sábado, 15 de junio de 2013

Aquella tarde

Siempre lo quise. La vida nos juntó aquel día, esa tarde. Él no lo recuerda, pero ese día fue. Él me dijo que me quedaba bien mi pantalón marrón, mi cabello suelto, mi sonrisa y mi orgullo. No lo vi titubear cuando, alargando sus palabras, se le escapó un verso. "Creo que nací para poeta, no lo puedo evitar", dijo. Yo estaba feliz, me parecía a él en ese instante, ese día, en aquel tiempo. Esa tarde, él no lo recuerda, pero también se parecía a mí. Identificó mis manos, las hizo suyas, me hizo cosquillas con la punta de un lapicero al escribir: "Nos parecemos como un milagro". Luego lo leyó, mirándome, hecho una nobleza, todo un romántico. Lo hizo con la ilusión de robarme una sonrisa o, quién sabe, creyendo confundirme, pero lo dijo bromeando, socarronamente.

El tiempo transcurría como algo natural, dulce, pero a ninguno de los dos nos importaba. Tal vez nos imaginábamos que ya vivíamos juntos, lejos, demasiado lejos para saber dónde estábamos. No éramos enamorados, menos novios, solo era una extraña amistad de amigos, grandiosa y mendiga. Pero él no lo recuerda, así es él, un tonto. Como ese día, cuando no se atrevió a decir: "Te quiero". Sin embargo, cuánto me quería, cuánto lo quería esa extraña tarde, que fue un domingo, en mi casa, en la biblioteca, ojeando su rostro de niño mal peinado, malgeniado y pudoroso.

Confieso que no me agradaba cuando evitaba mirarme, cuando dudaba rascándose las orejas y comiéndose las palabras que le salían por los ojos, escondiendo y disimulando un litúrgico secreto, fabricando almas distintas que no detallaban nada. Actuaba como si fuera una imagen oculta en el lienzo de un pintor, con una suerte de fantasma agazapado, velándose solo, como reflejo de un muerto fresco. Pero para qué mentir, me gustaba verlo así, esa tarde, ese día que él no recuerda y que yo quisiera no recordarlo, porque en el fondo yo estaba triste, yo no me sentía completamente feliz.

Le conté que posiblemente obtendría una beca. Se lo dije curiosamente, como otras veces, como en esta, mientras le mostraba un pequeño adorno chino. Le dije que si lo lograba me iría lejos y que tal vez la estatuilla que tenía en sus manos se iría conmigo, para recordar esta tarde, para recordarlo a él, paulatinamente, como sucede en la realidad. Sin embargo, yo misma me decía: "Para recordar de su enfermiza demora y lo que pudo ser y no será este día, esta tarde, en el que hablamos de todo y de nada, porque sé que el mundo nos está dejando fuera por no ser atrevidos, imprudentes, descarados". Ahora diría, recordando aquella tarde, que solo fuimos dos fantasmones, dos acobardados, disímiles, que enviaron de paseo a sus encubiertos sentimientos, por ahí, lejos, muy lejos, llenos de miedo. Pero esa tarde, ese día, se lo dije y me lo dije, riendo, bromeando, socarronamente, doblando los dedos como un tic rebelde, haciéndolos sonar.

Lo miraba, y él también me miraba. ¿A dónde? Solo quiero pensar que nos mirábamos. Después de un rato y luego de admitirnos libres y distintos, porque en el fondo no éramos iguales, me propuso un tema de confusa explicación. Me dijo borgianamente que la vida es un tablero de ajedrez en el que los movimientos son casi infinitos, y que cambian dramáticamente como en un sueño. Lo dijo con una cara perfecta, vulgar, práctica y grosera. Ya de pie, cerca de la ventana, estaba ofuscado, lo vi triste, en el fondo igual a mí. Debió notar mi ansiedad, porque se encogió de hombros y simuló despreocupación por lo de mi beca y lo que eso significaría para los dos. Me dijo: "Te lo mereces... Es muy tarde. Me voy". ¿Me lo merezco? ¡Dios! Yo merecía otra cosa, merecía un insignificante: "Te quiero, por eso nunca me iré. Siempre seré tu refugio". Lo miré con desprecio y con odio, para que comprendiera que la tarde se extinguía junto con él. Pero mi crepuscular amigo solo callaba, como si ya fuera un pasado, un nostálgico ayer. Disimulaba estar contento, sonreía socarronamente y se paseaba sobre sus pasos con una lentitud de cansancio, con ilusoria fuerza.

El destino nos puso allí, en ese espacio y tiempo, aquella tarde que fue un domingo. Solo fuimos dos argumentos, dos cuerpos con diversas sensaciones, que nunca lograron combinarse. Dos espíritus que se juntaron para vivir amándose, sin tocarse... Sí, eso fuimos, dos estúpidos estudiantes, huérfanos y lejos de aventuras sentimentales. Quiero disculparlo y disculparme pensando que tal vez nacimos cansados y que por ello no logramos traducir una verdad tan elemental, tan clara. O quién sabe si simplemente la vida nos condujo a ser así: rudimentarios filofóbicos, huyendo siempre de alguien. ¿De quién? Sé que a nadie le gusta confesarlo. Por eso no se lo dije aquella tarde, que me hubiera gustado exponerlo, pero hubiera parecido una burla. O a lo mejor él lo sospechaba y me trataba así, para seguir viviendo fuera de todo, y al fin, libre de mí. Yo que lo creía inteligente, muy inteligente, cuando lo oía razonarlo, sin límites, sin cometer negligencias, siempre en tercera persona, es decir... Bueno, el caso es que desaprobaba sus brevedades cuando se detenía junto al tú o al yo, y a su minuto de silencio, que se sucedían cuando yo lograba encontrar su mirada. No se lo dije, se hubiera molestado. Él es así, no le gusta la crítica y que le echen en cara su desorden, sus pensamientos dísticos y balbuceados y su vida agitada, llena de vanidad y mentiras. O tal vez sueños, como él dice, testimoniando su miedo y desconfianza al querer o amar a alguien que le puede hacer daño... Me alegraba odiarlo, y odiarme, sin diplomacia, ese día, esa tarde, en el que estaban ocurriendo muchas cosas, atadas, tontas, infantiles. Que al final logró una angustia y una serie de momentos únicos, perennes. Se lo hubiera hecho saber, no me costaba nada. Que yo estaba ya bastante loca, y que el culpable era él, en aquel instante, ese día, esa tarde. Solo así se hubiese atrevido a mirar mis labios, por el norte, por el sur, por el este y el oeste. Yo quería que me diera un beso, para percibir sus labios, sus gestos, y para que reconociera que nuestro sueño era verdad, y me dijera: "Por aquí he pasado, he dejado huellas".

Hoy en la tarde, después de treinta y tantos años, nos hemos vuelto a encontrar, y se lo dije, se lo descubrí y se lo encaré. Tal vez con una orgullosa frivolidad de quien encara un secreto. No agregó nada. Sospecho que no quiso lamentar la pérdida de un amor ni la amistad por tanto tiempo. Pero se lo dije, porque siempre creí que él me conocía, como lo creí aquella tarde, ese día, en el que se congraciaba conmigo, jugando a las escondidas, gesticulando con cada una de sus palabras, las que nunca dijeron la verdad, las que nunca se atrevieron... Al final, como aquella tarde, no dijo más y se fue.

Libertad