir posteriormente una octava parte de los beneficios obtenidos. Estos acuerdos no solo permitieron a Colón emprender su anhelado viaje, sino que también le otorgaron un inmenso poder y grandes riquezas sobre los territorios conquistados.

Y es así, que el 30 de abril la Reina Católica dicta las órdenes necesarias para la organización de la armada que deberá llevar los expedicionarios. Colón sale de la corte el 12 de mayo con dichas órdenes, la confirmación de su título, su pasaporte, las credenciales para el Gran Khan y otros Reyes que pudiese encontrar en su camino.

Al fin, este hijo de un cardador de lana en las cercanías de Génova, arreglado todo y hechas provisiones para un año, e implorar la protección de Dios, el día 3 de agosto de 1492 se hizo a la vela con una escuadra compuesta por tres naves pequeñas y mal acondicionadas llamadas la Santa María, donde iba el ahora almirante, la Pinta (capitán Martín Alonso Pinzón y el maestre Francisco Martín Pinzón) y la Niña (capitán Vicente Yáñez Pinzón). Estos tres destacados marinos eran hermanos de la familia Pinzón y naturales de Palos de la Frontera (Huelva).

Sin olvidar que, en aquel periodo, España tenía aproximadamente ocho millones de habitantes. La situación económica no era la más favorable, ya que la guerra de Granada había agotado las arcas reales y el enfrentamiento directo con musulmanes y judíos generaba inquietud en gran parte de la península Ibérica.

Hasta aquí en su orden cronológico, la historia que nos llevará hasta la conquista del Tahuantinsuyo.

***

Mientras esto acontecía en España, en el Tahuantinsuyo, en Chincheros, y ya en 1493 enfermó gravemente el padre de Huayna Cápac, Túpac Yupanqui; este se hallaba muy doliente y presentía que era convocado al más allá, donde los difuntos no fenecen en el espacio ni en el tiempo.

—Bueno, quiero hablarles… —dijo, y sonrió como una llama.

Por primera vez sentía deseos de acercarse a todos. Entonces llamó a toda su prole, que eran más de doscientos entre hombres y mujeres, y les dio un largo parlamento, con “café” incluido. Entre los principales, allí presentes, contando a Huayna Cápac, podemos nombrar a otros siete hijos varones: Auqui Amaru, Tupac Inca, Quehuar Tupac, Huallpa Tupac, Inca Yupanqui —abuelo de Garcilaso—, Tito Inca Pimachi y Auqui Mayta.

Con una perruna y expectante veneración, todos concentrados y apesadumbrados, asintieron. Al día siguiente, con unos retortijones de los mil demonios, expiró y fue embalsamado y ubicado en su gineceo, donde la Sapa Coya viuda y las concubinas continuarían complaciéndolo con el propósito de facilitar la cohesión del grupo y la pervivencia de la panaca. Su momia era ahora un objeto sagrado como lo había sido en su primera vida. Fenecida la viuda era reemplazada por otra nueva y así sucesivamente. No olvidemos que cada Sapa Inca disponía de 200 concubinas. Era la tradición. Y cuando llegaba el tiempo de festejo o de algún aniversario o de algún baile lo sacaban a la plaza en procesión. Iba en andas junto a sus mujeres, sirvientes y parientes, alegrando al pueblo con una variedad de comidas y diversos sacrificios; para fortuna de los incas, estos no conocían la pólvora; de solo imaginarnos una actual fiesta patronal, conjeturaría que hubieran reventado tímpanos de muchos orejones.

Las malas lenguas, otra vez haciendo acto de presencia, cuentan que una codiciosa Chuqui Ocllo, concubina predilecta y muy querida del Sapa Inca Túpac Yupanqui, haciendo honor a su nombre, lo había envenenado. Esta al enterarse de que su amante había elegido como sucesor al menor de sus retoños, y no al de ella (Cápac Huari), se disgustó y maquinó su defunción. Pero, para ventura del futuro Sapa Inca, su tío y general leal a Túpac Yupanqui, Huamán Achachi, intervino. En primer lugar, ocultó a su sobrino en Quispicanchis; y en segundo, aliado con su cuñada, la Coya Mama Ocllo, se enfrentaron a ella. Luego de escaramuzas y discordias palaciegas lograron atraparla de los cabellos y llevarla para que le separasen la testa del cuerpo. Sus cómplices, que hasta ahora se ignora sus alias y nombres, también fueron condenados a pena capital. Además, hay que añadir que el hijo de Chuqui, Cápac Huari, fue salvado de la muerte por los derechos humanos incas; pues por su corta edad e inocencia, fue desterrado a los quintos avernos bajo férreo control de los vencedores.

Pero no crean que la crisis terminó allí, pues alguien que la oyó de otro, contó que su regente, un tal Apo Huallpaya y tío del susodicho, también conspiró en favor de un hijo suyo. Para variar, en esta azarosa crónica de judas y felones, otra vez entró en acción, en el teatro de los hechos, Huamán Achachi, develando esta nueva osadía.         

Luego de tantas capturas y muertes, se coronó —por fin— en 1493 al nuevo Sapa Inca Huayna Cápac a los diecisiete añitos de edad, recibiendo del Villac Umu —sumo sacerdote— la Borla carmesí o Maskaypacha.

***

Era el año de 1494. El nuevo Sapa Inca, Huayna Cápac, después de visitar, muy horondo, Surampalli —su terruño— y cambiarle el nombre por el de Tumibamba, que correspondía a la de su panaca o ayllu real, se fue al Cusco a celebrar el nacimiento de su primogénito, el príncipe hijo de Raba Ocllo. Ni corto ni perezoso, subió a su anda, la que estaba vestida toda de oro y techada con tejidos de plumas de diversas aves de la Amazonía, la que luego 24 soldados, con la vista al suelo, como súbditos japoneses a su emperador, cargaron la litera y lo llevaron por la senda secreta del Inca; camino que le ahorraría muchísimo tiempo. Es así, que, al sexto día de viaje, un tembloroso y agitado chasqui comunicó al jefe del Consejo de Capacunas que el Sapa Inca y su comitiva ya estaban muy cerca de la ciudad. Por ello, se hicieron presentes los sonidos de pututos; se los escuchaban desde todas las alturas de las fortalezas. También la exclamación del pueblo no se hizo esperar; era increíble la demostración de amor y beneplácito de los presentes. Y así llegó en algarabía, mismo Vicario de Cristo. Luego de llegar a la Plaza Mayor, se apea de su litera y, ya en pie, cual famoso cantante de rock, saluda, con la mano derecha en el aire, a todo el pueblo que lo aclama. Adicto a su condición de dios, como si pisara huevo, hamacado, a paso lento, comienza su recorrido por una amplia vereda empedrada hacia el sagrado Templo del Coricancha. Al llegar a la puerta, ya en el umbral, inclina suavemente la cabeza, en señal de respeto y de costumbre; luego hace una fuerza y se deshace de sus sandalias e ingresa junto al gran sacerdote hasta el Willaqhumu, en donde resalta la gran imagen del Sol. Se postra delante de la susodicha imagen y agradece su llegada y las victorias guerreras y sexuales en busca del primogénito. Así, después de beber una chichita bien fermentada en salud del pueblo, juró por la eternidad del imperio. Después de este duchazo popular, se da un descanso de 15 días en compañía de nuevas y frescas concubinas, dispuestas para tal propósito; ah, pero sin antes disponer los preparativos para la celebración del cumpleaños del nuevo príncipe. Como entenderán, la noticia se extendió más rápido que una plaga de coronavirus. Chasquis y trovadores o Haraweqs se encargaron de propagarla.  

Y después de veinte días y más que duraron los festejos, acordó solemnizar a los dos años el destete —bautizo— y primera “tonsura” —corte de pelo— del príncipe heredero. Siendo la fiesta principal la de la cadenita de oro que mandó fabricar a los orfebres chimús para dicha celebración. Dada la orden se mandó mudar otra vez al norte.

Luego de algo más de tres años, vuelve al Cusco para la susodicha fiesta. Para ser más exacto, llegó en 1496. Ya en la Plaza Mayor de Aucaypata y Cusipata, a ritmo de zampoñas, tinyas y un danzante bailongo, con pachamanca de llama y chicha incluidas, se estrenó aquella cadenita de oro de muchos quilates. Era tan inmensa y pesada que algunos exagerados cronistas dicen que tenía 300 pasos —200 m— y que cada eslabón era como el grueso de la muñeca de una mano. Se necesitaban 300 orejones para levantarla; aunque otros dicen que 600. Bueno, los que fueren; lo que sí sabemos es que era de una gran magnitud y la envidia actual de muchos vanidosos raperos.

Después de las fiestas reales y de la resaca vivida, Huayna Cápac se mandó mudar otra vez a Quito —¿Por qué sería? — con 40 mil hombres.           

Ahora, solo, sin la compañía de su padre, cruzó los andes, cruzó llanos; hizo sentir su autoridad a los subyugados del norte; y tomó como mujer a Paccha, “la dulce extranjera de sangre ardiente y carne de embeleso”, hija primogénita del rey difunto de Quito en la cual, dicen algunos despistados cronistas, tuvo a Atahualpa y a otros más. Mientras en el Cusco quedaba la cornuda Mama Coya y el Auqui primogénito.

Pero detengámonos aquí por un momento… Para matar dudas. Hay una segunda versión, bastante más prolija, que confirma, según versión de los cronistas mejor enterados: Pedrito Cieza de León, Juanito de Santa Cruz Pachacuti, Juan de Betanzos, Pedro Sarmiento de Gamboa, Miguel Cabello Balboa y Bernabé Cobo, aseguran que Atahualpa nació en el Cusco. Solo cuatro despistados dicen que el susodicho nació en Quito. Estos son el Inca Garcilaso de la Vega (cuya exactitud de su obra está cuestionada), Agustín Zárate (exageradamente escueta), Juan de Velasco (cronista tardío, perteneció al siglo XVIII) y Francisco López de Gómara (quien nunca estuvo en el lugar de los hechos). Solamente hay una abstención y esta es la de Felipito Guamán Poma de Ayala.

Lo que se sabe con seguridad es que este “Gallo Feliz”, después de cumplir 13 añitos, y jugar con sus medios hermanos, Ninan Cuyuchi y Huáscar, a las escondidas, es sacado del cusco y trasladado al norte por su padre el Sapa Inca Huayna Cápac; y que en este viaje lo acompañó el mayor de ellos, dejando a Huáscar, por ser el más pequeño, con la coya cusqueña. Lo que sí es verdad y está probado así lo comprueban los aceptados cronistas—, es que la madre de Atahualpa era una princesa extranjera, probablemente hija de algún señorío norteño del Imperio, tal vez quiteña. Su nombre era Tocto Ocllo Coca o Paccha como refiere Luis Alberto Sánchez en su libro “Garcilaso Inca de la Vega Primer Criollo” (V y definitiva edición, página 15). Cada quién saque sus conclusiones.   

***

Mientras tanto, ya en 1493, Huayna Cápac baja a la costa a fin de conquistarla; llega al valle de Chimú —Trujillo—. Luego de medir fuerzas, ordena que se allanen los del valle de Chacma y Pacasmayo; quienes al verse disminuidos responden positivamente. Lo mismo ocurre con los de Zaña, Collque, Cintu, Tumi, Sayanca, Mutupi, Pichiu y Sullana. Esto le costó dos añitos, más o menos. Pero para bien, porque con sus nuevas conquistas renovó su ejército haciéndolo cuatro veces mayor.

Entonces volvió a Quito y se ocupó en la construcción de varias fortalezas y ductos de agua. También mandó construir, para variar, “la casa de las escogidas”. De esta manera aprovechó su tiempo, porque era joven y orgulloso.

Lo mismo hizo, pero en menor grado, en Tumbes. Para esto trascurría el año de 1494.

***

Así, como ya dijimos y aumentando, luego de la toma de Granada por los castellanos, y que el rey moro besara, de rodillas, las reales manos a los Reyes Católicos, y mendigar por toda Europa con un nuevo mundo en las manos, el cargoso de Colón volvió a reunirse con ellos. No le quedó otra que contarles la susodicha “información privilegiada”.

Pero como los recursos del erario eran harto escasos, la campaña tenía que ser pospuesta, si no desechada. Entonces apareció un tal Luis de Santángel, funcionario de la corte de los Reyes Católicos, de familia judeoconversa y que luego se convertiría en protector de Colón. Como buen judío se había enriquecido a costa de la guerra. En su “afán” de auxiliar a moros y judíos perseguidos por la inquisición, hizo gran fortuna. Hubo una en especial: el rescate de los judíos malagueños que fueron expulsados de Castilla. Este angelito y su adjunto, un tal Pinelo, les cobraron mucho dinero, que fue pagado en efectivo y en bienes. Y así, siguiendo con sus fechorías, los dos personajes se vuelven prestamistas de la corona. Aunque ya entre 1489 y 1491 habían financiado parte de la conquista de Granada; la que llegó a la friolera suma de trecientos quince mil millones de maravedís. También dicen las malas lenguas, que a inicios de 1492 los reyes mandaron pagar, por intermedio de Santángel, a un tal Isaac Abravanel —nombrecito nada judío—, la “pequeña” suma de un millón quinientos mil maravedís por un préstamo que les había hecho; pero como el judío estaba en trance de expulsión, el angelito de Santángel se olvidó de pagarle. Y así sucesivamente…

En esta galería de colección industrial de maravedís por parte de Santángel, nace la financiación del primer viaje de Colón por encargo de su alteza Isabel la Católica. Así, la nueva cruzada tenía resuelta lo económico. Es decir, se desembolsó un millón cuatrocientos mil maravedís contantes y sonantes.

Mejor sigamos, porque si me detengo en estos avatares, el relato se convierte en la de “Las mil y una noches” con Alí Babá y sus cuarentas ladrones incluidos.               

Entonces Colón llega a América creyéndose el nuevo Marco Polo; atraca en la isla de San Salvador, que queda en el archipiélago de Lucayas. Pero el muy despistado y porfiado cree que ha llegado a la India. Por eso, pluma en mano, y sin restricción, relata sus aventuras épicas con el afán de hacerse famoso; aunque siempre dejando en duda el lugar de su nacimiento. ¿Por qué sería? ¿Para no deslucir su vida pasada? ¿Acaso era judeoconverso?... Esa respuesta, si algún día se sabe, se la dejamos a los historiadores… Sigamos… El héroe de esta Odisea, está contento. Y no es para menos. Acaba de encontrar los nuevos mercados y el futuro enriquecimiento de él y de los hombres que se sumaron a la expedición; y porque también llegan para evangelizar a los pájaros, animales y plantas y ponerlos al “servicio de Dios”. Le había llegado la hora de salir de misio, escalar hacia la nobleza castellana y buscar nuevas historias que contar a sus nietos. Así, misma cruzada, lo divino y lo caballeresco fueron los ejes en las que giró la conquista del nuevo mundo. Para estos angelitos, los “indios” son un grupo homogéneo carente de atributos culturales; tienen la misma estatura, el mismo color, la misma desnudez, todos andan pintados igual y no tienen lengua, ley ni religión. Seres raros como los animales que no tienen voluntad; especímenes dignos de cualquier álbum coleccionable para ser mostrado en el “viejo mundo”. Desde sus perspectivas religiosas y novelísticas, había que domarlos y transformarlos. Se creían los mejores del mundo. Así, un soberbio Colón descubría un nuevo mundo sin saberlo; y era natural que no a los americanos. Fueron estos pensamientos los que sentaron las bases para la justificación del esclavismo y la explotación de los indígenas. Después de todo, el intercambio de oro por religión era lo justo y necesario.

5 de diciembre de 1492, Colón llega a la isla de La Española (Haití y la Republica Dominicana). Forma la primera colonia europea en el nuevo mundo. Ningún monje Dominico o Jesuita lo acompañan en su primer viaje; ni idiotas que fueran.

Pero esta expansión castellana en el oeste produce tensiones con Portugal. Así que el papa Alejandro VI —Rodrigo de Borgia— entra a tallar de mediador; y lanza su bula Inter Caetera en 1493 que limitó el área de influencia de ambos. Se reunieron y acordaron trazar una línea imaginaria de polo a polo situada a 100 leguas al oeste de las Azores —conjunto de nueve islitas paradisiacas entre Europa y América—. Ahora cada reino podía reclamar al otro. Poco después, el tratado de Tordesillas de 1494 trasladó la línea fronteriza a 370 leguas al oeste de Cabo Verde, que abrió así una amplia zona al este de Sudamérica, para la expansión portuguesa, que luego se conocería como Brasil.    

***

El tiempo, que a todos nos ocurre y que como Cronos devora todo lo existente, no se detuvo; siguió y hasta allí llegó un viejo Huayna Cápac. Ahora consuela su vejes —como todo viejo circunstancial y decorativo— recordando cada pasaje de su conquistadora vida. Habían pasado muchas lunas de no ver su palacio de oro y piedra. Ahora el hijo nacido del vientre de la extranjera era un mozalbete guerrero y ambicioso. ¿Qué edad tenían los dos? El bastardo “veintiocho veces trece lunas”; el Auqui, apenas “sesenta lunas menores”.

Sí, “El Joven Señor” está viejo; ahora es un carcamán de 72 veces trece lunas. En el amor y sexo no tuvo competencia. Ni su padre, Tupac Yupanqui, llegó a tanto. Tal vez podríamos compararlo con algún cuerdo emperador romano que tomó como deporte favorito lo erótico.

Ya en Tumibamba, a la tarde, un hombre de aspecto maléfico y ataviado de plumas abrió la puerta y entró. Era una acomodada salita con mucha luz que llegaba de una ventana orientada hacia el este. Grandes recipientes estaban llenos de flores de diversos colores. Otro hombre en el interior, severo y solo, con una cojera, disponía dichos jarrones. El visitante lo saludó como quien saluda a un Dios. Y sin mayor diligencia le dijo:

—Sapa Inca, un grupo de extranjeros han puesto sus pies en el imperio.

—Eso ya lo sé… Yo creo en mis fuerzas… Aunque esta enfermedad me tiene con la cabeza caliente y el cuerpo adolorido… Estoy pensando que ya me llaman para ir al otro mundo… Por eso mandé consultar al oráculo de Pachacámac…

—Pero eso está a mucho tiempo de aquí —contestó el Villac Umu.

—¿Te burlas de mí? Claro que lo sé… ¿Sabes lo que significa, mandé? Por eso envié a mis mejores chasquis… Ellos ubicaron al sacerdote, quien consultó al oráculo, y me trajeron la respuesta. Para mi suerte, llegaron junto con los otros chasquis… quienes me trajeron la pócima. La respuesta del oráculo fue contundente: “Sapa Inca, va a sobrevivir…”

—Desde luego… Disculpe mi torpeza…   Pero ¿de qué pócima me habla? No lo entiendo.

—Ya lo entenderás cuando te cuente… Bueno… al asunto para lo que has venido… Parece ser que hay problemas… ¡Pero ya no aguanto otra conferencia, otro pedido! —gritó el Sapa Inca, volviéndose bruscamente hacia el visitante— No estoy para eso… Tú ya sabes que los chachapoyas están pacificados. Tuve que ir hasta allá y darles su chiquita y cambiarles el curaca. ¡Tú lo sabes…! Ese Chuquimis me pareció apto para el puesto. Pero por desgracia, ese día me tropecé con una piedra y me lesioné el pie derecho. Pero ahí mismo me lo curaron. Son expertos los curanderos, en especial uno, un tal Llasha. En compañía de otros, me pusieron unas yerbas, un mejunje, ¡y adiós dolor! Por eso, di la orden a los chasquis para que fueran a Cochabamba en busca del curandero. Necesitaba otro mejunje para curar mis achaques. Pero éste estaba imposibilitado de venir. Así que, esa misma tarde de la llegada de los chasquis, lo preparó. Estos, comieron algo a la volada, y regresaron prontamente. La pócima llegó a la mañana de hoy listo para tomar; y la he tomado. Y desde entonces llevo el alma cansada… y mi cabeza hierve de tanto calor, que quiere volar en mil pedazos; y no sé si por el mejunje o por las muchas metidas de lengua tengo unas manchas rojas por toda la boca que se van ampliando; qué te parece si esta conversación la dejamos para mañana... ¡Ay, ¡cómo me duele el cuerpo, por mil supayas! —Disimulando su dolor, aumentó— Hay más... Tú sabes que mi reino es inmenso, sacerdote. El Tahuantinsuyo ha crecido tanto que abarca muchos reinos. Y todas pueden llevar una existencia digna del ser humano. Tú sabes lo que me costó la Maskaypacha: intrigas y ambiciones cortesanas. Primero, que el hijo de una de las concubinas de mi padre; después, que el hijo de mi tío Apu Huallpaya… cojudeces, puras cojudeces. Para eso estaba mi madre Mama Ocllo y la lealtad de mi tío Huamán Achachi.

El Villac Umu lo mira impávidamente, detiene los ojos en dirección de la borla carmesí, de la Maskaypacha; quiere explayar mejor la idea. ¡Aquellos extranjeros! ¡Estos extranjeros son diferentes, sin duda! Serian acaso los mismos del sueño que le contó el Sapa Inca. Aquel sueño manso que luego se convirtió en pesadilla: Fantásticas y gigantes naves atracaban a la orilla de la verde e inmensa Mama Cocha, traían hermosos atavíos, que presiente y adivina no conoce. Eso le da miedo. Por eso el narrador desfigura los hechos y soslaya sus presentimientos. “Mi reino es demasiado grande que mis veloces chasquis tardan muchas lunas en entregarme la última noticia de lo que sucede con mis tropas que combaten en el Maule”.

—¡Sapa Inca, en el Cusco te reclaman! —agregó el Villac Umu, que también estaba cansado de hablar.

—Iré… Ya veremos, hoy quiero el día para mí y algunas de mi Huayrur aclla… Tal vez sea mi último polvito. Así que retírate y de pasadita dale aviso a la mamacona, dile que se haga presente con tres de ellas… y que no demore, que mi desayuno de maca me ha puesto “duro”. Y también manda llamar a mi hijo Ninan Cuyochi… No sé por dónde anda ese gallo… Creo que también estuvo enfermo y tomó el mismo mejunje que mandé preparar…

—Ja, ja, ja —se ríe en silencio el sacerdote — Creo que está alucinando. No entiende que ya le han preparado su estatua de oro, su “guaoqui”. Debería de llamar a sus chácaras, yanaconas… e ir a su gineceo… El pobre está más allá que para acá… Hace buenas lunas que no se le levanta ni el ánimo… Lo que necesita son tres, pero del Taqui Aclla. Éste es puro pututo… —dijo saliendo y murmurando el Villac Umu.  

Pero ahora era 1525. Y después de una larga ausencia, el Sapa Inca volvía al Cusco. Iba acompañado de sus generales y por toda su nobleza. En hombros y con gallarda caminata llegaban al Ombligo del Mundo. El Inca regresaba después de intensas campañas en el norte del imperio. Ahora todos saben que ha conquistado Chachapoyas y Llamichus; y aplastado la rebelión de los Calanques. Regresa acompañado de sus consejeros. Ha dejado en Tomebamba (Tumipampa o Tumipamba) a uno de sus hijos predilectos, Atahualpa. Y lo espera otro de sus hijos, Huáscar. Sí, Huayna Cápac regresa como lo hiciera antes; sólo que esta vez, y pocos lo saben, el Inca está sin alma.

Pero hay una sospecha… Investigadores del incanato habían seguido su enfermedad y su muerte. Y todas sus indagaciones lo confirmaban: había un autor intelectual y otro autor material. 

Por eso, luego de recopilar todas las pruebas, y realizar una investigación médico legal, llegaron a la conclusión de que el Sapa Inca había sido envenenado con un mejunje llegado de Chachapoyas; el cual consistía en una mezcla de campanilla roja, barbasco y ayahuasca. Por la gravedad del asunto, al otro día, el capitán y hermano del Inca, Colla Topac, se dirigió al lugar en busca del curaca Chuquimis y del curandero Llasha. Pero al llegar, ambos ya estaban muertos; el primero hecho un Purunmacho; el segundo, escondido por sus familiares en el fondo de la laguna Sierpe, metido en una tumba de piedra de forma rectangular. Entonces, el capitán Colla Topac, primero mandó sacar el cuerpo de Chuquimis, que estaba depositado en lo alto de unos peñascos —donde su alma todavía vivía—, para enterrarlo bajo tierra, boca abajo, como si fuera cualquier plebeyo. También tomó a sus dos hijos. Al mayor lo enviaron, sin preferencias, a lo oscuro de la muerte; y al otro, al Sancayhuasi —casa celda donde había serpientes, pumas y todo tipo de alimañas—. Lo divertido, aunque usted no lo crea, es que el susodicho sobrevivió una noche, motivo por el cual —según el protocolo Inca— lo dejaron libre, absolviéndole de culpas. Después de buscar por todo Chachapoyas, y por los quintos infiernos, no lograron ubicar al segundo. Del cual dice la leyenda: “que todos los años en verano, cuando baja el nivel de las aguas de dicha laguna, la tumba de Llasha emerge a la superficie dejando al descubierto las piedras labradas y despertando la curiosidad de los naturales de la región que acuden a verlo”. (cit. en Zubiate 1979: 10)    

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Mientras tanto en Portugal, después del tratado de Tordesillas (7 de junio de 1494) y luego del “gana gana” o de quién llega primero a las islas Molucas (Maluku en la actualidad o Malucas en el siglo XVI), también conocidas como las Islas de las Especias —que forman parte de la actual Indonesia—, entre Portugal y España, el primer conde sin sangre real, conde de Vidigueira, fue enviado de regreso a la India tras permanecer de asueto naval 20 añitos. Tenía que sustituir al desastroso y pervertido virrey Duarte de Meneses. El destino quiso que este lobo de mar contrajera la malaria al poco tiempo de su llegada. Aunque, así, convaleciente, puso mano fuerte y logró poner todo en orden; lo que no pudo fue vencer la enfermedad; así que ésta lo llevó con diosito en las vísperas de navidad del año 1524. Este personaje en mención era nada más y nada menos que Vasco da Gama, navegante Portugués que descubrió una ruta para llegar a la India rodeando el Cabo de Buena Esperanza, convirtiendo a Lisboa en la capital de las especias. Pero antes, como ya lo hemos dicho, Cristóbal Colón dio un nuevo giro a la idea de navegar hacia el este; se mandó con todo al oeste, descubriendo América.

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Luego de la muerte del Sapa Inca Huayna Cápac y luego de la misa de un año por la muerte de Vasco da Gama, empieza lo bueno.

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El potente empresario y gobernador Pedrarias, alias “el Galán”, crea la Armada de Levante en julio de 1525. Levante era la región a conquistar que quedaba al sureste de Panamá y que luego recibiría el nombre de Perú. Aunque antes ya había un proyecto de expedición que figura en un texto del 6 de marzo de 1524. Lo sabemos porque un resentido Gil González Dávila, luego de llegar a Panamá, y dar cuenta de sus exploraciones, y ante el temor de que el gobernador Pedrarias atentase contra su vida, huyó a Santo Domingo, desde donde le escribe al Rey Carlos I de España, V del Sacro Imperio Romano Germánico e hijo de Juana I de Castilla (la loca) y Felipe I (el hermoso) y le informa que Pedrarias pretende organizar una expedición para descubrir el Levante. Pero Pedrarias, al enterarse, cambia de parecer y decide organizar por su cuenta la Armada de Nicaragua. Como tiene amigotes nobles y oficiales reales de Panamá, y harto billete y harto poder —pero como es duro—, decide hacer una chanchita para financiar la expedición a Nicaragua y jorobar a Gil, que se encontraba allí y había recibido oro de manos del cacique Nicarao. Se reúnen en una comilona de padre y señor mío y todos colaboran, pero con desconfianza, ya que hay muchos intereses; entonces deciden nombrar a Francisco Hernández de Córdoba como lugar teniente de Pedrarias. Pero no todos quedan conformes. Unos quieren que sea un tal Francisco Pizarro; otros, Diego de Albítes.

Al final, Pedrarias formaliza la Compañía Comercial del Poniente y envía a Francisco Hernández, quien previamente le había prometido muchas ganancias y le había “roto la mano” con una fuerte cantidad de dinero.

Pero como el destino es siempre imprevisible y crea laboriosas e insospechadas contradicciones, sucede que el pendejo de Francisco Hernández, ya en Nicaragua, se le subleva a Pedrarias, que queda botando espuma por la boca, franco el rostro y sumido en un absoluto silencio. El hablador, ya no sonreía muy fácil. Entonces, ni corto ni perezoso, va en busca de Pizarro y le ofrece el cargo de lugarteniente de Nicaragua; y le pide, además, que utilice sus navíos y se dirija a traer al susodicho Hernández para propinarle un reverendo castigo. Pizarro, perplejo, reacciona echándole flores; pero le dice que con él no es la cosa, porque se halla entregado a su trabajo y con los barcos preparados para su segundo viaje al Levante, y que allá había full oro. Por eso, pese a la tentadora oferta, Pizarro decide continuar su empresa con sus otros dos socios.

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Retrocediendo al primer viaje de la conquista del Perú, y como ya dijimos, eran tres socios o consocios —fundaron en Panamá, después de la debacle de la primera expedición en 1524, la Compañía de Levante, suscrito ante el escribano Hernando del Castillo, 25 de marzo de 1526—: Francisco Pizarro, Diego de Almagro —algo mayor que Pizarro— y Hernando de Luque que era cura de Panamá, y por lo tanto “gozaba de influencia y de general estimación”. No olvidemos que Hernando de Luque representa los intereses de la Iglesia Católica y del licenciado Gaspar de Espinoza, oidor de la Audiencia de Santo Domingo y miembro de la familia de “los Espinosas”, banqueros de Sevilla y Valladolid. Este curita maquiavélico, previamente había hecho un contrato traspasando sus derechos —el tercio que le tocaba— a esta “Compañía”. Los 20 mil pesos aportados en 1526 lo confirman. Aunque los dos capitanes también se mojaron y aportaron parte de la suya. Es por eso que Hernando del Castillo acredita que los dos capitanes reciben del curita la suma de 20 mil pesos en barras de oro; lo que significaba, más o menos, nueve millones de maravedís.

Arranquemos con el primer viaje luego de tanto preámbulo.

Para la primera expedición, y luego de una corta búsqueda, compraron dos buques pequeños. El más grande era uno de los construidos por Balboa para el mismo propósito; pero, como ya sabemos, a éste le llegó antes la muerte; injusta muerte por culpa de la envidia y la sinrazón, por no decir la urdida pendejada de Pedrarias… Al más pequeño de ellos lo bautizaron con el nombre de “San Cristóbal”; al de Balboa, “Santiago”.

Pero la mayor tarea fue reclutar hombres. Porque la desconfianza en las expediciones hacia el sur era más o menos como lanzarse a la mar en el primer viaje de Colón. Al final, luego de ofrecer el oro y el moro, pudieron reunir 100 castellanos.

Entonces Pizarro se adelantó en el “buque insignia” de Balboa con 80 españoles, 32 “nicaraguas”, 15 esclavos negros y 4 caballos. Esto sucedía a mediados de setiembre de 1524, cuando el clima era harto malísimo: “había lluvias y vientos contrarios a la navegación”. Pero nada detenía al oblongo y cazurro Pizarro. Almagro, luego de darle un fuerte abrazo y sobarle la espalda, lo vio partir. Le daría alcance después de conseguir más hombres, “aparejar” el buque pequeño y llenarlo de vituallas.

Primero tocaron en el archipiélago de Las Perlas, atravesaron el golfo de San Miguel y se dirigieron al puerto de Las Peñas. Luego bordearon la actual costa colombiana, entrando en el rio Birú —que algunos creen que la mala aplicación de este nombre originó la de Perú—, “y se internaron como dos leguas”. Desembarcaron todas sus fuerzas; ningún mercenario quedó en el barco excepto los marineros. Penetraron con mucha dificultad; el calor intenso, los moscos y los ruidos de pájaros y otros animales, para ellos desconocidos, llenaban todo el espacio. En su penosa caminata, destajaban a fuerza de machete la densa y apretada vegetación caribeña. Durante dos días estuvieron reconociendo el lugar. Sólo encontraron un bosque infinito lleno de pantanos y peñascos. Cuando por fin logran salir, se hallan en una región montañosa llena de innumerables piedras filudas que les cortan los pies. El hambre, las ganas de tener sexo y el calor reinante les obligaron a reembarcarse y partir. Siguieron recorriendo la costa colombiana; hasta que eligieron un lugar para detenerse y para aprovisionarse de agua y leña —otra cosa no había que conociesen—. Las provisiones en el barco estaban a punto de agotarse. Así que, para retardar este conflicto, se llevaban a la boca, para todo el día, dos mazorcas de maíz. Tanto fue la inclemencia del hambre que Pizarro y sus hombres parecían insectos peludos por lo demacrado de sus cuerpos. En esas condiciones, sus soldados maldecían la hora en que aceptaron tal viaje. Su mayor interés era la de volver a Panamá, para prodigar atenciones a su hambre y ansiedades elementales de la naturaleza humana, oportunas en aquel lugar. Hubo algunos que quisieron revelarse, pero Pizarro desplegó las notables condiciones de su carácter —mismo Balboa antes de que lo decapitaran—; los animaba y les infundía fe con palabras fuertes, pero llenas de consuelo. “¡Sí se puede!”. Los días trascurrían y los “bastimentos se iban agotando; estaban en el extremo”. Así que, para remediarlo, acordaron dividirse. Unos fueron en el barco a las islas de Las Perlas al mando de Gil de Montenegro en busca de provisiones; Pizarro y los otros se quedaron allí rasgando la olla y abasteciéndose como pudieran hasta la llegada de Gil. Así que —mismo Adán y Eva luego de su destierro— juntos construyeron barracas, dormían apegaditos, iban a cazar culebras y a buscar raíces, muchas de cuales eran venenosas, las que al poco tiempo les hinchó la panza. 27 infelices fallecieron en esas condiciones. Había transcurrido 47 días de la división. Se agotaba el tiempo, la espera. Estaban por fallecer todos cuando hizo su aparición Gil de Montenegro trayendo carne, frutas y maíz.

Ya fuera del barquichuelo, da un paseo y se detiene frente a uno de los sobrevivientes.

—¿Cómo te encuentras?

El sobreviviente se recuesta al pie de un árbol, totalmente absorto.

—Estamos agotados… Esperábamos a la muerte. Eres nuestra salvación —sonríe— Te pasaste, barrio. ¿No había unas nativas en el camino? Aquí estamos, huérfanos de amor y cariño… —dijo un desfalleciente Nicolás de Rivera, el viejo, tesorero de la expedición.

—¡Ay, Dios! ¡Pero hombre! ¡No seas zoquete! Con las justas puedes con tu vida y estas pidiendo mujer… Además, lo que me dio don Francisco sólo alcanzó para esto… —reculó Gil de Montenegro.

Luego de llenarse la panza hasta el cansancio, todos, al unísono, acordaron abandonar aquel infierno. Sin usar más que unas pocas neuronas, le pusieron el nombre de “Puerto del Hambre”. Así continuaron el viaje; tocaron varios puntos en los que se encontraron frente a frente con indios caribes, pero no les hicieron mucho caso. Hasta que por fin anclaron en un paraje y desembarcaron.

No esperaron mucho tiempo, cuando de pronto sintieron una lluvia de piedras y lanzas que caían de todos lados. Hubo muchos heridos, incluyendo a Pizarro; 5 castellanos quedaron sin almas. La lucha fue feroz; tanto, que a Pizarro le hicieron rodar por una ladera con el alma en peligro. Pero este se incorporó y pasó por su filudo sable a dos y contuvo a los demás. Así quedó de pie, gravemente herido y echando risitas y mirando para todos lados.

—¡Puta madre!, mi vida quedó a merced de una inmensa piedra que pasó rozándome la mitra. Bueno…, pero no me queden mirando…, necesitamos curar nuestras heridas. Otro día dirán Pizarro a muerto… pero no será el día de hoy… por más que alguno lo desee. 

Curados con aceite hirviendo, único remedio, apuraron a reembarcarse. Ahora se trasladaban a Chocama, punto muy cerca de Panamá. Pizarro, confundido, quería saber el paradero de su socio Almagro.

—Creo que este pendejo ya me cerró y, no contento, habrá tomado como suya a mi nueva mujer allá en Panamá… —bramó un colérico Pizarro.

Se equivocaba, porque éste ya se había hecho a la mar, siguiendo el mismo camino, con 50 hombres a bordo del San Cristóbal. Para mala suerte de Almagro, desembarca también en el “Fortín del Cacique de las Piedras”, lugar funesto para los dos capitanes. Pues, si allí casi violan a Pizarro, a él le mataron un ojo. No solo eso, porque si no es por un negro que lo rescata de las manos de los nativos, al pobre le quitan la armadura y lo filetean sin compasión.

A las horas, ya pasado el susto, los castellanos lograron vencer a los nativos. Almagro, con el hígado en la boca y hecho un bravucón, mandó incendiar el fortín rebelde. Luego llamó al negro que le salvó la vida y le dijo: “ves lo que les pasa a los que se me amotinan, pues, este es su fin.  Ahora se llamará Pueblo Quemado”.

Pensativo, taciturno y refunfuñando sus penas, Almagro se pregunta por Pizarro. En sus conjeturas se hizo la idea de que su amigo había sucumbido. “Si a mí me han matado un ojo, a este cómo le habrán dejado el ojete”.

Así, llenos todos de desaliento, decidieron volver a Panamá. Por si las moscas, antes llegan al rio San Juan —manglares colombianos—. Ni los residuos de Pizarro. Ya, creyendo que el alma de su amigo correteaba en el infierno junto al alma del primogénito de Maximiliano I, partió. Por fortuna tocaron antes en la isla de Las Perlas. Aquí se enteró de que, el hijo de la guayaba y el mandarín, se encontraba muy horondo en Chocama. Entonces decidió ir a su encuentro.

Al reencontrase, saltaron como locos y se dieron hasta besitos y se propusieron volver a intentarlo. Acordaron, entonces, luego de hacer un inventario de lo sucedido: la muerte de un ojo y la casi violación de Pizarro, más el mal estado de los navichuelos, que el nuevo tuerto “marchara a Panamá en busca de nuevos auxilios”.

Al llegar a Panamá, Almagro fue mal recibido. Algunos desleales y chismosos, misma prensa chicha, habían dado cuenta a Pedrarias de lo acontecido en la primera expedición. Entonces entró a tallar la iglesia católica, por intermedio de Hernando de Luque, pues deseaba más carneros, digo, feligreses, para explotarlos. “Business to business” esa era su filosofía teológica. Además, no olvidemos que el hereje y antisemita de Lutero ya estaba haciendo estragos a la iglesia católica y en especial a su cabeza: empezó jorobando y llevándolo hasta el quicio a Leoncito X —segundo hijo de Lorenzo de Medici—; continuó con el siguiente Vicario de Cristo, el Papa Adriano VI, y le hacía la vida imposible al nuevo Sumo Pontífice, Clemente VII”.

Pedrarias, ni tonto ni perezoso, se propuso chapar la suya.

—Bueno —le dijo—, si me ofrecen parte de las ganancias que se obtengan, yo levanto la prohibición para el nuevo embarque de gente… Y hasta pongo un billetito.

—Pero usted arriesga poco, casi nada. Es un sencillo lo que usted colabora —dijo un acalorado Luque.

—Mira, compadrito, tú debes de saber que ya me cagó el pendejo de Francisco Hernández…, se me sublevó en Nicaragua… Pero ahora yace su cuerpo sin alma ni cabeza; así que… lo tomas o lo dejas… Además, ya estás enterado lo que le pasó a Balboa por marchar sin mi consentimiento… —aumentó el gobernador —Ah, y designa a Almagro como capitán y adjunto de Pizarro. Porque éste se me “achoró” y no quiso ir a traer a su tocayo; además es muy avezado y pendejo…

Cuando Pizarro llegó de Chocama a Panamá, y se enteró de lo sucedido, se le encendió el rostro de cólera… Pero no podía hacer nada. Al final, el curita Luque lo convenció y todo quedó cordialísimo, que hasta celebraron los tres una misa para consagrar la unión o contrato. Por eso, enternecidos, “los comandante o capitanes Pizarro y Almagro, juraron en nombre de Dios y por los Santos Evangelios ejecutar lo que prometían haciendo el juramento sobre el misal en el cual trazaron con sus propias manos el sagrado emblema de la cruz” para luego comulgar los tres con la misma hostia. Obviamente, el cura que ofició la susodicha misa fue Hernando de Luque. Esto sucedía un 10 de marzo de 1526.

Ahora empieza el segundo viaje.

Una vez juntado los fondos, habilitaron dos buques mayores y dos canoas, las que llenaron de “bastimentos y armas”. Luego pregonaron sin disimulo su expedición al sur, en donde encontrarían riquezas nunca vistas. El propósito era que más hombres se adhirieran a la aventura. Pues sabían que había “hombres colocados en situación ruinosa” y nada tenían que perder. Al final alistaron unos 160 hombres, 30 esclavos negros y 30 nativos; además de 20 caballos. El piloto era ni más ni menos que Bartolomé Ruiz, natural de Moguer, en Andalucía, quién ya había explorado la costa occidental hasta Coaque.

Con todo esto, Francisco y Diego emprendieron el segundo viaje por el mismo rumbo que la primera vez, cada cual en su buque; pero ahora sin cometer los mismos errores. No hay primera sin segunda… dice el dicho.

En esta travesía, entrando por la desembocadura de un rio, vieron que sus orillas estaban cubiertas por casas de nativos. Entonces, furtivamente, desembarcan Pizarro y algunos hombres, logrando sorprenderlos. Capturan un excelente botín consistente en adornos de oro, los que se hallaban en el interior de los bohíos.

Pero no todo fue de maravillas; cuando antes tocaron la bahía de San Mateo y se dispusieron a desembarcar, fueron atacados por naturales que en su extremo eran agrestes; tanto, que hubo muchos heridos. Entonces Almagro consideró imposible y estéril la permanencia en aquel punto. Pizarro dijo lo contrario: “¡Retroceder nunca, rendirse jamás!” … Al no ponerse de acuerdo, discutieron acaloradamente llegando a la injuria y a amenazarse arma en mano. Cuando ya estaban dispuestos a trenzarse, cual gallitos de pelea, el piloto Ruiz logró separarlos con la ayuda de otros castellanos. Al final, los dos capitanes terminaron dándose un apretón de manos, aparentando ser malvados y buenos al mismo tiempo. Se notaba ya una repulsión mutua y solapada. Es entonces que de común acuerdo determinan que Almagro vuelva con el botín conseguido a Panamá en busca de nueva gente y que Pizarro se dirija con los demás a la Isla del Gallo, que quedaba en la bahía de Tumaco, al sur de la actual Colombia.

Sin más, Almagro parte. Desde la proa y con un solo ojo los ve desaparecer en el horizonte.

Sin detenerse, Pizarro y el piloto Ruíz se dividen. Deciden que El capitán y el resto de sus fuerzas permanezca cerca del rio; porque algunos nativos capturados les aseguraron que a corta distancia había una región abierta y cultivada, en que él y sus soldados podían vivir con comodidad; mientras el piloto Ruíz, siguiendo la costa del gran continente, se dirigiera a la pequeña Isla del Gallo.

Y así partió Ruíz. Pero al llegar a la isla, los habitantes, que eran numerosos, los recibieron con hostilidad. Interrumpido, abandona su proyecto y no desembarca. Da vuelta a la vela y recorre la costa hasta la bahía de San Mateo. Grata fue su sorpresa, al observar que conforme avanzaba, hallaba indicios de mejores cultivos y una población más considerable. Así visitó la punta de Manglares, el rio Santiago, Puma Lagartos, Punta de Ostiones, islas del Corcovado, el cabo de San Francisco —en honor de Pizarro—, el morro de Jama, la Punta Pedernal y el poblado de San Juan de Coaques, donde halló a los nativos muisnes o cojimíes; población que no les tuvo miedo ni fueron adversos; sólo les quedaron viendo con la boca abierta, como complacidos de ver a unos dioses. Al percatarse de ello y no queriendo desengañarlos, Ruíz se embarcó y se alejó de la costa, ingresando a alta mar. Otra fue su sorpresa cuando vio que una balsa, de regular construcción, le dio alcance. “Al atracar la balsa al buque, Ruiz encontró en ella varios nativos (tallanes); había hombres y mujeres; algunos engalanados con muchos adornos de plata y oro, trabajados con mucho esmero”. Pero lo que más le llamó su atención fue el tejido de lana que componían sus trajes. Eran tejidos muy finos con adornos de flores y pájaros. “También vio algo que parecía una balanza, que supuso era para pesar metales preciosos”. Dos de los nativos eran procedentes de Tumba (Tumbes), puerto peruano que se encontraba a unos grados más al sur; al parecer eran comerciantes con cierta civilización. Éstos les confirmaron la existencia de un gran imperio cuya capital era el Cusco. Por lo tanto, resolvió detener a los más parlanchines y condescendientes, que eran tres; a quienes bautizó con los nombres de Felipillo, Fernandillo y Francisquillo. A los demás los dejó en libertad.

Así, emprendió el viaje y siguió sin detenerse hacia la línea equinoccial, que cruzó sin problemas; luego llegó a la bahía de los nativos Caráquez, y, finalmente, a la isla de San Mateo. Aquí se encontró con los habitantes de Jocay —hoy Manta—. Estos tenían un oratorio en donde rendían culto a la diosa Umiña, que estaba revestida de oro y plata. Se hicieron de ellos y partieron para reencontrase con Pizarro y los demás soldados en el punto en que los había dejado.

Ya era tiempo que llegara; porque, para entonces, el ánimo de la gente que se quedó con Pizarro estaba decaído. No había en sus pensamientos aquel entusiasmo primitivo que mostraron cuando se hicieron a la mar. No hallaban los campos que les dijeron, ni las soñadas riquezas. Por donde miraran, sólo había una isla llena de horribles temporales; y el sol, que originaba un clima abrazador, más en aquellos terrenos impenetrables, llenos de salvajes caribes, los llenaba de fatiga, hambre y enfermedades.

Por otro lado, el tuerto está por llegar a Panamá en un mísero barquichuelo. Todos traen cuerpos de poca carne y rostros afligidos por hartas derrotas. Sus bocas están selladas por miedo a terribles castigos, que sin chistar le aplicaría un severo Almagro, “que no gusta de hablar, sino de hacer”. Pero un avispado soldado cuchichea con otros en un rincón del barco.

—“Éste nos venderá como reses…Y el otro espera más víctimas… El tuerto es menos astuto y cruel, por eso lo manda a la boca del lobo…”

—Entonces hemos de decirlo todo… Pues el capitán ha decomisado todas las cartas… hasta mi carta de amor y mis poemas escrita con mucho cariño para mí amada Celia.

—Tú crees que siquiera podremos ver al Gobernador… Naca la pirinaca.

Entonces, el avispado soldado, sonríe y vuelve los ojos a todos los presentes.

—Miren lo que tengo aquí… ¡Visto o no visto! Para huevón… mi perro —Muestra a los ojos de todos un enorme y hermoso ovillo de algodón, de cuyo interior extrae una larga misiva —Éste será un obsequio para la mujer de Don Pedro de los Ríos, el nuevo Gobernador.

—Por favor, lee lo que dice… Nos tienes intrigado —dijo uno de los presentes.

—Es larga, así que remataré con esto… ¡Oído a la música!…

“Pues, señor Gobernador,

Mírelo bien por entero,

Que allá va el recogedor

Y acá queda el carnicero” …

Luego, ágilmente, vuelve a introducir la misiva en el ovillo.

—Es un secreto… ¡Que quede claro!… Que satanás lleve a su regazo al que se dispusiera a hablar…

De pronto, todos quedan en silencio. Hace su aparición, con el rostro agrio, el tuerto. Lleva un parche negro en el ojo izquierdo, mismo pirata.

—¡Toda esta gente ¿qué carajo hace?! ¿En qué piensa, arrejuntada en esta parte del barco…? ¡Cuchicheando como peluqueras…! Cuidadito con que alguien diga algo, lo colgaré calato y de los testículos en lo alto del mástil para que las gaviotas se los coman… Así que preparen todo que pronto desembarcamos…

Todos se limitaron a sonreír y decir: “está bien, está bien”. Luego, como ratas, se dispersan murmurando y apurando el paso.

Desembarcan.

Mientras hay una tarde calurosa, la mujer del nuevo gobernador recibe la carta. Después de releerla y enterarse del contenido, se dirigió, como alma que lleva el diablo, a la presencia de su esposo.

—Esposo mío, mira lo que tengo aquí… Es cruel lo que les ha pasado a los hombres que llegaron con el capitán Almagro… Pero más triste es lo que les pasa, en estos momentos, a los muchachos que se quedaron con el capitán Francisco Pizarro… Cariño, tienes que evitarlo… Todo esto es una desgracia…

—A ver, dame esa carta… —En silencio se puso a leer— ¡Qué carajo! Ahora mismo doy la orden para que los traigan… Ya van a ver de lo que soy capaz.

Entonces llamó en su presencia a Almagro y le dijo “que se negaba en absoluto a permitir que hiciese nuevos alistamientos”. Luego de darle un café, bien cargado, ordenó llamar al capitán Tafur.

—Venga para acá, acérquese sin miedo… La orden que le voy a dar es terminante. Me los traes por las buenas o por las malas a los insensatos que se han quedado con el capitán Francisco Pizarro… Y diles que se dejen de huevadas, que sus locuras por obtener oro los va a llevar a una horrible muerte. Así que tome dos barcos y diríjase a recogerlos.

La suerte estaba echada. Hincha las velas de los bergantines y parten. En la playa solo un ojo los mira con cara de malos amigos.

La buena suerte acompaña al Capitán Tafur. Hay buen viento y el clima parece primaveral, poético. Por eso no tiene mayores percances en su travesía.

Así, cuando los hombres de Pizarro vieron llegar a los dos buques fue tanta la alegría en un grupo de soldados, que empezaron a saltar como locos…

—“¡Llegan por nosotros… llegan por nosotros!”.

En el otro pequeño grupo, que estaba muy cerca de Pizarro, las voces son, por el contrario:

—“¡Podemos seguir!”

El capitán Tafur desembarca y se dirige al encuentro con Pizarro. Se miran por un buen rato; luego se dan un fuerte y cariñoso abrazo. Luego le murmura al oído:

—No he venido a ayudarlos… Tengo órdenes del gobernador don Pedro de los Ríos de llevarlos a todos, incluido a su capitán. Usted sabe que el gobernador es un cosito… Y su mujer le ha ordenado, por culpa de una misiva que llegó a sus manos, que cargue con todos los presentes. Ella le ha dicho que no puede permitir…

—Ya, no se diga más… Me hierve la sangre cuando las mujeres se meten en cosas de hombres… “Nadie fue traído por fuerza ni nadie se quedará sin su consentimiento… sino por su libre voluntad” —interrumpe alejándose el futuro conquistador— Y usted será testigo de lo que ahora digo.

Los soldados, luego de enterarse de lo que sucedía, empiezan a cuchichiar; hay voces discordantes; discusiones por el sí y por el no. Pero cuando se acercan los dos capitanes, se hace el silencio y nadie osa murmurar.

Sin más tiempo que mediar, Pizarro desenvaina su espada y pronuncia una singular y breve arenga. Luego traza de oriente a poniente una raya sobre la arena “con la punta de su estoque”. Mueve la cabeza en media circunferencia observando a todos por un instante. Allí parado, alto y más bien delgado, muy erguido, y con la barba larga y saliente, estira el brazo hacia el norte y dice, “broco y viril”:

—Por ahí se va a Panamá a ser pobres y cositos; por aquí —señalando al Sur— al Perú a tener buen sexo y ser ricos… Escojan lo que mejor le parezca —Y con paso firme cruza la raya, mirando desafiante al Capitán Tafur.

Uno, dos, tres, cuatro… trece galifardos lo siguen. El piloto Ruiz es uno de ellos. El destino para todos está echado, no hay marcha atrás. Trascurría el año de 1527.

—Bueno, capitán, ahí nos vemos…

—Pero, “barrio”, déjame uno de los barcos… —Pidió Pizarro.

—Oye… tú eres o te haces… Estás muy huevón si crees que por tu culpa voy a ir preso a mi llegada… Las órdenes son claras y estrictas… “Al Cesar lo que es del Cesar y al huevón lo que es del huevón” … Así que, haz lo que mejor puedas para conservar tu vida y la de los trece giles que se quedan contigo.

Momentos supremos y tristes. Pero a Pizarro no se le mueve ni un musculo del rostro. Entonces extiende uno de los brazos y con el índice levantado, señala a uno de los doce galifardos.

—Piloto Ruíz, coge tus cosas y regresa a Panamá para informar al pendejo de Almagro lo que aquí ocurre. Llévate a estos naturales… y aquellos frutos… y aquel oro.

Allí quedaba el trujillano, con una docena de muertos de hambre y falto de todo auxilio, en un islote espeso y en medio del océano, sin ningún bote de que disponer.

Pero el ánimo que les imprimió Pizarro, hizo que se creyeran dioses del olimpo y con hercúleas fuerzas como para continuar y llegar al Perú.

—Bueno, empezaremos por el principio. Así que, manos a la obra, tenemos que construir una balsa. No vaya a ser que se aparezcan los nativos y nos violen —dijo Pizarro, volviéndose bruscamente hacia los once famélicos.

Así que construyeron una balsa y se trasladaron a otra isla distante “cinco o seis leguas de la costa”. Al llegar, desembarcaron y se encontraron con un monte lleno de cerradísimos bosques. Al pie de los árboles, no sentían que el sol existiera. Por todos los rincones del cielo no dejaba de llover y por todas partes manaba el agua. Parecía que hubieran llegado a un paisaje salido de algún cuento de Allan Poe, por lo horrible y tenebroso. Entonces, por lo que ahí veían le pusieron de nombre “isla de la Gorgona”. Eso sí, tenían abundante caza y no les faltaba pesca. Hasta divisaron varias ballenas en el horizonte del mar.

Con el paso de las horas, las plagas de insectos venenosos quebrantaban su salud. La situación cambio a angustiosa. Tanto, que uno de ellos sacó un pequeño crucifijo y, arrodillado, empezó a orar. Los demás lo siguieron.

Aunque no de hambre, pero llenos de soledad, pasaron uno tras otro los días y las noches infinitas; muchas veces amanecían enterrados en la arena, para que los jodidos mosquitos no los picaran. Y el pendejo de Almagro no aparecía. Siete meses transcurrieron; la locura los embargaba; en sus pesadillas se creían perdidos para siempre.

Hasta que una tarde, cerca de la playa, sentado en cuclillas, con el pantalón hasta las rodillas, al pie de un árbol, un Pedro de Candía se retorcía estreñido. En su último pujo, logró divisar en el horizonte las velas de un barco. En el instante, cogió un par de hojas grandes y se limpió el culo apuradamente. Luego, con el pantalón suelto, gritando como loco, corrió a darles aviso a sus amigos.

—¡Barco a la vista, barco a la vista!

Era el leal y noble piloto, Bartolomé Ruíz, que llegaba acompañado sólo de marineros indispensables para dirigir el barco. Ningún refuerzo más. El cosito del gobernador no había consentido que llevaran más hombres. Almagro se lo pidió hasta de rodillas, pero el gobernador no cedió.

—Se van con lo que tienen —le dijo — Así que levántate y no me hagas cambiar de opinión.

Almagro murmuro infinitas lisuras, que por suerte no llegaron a los oídos del gobernador. Hasta le mentó la madre y le dijo cachudo en voz baja… Al final, “así será”, dijo. Salió y se reunión con el piloto Bartolomé Ruíz.

—No hay nada que hacer… Te tienes que ir sólo con los marineros. El cachudo no quiere ni uno más… Ya tengo las cosas que tienes que llevar a Pizarro y su gente, así que manos a la obra.  

Partió el barco arrastrándose por el mar y desapareció en el horizonte.

A su llegada y después de la algarabía, los trece se embarcaron. No había derrota posible; si tenían que morir, morirían luchando cara a cara con la parca.

Salieron de Gorgona medio muertos y llegaron con mucho trabajo a la costa cerca de Tangarara. Después de 21 días llegaron a Tumbes. Allí, sin que lo creyeran, fueron bien recibidos y agasajados. Siendo para las dos partes de admiración mutua. Por fin para los castellanos existía un mundo civilizado, con comida, bebida y buenos culos. Estaban asentados en el Imperio del Tahuantinsuyo.

Para todo esto, soldados atrevidos como Alonso de Molina y el griego Pedro de Candía conocen el ágil meneo y las jadeantes voces de las hembras quechuas. Por eso prefieren quedarse para siempre entre indígenas peruanos que volverse a la península o a Panamá. Luego de discutirlo con Pizarro, todos acordaron dejarlos al cuidado de las mujeres con quienes convivían y de los nativos que se habían hecho amigos suyos. Y también para que aprendieran la lengua y costumbres de los nativos de aquella región. Entonces dio la vuelta con destino a Panamá.

A su llegada fue recibido con honores. Hasta el cosito de Pedro de los Ríos le testimonió su admiración. Por todo esto, el capitán se encontraba de buen humor y muy contento por lo hallado y sabido del nuevo imperio. De Panamá pasó a España.

Sucedió que lo estaba esperando un hombre muy conocido por los aventureros españoles, un tal bachiller Enciso. Quien había tenido una activa participación en las primeras colonizaciones de tierra firme en el nuevo mundo. Y era acreedor de algunos de los primeros colonos de Santa María la Antigua del Darién o Cumaná. Entre ellos estaba el susodicho Pizarro. Así que inmediatamente que éste desembarcó, ni corto ni perezoso, le pidió el pago de la deuda. Al negarse a pagar —no por distraído, sino porque llegó aguja— fue encarcelado.

Este hecho causo indignación en varios de sus amigos que también lo esperaban en el puerto. Uno de ellos era Hernán Cortés. Inmediatamente dieron aviso al rey, quien dio la orden para que lo soltaran.   

***

Cuatro largos años habían trascurrido desde la primera ilusión de descubrir las ricas tierras del Perú. Corría el verano de 1528. Un resuelto Carlos V de España —nieto de los Reyes Católicos, de Maximiliano I y María de Borgoña— dormía cómodamente en Toledo en compañía de su amada prima y esposa, Isabel de Portugal. Éste caballero que Tiziano muestra en uno de sus cuadros, con nítida claridad, como vencedor de una coalición de príncipes alemanes en la batalla de Mühlberg, está de lo más relajado, nada lo perturba. El pasado no le interesa, porque el presente es la victoria. A sus 28 años todo parece cambiar a su favor. Es la época más esplendida y de su mayor gloria. Y, en efecto, derrotados los franceses en Pavía, hecho preso su archienemigo, el rey Francisco I, y saqueada Roma, no era para menos.

El ahora emperador de los cristianos dormía plácidamente a la espera de quienes lo llevarían a embarcarse a la capital de los territorios de la antigua Roma. En el pórtico situado delante de la habitación hay arcos triunfales a manera de puertas. Cada una tiene pintado los estados que le pertenecen: el de Flandes; el de Gantes; el de Castilla y Aragón; el de Austria; y el etc... La habitación está adornada por figuras del Viejo y Nuevo Testamento. También hay colgadas en la pared hachas y una nao cubierta de ricos paños de oro. Y sobre el aparador, hermosos vasos de oro y plata están acompañadas por muchas banderas.

Llegó una procesión de cónsules y magistrados y de varones ilustres. Seguían a sus espaldas dos caballeros vestidos recatadamente. Pero como siempre, como cabeza de procesión, iban dos perlados, arzobispo y obispo.    

De pronto, tocaron a la puerta.

—Despierta Isabel… Vístete.

—Pero, mi amor… uno más…

—Una vez en Italia nos metemos otro polvito… ¡Pero como joden…! Supongo que debe ser algo importante… Están tocando insistentemente. ¿No se habrá escapado el pendejo de Francisco?

—No, no lo creo. Sus captores, el capitán Alonso Pita, Juan de Urbieta y Diego de Ávila están a su cuidado… Bueno, pero no me cambies la conversación… Mira, lo prometido, prometido está… Y no te preocupes que Dios está de nuestro lado, él siempre te dará fuerzas; todo está saliendo más allá de tus expectativas… Tenemos el mundo a nuestros pies…

—¿Hum?

Entonces se visten y todos van a la estancia de la corte. Hay mucha gente, menos dos. Ella sigue su marcha y desaparece tras el corredor.

Al rato, hacen su ingreso dos personajes trayendo objetos raros y curiosos. Todos abren los ojos más allá de lo común. Uno de los aventureros es Hernán Cortés; el otro, Pizarro. Éste se presenta allí ante el más poderoso de los monarcas europeos; “no en solicitud de gracias; no en petición de mercedes, se presenta para ofrecerle un imperio”. Cuando empezó a hablar, todos hicieron silencio. Misma “telenovela”, Pizarro narró todos los pormenores de sus extraordinarias aventuras por mar y tierra en el nuevo mundo; les dijo que todo lo hizo para extender el imperio de Castilla, el nombre y el poder del “emperador”. No reparó en nada; hasta le arrancó unas lágrimas a los escuchantes cuando les contó lo de la Isla del Gallo.

Entonces, Pizarro fue nombrado, de por vida, gobernador y capitán general de doscientas leguas de costa en la Nueva Castilla, nombre que se dio al entonces Perú. Obtuvo, además, otros títulos… Así, Pizarro se comprometió a levantar en seis meses una fuerza de doscientos hombres bien apertrechados y a emprender la expedición a los seis meses de su llegada a Panamá. ¿Con que billete? Ahí estaba el problema. Tenía en esos momentos todo el oro que había conseguido en el primer y segundo viaje. Pero no le alcanzaría. Entonces entró a tallar Hernán Cortez, que, como él, se encontraba en España y fue quien lo recomendó con Carlos V.

Los dos capitanes se habían hecho muy buenos amigos —aunque no digamos tanto—, en el fragor de muchas batallas que sucedieron en el nuevo mundo. A Cortés le había ido muy bien en la conquista de México. A Pizarro sólo le ladraban los perros. Sin pensarlo dos veces, el conquistador de los aztecas, le dio de su bolsillo una generosa cantidad de dinero, con el que Pizarro reunió a muchos aventureros y a cuatro de sus jóvenes hermanos: Fernando, Juan y Gonzalo Pizarro. El cuarto era Francisco Martín de Alcántara, su hermano de parte madre. Y así, partió de Sevilla.

Cuando llegó a Panamá en 1530, encontró a Almagro triste y agraviado. Pizarro se había hecho de títulos de todo calibre y al pobre no le tocó ni la migaja. Así que después de un palabreo y las merecidas disculpas, en que Pizarro le echaba toda la culpa al Rey —y el curita Luque le sobaba las espaldas—, se volvieron a amistar. Claro que las promesas llenaron toda la conversación. Pizarro le ofreció que lo que conquistaran sería repartido “japanajá”, "half and half"; hasta se llevó los dedos a la boca y se lo juró por diosito… Pero como nosotros sabemos, uno puede ser condescendiente pero no huevón. Así que Dieguito jamás se lo perdonaría. Nacía así el bando de los almagristas y los pizarristas, como en Vizcaya, Giles y Negretes; en Italia, güelfos y gibellinos. Aunque no hay que olvidar que Pizarro le trajo al cura Luque el título de Obispo de los territorios que pudieran conquistar.

Ahora Pizarro se encontraba independiente de la gobernación de Panamá. Su propia jurisdicción se extendía a doscientas leguas al sur del rio Santiago. Y su empresa era privada, nada tenía que ver la corona de España en los gastos que éste generara, pero si en el porcentaje de las ganancias. El Imperio nunca pierde.

Hicieron todo lo posible y sólo llegaron a reunir 180 soldados y 37 caballos. Ahora todos viajarían a la conquista en tres naves pequeñas cargadas de armas, municiones y vituallas.

Partieron en enero de 1531. Después de 13 días de sol y mar, llegan a la bahía de San Mateo. Luego a pie continuaron la marcha, repitiendo sus antiguas penurias, a través de la región de Coaque, en donde únicamente fueron atacados por la enfermedad de Carrión; la que se llevó algunas almitas castellanas. Pizarro no sabía cómo explicar la falta de oposición indígena. ¿Qué era lo que sucedía?

 Así continuaron su camino, acometidos por esta enfermedad y el ánimo maltrecho. Pero, lo que más les llamaba la atención era lo desértico de los lugares por donde pasaban. Sólo encontraban pueblos vacíos.

Ya exhaustos y en Puerto Viejo se les abrió el cielo, sus oraciones, lloriqueos y golpes de pecho, se materializaban; un refuerzo de 30 hombres al mando de un oficial Balalcázar les dio alcance. Pero no solo les vino de regalo eso, para su mejor suerte, un cacique, salido de la nada, como el genio de Aladino, un tal Tumbalá, los invitó a visitar su isla Puná; la que estaba muy cerca de Tumbes (la puerta del Perú). Allí, además, se les unió un contingente de cien voluntarios o mercenario y algunos caballitos; todos dirigidos nada más y nada menos que por el capitán Hernando de Soto; quien luego descubriera el rio de las grandes aguas o Misisipi allá por el año 1541. Es en este lugar en donde Pizarro se entera de la guerra fratricida que acaecía en el Tahuantinsuyo entre Huáscar y Atahualpa.

Con la ayuda del divino creador, sus oraciones y los mercenarios allí presentes, Pizarro creyó conveniente emprender la conquista. Veinte añitos habían trascurrido desde que Vasco Núñez de Balboa se enteró de su existencia; y catorce añitos después de su decapitación… ¡Cómo se va la vida y pasa el tiempo, y como nadie sabe para quién trabaja!

Así, partió y desembarcó en Tumbes. Esta travesía de llegar y desembarcar, le costó tres hombres. Dicen las malas lenguas que a estos tres los indígenas los agarraron en cuclillas, con el pantalón abajo y al pie de un árbol, conversando, y los filetearon; allí quedaron tirados en la arena boca abajo. Los demás castellanos, ni cortos ni perezosos, los persiguieron dando alcance a algunos de ellos; quienes rápidamente le tiraron dedo al curaca del lugar o jefe de Tumbes. Luego de ir por él y de pasarlo por un callejón oscuro y meterle una chiquita, lograron que éste hablara todo.  Les dijo que a consecuencia de una guerra civil tenían feroces encuentros con los de la isla Puná y que por ello los confundieron. Y que los de Puná eran del bando de Atahualpa; y ellos del otro bando, los de Huáscar.

Pizarro, pensándolo mejor, optó por un reconocimiento del lugar. Por eso, envió al capitán Hernando de Soto y algunos hombres a explorar el rededor hasta las faldas de los cerros. No permitiría más que los indígenas los agarren evacuando y con el pantalón abajo.

Comprendiendo que los lugareños se podrían levantar en su contra, dictó para su gente medidas severísimas: “Entraran en cuarentena. Nada de sexo por un buen tiempo. Puro “auto acuchillamiento”. Nada de desmanes”.

Ya repuestos y amistados con los lugareños, y dejando en Tumbes a los enfermos y menos hábiles, se encaminó al interior del Tahuantinsuyo. Luego de caminar 30 leguas al sur encontró un rico valle de nombre Tangarará. Sitio a orillas del ahora río Chira. Valle muy hermosos y de excelentes condiciones como para establecer una colonia. Un punto de refugio por si algo ocurriera. Era para entonces mayo de 1532.      

   

***

Como ya dijimos, murió Huayna Cápac en Quito rodeado de sus resentidos cusqueños y de sus fieles cañaris. Por su fidelidad al norte, trajo del Cusco Ayllus completos, leales y tristes. Al final, murió abrumado de presentimientos.

Antes ordenó que se reconozca como Sapa Inca a su primogénito Huáscar y a su engreído Atahualpa, Rey de Quito.

Una vez terminadas las exequias en Quito, que Atahualpa las hizo celebrar con tinyas, pincullos y chicha al por mayor, mandó éste sacar el corazón de su padre y depositarlo en un vaso de oro y ubicarlo en el templo sagrado. Luego, ni corto ni perezoso, se coronó como nuevo Sapa Inca según el rito y la tradición de sus mayores. Ya para entonces, tenía como esposa a su hermana y prima paterna Paico Vello o Tocoto Vello (bautizada por los españoles como Catalina) y a su primogénito Tupatauchi, además de un parcito más.  

Así, y luego del ir y venir del nuevo Emperador de Quito, el muerto fue trasladado, en absoluta reserva, al Cusco. El cuerpo del anciano fue embalsamado, trajeado y llevado a un spa Inca para maquillarlo y así simular que estaba vivo. Era lo más conveniente para evitar que los curacas de los pueblos sojuzgados, aprovechando el momento, quisieran su libertad política y económica.

En el Cusco los orejones, que ya se habían enterado de la muerte del Inca y de la orden dada, toman la decisión de coronar al siguiente sucesor, al siguiente Sapa Inca. Era lo más lógico: Huáscar era el primogénito y había nacido y crecido en el ombligo del mundo.

Pero “las tribus y curacazgos de los paitas y zarzas, chimús y Catacaos, sechura y huanca—pampa, caxamarcas y chachapoyas”, están con Atahualpa, por las tropelías que hizo Huáscar en el Cusco; y porque Huáscar no escuchaba a nadie, ni al único general venido del norte, de Quito, el general Colla Guaqui. Quisquis, Calcuchimac, Rumiñahui, los generales más poderosos continúan al servicio de Atahualpa.

Misma negociación secreta de Castro con Kennedy, luego de la Bahía de Cochinos, las cortes de Cusco y Quito intercambiaron mensajes.

Atahualpa, por supuesto, siguiendo las enseñanzas de su padre, tomó como nueva mujer a Choquesuyo, del ayllu de los puruaes, quienes se consideraban sus más fieles vasallos. Mientras que los cañaris (habitantes de Quito, pero de origen cusqueño) proclamaron su adhesión a Huáscar.

Pero por arte de la diplomacia o de los designios del destino, durante cinco años permanecieron en paz. Paz parecida a la de Atenas y Esparta luego de la firma de Nicea.

Hasta que, llegado los cinco años, el tratado fue roto por escaramuzas y porque estando, así las cosas, es cuando Huáscar —mismo plan Valquiria— sufre un atentado, un complot que casi le cuesta la vida. Por eso andaba muy pendiente de su entorno.

Serían como la diez de la mañana de un día soleado cuando llegó la momia del Inca. Huáscar estaba recostado en su trono, con la cabeza levantada y los pies estirados. A unos veinte metros a su izquierda aparecía la momia sentada en el anda y acompañada de una procesión. Delante de todos, un grupo de nobles quiteños y cusqueños, formaban la comitiva. A paso y ritmo de zampoñas todos cantaban y elevaban sus rostros al cielo. Huáscar, deteniéndose un momento a observar mejor, comprobó intrigado que en la comitiva no estaba su hermano. Este súbito golpe lo llevó a la sospecha. Entonces exigió que la comitiva le dé las explicaciones del caso.

—¡Exijo una explicación…! —dijo mismo condorito— ¿Cuáles son los motivos que detuvieron a Atahualpa en Quito? ¿Por qué no está presente?

—Si usted, Sapa Inca, no lo sabe… menos lo sabremos nosotros. Lo único que le podemos decir es que ingresó a su habitación con diez concubinas y veinte jarras de chicha de maca… Más no sabemos.

—¡Ah! Se creen pendejos… Ahora verán de lo que soy capaz…

El capaz fue que los dejó sin cabezas.

Grave error, porque eran parte de una de las panacas del sector Hanan cusqueño que residía en Quito. Pero a Huáscar le llegó a la punta del dedo gordo. Así que se hizo el loco y Huayna Cápac recibió los funerales de acuerdo a la tradición.

El ambiente se tornó difícil. Las comitivas enviadas del norte eran recibidas con agrias sospechas. Inmediatamente después, eran arrestados o asesinados. Atahualpa al enterarse resolvió consultar a sus generales. Mejor dicho, los tambores de guerra esperaban ávidamente un detonante, un escupitajo. Y llegó.

Un curaca delator del norte alertó a Huáscar de que su hermano había mandado confeccionar el traje de un Sapa Inca en la sastrería de su padre. Y no solo eso, sino que ahora lo llevaba puesto. También que había mandado edificar a los arquitectos, su palacio, templos y residencias al estilo cusqueño. Y esta orden solo la podía dar un Sapa Inca. Lo que tomó Huáscar como un desacato a la autoridad. Después de reflexionar sobre los intolerables hechos, decidió organizar a su ejército y enviarlo con dirección al norte, al mando de su tío Apu—Cápac—Inca—Atoc.

Así procedió y lo envió con una soldadesca de diez mil hombres. En la larga caminata se le juntarían tres mil hombres más. Pero el ejecutor de esta empresa fue capturado y hecho muerto. Luego le cortaron la cabeza y la mandaron a hervir.

Atahualpa se detuvo y lanzó una mirada agria. Dio unos pasos y llegó casi en medio de sus generales, levantó las manos, como si tuviera un vaso ceremonial, y de la calavera del general muerto, bebió una espumante chicha de maca.

Huáscar, desesperado, sin aguantar una palabra, le dijo a su general Huanca Auqui:

—Una batalla perdida no hace una guerra.

—He allí el detalle —murmuró.

—¿Qué dices?

—No, nada… Que estoy para lo que usted mande.

Al final, el general comprendió que la orden estaba dada. Partió entonces con 12.000 soldados con dirección a Tomebamba. Cerca de un puente, en un húmedo sendero, renunció. Les volvieron a sacar la chochoca. El general Huanca Auqui imaginó lo peor, pero salvó de milagro. No había forma de que las fuerzas de Huáscar pudieran remediar la situación. Es por ello que decidieron retirarse a Cajamarca para tomar un respiro y juntar más hombres. Allí se enteró de que sus aliados los cañaris también habían sido derrotados.

Atahualpa muy seguro de sus triunfos y de sus generales, los envió hacia el sur, al Cusco. Así iniciaron una larga y azarosa caminata por el Cápac Ñam. Casi en el acto sus generales comprendieron que era una forma de congraciarse con los curacas vecinos y una forma de desarrollar su conocida política de reciprocidad. Algo que había descuidado el soberbio Huáscar. En todas sus acciones había mantenido una relación distante con los curacas aliados y con las panacas cusqueñas. El muy torpe llegó al extremo de mandar desenterrar las momias de los antiguos emperadores Incas, porque entendía que le ocupaban tierras fértiles que él podía utilizar. El descontento de las panacas fue general.

Todas las demás batallas en los territorios de Huancabamba, Chachapoyas, Huamachuco favorecieron a los las fuerzas de Atahualpa; todas comandadas por sus generales Calcuchimac y Quisquis. De nada valió la llegada de grupos de soldados aliados a Huáscar. Ahora cabía una decisión. Entonces él mismo decidió asumir el liderazgo. Pero ya era muy tarde. Una de las últimas batallas se libró cerca de las aguas del rio Mantaro, en el territorio de los Xauxas —Jauja—. Al final, el pobre Huáscar fue hecho prisionero cuando pretendía escapar. Los generales victoriosos no respetaron su envestidura y lo humillaron de la peor manera: lo hicieron caminar junto con los demás soldados hasta el Cusco. Nunca más este Inca sería cargado en andas.

Al llegar al Cusco, los generales de Atahualpa ordenaron la captura de toda la panaca del Inca vencido. Fue atroz mientras duró y más a la vista y paciencia del acongojado Huáscar. Casi, casi la totalidad de la familia fue asesinada: mujeres, hombres, niños, viejos… Hasta se destruyó el guaoqui —ídolo de oro, que representaba la escultura del Inca— de Túpac Inca Yupanqui. Todo esto sucedía en el año de 1532.

La victoria estaba casi, casi en manos de Atahualpa. Solo tenía que vencer a unos cuantos curacazgos más que estaban disconformes por lo sucedido. Además, Atahualpa tenía noticias de que una estirpe diferente había osado pisar su territorio sin su consentimiento. ¿Quiénes eran? No lo tenía claro.

 

***

 

Como ya dijimos, a inicios del año de 1532 los españoles se asentaron en la región de los tallanes. Ahí establecidos, y teniendo como santo de su devoción al Arcángel San Miguel, fundaron un 15 de agosto la primera ciudad española en el Tahuantinsuyo, llamada San Miguel de Piura.

Ya enterado del resultado de la guerra civil y que el vencedor estaba cerca de ellos, como a 13 o 14 días de viaje a caballo, Pizarro se vio en la necesidad de aumentar el número de mercenarios, o hijitos de Dios, o súbditos del hijo de Juana la Loca y Felipe el hermoso. Así, en espera de tener más castellanos, retrasó el comienzo de la expedición.

Luego de esto, decidió no detenerse más. Así que, dejó una pequeña guarnición; encargándoles el compromiso de tener una buena relación con los nativos. Ya que este punto sería clave como punto de abrigo en caso les sucediera algo durante la nueva expedición. Marcharon 100 hombres y 77 caballos; entre ellos tres arcabuceros y 17 ballesteros. Ya para entonces era 24 de setiembre de 1532.     

Pizarro y sus hombres inician su caminata por caminos hechos a mano que tienen ocho pasos de ancho y están muy bien cuidados; también, cada cinco leguas se encuentran con una fortaleza cercada, hecha de piedras y cubierta de cañas, en donde pernoctan —los cronistas les llaman tambos—. Los intérpretes que llevaban —que eran tres—, les dijeron que aquellas edificaciones tenían mucho tiempo de construidas; que eran preincas. Así, atraviesan los cerros con innumerables arroyos que serpenteaban por todas partes. Hay cultivos muy bien fertilizados. Avanzan a una velocidad de 2 km/h —tengamos en cuenta que una legua es para los cronistas 6.2 km y que sus jornadas de caminatas eran de 4 a 5 leguas—. Entonces llegan a una plaza grande cercada de tapias, que pertenecía a un cacique llamado Pabor. Luego, guiados por el río Piura, hacienden hasta Caxas y Huancabamba; para luego atravesar un despoblado y llegar al valle de Motupe.

Desde Motupe se dirigieron a las montañas, y pasaron por un desfiladero estrecho e inaccesible, mismo las Termopilas, que un corto número de soldados hubieran podido hacerlos papillas. Pero, por la imprudente confianza del Inca, no hallaron los expedicionarios ni el menor obstáculo, tomando posesión tranquilamente de un fuerte que defendía este importante paso. Algunos con dolor de cabeza y diarrea, otros vomitando la comida de anteayer, en aquellas alturas, y estando ya reunidos los dos hermanos, Hernando y Francisco, recibieron a un embajador del Sapa Inca, entablando una amistosa conversación. Felipillo entraba a tallar y a ganarse los frejoles. Aquí el dialogo traducido:

—Buenos días, jefe. ¿Cómo han llegado hasta aquí?

—Bien, muy bien…

—Pero aquel está vomitando… Y aquel otro tiene cara de muerto fresco.

—No te preocupes. Dios, el que se hizo hombre 33 añitos, y nuestro Emperador Carlos I nos acompañan y nos dan fuerzas.

—Porque nos le da una agüita de coca, mejor… Le quitará el mal de altura.

—¿Sí? Yo creo que mejor a las hojas lo volvemos rollitos, como los cubanos, y lo hacemos humo. ¿No será mejor?

—No creo… Nosotros lo tomamos en infusión.

—Bueno… Dime a lo que viniste y deja de hablar cojudeces. A ver, cuál es tu cau cau. Suelta todo.

—Disculpe si lo contradecía. Bueno, a lo que vine… El gran Sapa Inca los invita a una gran cuyada bailable; chicha incluida… y hasta las últimas consecuencias.

—¿Cuyada? Y qué es esa huevada… Yo no he venido hasta aquí, después de tantos sacrificios, para bailar.

—Ah, jactancioso es este pendejo… ¿Qué huevadas comerán su Dios y su Emperador? ¿Se bañarán? —pensó el embajador del Inca.

—¿En qué piensas? Nada de atacar por la retaguardia. Ve y dile a tu Rey que iremos a la susodicha cuyada bailable… Supongo que podemos ir sin terno.

—Vayan como quieran y como les de las ganas… Cochinos de mierda (esto lo pensó) Igual los vamos a chuñar.

—¿Cómo has dicho?

—No, que después de la cuyada los llevarán a comer chuño… carne de llama y pescadito a la plancha.

Al amanecer del día siguiente se pusieron en marcha. Dos días emplearon en atravesar aquellas elevadas cordilleras. Luego de tal sacrificio, apestando a corral de chanchos, por todas las diarreas juntas, comenzó la bajada. Al fin pudieron respirar. Al séptimo día avistaron el valle de Cajamarca.

Continuará…

Loro

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