Estaba
saliendo de la casa de mi amiga Gloria; era ya de noche. Ella me acompañaba,
hablando sin parar. Nos detuvimos por un momento en la entrada de su casa. Me
sentía un poco aturdida por las copas de vino que habíamos tomado. Nos pusimos
a charlar sobre algunas cosas sueltas. Mientras hablábamos, yo exploraba en mi
memoria hechos que me habían acontecido en mi juventud; recordaba lo ridículo
que fueron algunas, y también otras inolvidables, las que me atrapaban
seductoras y gratamente. Recordaba una en particular, la que me ocurrió con un
singular amigo, un bajito muy mordaz, que me tenía desconcertada por aquellos
tiempos, y con el cual nos veíamos apenas más de una vez al año; sí, lo
recordaba agazapado, defendiendo mi honor en un restaurante, observando todo con
ojos severos a insolentes, y repartiendo golpes por todos lados; aquellas
imágenes se arremolinaban en mi cabeza. De pronto y sin darme cuenta, se me
escapó una sonrisa que no pude evitar. Casi llegué a la carcajada. En un acto
involuntario, me tapé la boca con una de las manos. Me sentí tonta en ese
momento. Mi amiga sonrió al notar que mi atención volaba en otro espacio y
tiempo; y aprovechó para darme una palmada en el hombro. “¿En qué piensas?”,
preguntó. Volví la mirada fija hacia ella y regresé a la conversación. “Creo
que estoy hablando sola”, agregó. Yo no había entendido casi nada de lo que me quiso
decir antes de la palmada, pero creo que deseaba mi opinión sobre Willy, su
esposo. Me quedé callada, no quise darle mi opinión, porque también era mi
amigo y no estaría bien que yo chismorree sobre sus laberínticas emociones
conyugales. Como buenas amigas, siempre nos hemos reído y conversando de otras
relaciones muy lejanas en amistad, pero muy ricas en protagonismo. El marido de
una de nuestras vecinas, por ejemplo, es todo un caballero, apuesto, galante;
pero todo esto se pierde cuando abre la boca. Sólo nos queda taparnos los
oídos. Francamente no es digno de nuestra vecina, una abogada, que
intelectualmente hablando, le lleva siglos de cultura. Si por mí fuera, estaría
sirviendo de espantapájaros en cualquier huerto de la vecindad.
Hice
un giro imprevisto con el cuerpo, y di dos pasos hacia adelante. Entonces, le
dije:
—Ya
me tengo que ir. Te estoy dejando. Otro día la seguimos.
—¿Sí
quieres te acompaño hasta tu casa? —preguntó.
—No.
No te preocupes. No sé si primero voy al supermercado… Me faltan algunas cosas.
Nos
despedimos con un fuerte abrazo y un beso en la mejilla. Mientras me miraba por
la rendija que se hacía menos al cerrar lentamente la puerta, me guiñó el ojo.
El
cielo estaba quieto y despejado. No había manera de que nevara. Hacía mucho
frío, pero no corría demasiado viento. Por ningún lado pude divisar a la luna.
Los arreglos lumínicos en las casas hacían más hermoso el paisaje. Había luces
por todos lados. Yo seguía parada en la loza de su puerta, decidiendo a dónde
ir.
Era
un domingo de diciembre, víspera de mi cumpleaños, y ella me había invitado a
almorzar a su casa para agasajarme. Allí hemos conversado de muchas cosas; como
si cada una hubiera querido y no hubiera podido expresar lo que quería
completamente. Comprendí entonces la gran sencillez de la vida y la falta de
franqueza cuando se la quiere explicar. Empecé a bajar los tres escalones que
me separaban del ras del suelo, con algo de frio. Busqué la salida y caminé
hacia ella. A la derecha de su espacioso jardín, iluminado con espléndidos
juegos de luces, a unos cuatro o cinco metros de distancia estaba una mediana
puerta de roble. La abrí y salí a la calle, apretando con más fuerza mi chalina
alrededor de mi cuello. Abotoné mi abrigo, cubriendo totalmente mi chompa.
Pensé por unos instantes en volver a mi departamento y tenderme en la cama con
ropa y todo. Estaba sumamente cansada y abrumada de tanta amabilidad y con
algunas copas de vino. Me decidí y caminé lentamente sobre la vereda, hasta el
edificio donde estaba mi departamento. La casa de mi amiga Gloria, quedaba muy
cerca de la mía. No había que cruzar ningún asfalto. Mientras caminaba, se me
vino a la mente un e-mail estúpidamente burlón enviado por un singular amigo.
Sí, el mismo; el menudo y mordaz amigo, quien tuvo la distinción de salvar mi
honor en un pugilato, del cual salió muy maltratado. No sé, pero me vinieron
ganas de hacerle una llamada telefónica. Quería que me explique el porqué de su
último e-mail y la tonta manera de burlase de mí. Teníamos en nuestro haber
"kilómetros" de palabras escritas mutuamente. Muchas ironías y
sarcasmos; pero nada se comparaba con este deficiente y anormal e-mail. Por eso
no pude contenerme y lo llamé.
—Hola
Charly. Aló… ¡Creo que no me escuchas…! Aló...
—¿Sí?
Buenas noches... ¿Con quién tengo el gusto? Aló. Aló. ¿Con quién hablo?
No
era muy tarde aún. No había dado las ocho de la noche. Había una interferencia
de los mil diablos en ese instante. Volví a marcar su número telefónico.
—Hola.
¿Ahora me escuchas? Soy Bety. ¿Puedes hablar?
—Sí.
¿Bety?... Ah, hola… Sí. Ahora si te escucho. ¡Vaya!, parece que los milagros
existen y se hacen realidad en diciembre.
—Así
parece. Y los correos tontos y estúpidos también se escriben en este mes.
Se
quedó mudo por unos instantes. Lo sentí correr muy rápido, subiendo los
peldaños de una escalera. Yo diría que, más que sorpresa, lo agarré
desprevenido. Se detuvo y lo sentí en un lugar con mucho silencio. Luego dijo
unas palabras completamente extrañas, fuera de contexto. Así quiso desviar la
conversación hacia un saludo navideño y de aniversario. Masculló no sé qué, y
algo agitado, me dijo:
—¿A
dónde quieres llegar Bety? Es un mes de fiestas intimas, familiares. Pero te
siento malhumorada. No lo sé. Me parece que quieres discutir conmigo. ¿Qué ha
pasado?
Lo
escuché contrariada, moviendo mí cabeza con desdén. El curso de mis
pensamientos, en ese instante, era enigmático, diría hasta perverso. Quería
mandarlo a volar muy lejos. Decirle que por favor ya no me escriba más. Me
contuve.
—Sí.
Estoy malhumorada por tu culpa. Te llamo para que me expliques el porqué de tu
estúpido correo. El que me enviaste el día de ayer. ¿Qué te he hecho para que
te burles de mí?
Charly
no respondió. Se quedó mudo por unos instantes. Carraspeó, y, comprendiendo mi
pregunta, me dijo:
—No
entiendo nada. ¿De qué me hablas?
—Bueno.
Sabes de lo que te hablo y te das por desentendido. Déjalo ahí. Ahora da igual.
Sabes, no vuelvas a escribirme de esa manera tan estúpida.
—Me
gustaría saber a cuál de los correo te refieres. ¡No te entiendo!
Sentí
que mi amigo, como sacudido por resortes, movía la cabeza y exhalaba de una
manera profusa. Lo conozco muy bien —bueno, eso espero—. Me gusta que sus
recuerdos se mezclen con el presente y se agolpen a su mente. Me encanta, me
hace sentir estupenda. Es una forma de vengarme cariñosamente de él. Lo cierto
es que mi ceñudo y menino amigo estaba probando de su propia medicina.
—Mira,
ya te dije que lo dejes ahí. Ya hizo el daño, y por favor no vuelvas a hacerlo
otra vez.
De
la pequeña discusión se me secó la garganta y me puse a hablar en voz alta para
mí misma. El celular estaba encendido y en línea. Fue rápido, pero categórico.
Él me escuchó.
—¿Que
soy qué? ¡Me sorprende tu lenguaje!...
La
catástrofe sobrevino. Lo percibía como si le hubiera clavado, desde poca
distancia, una estaca en el corazón. Él sólo se limitaba a atestiguarlo y a
sufrirlo, sin poder corregir nada. No era más que un breve intermedio en
mí caminar hacia mi departamento. Pero se convirtió, sin proponérmelo, en una
situación de resarcimiento, de desquite. Por cierto, nunca pensé hacer ésta
llamada. No tenía ganas de comunicarme con él por ningún medio. Se lo había
hecho saber en un e-mail muy corto que le envíe, contestándole el suyo.
Entonces, deliberadamente apuré la despedida.
—Nada.
No me hagas caso. Ya te dejo. Luego te llamo.
Había
una amenaza escondida en mi afirmación, pero no en el tono de mi voz. Le corté
y cerré el teléfono celular. Lo dejé con la palabra en la boca. Comprendí
enseguida lo que había hecho. Y eso sólo se llama desaire, vilipendio y
desconsideración; que es lo que más le duele a sujetos como él. Estaba furiosa
y él se hacía el que no entendía. Miré mi postura, me fijé en el lugar, y
comprendí que estaba parada en el umbral, estorbando el paso de la gente al
edificio. Me tuve que disculpar con una de mis vecinas. Mi cara de seguro
estaba sonrojada de vergüenza. Un joven y extraño personaje me saludó
tímidamente. No pude reconocerlo. Di algunos pasos en el interior y me detuve;
estaba mirando el suelo y me sonreía sin ningún esfuerzo. Me sentía como una
chiflada que había hablado en voz alta y consigo misma, delante de todos.
Me
puse a caminar con dirección a mi departamento, cogiéndome la barbilla de rato
en rato. Sin darme cuenta, me puse a tararear en voz baja, como queriendo
prolongar el sentimiento suscitado. Llegué. Saqué las llaves, apoyé la mano
izquierda sobre la pared y abrí la puerta. Ingresé riéndome como loca. Atravesé
la sala en busca del dormitorio. Entré. Toda la distribución de mis cosas: el
espejo, la cama, el peluche engreído y confidente que lo sabía todo parecían
aprobar mí conducta. Había hecho una tonta llamada que al final, en vez de
encender mi ira, logró ponerme más cómoda y de buen humor. Lo había dejado como
un tonto; y yo sabía que se lo merecía. Me miré en el espejo por unos
instantes. ¡Qué hermoso semblante presentaba!... Había en él algo extraordinario
que trataba de comprender. Plegaba los labios con mucha fuerza, pero no podía
parar de reír. Es difícil explicarlo, pero para nada me sentía ridícula. Todo
lo contrario, de un estado de fastidio, había sido transportado a un mundo que
había olvidado y que él, mi singular amigo, siempre me lo hacía recordar.
Luego, ya recobrando la cordura, encendí mi computadora para enviarle un e-mail
justo y necesario... He aquí el contenido:
Hola
Charly.
Hoy
el héroe de mi historia eres tú. Sí. Tú. Tengo que presentarte ante la sociedad
de mi mente y de la tuya tal como eres. Lo voy a hacer sin bromas ni ninguna
chispa de burla. Sólo es lo que pienso de ti. Quiero que lo entiendas. Necesito
que te enteres íntegramente.
Sabes,
eres el perfecto buen muchacho. Quién podría quererte mal. Manso, alegre y
tierno; por no decir sensible. Debes de caerles bien a todos tus amigos. De
rasgos físicos que ya no me quedan más que verla por fotografía. Es lo
convenido en nuestra última comunicación. Tu aspecto exterior ha cambiado mucho.
Estás más cebado y rechoncho. Aunque sigues manteniendo esa sonrisa que agrada
a cualquiera, y esos ojos pardos que centellan amabilidad y ternura. Recuerdo
cuando vagabas por el colegio, con las manos en el bolsillo del pantalón,
disimulando siempre tus intenciones cuando me veías; yo te presentía un amigo
inocente; puro de alma y hasta de cuerpo. Podría decirse que no habías tocado
mujer alguna. Hasta ahí tu descripción desde mi cómoda reflexión que me hace
recordarte.
Pero
apenas transcurrido varios meses de haber estado en el mismo salón de clases, cuando,
por esas cosas, usted se enamoró de mí. Bueno, es la cosa más natural del
mundo. Dicen los poetas que la energía de la juventud hace ver un atractivo en
cada mujer. Y usted lo vio en mí. Tal vez se enamoró primero de mi rostro y
luego de mis manos que supo contemplar con mucho empeño. Luego, tal vez, de las
muecas que disponía cada una de mis sonrisas. Y finalmente, un día, que usted
no puede recordar exactamente, se enamoró completamente o por entero sin poder
dar marcha atrás. Ya crecidito y en la universidad, te diste cuenta de que me
amabas. Entonces, lo primero que se te ocurrió fue componer versos; que no te
puedo discutir, eran muy simples pero bellos. Sé que tu amor te costó carísimo.
Por lo menos una colecta entre tus amigos para salir al cine conmigo. De seguro
le has contado tus extravagantes historias sobre ese amor grande y sincero.
Como lo hacías por amor, todo se te disculpaba. Hasta allí, tu autoconfesión.
He leído todos tus relatos con mucha atención.
Pero
tienes que saber que te enamoraste de Bety, no de una jovencita ingenua e
insegura. Sí. Te lo confieso; tú lograste que yo sintiera lo mismo en aquellos
días por ti. Sabes que traté de disimularlo. No, tú no podías hacer lo mismo.
Era tu amor tan evidente que hubieras hecho todo lo posible por tocarme o besar
siquiera mi mejilla. Nunca te atreviste a pensar qué quería mi boca.
Te
he visto, por largo tiempo, en la universidad: otro día en el comedor, soltando
una grosería y huyendo tontamente sin atreverte a replicarme con un beso, ¡qué
tonto fuiste! Me dejaste ir sin dar ninguna lucha; y ese otro día, en un
rincón, con unos amigos, bebiendo unas cervezas, lejos de la parrilla, tú y yo
tumbados en el césped y toqueteándonos como niños… Me esperabas cerca de mi
aula, y un día te vi sin que te dieras cuenta. Te vi esperándome y
contemplándome mentalmente, reflexivo, conversando contigo mismo, de mí y del
amor que te inspiraba. Tu rostro te delataba en el instante. Ahora te lo puedo
decir. Pero lo que más recuerdo y que ha quedado intangible en mi memoria es
aquella carantoña que nos hicimos mutuamente, después de la paliza que te
dieron en aquel restaurante. ¿Recuerdas? Fue lo más cercano en emociones que
tuvimos juntos. Superior, inmensamente, a nuestro impresentable primer beso. Es
que nuestra relación siempre tenía algo de inocencia, algo sublime, casi
pastoril, por así decirlo. En realidad, no sé cómo llamarlo. No lo creerás,
pero no fueron pocas las veces que te me aparecías en sueños. A ver, me puedes
decir ¿cómo logró usted eso? Estoy siendo bastante cursi. Disculpa, pero los
detalles son para mí lo primero. Si nuestras escasas salidas y nuestras
lacónicas conversaciones se pudieran imprimir, el resultado sería un poema del
gusto intelectual muy moderno. El poeta tendría toda la libertad y muy pocas
palabras para expresar semejante momento. Hasta aquí mi nostalgia.
Pasaron
muchas cosas en el transcurrir del tiempo. Eran los noventas cuando el
enamorado muchacho se sentía mareado de pies a cabeza y herido de dudas de
amor. Entonces, se animó a visitarme un día, proponerme muchas cosas, para
luego desaparecer. Se me ocurrió pensar si estarías loco. Sin embargo, y tú lo
sabes, te quería así, y pensé también que darías media vuelta y regresarías
antes de ver a nadie. Te esperé. Sí, te esperé. Pero la dura realidad te
embarulló justo en tu último suspiro receloso. Supongo que lograste sacudirte
definitivamente de aquel extravío que te había atormentado desde la secundaria.
En pocas palabras: "un corazón en fuga herido de dudas de amor".
Luego, me di cuenta y lo pude absorber. Infundí en mi ánimo un sentimiento
seguro y firme de confianza en mí misma. Aunque, en ese momento, el sentimiento
se me arremolinaba y hacía hervir la sangre. Pero al final, te pude decir
¡adiós!... Hasta aquí la culminación. ¿Qué te parece?
Luego
pasaron muchos años, que ya no los quiero ni contar, en el que hemos vuelto a
retomar una comunicación muy linda y sincera. Te confieso: te sigo queriendo.
No como tú quisieras. Pero en fin, te quiero igual. Como tú dices, es tiempo de
decir las cosas sin aspavientos y sin ninguna reverencia. No soy dueña de tus
movimientos ni tú de los míos. Pero tenía que suceder lo más conveniente, lo
necesario. Lo hemos conversado sin tapujos ni medias tintas. Así es la vida,
supongo. Hasta ahí todo excelente, preciso y concreto… Entonces, a ver dime,
por qué de tu estúpido e-mail. No lo comprendo. Desde luego que con ese e-mail
ya no queda el menor vestigio del “buen muchacho” que conocí. Si todavía no me
has comprendido, permíteme decirte que me das lástima. Lo repito, ha
ennegrecido su pasado que recuerdo con mucha ternura. No me rebajaré a
explicarte ni a justificar tus estúpidas maneras de malograrlo todo una vez
más. Hasta aquí mi mala sangre y mi disgusto.
Por
otro lado, reparando o resarciendo nuestros recuerdos y dejando lejos nuestros
temores actuales y tu cargante e inoportuno e-mail, quiero agregar solamente,
rechazando todo pensamiento de elogio y de aplauso, que tú eres un amigo sincero
y hasta original. Un amigo que me animó a conversar con mi pasado en el más
alto grado. No sé por qué, pero siento un respeto extraordinario por las cosas
que haces y que me has hecho hacer. Te estoy muy agradecida. A pesar de todo,
siempre he tenido deseos de saber cómo pudo iniciarse y terminarse de una
manera tan estúpida aquello que nos ocurrió y no supimos manejar. ¿Cómo pasan
esas cosas? No hay, desde luego, una curiosidad malsana de mi parte. ¿Qué hubo
en mí que pudiese seducir a un muchacho como tú? Y también a la inversa. ¿Qué
vi en un ridículo adolescente que, conservando su tonta inocencia, pretendía
razonar y enamorar a la vez a una adolescente que no entendía ni jota de sus
propuestas? Sí, eso somos, adolescentes que algún día, ojalá, puedan madurar...
Desde
luego, te lo puedo decir, todavía no entiendo nada, y te lo confieso sin el
mínimo orgullo; solamente que también puedo decir que tampoco tú entiendes nada
y te lo probaré algún día. No tenemos que ir muy lejos en el tiempo. Creo que
es mejor así... Y sabes, ya no quiero discutir contigo; porque, en el fondo de
todo esto, no podemos siquiera llegar a ser malvados ni perversos. Y tú lo
sabes mejor que yo, mi querido amigo.
Ahora
me despido... ¡Cuídate! Libertad