domingo, 28 de junio de 2020

El fin de un encuentro

En la penumbra de un rincón oscuro, donde las luces juguetonas bailan con sombras misteriosas, se encuentra “La ramadita”, un bar con historia escrita en la memoria de la gente del barrio. En su interior, la música suave se mezcla con risas distantes y murmullos de conversaciones. 

En una mesa solitaria, junto a una pequeña ventana, un hombre se encuentra sentado y ensimismado en sus pensamientos. Sostiene un vaso de cerveza helada entre sus dedos. Con la mirada perdida y ausente, contempla absorto su propio reflejo distorsionado en el espejo manchado que cuelga torcido en la pared que está delante de él. Se limpia sin sonarse la nariz, luego dobla cuidadosamente la servilleta y la suelta sobre la mesa.

El líquido dorado en su vaso emite destellos tenues mientras la luz parpadea sobre su superficie, como un faro perdido en medio de la niebla. En la música suave, se puede sentir la nostalgia flotando en el aire, como un suspiro silencioso que acaricia el alma. 

Cada sorbo de cerveza es como un capítulo más en la historia de este hombre, cada burbuja lleva consigo un recuerdo o una esperanza ya extinta.

A lo lejos, el murmullo de la ciudad se desvanece, dejando solo el eco de las emociones que retumban en “La ramadita”.

Siempre mirando al espejo, el hombre levanta su vaso en un brindis silencioso consigo mismo.

—Hum... No se ría, señor, que la cosa es seria.

—Disculpe usted, mi querido amigo. No se me ponga pálido. No sabía que la crítica lo ofuscaba.

—¿Amigo? No, señor, yo no puedo ser su amigo. Usted se equivoca y no sabe con quién se está metiendo.

—Pero no es para tanto. Tómelo como una voz pausada que le quiere contestar… Si quiere, una voz secundaria que declinará cuando usted esté sobrio... Las mujeres merecen mi respeto. Lo único que sé es que ella no lo ama; y no se haga el loco, que usted tampoco a ella, solo es una obsesión. Mejor dicho, usted está obligado a amarla platónicamente y sin compromiso, acusado de tibieza. Si no, ¿por qué sale usted con la bailarina Elsa? Ayer me la encontré y me lo dijo.

—¿Cómo? ¿Se ha atrevido a escudriñar mi vida…? ¿Quién le ha dado ese derecho? Ella solo es una amiga… Y, además, ¿qué le importa a usted? Yo hago de mi vida lo que me da la gana y no hay nada ni nadie que me lo pueda impedir… ¡Qué carajo!

—Qué le puedo decir; y deje de hacerse el idiota y pida una botella más de cerveza, que voy con mucha sed… El cigarro me seca la garganta…

—Ja, ja, ja… El descubrimiento de la muerte la tiene estúpida; absurdamente ha cerrado su corazón al mío… Yo sé que ella me quiere. ¿Sí o no? Su nada furtivo beso en aquel solitario jardín lo dijo todo. Creo que llegará mañana… Y tengo que ir a buscarla; no, mejor espero a que me llame… Ahora ya es muy tarde y si la llamo me puede dar forata. Aunque nunca contesta mis llamadas…

—Ella no lo quiere… Ella es una mujer casada. Le dijo que vendría, pero no hubo ningún viaje. Ya olvídela, es mejor así… Vaya a buscar a Elsa, que es la que le complementa la noche, la que le da cariño real y verdadero… Aún le quedan monedas en el bolsillo…; y es de las que no piden relaciones serias… Y eso es lo que a usted le gusta, ¿sí o no?

—Creo que usted tiene mucha razón, amigo. Sí, ahora creo que puede ser mi amigo… Total, usted siempre me acompaña… No más cerveza, pediré la cuenta e iré a buscarla… Pero primero tengo que hacerle una llamadita… ¡Puta madre! ¿Cuál es su número? No veo bien, este aparatejo tiene los números muy pequeños. Creo que es este…

—Sí, aló… ¿Elsa?

—¿Elsa? No, soy Isabel… Pedro, ¿eres tú? Me parece o estás borracho… ¿Quién es la tal Elsa?

—Creo que ya metí la pata —susurra—. No, estoy con un amigo… recién vamos tres chelitas… Pero ya me voy, luego te llamo…

—¿A qué hora piensas retirarte… Mamá está preocupada; hace tres días que no la llamas… Eres un desconsiderado… Ayer que estuve con ella llamó una mujer que no quiso decir su nombre, y me dijo que por favor la llames…, pero no sé quién es… Solo dijo que la llames, que tú sabías… Su voz me pareció muy triste, que casi no llegaba a oírla… Creo que sollozaba… Y llama a mamá que está muy preocupada…

—Ok. Ya, la llamaré… ¿Quién habrá sido?

—¿La llamaré?… ¿A quién?

—A mamá. A quién más va ser… La otra que se vaya a acechar a otro… No estoy para soportar a nadie…

—Bueno… ya tú sabrás. Deja de tomar y vete a descansar… Y mañana ve a visitar a mamá.

—Ok. No te preocupes…, la iré a visitar.

A pesar de la duda, y tratando de dominar sus sentimientos, esbozó una sonrisa mezclada con aprobación. Creyó sentirse animado. Tras un breve silencio, guardó el celular en el bolsillo de su camisa y giró la cabeza para mirarse en el espejo. Aprovechó ese instante para alborotarse el cabello con una mano y rascarse la nariz. Sin poder contenerse, dejó escapar una sonrisa de oreja a oreja. Sus ojos vidriosos reflejaban un estado más ebrio que triste; una tragicomedia. Pero había algo más terrible en su mirada, algo que no podía dominar: el peso de una sospecha hacía que sus ojos estuvieran desorbitados, con la apariencia de mirar hacia adentro; era casi imposible distinguir adónde miraban realmente. Inspiraba miedo y risa a partes iguales.

—No, no creo que fuese ella —le dijo al espejo.

—¿Tiene usted miedo? —el mismo se respondió sin quitar la mirada de su rostro, que sonreía con extrañeza.

—Mire usted, miedo es lo que menos tengo. Ella ya es historia por completo. Pero, sí o no, ¿dime? Yo sé que ella me quiere… Lo sé… Pero que se joda. No estoy de humor para caprichitos… Es una mentirosa que se cree la reina de todas las colmenas. Solo imaginarla me inflama la cabeza —le volvió a decir al que está en el interior del espejo; y que sonríe también.

A esa avanzada hora de la noche solo unos pocos parroquianos permanecen en el bar, contables con los dedos de una mano. La medianoche se cierne silenciosa mientras la llovizna exterior sigue cayendo incesante. Pedro le lanza un guiño cómplice a su propio reflejo en el espejo tras la mesa y decide retirarse. Su imagen reflejada solo sonríe con un dejo de burla hacia él. Se incorpora aferrándose precariamente a la mesa, armando algo de estrépito, y se pone de pie trabajosamente. Luego se dirige a cancelar la cuenta. Frente al cantinero, mientras hurga en los bolsillos del pantalón, siente que el mundo oscila a su alrededor y el sonido de risas tontas inunda el ambiente. No le concede mayor importancia.

Dudó antes de retirarse. Pero siguió su camino hacia la calle. Caminaba proyectando una corta sombra en el suelo que se iba perdiendo a cada paso. Como si fueran dos contertulios, no dejaba de hablar. En cada paso, retrocedía y avanzaba tambaleando el cuerpo. Pero seguía hablando. Su tema era la inmortalidad del amor. Ya en el umbral de la puerta, se dio cuenta de que le faltaba algo. Lo recordó. Era un libro de pasta verde y lomo amarillo, de título borroso. Entonces regresó a la mesita en la que había estado solo, lo cogió y evocó una compleja afirmación. Sabía que la encontraría en el interior del libro; se trataba de una comprometedora carta que en manos ajenas lo desnudarían. Por eso, resolvió destruirla de inmediato. Suavemente la desdobló y la hizo pedazos, tardando un rato en empuñar los fragmentos con fuerza. Comprendió entonces que no eran más que un montón de papelitos que, inesperadamente, usando sus brazos a modo de catapulta romana, lanzó a la calle que en ese momento estaba vacía y húmeda. Pensó vagamente que los recuerdos no servían de nada. “Ya qué importa; y que Goethe se vaya a la mismísima m.…”, se dijo.

Pedro es bajo y fornido, y en su abundante cabellera se aprecian muchas canas que le otorgan un aire intelectual. Se divorció hace exactamente un año. Es uno más de tantos. Así que vive solo en el segundo piso de una casona en un barrio de clase media. Allí pasa los días enteros leyendo y releyendo a todos los clásicos; siempre sentado junto a una ventana, en un sillón de cuero, frente a un inmenso espejo que cubre casi toda la pared. Todos los domingos llega una señora de arrugado semblante para hacer la limpieza y llevarse la ropa sucia. De modo que el aposento huele siempre a fragancias de diversas flores.

Pedro se levanta muy temprano para no perder el hilo del cuento o novela que le ha tocado leer; y lee hasta altas horas de la noche sin interrupción. Por su cara estilizada y regordeta, detrás de unos anteojos, se nota que pertenece al grupo de jubilados. Desde que se casó, siempre presenta la misma edad. Al menos eso es lo que dicen sus íntimos amigos.

Como es de esperar, y como cualquier otro ser humano, tiene su historia de amor. Una tarde, luego de que su padre falleciera —era soltero y rondaba los treinta años— sus amigos decidieron llevárselo a otro país. No deseaba asistir, ya que estaba obsesionado con una mujer considerablemente mayor que él, sin embargo, de todos modos, lo persuadieron para que fuera. No podían consentir que su querido amigo se hundiera en la melancolía y cometiera alguna locura. Porque Pancho era exageradamente sentimental.

Fue entonces cuando, en una fiesta de cumpleaños, conoció a Elena. Las luces y el baile desenfrenado lograron que él saliera al jardín para tomar un poco de aire y apartarse de la muchedumbre que lo sofocaba. La primera vez que la vio, Elena estaba a lo lejos, sentada en una banca junto a un pequeño árbol, con el codo apoyado en la baranda de madera y un cigarrillo humeante entre los dedos. Desde donde estaba, Pedro notó que Elena llevaba puesto un bonito vestido sencillo que le acentuaba la figura. Retrocedió sobre sus pasos, fue directamente al bar, tomó una botella de vino tinto y dos copas, y luego regresó adonde se encontraba ella. Elena, al verlo acercarse de nuevo, no supo cómo reaccionar; incluso pensó en huir, pero logró contenerse.

Cuando estaba a unos pasos de distancia, Pedro se detuvo absorto, sin dejar de mirarla. Elena era relativamente joven, de bello rostro y figura distinguida, aunque ligeramente baja de estatura. Mantenía la mirada con una actitud reflexiva y alerta.

—¿Sabe dónde estamos? —preguntó Elena.

—En el jardín de la casa de un amigo —dijo Pedro, girando la cabeza y examinando aquel lugar con atención. 

—Eso ya lo sé. Mi pregunta va por otro lado... Con tanta gente, tanto espacio y tantos siglos de historia, ¿por qué estamos aquí y ahora, justo los dos?

—Supongo que es por azares del destino. Una muerte me trajo hasta aquí por caminos inesperados. ¿Debería entonces culpar a la fatalidad? Al final, estoy aquí y también usted. ¿Qué importa el motivo?... ¿Puedo acompañarla e invitarle una copa de vino? —preguntó él vacilante.

—Creo que aún no me comprende... Pero si me dice quién es usted, sabré qué responderle... Hay cada loco suelto en este mundo. Y por su actitud, usted parece uno de ellos.

—¿Quién soy? Creo que aún no lo tengo claro. Aunque la gente y mis amigos me llaman Pedro... Pedro Sarmiento. Los más cercanos me dicen Pedrito. Soy de Perú, de Lima.

—Ah, peruano. Yo me llamo Elena, solo Elena. Qué casualidad, también soy del Perú, del norte... de Chimbote. ¿Y qué lo trae a España? ¿Viene por motivos de trabajo?

—No, un amigo residente aquí me invitó. Y ya llevo cerca de un mes por acá... ¡Cómo pasa el tiempo!... ¿Podemos tutearnos?

—Bueno, sí... Estoy a punto de cumplir ocho años viviendo aquí. ¿Eres soltero, entonces? O, mejor dicho, ¿has venido sin ningún compromiso, no?

—El destino me tiene solterito y sin ataduras. No planeo casarme... No creo que haya mujer capaz de soportarme... Además, los compromisos son problemáticos, luego creen que uno les pertenece... Aunque a veces anhelo entregarme a una pasión duradera... ¿Y tú qué me cuentas?

—¡Ah! —Exclamó la mujer— No. Los que estuvieron conmigo…, todos están bajo tierra… —aumentó provocándose una sonrisa melancólica.

—Entonces usted es un peligro para los hombres… Aunque valdría la pena hacer el intento. Yo soy inmortal… —contestó Pedro, con una sonrisa que le torció la boca.

—¿Inmortal? Eso sería interesante… Bueno, me tengo que ir; ya es muy tarde y mañana hay que hacer muchas cosas…

—Pero si recién nos estamos conociendo… Acompáñeme un rato más. Acépteme una copa…

—Me gustaría, pero ya es muy tarde… —hace un gesto y saca un papel pequeño de su cartera y se lo entrega —. Esta es mi dirección y mi teléfono. ¿Me das el tuyo?

—A ver, apúntelo… Ok. Entonces la iré a visitar mañana.

—No. Mañana, no… Me voy de viaje. Te llamo y te lo digo…

—Ok.

Sin más, Elena le dio un suave beso en la comisura de los labios y se marchó apresuradamente. Pasó un mes de aquello. A la semana siguiente, Pedro debía regresar a su país, pues las vacaciones forzadas habían llegado a su fin. Elena lo había llamado. Por eso, decidió ir a verla. No la había vuelto a ver desde aquel encuentro fortuito en el jardín de la casa de su amigo. Llegada la tarde, se encaminó hacia la morada de Elena. Pero en el camino se topó con Martín, el amigo dueño del jardín y anfitrión de la fiesta donde se vieron por primera vez. Sin preámbulos, le advirtió que no debería volver a verla, pues ella era una mujer peligrosa. Su último marido había muerto de un infarto justo cuando hacían el amor. Y le relató otras tantas cosas que lo dejaron perplejo. Al cabo de una hora, Pedro llamó a la puerta de Elena, impaciente. Volvió a llamar. Luego sobrevino el silencio. Mientras aguardaba que le abrieran, las piernas le temblaban y su piel se erizaba. No obstante, parecía feliz. Al poco tiempo sintió que la puerta se entreabría y una señora pulcramente uniformada y de edad avanzada lo invitaba a pasar.

—La señora lo espera en el jardín… Acompáñeme —le dijo, mirándolo un momento.

—Buenas tardes… ¡Claro! La sigo…

Cuando recorrían el último pasadizo, un espejo que lo multiplicaba todo temblaba por la corriente de aire. Pedro apuró el paso sin dejar de mirar a su alrededor. Asombrado, veía que las paredes estaban tapizadas por cuadros renacentistas y que colgaban objetos de madera tallados a mano. No había rincón sin adornos. Todos aquellos objetos parecían conjugar con una típica casona virreinal. Ya en el último umbral y al fijar la vista al fondo, notó que el jardín se encontraba al final de la vivienda y que, desde allí, se divisaba a lo lejos la ciudad iluminada por el sol. Con todo esto, cayó en cuenta de que la mansión estaba en lo alto de un cerro poblado de hileras de frondosos árboles. Cuando llegaron al jardín, Elena estaba de pie y de espaldas, dándole de comer a las palomas que se precipitaban agitando las alas. Ella aparecía entera, moviendo las manos para arrojar el maíz. Vestía una corta falda negra y llevaba el cabello suelto hasta los hombros.

—Ellas son mis compañeras y ellas saben mi felicidad y mi desdicha. Siempre vengo y converso con ellas. Luego las despido y sentada en una de aquellas bancas contemplo toda la ciudad. No creo que puedas imaginar cómo es el paisaje cuando cae la noche…

Y cuando terminó de hablar, Elena se volvió y se acercó a Pedro y le dio un sonoro beso en la boca. Un enorme beso. Sorprendido, como víctima, él se quedó quieto, pero con rostro de depredador.

—¿Me extrañaste? —murmuró Elena muy cerca de su oído.

—A usted no le puedo mentir… Sí —respondió soltando una enorme sonrisa.

Entre el jardín y los arbustos del fondo, había tres bancas de madera equidistantes que formaban una fila. Todas estaban adosadas a pequeños árboles y orientadas hacia el horizonte. A unos pasos de estas, se abría una especie de profundo precipicio. Se trataba de un paraje muy distinto a cualquiera que él guardara en la memoria. A la izquierda y a lo lejos, una destartalada escuela que, angosta, parecía una casa de cartón.

—Ven, siéntate aquí —le dijo cogiéndole de la mano y llevándolo a una de las bancas.

Acto seguido, Pedro llamó a la señora que le había abierto la puerta al inicio y le pidió que trajera una botella de vino y unos bocadillos. A los cinco minutos, regresó con el encargo.

Tras beber la tercera copa, Elena se echó a llorar, inclinando la cabeza. Pedro sintió una punzada de angustia, pero guardó silencio.

—Mi vida es un calvario. Tres maridos, tres, y ninguno queda vivo. ¿Qué mal he hecho para merecer tanto sufrimiento? Lo peor es que a los tres los amaba... Sí, los amaba. Yo cumplía con mi compromiso de esposa e incluso devotamente iba a la iglesia...

Elena suspiraba con cada palabra. Sin poder contenerse, se aferró a Pedro. Así estuvieron unos minutos, reflexionando.

—Vamos, tienes que ser valiente. La vida es injusta a veces... Debes ser fuerte —le dijo él, besándole la frente.

—Quiero que te vayas... No soportaría otro muerto...

—Pero, Elena... —pronunció su nombre por primera vez.

Ella se apartó de sus brazos y se puso en pie. 

—No necesito tu consuelo... Por favor, márchate.

—¿He dicho algo que te haya molestado?

—No, nada... Me ha alegrado tu visita, pero debes irte. Tus manos y tu voz han tocado mi corazón... Y no quiero eso... Así que vete.

—No la comprendo. ¿Por qué huye de mí? Me deja como a un soldado herido y feliz.

Al final, intentó tomarle la mano y estrecharla, pero ella se lo impidió. Al darse cuenta de que todo era en vano, desalentado, se marchó.

Al principio, no poder verla porque ella no se lo permitía fue muy doloroso para él. Hizo miles de llamadas que solo respondía la anciana, pidiéndole que por favor no insistiera...

Así transcurrieron los días y Pedro tuvo que marcharse. Partir.

Ya en Perú, puntualmente cada semana le enviaba una carta. Ella las recibía y las leía en el jardín; de este modo llenaba el vacío de su soledad. Pedro nunca lo supo, pues jamás obtuvo respuesta. Llegaba el fin de semana y volvía a escribirle con la ilusión de que ella le respondiera.

Así pasaron los años y él no volvió a saber nada de Elena.

En diciembre, tras diez años, recibió una misiva. En ella le decía que dejaba España para encontrarse con él. Pedro navegó por sus recuerdos como en un sueño, colmado de dicha. La veía en el jardín con las palomas, ataviada con su vestido negro y corto; recordaba con nitidez cada detalle de su figura. Por ello, se sentía turbado y perplejo...

Sin embargo, Pedro estaba casado, pero no tenía hijos. Aun así, esperó impaciente la llegada de Elena. Había marcado la fecha exacta en un almanaque que colgaba de una de las paredes de su dormitorio. Desde su cama, recostado y acompañado de su esposa, veía aquel círculo rojo e imaginaba cómo sería Elena ahora. Su obsesión lo llevaba a soñar con ella. En ese mundo onírico, disfrutaba de su presencia paseando por un jardín infinito lleno de flores coloridas y árboles inmensos que formaban una hilera al borde de un camino. Abrazados y sonrientes, hablaban de su amor y del universo que lo engloba todo. Y que, a pesar de tanto mundo y tanta gente, el destino los hizo coincidir en un lugar impensado.

—No. No hay final… Nuestro amor no tiene límite —decía Pedro.

—Quiero que nos detengamos aquí, y quiero que me escribas una carta… igual a aquella que recibí la primera vez. Fue tan hermosa que me hizo llorar de alegría.

—Claro… Pero no sé cómo se apellida…

—Sería más sencillo si pusieras solo mi nombre… Mis apellidos son trágicos.

Cuando estaban a punto de fundirse en un beso, sintió la pierna de su esposa enlazándolo, devolviéndolo abruptamente a la cruda realidad. En ese instante, la miró con odio, mientras la conexión con Elena se desvanecía.

A partir de ese momento, solicitó a su esposa la posibilidad de dormir solo, argumentando que su trabajo exigía una concentración total. Ella accedió sin protestar.

Aquella misma mañana, se apresuró a la peluquería y luego a un centro comercial, donde renovó su guardarropa. Con el pelo recién cortado, la cara impecablemente afeitada y ataviado con un traje elegante, se encaminó hacia el aeropuerto en busca de Elena. Su apariencia resultaba extraña; la palidez de su rostro y el cuidado peinado de estilo metrosexual lo convertían en un elemento destacado, imposible de pasar por alto en cualquier rincón en el que se encontrara.

Elena no hizo acto de presencia aquel día. Simplemente, no llegó. Abatido y melancólico, regresó a casa y se vio envuelto en una acalorada discusión con su esposa, quien le recriminaba el cambio en su apariencia.

—Tú me engañas con otra mujer... Se nota en tus ojos —le espetó ella.

—No molestes y deja tus celos estúpidos —respondió él con fastidio.

Así transcurrió un año. Elena continuaba fijando fechas de llegada que nunca se materializaban. Incapaz de soportar la creciente soledad, su mujer, agarrando sus pertenencias, decidió marcharse.

Pedrito se sintió aliviado; la separación no le afectó. Incluso se sorprendía a sí mismo riendo solo al recordar a su mujer.

Hasta que un día, recibió la impactante noticia de que Elena se había vuelto a casar en España. Fue un golpe devastador. Esa jornada, como un hombre perturbado, deambuló por su dormitorio, entablando un diálogo frenético consigo mismo hasta altas horas de la madrugada. La traición lo hirió profundamente, resonando en lo más íntimo de su corazón.

Buscando solace en la lectura y la reflexión, se refugiaba en la biblioteca. Leía y tomaba apuntes descuidadamente, sumido en esta rutina desde tempranas horas hasta que el cansancio lo vencía. En su batalla contra el tiempo, caía rendido, entregándose a los sueños. En esos momentos oníricos, la veía aproximarse lentamente, con los brazos abiertos. Sin embargo, justo cuando el abrazo se volvía real, algo lo despertaba.

Elena, a pesar de no haber dejado de amarlo, sucumbió al miedo de perderlo y optó por alejarse. Decidió casarse con el hombre que más detestaba. A partir de ese momento, sumida en una tristeza que la convirtió en la protagonista de su propia tragedia, esperó pacientemente a que el tiempo cumpliera su función.

Cinco años transcurrieron y el esposo de Elena seguía vivo. Ella no entendía lo que estaba sucediendo. Los otros solo duraron dos. Entonces pensó que la maldición había sido vencida. No soportando más a su nuevo marido, cogió sus maletas y se marchó al Perú en busca de Pedrito.

Pero visto de frente, Pedrito se había convertido en un lector empedernido y en un alcohólico total. En el umbral de la locura siempre hablaba frente a dos espejos. Uno era el que lo miraba todos los días en su cuarto y el otro en el bar del chino Pepe.

Fue justo en este último en el que, aquella noche, decidió olvidarla para siempre. Sus amigos le habían aconsejado que saliera más a menudo con ellos y se olvidara de esa estúpida obsesión. “Viejo y huevón, ya deja de joderte la vida; esa mujer nunca será tuya…”, le decían.

Aquel día que les relato, Pedrito, luego de salir del bar e intentar encontrar a Elsa, sin éxito, recorrió todas las calles hasta llegar a su casa. Presentaba una expresión severa y fatídica. Después de entrar y acomodarse, se tiró en el sofá de la sala y comenzó a electrocutarse los sesos. Por más que trataba de no pensar, su mente no quedaba en blanco. Pero, por el cansancio y el alcohol, se quedó dormido profundamente. Al rato, alguien empezó a golpear insistentemente la puerta. Somnoliento, despertó pensando que seguía en el sueño. Entonces, hizo como si no existiera aquel ruido y se volvió a dormir.

—¡Pedro, estás allí…! ¡Pedro, ábreme la puerta…! Soy yo, Elena.

Como en una pesadilla, de un solo salto se puso en pie y corrió a abrir la puerta. Pero se detuvo antes de abrirla. El alcohol seguía en su sangre y le llenaba la cabeza de laberintos. Sentía que podía estallar en cualquier momento. Sus ojos parpadeaban sin parar. Pálido y con la boca entreabierta, pensó por un instante que era la única opción que tenía. Por eso comprendió que aquella mujer que lo llamaba solo era parte de este invisible laberinto onírico que ya no podía soportar. Una música viva y violenta le llenaba todo el cerebro.

—¿Por qué vienes a espiar mi soledad y mi sueño, mujer invisible? Será mejor que te largues, no te soporto… —gritó.

La voz, tras la puerta, insistía con su llamado. Sin pensarlo, como un loco, fue hasta la cocina, cogió un cuchillo y al abrir, sin prestar atención, agitó la mano empuñada y se lo clavó en el pecho. Luego, todo quedó en silencio.

Loro