Les
interesará mi relato; es un relato que no puedo saber si será corto, pero tal
vez, y lo supongo, exageradamente divergente de lo que hasta hoy se ha escrito.
La primera vez que lo vi —tenía siete años—, y que me conmocionó, fue en unas
figuritas coleccionables de un álbum de Historia del Perú —una imagen vale más
que mil palabras—. Desde entonces he tratado de imaginar, en sueños y en mis
lecturas, los avatares de esta desdicha. Lo ocurrido en esta hagiografía
simplifica el grado de la codicia humana y hasta dónde la traición puede
originar que la muerte lleve implícito un sello. Por lo tanto, no es historia
ni pretende serla; solo son pasajes o paisajes, soñados y leídos, que mi
memoria a eternizado como un índice, quedándose tatuadas laboriosamente en mi
cerebro.
La
historia, propiamente dicha, transcurre en plena conquista, en el territorio de
un imperio que ostentaba su máxima expansión, cultura, tecnología y ciencia. Así,
como ocurrió con Grecia y Roma, diferenciando estilos, este Imperio está siendo
estúpidamente invadido por culpa de sus pugnas internas y la ayuda prestada a
los conquistadores por los hombres de los viejos estados del mundo andino;
hostilidad que se inició con la expansión violenta que emprendió contra ellos.
La
verdadera trama, la que veo sorprendentemente clara y llena de detalles, a
pesar del tiempo transcurrido, se inicia el día en que un socio, impetuoso y
canalla, se vio marginado en el reparto de las riquezas y el poder.
Irreconciliable diferencia que incubó un odio feroz y salvaje que se fue
ahondando en el trascurrir de los años.
Aquí
el preámbulo.
Son
las tres de la tarde. El día es caluroso y el cielo está despejado. Se aproxima
la fecha de su primer matrimonio. El bodeguero Juan de Montenegro, Copero de
Rodrigo Girón, Maestre de la Orden de Calatrava, está comprometido y a la vez
intranquilo… Su preocupante voz tararea en castellano pequeñas sílabas
alargadas, semejante a un agobiado silbido…
Es
ya de media noche. Los músicos procedentes de la vecina Villa de Almagro se dirigen
a la casa de la señorita Elvira Gutiérrez, en la que, con motivo de una
petición de mano, se va a realizar una pequeña fiesta. La noche es esplendida,
y el alma de Elvira flota al recordar sus días de adolescencia, cuando vio por
primera vez al intruso que le robó el corazón y la inocencia.
Juan
de Montenegro, luego de contemplarse por un buen rato en el pequeño espejo de
su cuarto, y sintiéndose totalmente arropado, exhala un profundo suspiro. Aún
había esperanza. Aunque su fe le era adversa. “¡Bueno, llegó la hora!”, dijo.
Estaba solo, y la soledad le imponía muchas preguntas. Pero no hallaba
respuestas. Detenido en la esquina sureste de la habitación, ante el espejo, y cerca
de un ramo de flores tendido sobre una mesa, y ante el miedo que sentía, se
hizo una última pregunta: “¿Qué gano yo con esto?”. Después de contemplarse una
vez más sin alegría, y dándose una peinadita con ambas manos, salió rumbo a la
casa de la señorita Elvira, su futura novia.
Se
dirigió con paso vacilante.
Al
llegar, hizo su presentación con una mano llena de flores y la otra metida en uno
de los bolsillos de su pantalón; al mismo tiempo, una intolerable e invisible asfixia
le impedía hablar. Para su salvación, una vieja música de éxito empezó a sonar
y los presentes, atenorados, empezaron a cantar. La dama le tomó de la mano y apresuradamente
lo llevó al centro de la sala. Un grupo de muchachas encantadoras les rodearon
y dieron hurras a viva voz. El pretendiente solo movía la cabeza, asintiendo. Se
acercaron los padres de Elvira, uno a cada lado, lo que desató un estruendo de
aplausos.
—¡Esto
es amor! —dijo el padre con dudosa voz.
—Más
que eso —prorrumpió la madre —. ¡Es un amor desinteresado!
Nuevos
aplausos.
Luego
de escuchar estas últimas palabras, Juan de Montenegro siente una pesadez que
le encoge el alma. Su boca se tuerce. Experimenta una sensación de engaño. Para
calmarse, se dirige silbando hacia la mesa, que está llena de licores; se sirve
un vaso y se lo lleva de lleno a la boca. Pero ahora, el pobre caballero, azorado,
solo se resigna a lo planificado…
Son
las tres y media de la tarde. Treinta días después; días que pasaron primero
lentamente y luego más rápido. Una lluvia cae suave y regularmente. Sí, es la
fecha que se fijó para el matrimonio.
En
el fondo de una calle, en donde se ve una casa achaparrada de una sola planta,
se distingue una luz tenue; en su interior, inclinado, se halla un hombre con
el rostro orientado hacia el sur; está acodado en el marco de la ventana
abierta, observando parte de la ciudad —si la observa—. Tiene aún una de las manos
embutida en un guante de algodón de color blanco y lleva el rostro pálido. Siente
frio a pesar del verano. Siente que es un día raro, que es difícil definirlo. Pero
ya lo ha decidido. Él había recordado: “Todavía es una niña y ya firmé la carta
de arras, pero no tengo como pagar la patria potestad”. Por eso, camino a la
iglesia, había dado vuelta y regresado.
Entiende
que su vida y sus bolsillos están vacíos. Por eso se sumerge en los laberintos
de su mente dudosa y se hace preguntas que no puede contestar. Al final el hombre
blasfema y concluye que no irá a la boda.
Elvira,
con pocos meses de embarazo, decide ocultárselo.
Esta
pequeña historia, paralela a cualquier otra historia, y que se repite en los
dramas y fantasías de cualquier lector, tal vez en su vida misma, hubiera
pasado desapercibida si no fuera que de ella nace un conquistador.
Elvira
tuvo a su hijo, y este hijo es Diego de Almagro. Nacido en 1475 en la aldea de
Almagro Provincia de Ciudad Real Castilla La Mancha España.
Elvira,
sin olvidar la traición, su malestar y el amor que aún le tiene a Juan de
Montenegro —si la tiene—, y solo pensando en el porvenir de su hijo, decide
enviarlo al cuidado de su sierva Sancha López de Peral y de su hija Catalina,
en Bolaños o en la Aldea del Rey, lugar cercano de donde vivían ellos.
Es
verdad que la familia de Elvira no quiso saber nada del padre de Diego, y es
verdad también que obligaron a Elvira a deshacerse del infante para salvar su
honor; pero es indiscutible que este, al saberlo, nunca se olvidó de su hijo.
Arribó el día de su bautizo, que él celebró junto a la familia de Elvira, allí
en 1479. Nunca sabremos si él la amaba o si solo le agradó. ¿Qué ella lo haya
amado? Pudo ser; o solo se resignó a tolerar los caprichos de sus padres,
aceptando un matrimonio que nunca se llevó a cabo y con la antigua resignación
que el espacio y tiempo le permitió tolerar.
Lo
cierto es que, a la edad de cinco años, Diego es recogido por su padre, quien
al poco tiempo fue hallado en su habitación ya amoratada la cara, el dorso
desnudo y echado sobre su panza bajo una densa capa de olores fétidos. Su alma
estaba ya lejos de él, quién sabe si tranquilo.
Para
Diego este hecho desbarató su vida. ¿Quién se resigna a la pérdida de un padre?
La muerte, sin embargo, ocurrió. Admitir un hecho casual es más preciso que
divulgar un acontecimiento de muerte. Dejémoslo como un hecho misterioso,
prefijado por el destino y en la eternidad de la historia. Sin olvidar, claro
está, que esto marcaría a Diego.
Hernán
Gutiérrez, hombre ancho y robusto, de amplia barba y de disfrazado rostro, tío
materno de Diego, se lo llevó con él. Este pretendido agricultor, y hombre
habituado a vivir en el presente, se pasaba las horas en el campo, como animal
que mira llegar la noche y mira pasar el día; famoso por sus escándalos,
regresaba borracho, atormentado, desafiante y alucinado, golpeando a Diego sin
merecerlo. Este sujeto que inspira desprecio y que habla casi por señas, fue su
verdugo.
Para
Diego, la llanura del campo, trabajando como animal de carga, bajo el último
rayo de sol, era como vista en una pesadilla. Los días que trascurrían le eran insoportables
y abstractos; no entendía cómo fue a dar en aquel infierno en que solo ataba y
palanqueaba a algún animal.
Una
tarde del quince de abril de 1490, en un maloliente chiquero, postrado de
cansancio, se quedó solo; sus pies inflamados, sin grilletes, jugaron un rato
en las aguas sucias y malolientes de un charco. En aquel lugar grita fuerte y
luego solo se le oyen suspiros; no hay alegría, solo tristeza. Recuerda a su
padre y habla con el ilustre fantasma sin saber qué hacer; le hace preguntas
que el mismo responde. Luego de varios minutos, deliberado o no, como si de
pronto hubiera adquirido algún poder, un sentimiento se agitó en su analfabeto
cerebro, y a sus apenas quince años, decidió largarse de allí.
Huyó
de aquellos extramuros sin dejar rastros. Se convirtió en forastero.
Acaso
por primera vez se sentía libre; o, mejor dicho, quería ser otro.
A
costa de algunas privaciones, se dirigió a la casa de su madre con la certidumbre
de que ella lo estaba esperando. Pero al llegar, vio en la cara de la mujer que
le abrió la puerta el pánico de quien espera una visita imprevista. Al
conversar con ella, se da con la sorpresa de que ahora vivía con su nuevo
esposo, apellidado Cellino. Su madre, angustiada, le busca algunos víveres y
coge algunas monedas y se las da.
—“Toma,
hijo, y no me des más pasión, y vete, y ayúdate de Dios en tu ventura”.
—No
te preocupes, madre, que yo me voy a recorrer el Mundo. Gracias por todo.
Diciendo
esto, partió a Sevilla.
Veinte
días transcurrieron, como si el tiempo se hubiera detenido.
Ante
los apuros, abatido y nervioso, a causa del hambre, se fue en busca de trabajo
y de algún alimento; pero ese día no encontró nada y volvió al rincón de una
cama hecha de andrajos. La que lo cobijaba todos los días.
Pero
ahora estaba conversador y volvía para despedirse y recoger lo poco que le
quedaba.
Días
atrás había solicitado trabajo como criado de uno de los alcaldes de la ciudad.
Cuando se presentó por primera vez, vestido con lo mejor que pudo, un criado lo
examinó de pies a cabeza, haciéndole algunas preguntas, las que él no pudo
responder. Fue rechazado. Se presentó por segunda vez, pero ahora había
memorizado las respuestas. Al pasar el criado, a paso lento y completamente
erguido, prestándole mucha atención, sonrió; lo había reconocido. Se apiadó. Y golpeándolo
suavemente en el hombro, le dio su aprobación. Fue entonces criado de don Luis
de Polanco, alcalde de corte de los Reyes Católicos.
Diego
era para entonces de diecisiete años, “de pequeño cuerpo, feo de rostro,
pero de mucho ánimo, gran trabajador, liberal, aunque con jactancia, de gran
presunción; sacudía con la lengua, algunas veces sin refrenarse. Era avisado y
sobre todo muy temeroso del Rey”. —Cieza de León.
Una
noche se metió en una habitación que no era la suya al fin de verse con una de
las criadas. Cuando estaban de lo mejor, emboscaditos en la sombra y consagrando
con sicalíptica fuerza lo mejor de sus energías, son interrumpidos por otro
criado, que irrumpe sin previo aviso. Las barreras que lo separaban del intruso
eran cortas y bajas. Por eso este llegó rápidamente muy cerca de ellos con un
garrote blandiendo entre sus manos y con el vértigo de los celos anclado en su
cabeza. No le quedó otra a Diego que desenvainar y clavarle un filudo cuchillo muy
cerca del ombligo, abriéndole el estómago. La muchacha estaba recostada en la
pared, las manos en la cabeza, y gritando. Diego se agitaba en la habitación en
busca de una salida. Al fin llegó a descorrer una vieja cortina que cubría una
de las ventanas y huyó como alma que lleva el diablo, dejando al contrincante con
esta herida grave.
En
esos días que siguieron, renegó su identidad, su humillación, su miseria
pasional. Temeroso de enfrentar un juicio, vagó por otras rutas.
Sin
aprender jamás a leer ni a escribir —tal vez, inevitable—, tuvo en la behetría
su escuela, donde se ganaba un pan, y tal vez la libertad, pagada con mucha
hambre.
Veinte
años trascurrieron, iterativo y censurado, en la azarosa vida de Diego; siempre
encerrado en el castillo de su imaginación y de su ambicionada fama. Poco a
poco fue madurando acompañado de su juventud apasionada, liberal y muchas veces
inútil. Quién sabe si no fue a la búsqueda de los últimos árabes que
abandonaban España en alguna expedición organizada por un ansioso capitán. Lo
único que sabemos es que fueron veinte años de misteriosas huidas por los
inmensos laberintos de esa Castilla enclavada en el peñón de España y en una
Europa medieval y empeñada en sus nuevas cruzadas.
El
prófugo esperaba que el olvido le diera la libertad. Pero como cada instante de
nuestro pasado es autónomo —uno no lo puede modificar—, la puñalada certera, la
que le había ahuyentado de su ciudad, lo perseguía. Quería redimirse en el
presente, tal vez con el perdón, visitando a la familia del agraviado. Por eso,
a principios de 1514 se le volvió a ver rondando por Sevilla y en casa de su
antiguo patrón.
Veinte
días pasaron de cuando lo vieron otra vez —consideremos que las repeticiones existen
o nos persiguen o nos visitan como un espejo o un laberinto en el transcurrir de
nuestra vida—. Diego se vistió y salió cuando oscurecía; entró en una taberna y
se quedó conversando con dos hombres por aproximadamente dos horas. No sabemos
el motivo, pero se apartó y fue hacia otra mesa y se quedó solo con su copa. Ya
en pleno campo de su ebriedad hizo amistad con una de las meseras, linda mujer
de unos veinte años. Entablaron una conversación muy animada, tan animada que planearon
la huida. El plan era de ánimo borracho. Pero no contó con los ojos bizarros
del amante que les seguían sin detenimiento. Antes de cumplir con el plan, y ya
cerca de la puerta, se trenzaron fieramente, cuchillo en mano, dejando Diego
mal herido y casi deshecho al celoso contrincante. No sabiendo que hacer, se
dirigió donde era más profunda y amistosa su estadía. Allí cayó de rodillas,
cogiéndose el rostro y lanzando una letanía. “Qué he hecho”, murmuró…
Todo
se propala con gran velocidad en un pueblo chico; su antiguo patrón no tardó en
saber lo sucedido.
Al
enterarse que él estaba en su casa, a toda prisa, bajó las escaleras del solar,
situada en el barrio de Santa Cruz, con comestibles envueltos en una manta,
además de ropa, armas, una carta y un poco de dinero. Al llegar a las bodegas
del subterráneo, se detuvo.
—¡Qué
has hecho hijo mío! ¡Otra vez! ¡Tú no cambias; habiendo tantas mujeres!…
—exclamó Don Luis de Polanco.
—No
pude evitarlo… Era mozuela, pero tenía marido y no lo sabía.
—Tome
esto y apúrese, la justicia lo busca… Lo ha dejado muy malherido… Te tienes que
ir. Ya he conversado con Don Pedrarias, te embarcarás con él, de colono, en una
de las naves que saldrán a las Indias. El puerto es Sanlúcar de Barrameda.
—Muchas
gracias… Aprovecharé la noche para cruzar la calle hasta llegar al Muelle que
está en el río Guadalquivir.
—Sí.
Allá te esperará una lancha…
Diego,
de treinta y cinco años, miró con nostalgia los balcones sevillanos. Tal vez
pensando que era la última vez que los vería y, que tal vez, también, se
despedía para siempre de España. Nosotros podemos decir que sí; porque nunca
más volvió. Este acontecimiento sería el vehículo que lo llevaría a tierras
lejanas y que le daría, sin imaginarlo, fin a su vida.
Pero
no debemos de olvidar, para situarnos cronológicamente, que después de la caída
de Colón y la muerte de Isabel I de Castilla (26 noviembre de 1504), su esposo,
el ahora viudo, Fernando II de Aragón dio una impía ley en 1506. La que
permitía repartirse como esclavos a los “indios” entre los conquistadores.
También las islas se dividieron en muchísimos pedazos; y a cada expedicionario
le tocó lo suyo según su grado de nobleza, su favor, su nacimiento o su
experiencia o habilidad en los descubrimientos. Es esta horrible disposición la
que se estableció en el Nuevo Mundo. Todo no fue gratis, la corona recibiría
exorbitantes impuestos… En vano se clamará por justicia para los indios; solo
habrá bla, bla, bla, sobre sus derechos. “La espada levantada, el nombre del
conquistador, el crucifijo en la siniestra, la tea en la diestra; la esclavitud
o la muerte; el cristianismo o la hoguera… eran los grandes principios de la
corte católica, como de todas las cortes de la Europa feudal, en el ominoso
siglo XVI”; mientras que América sólo era un terreno incierto y nebuloso, de
exuberante naturaleza y de aldeas diseminadas. Las Antillas están siendo
invadidas por hombres de esencia militar y religiosa, soldados y misioneros que
apenas si habían tocado tierra firme.
Cronológicamente,
no hay misterio en cuanto a la llegada de Diego de Almagro al nuevo mundo. Así
lo hacen entender todos los cronistas.
Llegó
el 30 de junio de 1514 en la expedición bien planificada que el viudo Fernando
el Católico enviara al mando de Pedrarias Dávila, expedición que contaba con 15
naves y 1500 hombres, desembarcando en la ciudad de Santa María la Antigua del
Darién o Cumaná (Fundada por Vasco Núñez de Balboa en 1510; fue la primera sede
Episcopal del continente, y a los pocos años designada capital del territorio
de Castilla de Oro), situada a orillas del mar Caribe y en el actual
departamento colombiano del Chocó; fue la primera ciudad estable fundadas por
adelantados Españoles en tierra firme y punto de partida para la fundación de
muchas ciudades más en el resto del continente durante la década de 1510. Época
del descubrimiento del Océano Pacífico, realizada también por Balboa.
En
1513 el Rey relevó del mando de la población a Vasco Núñez de Balboa, hombre
gallardo, joven, sano y de fuerzas hercúleas. Y en su remplazo nombró como
gobernador en propiedad para toda la región del Darién a Pedrarias Dávila,
quien llegó a la ciudad, como ya dijimos, en 1514.
El
soldado Almagro arribó con una expedición de casi 2000 hombres: artesanos,
médicos, mujeres y soldados en los que se encontraban Pascual de Andagoya,
Hernando de Soto, Gonzalo Fernández de Oviedo —testigo y cronista de sus
andanzas—, Gaspar de Espinosa, Sebastián de Belalcázar y otros personajes más.
Sin
embargo, todo empezó a fallar. Los españoles, con el consentimiento de
Pedrarias y del obispo Fray Juan de Quevedo, se dedicaron a saquear y a
esclavizar a los indios; las violaciones eran frecuentes, hasta se creaban
decisiones para sortear la muerte de los indígenas en simples partidas de
ajedrez. Tal fue el temperamento de Pedrarias, hombre judeoconverso, ambicioso
y cruel, que tuvo el merecido apodo de furor domini (“Ira de Dios”).
Ante
el caos y el hastío del que fue también partícipe Diego de Almagro, este optó
por retirarse a los alrededores, construyendo una casa y dedicándose a lo que
él estaba acostumbrado: la agricultura. Vivía cerca de una playa de arena
blanca. Se bañaba en un mar tibio y tenía por primera vez algunos indios como
sirvientes. Le habían asignado un bonito lugar donde edificó una pequeña
mansión rodeada de jardines y árboles frutales.
Así
fue desplegándose en el tiempo la odisea que le tocó vivir. Hasta que un 30 de
noviembre de 1515 le fue anunciada la visita de un desconocido.
—¡Déjalo
que pase! —gritó Diego.
El
visitante era un hombre alto y barbudo, que ingresó precipitadamente.
—¿Con
don Diego de Almagro? —preguntó con duda.
—Sí…
Con él mismo…
—Por
favor, ¿podríamos hablar…?
Le
dijo que sí. Y por un corredor salieron y caminaron hasta llegar la playa. Era
un día soleado, agradable. Y ahora estaban sentados sobre la arena blanca del
mar. Sus espadas, clavadas en la arena, brillaban al sol del mediodía.
—¿En
qué le puedo ser útil…? —preguntó Diego.
—Vengo
a hacerle una propuesta… Soy Francisco Pizarro… Mire que es una extrañísima
casualidad encontrarlo en este inhóspito lugar. Le he propuesto a un viejo
amigo la realización de un proyecto. Hemos decidido armar una expedición para
ir a la conquista de tierras ricas en oro…
—Ah,
entonces es usted Don Francisco Pizarro, y sé que tiene buenas referencias. Y también
sabe lo que promete el sur… Estoy bien aquí, pero me aburre mi estancia. Mire,
tengo un cierto número de esclavos. Me avergüenza la palabra. Yo fui una
especie de esclavo en España.
—Deje
de pensar en esas cosas, aquí usted es libre, amigo Diego. Potencialmente un
hombre poderoso. Somos propietarios de un continente de proporciones
indefinidas.
—Bueno,
lo dice porque usted tiene un cierto prestigio en la colonia.
—Es
un continente nuevo; ya Américo Vespucio lo ha comprobado. Son noticias que han
llegado de España. Este continente no tiene nada que ver con las Indias ni con
Cipango. Hasta un cartógrafo alemán se ha atrevido a llamarla América por
Américo.
—¿Así?…
Está muy bien enterado…
—Terra
nova, e nostra, mi querido amigo.
En
esos instantes de conversación, dos indios lo interrumpieron. Les traían trozos
de carne caliente sobre verduras de colores enérgicos, acompañados de pan con
piel negra. Dos cocos, partidos por la mitad, servían de copa. Contenían un
líquido alcohólico cristalino que se reflejaba blanco. Era ron.
—Me
han dicho que usted solo sirve para la guerra… —continuó Diego.
—Es
a mi parecer lo que más agrada la confianza de los gobernadores…
—A
mi parecer somos diferentes… Aunque de destinos parecidos. He aprendido que la
vida es esto, el ir por el mundo tras la conquista de nuestros sueños. Y eso me
basta para ser motivo de mi admiración. Lo del sur… es cuestión de dinero que
no tenemos… Como usted ve, parece que nunca me iré de aquí… A menos que haya
otra mejor proposición.
—Sí
que la hay… —contestó el visitante.
—Yo
estoy aquí porque el destino me trajo… Pero me alegro de ello.
—Lo
que sucede aquí es terrible —aumentó Pizarro, cambiando de tema.
—Si
las cosas siguen así, no sé a dónde vamos a parar.
—El
padre Hernando de Luque me pidió que te visitara… Me ha dicho que eres un
excelente soldado. Y disculpa por tutearte, porque creo que ya me perece
conocerte.
—No
tenga cuidado… Sí, se lo pedí… Él es como un verdadero padre para mí. Soy Diego
de Almagro, aunque creo que usted ya me conoce —respondió con una alegría
desenvainada—. Ahora mismo me estoy preparando para partir con 260 hombres a mi
mando. Tenemos que buscar otros lugares. El ambiente es hostil, y hay una
creciente degeneración.
—Todo
es culpa del gobernador. Es un completo inútil. Yo vengo del interior. Es cosa
del demonio. Todos se están revelando… Dicen que hay un lugar conveniente al otro
lado, al oeste. Esto no dura más de tres años… El rey se equivocó al relevar a mi
gran amigo Balboa… Este me ha dicho que me vaya con él, al lugar que te digo…
Si tú deseas, te lo presento… Te cuento, mi amigo Balboa es un tipo de no
creer… Siendo todavía muy joven, de 24 años para ser más exacto, se enroló en
la expedición de Rodrigo de Bastidas. Zarparon del puerto de Cádiz en dos
naves: San Antón y Santa María Gracia, más un bergantín y un chinchorro. En
ella también iba el afamado piloto Juan de la Costa, quien participó en los dos
primeros viajes de Colón y que también era cartógrafo; ha dibujado el famoso
mapamundi. En total —me contó Balboa— debían ir unos 50 tripulantes entre
marineros, grumetes, oficiales y pajes. También me dijo que había varias
mujeres y que después no supo nada de ellas. En esta expedición descubrieron
Barbados, entonces deshabitada, y luego llegaron a Coquibacoa y a una gran
bahía que bautizaron con el nombre de Cartagena. En el istmo de Panamá tuvieron
problemas con los indígenas y zarparon a la isla Hispaniola donde desembarcaron
y repararon las naves. Aquí se quedó Balboa donde le concedieron algunas
tierras cerca de un puesto llamado Salvatierra de la Sábana. En todo este
periplo aprendió conocimientos geográficos y lingüísticos que luego le
servirían para sus nuevas expediciones. Me contó que, cansado y herido, casi de
muerte, decidió establecerse en la isla. Allí intentó prosperar, en compañía de
su perro Leoncio, criando cerdos en una granja, pero todo le salió mal. Hasta
pensó que era un inútil, uno más de nosotros: aventureros y pendencieros que
tal vez terminemos con nuestra vida en estos lares, sin nada que ofrecer a la prosperidad.
Pero como ya te dije… él es distinto. Porque en 1509, con 34 añitos, y lleno de
deudas, se dispuso buscar mejores oportunidades. Por eso aprovechó en ir furtivamente
con el bachiller y alcalde de Nueva Andalucía, Martín Fernández de Enciso, cuando
este se disponía llegar a tierra firme, en un mediano barco, para socorrer al
Gobernador Alonso de Ojeda. Ojeda había quedado herido de una pierna. Los
indígenas eran terriblemente belicosos; tanto que usaban flechas venenosas... En
un descuido, Balboa y su perro se camuflaron dentro de un barril de harina y
partieron como polizontes. Pero a medio viaje fueron descubiertos por Enciso,
quién le dio un pequeño sermón… diciéndole que lo iba a dejar en la primera
isla que atracaran. Al final lo creyó útil, dejándole ir con él. Durante el
viaje se hizo muy popular entre los de su misma especie, todos aquellos que
querían colonizar, descubrir estas tierras vírgenes. Es que Balboa es un tipo
muy carismático, un tipo que origina confianza. Y así llegaron al continente, a
una población llamada San Sebastián, y que era uno de los primeros asentamientos,
un villorrio. Es en esta localidad, que lo conocí… y nos hicimos inseparables
amigos. Allí, luego de innumerables juergas, conocimos a unas hermosas
indígenas…, que ni te cuento. Balboa parecía un tipo falto de amor, porque se
enamoró perdidamente de la indígena. Creo que ella le correspondió
sentimentalmente, porque siempre los veía muy acaramelados. Luego, tras muchas
luchas con los indianos, y trasladándonos a la orilla del golfo de Urabá,
fundamos lo que tú ahora ves, Santa María de la Antigua del Darién, que a la
postre es la primera capital colonial de tierra firme… Eso hicimos, pero mira
ahora lo que pasa… Y ya no te cuento más de nuestras aventuras, porque nos
quedaríamos hasta mañana… Como ya te dije, te lo puedo presentar…
—Si
que tienen una vida trajinada… Amigo mío, me lo tienes que presentar, pero a mi
regreso… La hora nos ha ganado y ya me tengo que ir… El gobernador está que se
caga de miedo, y me ha encomendado fundar alguna villa en el interior... Para
replegarnos si esto se pone más difícil.
—¡Mucha
suerte!...
—De
igual manera.
Así
fue de amena la primera conversación que tuvieron.
A
Diego se le presentaron muchos problemas en la expedición. Tal fue el difícil
tránsito que al final le generó una enfermedad. Diego tuvo que desistir de su
empresa y regresar a Darién, dejando completar la misión al licenciado Gaspar
de Espinosa, hombre de barba gris y rostro afilado; político, protector y
traidor de Balboa.
Como
se lo insinuó Pizarro, Diego al fin conoció a Vasco Núñez de Balboa cuando este
era el encargado de Acla y yerno por poder de Pedrarias —Este lo había casado
con la mayor de sus hijas, María de Peñalosa, que residía en España—, lugar que
Diego hubiera fundado si no hubiese sido por la enfermedad que le aconteció.
Balboa quería construir cuatro bergantines con los materiales que Gaspar
Espinosa había dejado en Acla; recortarlos y luego reconstruirlos en el Mar del
Sur —El Océano Pacífico—; con los cuales quería incursionar hasta el imperio de
los Incas. Pero todo no salió como él quería, tuvo que atravesar 22 leguas de
sierras ásperas y fragosas, perdiendo en el trayecto parte de los materiales
que habían sido comidas por carcomas o termitas, haciéndole perder su trabajo y
dinero. Pero Balboa, hombre cazurro y terco, las rehízo y viajó en ellas por el
Pacifico hasta la isla de Las Perlas (grupo de 39 islas y 100 islotes ubicadas
en el corazón de Panamá), pero llegando solo hasta el Puerto de Piñas (cerca de
la frontera con la actual Colombia).
Diego
de Almagro, luego de trabajar con Balboa, muy notoriamente, y de enterarse por este
sobre unas tierras ricas en oro, ubicadas al sur, y otra vez enfermo, vuelve a
Darién.
Sentados
sobre un tronco, al pie de un árbol, muy cerca de la puerta que daba a un
corredor, se encuentran conversando, como hijo con su padre, Diego y el fraile
Hernando de Luque. La conversación es amena, pero contradictoria.
—¡Esto
es abominable! —dijo el padre.
—¿Qué
es lo que pasa, padre?
—Don
Pedrarias ha encontrado a Balboa seduciendo a su mujer, doña Isabel de
Bobadilla, prima de la marquesa de Bobadilla.
—¡Huy,
la que se va a armar!...
—Pero
no solo está celoso; envidia al descubridor por la fama que ha adquirido…
Encima este se atrevió a partir a la exploración del Mar del Sur sin su
consentimiento. Y ha ordenado al capitán Francisco Pizarro que fuera con un
destacamento de soldados a aprenderlo al otro lado del istmo, o donde lo
encuentre, y que se lo traiga.
—¿A
enviado al capitán Francisco Pizarro?
—Sí.
Pero esto es una maniobra de Alonso de la Puente y del licenciado Espinosa.
Ellos son los instigadores.
—¿Este
Francisco no estará metido en la colada? Es un judas… Pero todo se paga en esta
vida…
—¡Pero,
hijo mío! —exclamó el cura, volviendo la mirada hacia él— ¡Qué dices…!
—¿De
veras, no lo comprende? Aquí hay gato encerrado… Son muchas las coincidencias. Pizarro
me dijo que Balboa era su mejor amigo… Y puedo probarle que no miento… Ah, y además
anoche me pidió que cuidara en su ausencia a su prometida, una bellísima
princesa india, hija del cacique Patau, bautizada con nombre de Ana Martínez, y
que él la llama cariñosamente Marina.
—Sí,
la conozco. Es bellísima.
—Sí,
tiene bien logrado el aspecto… Por otro lado, es horrible lo que pasa en este
lugar. Ya me quisiera largar… Solo estoy esperando que esta enfermedad me deje…
Soy un buen cristiano, entregado a Dios y al Rey. No tengo porque perder el
tiempo en estos lares. Mi ambición es otra.
El
padre lo miró sorprendido. Luego sonrió.
—Quién
sabe, tal vez el destino nos depare otros lugares… Mi misión es difundir la fe…
Espinosa está organizando otra nueva expedición. Si quieres te puedo
recomendar…
Diego
sonrió con toda discreción.
—¿Espinosa?
Ese dato es el más valioso que he recogido esta tarde… Si usted me hiciera el
favor… Ya estoy casi recuperado.
—Entonces,
tómalo como un hecho.
Unos
días después partía en la expedición con 200 hombres, entre los que estaban el
ahora capitán Francisco Pizarro y su ya conocido y familiar amigo el padre Hernando
de Luque. Expedición que duró 14 meses.
El
destino, este poder inevitable e ineludible que guía nuestras vidas, los había
vuelto a juntar en esta nueva expedición. Estando en el monte, no
intercambiaron palabras en ningún momento, solo se hicieron señales; porque el
calor, la selva, los animales y los mosquitos no permitían pausas…
Corría
enero del año de 1519 cuando rodaba la cabeza de Balboa, con apenas cuarenta y
dos años; claro está, que este antes lanzó palabras de maldición a los que
dictaron su sentencia. “Sacáronlo de la prisión… Los espectadores, llenos de
horror y compasión, le miraron cortar la cabeza en un repostero y colocarla
después en un palo afrentoso”. (Quintana). No relato completamente su
historia para no deslucir la otra, la de Diego de Almagro. Aunque me pica
hacerlo. Solo me queda aumentar que el licenciado Espinosa reculó al final
viendo la desproporción del castigo; pero en el fondo, fue él el directamente
culpable, porque efectivamente él, confabulado con Pedrarias, quería realizar
la conquista del rico imperio de los Incas.
Diego
de Almagro tenía ahora un vástago. No puedo saber si fue por la sola virtud del
amor o de lo que sintieron Diego y Marina. Pero lo que sí está, y muy bien
detallado en las crónicas, es que tuvieron un hijo, a quien llamaron Diego el
Mozo, y a quién el capitán Francisco Pizarro quiso como si fuera suyo.
Más
allá del percance amoroso entre Diego de Almagro y el capitán Francisco
Pizarro, lo cierto es que continuó una honda amistad entre ellos. O quién sabe,
nacía un “cuchillero y forajido compadrazgo” entre estos dos futuros
conquistadores.
Escribo
estos recuperados hechos con la arbitrariedad que me permite mi afiebrada
imaginación; por eso trato de llevar, lo mejor posible, el hilo de los
acontecimientos.
Sigamos.
Ya
en camino, la expedición tuvo que bregar en muchas batallas, y en especial en
una, la que libraron con el cacique Nata. Fue una tarea dura y sangrienta, pero
que resolvieron.
Los
hechos indican que fundaron una villa antes de partir.
Hecho
esto, Pizarro y Almagro, y los hombres que marchaban bajo sus órdenes,
continuaron su avance hacia la ciudad que construía el inefable gobernador
Pedrarias al otro lado del istmo, bañadas por el océano Pacífico. Todo iba
bien, o digamos más o menos bien, porque a pesar de que nada los detenía, sus
armaduras estaban salpicadas de sangre y de barro; iban cansados y empleando
únicamente los ojos para comunicarse entre ellos; todos sus músculos eran
requisados para un solo esfuerzo, abrirse paso en la espesa selva con machetes
y espadas, agregándole a esto que el calor reinante era insoportable, lo que
lograba que el sudor les cubriera todo el rostro. Tenían deseos juveniles de
quitarse las armaduras; pero esto sería como sentenciar su muerte.
Cuando
por fin llegaron a la cima de la montaña, una ternura bochornosa les iluminó el
rostro; observando el poniente, divisaron la majestuosidad del Mar del Sur; y
en el llano, al pie del monte, pudieron apreciar el trazado de la ciudad de
Panamá, que Pedrarias había fundado un mes atrás, el 15 de agosto de 1519.
Aquel
día, el licenciado Gaspar Espinosa, mano derecha de Pedrarias, llegaba junto
con ellos después de dejar fundada la villa de Nata.
Ya
a su llegada, en casa, Diego estaba dormitando sobre una hamaca a la espera del
Capitán Francisco Pizarro. No había dormido en toda la noche. De pronto, una incómoda
mano se posó sobre su hombro y tuvo que despertarse. Lo primero que vio frente
a él fue a un caballero alto y barbudo como una palmera, enteramente vestido de
negro.
—¡Sígame,
por favor! —exclamó el barbudo caballero.
—¡Qué
diablos! Pensé que no llegaba.
—¡Hágame
el favor! ¡He venido a verlo a usted!
—En
ese caso, caballero, estoy a su servicio… —dijo Diego, formalmente.
—Me
llama la atención lo que usted ha hecho con mi prometida…
—No
sé de lo que me habla… ¿Es cierto que tomó prisionero a Balboa?
—Sí.
Como cierto es que usted ha tomado de novia a mi prometida.
—Ella
me aclaró que no era su novia. El amor y la oportunidad son así. Yo no tengo la
culpa…
—¿Cómo?...
Pero eso no me ha traído por aquí… Ya hablaremos de ello cuando haya tiempo.
Hoy no tengo cabeza para replicárselo ni para echárselo en cara, porque he
cometido el peor de mis disgustos... Disgustos tenemos en la vida, pero este
fue el perfecto. Cuando lo encontré no tenía cara para enfrentarlo. Al verme en
actitud amenazante, me preguntó: “¿Qué es esto Francisco? No solías antes a
recibirme así”. Yo que soy su amigo, tuve que tragarme el sapo entero, y sin
responder a su pregunta mandé que lo encadenen, para luego llevarlo ante el
gobernador. Hombre ruin y asqueroso que no merece el mínimo respeto. Pero era
él o yo.
—Lo
que ha hecho es condenarlo a muerte.
—Sí.
Le ha rogado que le perdone la vida, pero este viejo infame se lo ha negado. Ha
ordenado al verdugo García que le corte la cabeza.
—¿Pero
él no ha apelado al Rey o al Consejo de las Indias?
—No
puede. El miserable anciano se lo impide. Es un castigo absolutamente
desproporcionado. ¡Carajo! No pensé que se llegara a tanto…
—Pero
¿qué puedes hacer?
—¡Nada…!
¡Absolutamente, nada! He sido un estúpido.
—Mejor
cambiemos de tema… Con tantos individuos de tal calidad, qué podemos esperar… —dijo
Almagro, sonriendo amargamente y dándole dos palmaditas.
—Adónde
vamos a parar ahora mismo… Sí. Mejor hablemos de otras cosas.
—Ya
me he enterado de tu vida por el padre Luque… No sé si son leyendas, pero
podrían llenar una conversación de muchos días. Yo mismo me he asombrado con su
destreza en el campo de batalla. Y he comprobado que eres un hombre justo y
honesto cuando das tu palabra. Y aplicas el rigor sin miramientos…
—Mejor
no te cuento mi vida de encomendero ni la de alcalde… Y lo que pasé con Alonso
de Ojeda, metidos en esa espesa vegetación caribeña, selva maldita de los
infieles indianos; usted no sabe lo que es ver a Juan de la Costa amarrado a un
árbol, parecía un erizo, lleno de flechas que atravesaban su cuerpo apestoso, hinchado
y deforme. Uno tiene que ponerse firme en esos momentos. Darles ánimo a los
demás que tenían un rostro de terror. Gracias a ello, mucho más tarde, se fundó
en aquel lugar la ciudad de Cartagena de Indias.
—¡Qué
historia la que usted ha vivido…! Pero dejémonos de formalidades. Deje el usted
y hablemos como conocidos.
—Bueno,
creo que sí… Pero sigamos… Lo que sucede es mucho más de lo que te puedas
imaginar… Esta expedición no fue nada… Un día Ojeda cayó en una trampa. Su
muslo fue alcanzado por una flecha. Tuvimos que llevarlo a rastras hasta el
fortín… Y el médico ordenó que le cauterizáramos la herida con una placa de
hierro al rojo vivo. Un poco más y no la cuenta… Pero quedó flaco y desgarbado;
tenía que salir de allí. Si no es por un pirata, un tal Bernardino de Talavera,
que llegó por esos asares del destino, él hubiera muerto a los días. Se lo
llevaron y me quedé a cargo…
—Usted
sí que es un hombre trajinado… Parece inmune a las plagas que asolan a nuestra
gente. Yo mismo he sufrido de ello… El dolor de barriga y la diarrea no me
dejaron cuando hice mi primera expedición… Al final tuve que desertar…
Imagínese… Yo estaba a cargo.
—Por
favor, déjame de tratarme de usted… Sí, pues, pero mira lo que está sucediendo.
No quisiera acabar como Balboa.
—Es
una pena… La traición es… Tú sabes a lo que me refiero.
—Comprendo.
Sí, comprendo —dijo Pizarro, abochornado y confuso.
Trato
de no descuidar las crónicas; pero no lo discuto con mi imaginación. Mi primer
recuerdo de Almagro es precisamente este, cuando llegó a Panamá. Dejo a las
crónicas y a mi imaginación lo que sucedió luego…
Por
todo lo ocurrido no es de extrañar que el gobernador tuviera miramientos con
ellos. Temido y todo, nunca pensó renegar de la admiración que les tenía. Les
asignó dos parcelas, en la que los dos amigos se apuraron a construir sus
casas; y cuando éstas ya estaban listas, Almagro y Pizarro iniciaron los
preparativos para descubrir, conquistar y colonizar las tierras del sur, que
los nativos llamaban Pirú, y que aseguraban era rico en oro.
Tanto
Diego como el capitán Francisco Pizarro sabían de las riquezas que había en el
sur de Panamá. Ambos se enteraron de propia boca de Balboa, al ser
lugartenientes, en una de sus expediciones descubridoras del Mar del Sur.
Recuérdese que el capitán trujillano, Francisco Pizarro, un hombre poco
adiestrado en las letras, había llegado a Santo Domingo en 1502 como paje del
gobernador de la isla Española.
Además,
tenemos que anotar que cuando Almagro conoció a Pizarro este era pobre. Su
ambición era recortada. Todos los otros capitanes que habían llegado con él
eran ricos o famosos. Descubrían mares, ríos, islas, minas de oro, imperios.
Almagro era diferente, lógico, incansable, generoso y lleno de lealtad. En
especial a Dios y al Rey. ¿Qué los unía? Que ambos eran bastardos y que habían
herido o muerto a un hombre en Sevilla y huido a América; además tuvieron la
misma miserable niñez y su misma juventud de pobreza. En resumen, Pizarro era
un zorro viejo, con mucha intuición, pero lleno de culpas; mientras Almagro era
un ser desprejuiciado y hábil, que avanzaba sin gimotear.
—Hola
hombre… ¿Qué es de su vida? —dijo Diego.
—Hola,
y cómo van las cosas… Tu hijo ya está grande… qué rápido pasa el tiempo. Uno
pestañea y están de tu tamaño…
—Bien,
compadre… Me han dicho que quedan tierras por descubrir. Yo creo que el sur nos
espera. Qué te parece si armamos una expedición y nos enrumbamos para allá.
—No
sé, compadre…
—Me
cuesta creer… Te conformas con lo que tienes. Despierta, sal de tu letargo,
todos se están haciendo ricos, ¿y nosotros?... Hagamos algo por nosotros, por
nuestras familias, por Dios, por España y por el Rey.
—Creo
que tienes razón, “podemos ser dos hombres con un solo cuerpo”.
—Clarinete…
Eres grandote, fuerte… y valiente… Eres de temer. Ahora sé muchas de tus
aventuras. Eres un guerrero por excelencia.
—Ya,
no me flores mucho; y adelante; lo que el destino quiera. Pero antes tomate
esta bebida.
—¿Qué
es? ¿Contiene alcohol? —pregunta un sorprendido Almagro.
—No,
pero te da alas, te levanta el ánimo —responde un sonriente Pizarro.
Almagro
al probarlo, giró la cabeza y torció la boca… Era un líquido caliente, marrón
oscuro, de sabor singular.
—Puta,
¿qué es esto huevón?… Es amargo… Pero al final queda un rico saborcito…
—Es
café, aquí lo toman con leche, y es mejor que el de arabia.
—Entonces,
¿por qué no lo exportamos a Europa? Haríamos fortuna —dijo un efusivo Almagro.
En
ese mismo instante Pizarro sacó del bolsillo una hoja grande y lo empezó
enrollar. Luego lo prendió y se lo llevó a la boca. Almagro se quedó con la
boca abierta.
—¿Qué
es eso?
—Se
llama Tabaco. Lo traen de una gran isla… La isla se llama Cuba y fue fundada
por Diego de Velásquez en 1511.
Al
final resolvieron que cada uno haría todo lo posible para la continuación de la
obra. Querían crear un imperio propio, o tal vez crear otro planeta. Así de
fabuloso era el gigantesco sueño que se prometieron lograr juntos.
Cuatro
años estuvieron los dos amigos acrecentando sus fortunas personales. Tiempo que
les bastó para que estas fueran considerables. Esencialmente, nunca dejaron de
preparar la nueva expedición.
Fueron
cuatro años felices en la vida de Diego de Almagro. Los pasó en su nueva casa
al lado de su inseparable esposa y de su hijo, Diego el Mozo.
Si
no me engaño, en este punto la novela empieza. Ojalá haya destacado el alma de
Diego, que se presiente es amigo del Capitán Francisco Pizarro, quien a su vez
es incapaz de soslayar alguna disputa o ambición meramente personal. Recuérdese
también que la imprenta, y por lo tanto los libros, eran de edad muy cercana a
los nacimientos de ellos. Por lo tanto, lo de analfabeto es muy relativo. La
intuición y el maquiavelismo propios del ser humano prevalecían; otras
derivaciones no faltaran, pero creo son las principales. Solo el 20% de la
Europa era instruida en el arte de las letras y las ciencias.
Continuemos…
Se
sabe que otros expedicionarios realizaron lo que ahora ellos querían hacer;
pero que les fue muy mal.
Pascual
de Andagoya fue el primero en el año 1522. Llegó hasta la desembocadura de un
gran río, en la región llamada Birruquete. Pero enfermó regresando a Panamá.
Los
cronistas refieren que Pedrarias dio un segundo permiso. Este fue para Juan
Basurto, quien le pagó por este permiso —como luego se verá lo hicieron también
Diego de Almagro y Francisco Pizarro—. Pero Basurto murió en plena expedición
sin brillo ni gloria. Hasta ahí con los cronistas.
Solo
en 1524, diez años después de su arribo a América y cuando ya había apagado 45
velitas, Diego de Almagro definía la primera expedición hacia las tierras del
Imperio de los Incas.
***
Nacido
en Tomebamba, durante la conquista del septentrión, ciudad de los cañaris, que ocupaba
el segundo lugar en importancia después del Cusco —distinción válida gracias a
sus edificaciones que competían con los de la capital del Imperio—. Estuvo en
su afamada ciudad natal hasta la edad de seis años. Inmediatamente después, fue
obligado, por la edad y la circunstancia, a trasladarse al “Ombligo del Mundo”,
junto a su padre el Sapa Inca Tupac Yupanqui, de quien se dice presentaba físicamente
una mediana estatura, rasgos morenos, ojos grises y rostro afilado; de cabello
excesivamente corto y orejas deformadas por gruesos adornos.
Así, ya en el Cusco, y en un acto ritual, el Auqui
causó buena impresión al dirigir una maniobra, sin timidez, del ejercito
incaico hasta la fortaleza de Sacsayhuamán. Por tal comportamiento su padre lo
convirtió en su favorito, lo que cimentó su futuro nombramiento como Sapa Inca.
Después de lo ocurrido, y en prevención, los
mejores amautas y sacerdotes hicieron del niño un disciplinado e inteligente
muchacho. En estos primeros años, siguiendo un protocolario plan y una perfecta
inclinación, el Inca, en medio de duras y constantes faenas guerreras, lo
curtió.
Y es
así, que, siguiendo su preparación, tuvo que pasar la tradicional iniciación
del huarachicu, en la que por supuesto, logró un excelente puntaje. Por eso,
Túpac Yupanqui optó por designarle heredero, a pesar de su corta edad. Una vez reconocido
en su condición de soberano, se le llamó Huayna Cápac, para reconocer sus
esfuerzos y lograda plenitud y poder en su mocedad.
¡Pero cuántas intimidades eróticas y asfixiantes
esposas secundarias o Pihui del Sapa
Inca también inculcaron al primogénito! Conviene recordar que las principales mujeres
tenían bastante poder y que las relaciones familiares no eran matriarcales,
sino matrilineales. Es por eso que una maniaca madre se ocupaba de sus hijos;
era ella la principal encargada de prepararle el matrimonio. Inevitablemente
sabía que, de una de estas uniones, muy bien planificada, su hijo podía tener un
control efectivo del Tahuantinsuyo o de los cuatro Estados Unidos o cuatro Suyos
Unidos del Incanato.
Cuentan
algunos desaforados cronistas que las cuestiones eróticas eran muy importante
en la nobleza del Imperio; había un ritual en que los jóvenes de ambos sexos,
luego de tomar chicha fermentada y bailar al son de la quena, la tinya y la
zampoña, terminaban totalmente desnudos en cualquier iluminada y amplia cancha,
para luego continuar en una tremenda orgía de padre y señor mío. Gusto florido que
ellos creían era disfrutado por la Pachamama.
Acá
hay un relato. Esto empezó poco antes del matrimonio del príncipe Inca:
Se ve al
sol en toda su altura y hay una fuente hecha de piedras bien talladas de donde
brotan chorros de agua que fluyen suavemente. Un grupo mixto de jóvenes,
moviendo las manos, señalan los jardines colindantes. Parecen preparados y
resueltos para una competencia. La corriente de aire produce un bienestar en
sus cabellos largos y sueltos. Y hay sentimientos que proliferan en las mujeres
que se ubican muy cerca del Sapa Inca, quien sonríe astutamente.
Desde
su lugar, la Coya que está sentada, se pone en pie y se acerca a su hijo, que
está alejado del grupo.
—Hoy
tienes que participar en la danza ritual de fecundidad en honor de Chaupiñamca
—le dice.
Éste
sonríe para sí.
—Bueno.
¿Me ofrecerán los dos puñados de coca, madre?
—Los
dos puñados de coca y un buen kero de maca… porque me ha dicho tu padre que
sólo quieres tener sexo con cinco de ellas… Hijo, no me vayas a fallar… Debes
saber que cuando crezca tu pájaro negro chiwillu todas las mujeres vendrán… Y
cuando digo todas, son todas… Ya tu padre te habrá dicho que no se salva la
tía, prima o abuela, y por último ni las cuñadas.
—¡No,
madre, no se preocupe…! Hoy entraré en trance y llevaré al wachoq a diez de las
que usted escoja; y con mi raka las copularé hasta las últimas consecuencias…
Ya el Sapa Inca me ha instruido… Me dijo que en sus orgias con tía Pillcu y diez
concubinas se entregaba con mucha pasión; las ponía en las poses convenientes e
ingresaba a sus cuerpos, conmoviéndoles el fondo de sus almas… Y que al final no
dejaba a ninguna sin estrenar… aunque terminaba con el chiwillu muy escaldado… Pero
lo solucionaba con un pedazo de nieve que el chasqui le traía; con eso calmaba el
ardor…
—Naturalmente
que sí; pero… no te cuides… Si una de ellas te dice que concluyas en sus senos,
no le hagas caso… Siempre salen con una sobadita en las tetas y en la cara; eso
déjalo para el final porque si no te harán terminar pronto… Tú tienes que ser
el último en concluir con la faena… Recuerda que eres el primogénito del Sapa Inca…
El futuro Viracocha, el más hábil entre los candidatos al gobierno…
—Claro
que sí… ¡Gracias por sus consejos! Pero ahora voy a juntarme con el grupo.
Cincuenta,
sesenta repeticiones como éstas se encargaban de ejercitar fisicoquímica y
mentalmente al futuro Sapa Inca.
Todas
estas enseñanzas no faltaron; por ello, el Auqui barrió —literalmente— con toda
la familia, para envidia de Vargas Llosa, Charles Darwin y Edgar Allan Poe.
¿No me
creen? Entonces avancemos hasta su primer matrimonio:
Hoy se
nos casa el futuro Sapa Inca con la mayor de sus hermanas y es axiomático. No
sabemos si hay romanticismo, inocencia o ganas de aventura. Lo que sí sabemos
es que los nobles y los curacas han llegado de todo el confín del imperio. Todo
está preparado para el éxito, y es divertidísimo y contagioso… Se casa el Auqui
Huayna Cápac. Ha salido del templo del sol y se dirige a la casa de la novia
con varios regalos. Padres, hermanos y hermanas lo acompañan, es una panaca
grandísima. También va acompañado de los señores del Chinchaysuyo. La novia
luce los emblemas de su panaca, que están representados en su vestimenta: el
acsu, la lliclla, un tupu, un chumpi, y en la cabeza, de larga cabellera, una
hermosa sukkupa; también cuelga de uno de sus hombros la chuspa; y calza unas
amigables y frescas usutas. Luego del intercambio de regalos, ella se muestra
triunfal; al fin y al cabo, sabe que nada es al azar, que es inevitable la
conservación de la pureza de la sangre, y por ende su poderío.
—¡Afortunados
muchachos! —dice el Sapa Inca.
El Auqui
sonríe para sí, algo asustado.
—¡Es
tan guapo y listo! —dijo su madre.
Todos
salieron de la casa de la novia y se dirigieron al templo del Sol, en donde los
aguardaba el gran sacerdote vestido para la ocasión.
Los
representantes de los tres estados restantes acompañan a la futura esposa, Mama
Pillcu. Lo que significa que la Coya tiene un estándar más alto que el futuro marido.
Esta unión le asegura al Auqui la participación de los cuatro suyos y por tanto
el control total y efectivo del Imperio.
Una
vez llegados al recinto sagrado, todos se posesionan a la izquierda y derecha
de los novios. El sacerdote se acerca al Auqui que está con la novia y le
entrega dos pequeños keros llenos de chicha. Éste los levanta en el aire y
girándolos, vacía el contenido al suelo. Entonces se yergue y con voz grave
ofrece el uno al Sol y el otro a Huanacauri. El sacerdote lentamente se vuelve
a ellos y dando vivas y ofreciendo larga vida a los novios, le entrega a cada
uno una pluma de pilco.
Una
vez terminada la ceremonia, toda la parentela e ilustres invitados se dirigen
al palacio del Sapa Inca, quien tenía preparada toda la comelona, con baile
incluido. Así, las tinajas y keros llenas de tecti o chicha circularon
libremente hasta las últimas consecuencias. Mientras que el pueblo se agrupó en
la plaza de Aucaypata, bajo el auspicio de las momias reales y el Sapa Inca. Todos
los gastos iban a su cuenta…
Ahora
el príncipe acompaña a la futura Coya. Van agarraditos de la mano. Y hay una
demanda:
—Me
gustaría tener muchos hijos, me gustaría vestidos nuevos, me gustaría…
—¡Ah!,
¿Sí? Hijos, los que vengan… Por lo otro, no me pida una promesa cuando no la
puedo dar. Eso lo coordina con la Coya…
—Cuando
me tenía desnuda y abrazadita en la cama, me ofreció muchas cosas…
—Creo
que sí. Es porque es una Mama Quilla, un ser divino en esas circunstancias…
Pero ahora estoy tan nervioso como una vicuña. ¿Quiere verme trastabillar?
—No,
señor.
—Pregúnteme
todas las cosas que quiera en la luna de miel.
—¿Qué
diría usted si, hoy precisamente he enviado la fabricación de vestidos en el
norte? No puedo lucir menos que la tal Rumi Taya.
—¡Ah,
ya sabía yo que se iba a meter con mis concubinas!
—Ya lo
creo… ¡Ellas nunca le harán sentir como yo!
—Tiene
razón, es verdad…, no lo puedo negar. En especial cuando usted se convierte en
jaguar y me atropella… como preparada a morir. Ya si razón, estrujándola, me
hace hablar en aru, quechua, aimara y puquina, y hasta en lenguas complicadas… Hablo
como periquito… si es que eso es hablar…
—¡Qué
me dice! Me hace sonrojar…
—No me
haga reír… Si eres un huaco tatuados de muchas poses.
—Ya
decía yo que le han ido con el cuento…
—Descuide,
que ésas son las que más me gustan.
—¡Es
todo un semental, mi hermanito!
Así
que, ya casados.
Él le
dice —Haco Coya. Ella responde —Hu Cápac Inca.
Ya en
el patio amplio hablaban con voz distinta. El frio y la altura se aliaban para
un abrazo. Luego de un beso corto, continuaron su camino.
—Me
gustaría ir contigo y diez concubinas más de luna de miel…
La
futura Coya se volvió sobresaltada y se encogió de hombros y le dirigió una
significativa sonrisa de aprobación.
Entonces
se fueron de luna de miel y pasó lo que tuvo que pasar. Ella nunca llevó un
diario —no sabía escribir sobre los huacos ni manejar los quipus, lamentan los
expertos y fisgones—; por ello es difícil abarcar todo lo que sucedió en ese
lapso de tiempo. Lo que sí se sabe es que por más que le aplicó las 100
posiciones del Kama Sutra, no obtuvo descendencia.
***
Contextualizando
el espacio y tiempo, y registrando el alma de la cultura española, en el inicio
de la edad moderna, tenemos que tener presente algo muy importante. Y es puntual
y es preciso nombrarlo. Primero entender que estamos en una España medieval y
eclesiástica, y sujeta a prohibiciones tiránicas gravitando sobre su modernidad.
Esto se refleja en la potencia que tuvo la creación de la imprenta —no la de
los chinos, sino la del alemán Johannes Gutenberg—, hacia 1440. España, cómoda
en el tiempo, y conservadora, demoró treintaitrés años más. Fue instalada, y
por primera vez, a pesar de la tradición manuscrita existente, en 1472. Logro
hecho por el político y eclesiástico español y prontonotario apostólico y del
Consejo Real de Enrique IV de Castilla y de los Reyes Católicos, Juan Arias
Dávila, de la mano de otro alemán, el impresor Juan Parix de Heidelberg, quien —redundando—
imprimió en Segovia el Sinodal de Aguilafuente en el mismo año. La posición
geográfica y apartada de España y su apestoso conservadurismo, logró este retraso.
También
debemos agregar que, por estos años, el futuro padre de Huayna Cápac, Túpac
Inca Yupanqui, décimo Inca, nacía en el Cusco, más preciso, en 1441. Tuvo que
pasar 10 años más, para que naciera Cristoforo Colombo en Génova, un 31 de
octubre de 1451. Y como los hechos históricos no esperan, luego de 12 añitos más
de este nacimiento en el Tahuantinsuyo, caería Constantinopla (actual Estambul)
en manos de los turcos otomanos —29 de mayo de 1453—. Hecho histórico que, según
algunos historiadores, marcó el fin de la Edad Media en Europa. Gracias a esta conquista
y la entrada triunfante en la Iglesia de Santa Sofía, Mehmet II llegó a
compararse con el mismísimo Alejandro Magno. Este hecho originó que las rutas
de comercio con oriente no serían seguras para los mercaderes cristianos.
Ahora,
sigamos…
A
finales de abril de 1451, un jueves por la tarde, llegaba al mundo, Isabel,
hija del rey Juan II —que no estuvo presente el día del nacimiento— y de su
segunda esposa, de 23 añitos, la reina Isabel de Portugal. Nacimiento que tuvo
lugar en Madrigal de las Altas Torres, que era un apartado pueblo agrícola
ubicado en el centro norte de la península Ibérica.
Luego
de dos años del nacimiento de la pequeña Isabel, la reina dio a luz a su
segundo hijo, el príncipe Alfonso. Nacimiento que dio tranquilidad al rey,
quien ahora tenía otro hijo varón de repuesto.
Como se
sabe, por estos tiempos, en la corte había un ir y venir continuo de facciones
e intrigas, de confederaciones y guerras, de convenios y rompimientos; en
resumen, un sin fin de ambición y codicia. Don Álvaro de Luna es fiel a estos
acontecimientos. Este célebre personaje, que nació del libertinaje de su madre
—María Fernández Xarava— y que tuvo tres hermanos de diferentes padres, es en
estos momentos el valido y amante del rey.
Alvarito
tuvo con la primera esposa de Juanito una mala relación; con la segunda de
igual manera. Agregando que en la corte no era la única que lo miraba con
hostilidad. Como ya dijimos, dentro de la nobleza había un mejunje de odios,
dimes y diretes, y hasta escupitajos. Pero nada podían hacer, ya que, para
entonces, Alvarito tenía casi todo el control del reino. Juanito lo había nombrado condestable de
Castilla —primer mando militar del reino—; también gran maestre de la Orden de
Santiago —orden de caballeros monásticos más acaudalada de Castilla—. En pocas
palabras, el pobre Juanito estaba pintado en la pared: “no tenía otra cosa que
hacer más que comer y tener sexo al por mayor”.
Así
que como la nobleza nunca pierde, todos, misma fuente ovejuna, hicieron lo posible
e imposible para alejarlo del gobierno. Por eso, luego de seis añitos, el rey
saliendo de su letargo y de pintura decorativa en la pared, mandó que le
separen la cabeza del cuerpo. Suceso humillante acaecido en ceremonia pública
en la plaza principal de Valladolid el 3 de junio de 1453. Pero al día siguiente,
Juanito se arrepintió de lo que había hecho —porque ahora tenía que trabajar— y
cayó en una tremenda depresión que lo llevó —después de un año— al más allá
junto al alma de Alvarito.
Luego
de la muerte de estos dos galifardos, y que en la Inglaterra de esos tiempos se
protagonizaba un “Juego de Tronos” —La guerra de las dos Rosas, 1455-1487— pasaron
algunos años más en la Madre Patria, llegando a setiembre de 1479 con el
tratado de Alcazobas, en que Juanita renunciaba al trono en favor de su tía
Isabelita.
Aunque
antes, como se sabe, Juanito había regulado claramente la sucesión. A su muerte
—que fue en 1454— le seguiría su primogénito, Enrique —único con su mujer la
reina doña María, hija de don Fernando de Aragón—; y si a éste se lo llevaba la
parca, seguiría su medio hermano, Alfonso. Pero entre uno y otro, estaba un
tercer vástago, nacido de su matrimonio con Isabel de Portugal, la infanta
Isabel. Quien inevitablemente tenía que esperar un milagro para convertirse en
reina. Esperar con paciencia y buen humor a que estos dos angelitos se quedaran
sin alma y sin descendencia. Agregando que Alfonsito era hermano de padre y
madre y muy querido por Isabelita.
De
esta manera se siguió el camino natural, quedando como nuevo rey de Castilla
Enrique IV, bajo la cláusula cancilleresca “de mi poderío real absoluto”,
acompañada de los términos “cierta ciencia y motu proprio”, que justificarían una
decisión real en contra de a alguna norma vigente.
Hasta
ahí, todo correcto. La familia no era feliz, pero se soportaba. Hasta que apareció
la ambición de un hombre, Juan Fernández Pacheco y Téllez Girón, Marqués de
Villena y ricohombre de Castilla, dando inicio a otro “Juego de Tronos”. Este
galifardo, que dominaba la política del reino (era adjunto del Rey, puesto
conseguido intencionalmente por Álvaro de Luna), no podía consentir que un don
nadie, como Beltrán de la Cueva, ostentara mayor poder que él. Así que tramó la
venganza, dañar la imagen del rey y de aquel plebeyo. Y es por eso, que eligió el
arma más eficaz que usan las chismosas y los cobardes, la calumnia. Fue
entonces, que el marqués de Villena difundió la noticia —trama política y
leyenda negra— de que la princesa doña Juana no era hija del Rey sino de
Beltrán de la Cueva. Y el rumor se extendió como reguero de pólvora.
Y es
por esto —y por el tratado de los Toros de Guisando—, que Isabelita, después de
la repentina muerte del infante don Alfonso —quizá envenenado por Pacheco— que
ocurrió en el verano de 1468—, y luego de una tremenda bronca familiar de padre
y señor mío, se hizo con el trono de Castilla. Había efectuado muy bien su
tarea política, pues dejó de lado a la princesa Juana “la Beltraneja”, hija de
su madre, más no de su padre, porque al rey Enrique IV, hermanastro de Isabel
la Católica —como ya dijimos, por calumnia de Juan Pacheco y los mal pensados—,
le “sudaba la espalda”. Además, era consabido de que el susodicho ya tenía
antecedentes de género y bagatelas sexuales en su repertorio. En su primera
mujer, doña Blanca de Navarra, con la que él dijo tuvo 12 años de devotas
oraciones y cópula carnal, no tuvo sucesión —aunque otras mentes brillantes lo
contradicen alegando que la dejó “tal cual nació”; y otros, para aumentar esta
novelita, agregaron que solo era un feliz putañero—; bueno, el hecho es que en
la segunda, doña Juana, infanta de Portugal, a quien, también dijo él, le había
aplicado de todo en la habitación matrimonial, durante seis años, tampoco pegó.
Pero no dio fin al canto, e insistió. Así, después de esperar seis años más, engendraron
a la reina niña, que se llamó Juana, como su madre. Es por todo esto, y muchas
cosas más, que la voz pública, dudando, lo apodó “El impotente”. Como ya
dijimos, el favorito de ambos, Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque, lo
había terciado; aunque éste lo desmintió y negó de mil maneras. Y para que no
dejará dudas, peleó al lado de Isabelita y Fernandito en contra de su supuesta
hija —batalla de Toro, marzo de 1476—. En pocas palabras, la reina —Juana de
Portugal— le había puesto los cuernos. Inmensos cuernos que toda la naciente nación
española lo sabía. Y así, no le quedó otra a Juanita que meterse de monja en un
convento de Portugal —Santa Clara de Coímbra—, terminando la cuestión dinástica
y dar comienzo al legítimo reinado de Isabel I, la católica, de la familia
Trastámara castellana, a los 17 añitos de edad.
Pero hagamos
un recuento de este mejunje o telenovela que ocurrió hasta llegar a la boda de
Isabelita y Fernandito.
Principiemos
con la escapadita planeada por Isabelita de la villa de Ocaña; ya para entonces
tiene dieciocho añitos; y es de belleza estándar, porte majestuoso y mediana
estatura; de temperamento alegre y exageradamente blanca y rubia; de ojos entre
verdes y azules; y exageradamente religiosa… por culpa de Beatriz de Silva —fundadora
de la Orden de la Concepción Franciscana de Toledo— y de su amiga, consejera,
confidente y dama castellana, Beatriz de Bobadilla —quien le llevaba 10 años—;
contacto que se inició cuando la infanta vivía en Arévalo… Aumentemos que, Isabelita se creía
descendiente de Hércules —creía que aquel héroe había fundado personalmente las
ciudades de Arévalo, Segovia, Ávila y Salamanca—. Y, en fin…
Volvamos
al asunto…
Hay un
pretexto y hay que aprovecharlo…, el aniversario de la muerte de su queridísimo
hermano y rey para ella, Alfonsito XII. Ella, siendo la única hermana, tiene
que organizar las solemnes honras fúnebres en Ávila, donde descansan los restos
del finado. Y es por eso que nadie se atreve a estorbar su marcha. Cumplida la
misión, no vuelve atrás, sino se dirige a Madrigal como primer punto, pidiendo luego
socorro al arzobispo Carrillo para el siguiente y peligroso recorrido hasta la
villa de Valladolid. Ya en el lugar, sana y salva, entra en comunicación con su
tortolito, Fernando, príncipe de Aragón y también rey de Sicilia por
disposición de su padre.
Bueno,
mismo libro de caballería, o el Amadís de Gaula, o Disney, un príncipe va en
busca de la conquista de su rubia princesa…
Éste,
hijo de mamita, lujurioso y tacaño, gran militar y encomiado por Maquiavelo
—fue la encarnación de su príncipe—, partió con una expedición de mercaderes
catalanes, disfrazado de mozo de mulas, llegando al punto fijado.
El
primer encuentro inconmensurablemente caleta de estos dos tortolitos —con
pedida de mano solamente—, ocurrió un 12 de octubre de 1469, y tuvo lugar al
filo de la medianoche en Valladolid. Luego, calabaza, calabaza, cada uno se fue
a su casa.
Seis
días después, a la tarde, el novio volvió al susodicho lugar, hospedándose en
la casa de un tal Juan Vivero. En la salita de esta rica mansión, muy bien
adornada, y bajo un protocolario, el príncipe juró por Dios y su madrecita
cumplir las leyes y costumbres del reino. Le leyeron una supuesta bula de Pío
II, que lo absolvía del parentesco en tercer grado de consanguinidad que
existía entre los contrayentes (sus abuelos eran hermanos). Ejecución canónica
que reconocía la legitimidad de sus futuros hijos. A continuación, siguieron con
un bla, bla, bla… y se celebró el desposorio. Al novio después de decirle: “¡tú
qué haces aquí!”, lo enviaron a dormir con el arzobispo.
Al día
siguiente, Fernandito se levantó temprano y de muy buen humor; ya en pie, se
vistió apurado, se acercó a la mesa y concluyendo un par de vasos de vino, salió
de la posada del arzobispo. Acompañado por un cordón de hombres disfrazados, a
paso rápido, se dirigió a la casa de Viveros. Ahora tocaba el matrimonio en
serio, el canónico, el de Iglesia, el que hasta que la muerte nos separe. Porque,
el del día anterior, digamos, fue un Matrimonio Civil. Ya en el interior,
Fernandito e Isabelita se volvieron a encontrar. En sus miradas no se adivina
una novela romántica, ni retumba al galope sus corazones. Para Isabelita,
parecía una agonía larga; para Fernandito, con sus ojitos rientes, un negocio
más. Con ellos se presentaron también la infaltable, la Madrina, quien era la
mujer de Vivero, doña María; el padrino, el almirante don Fadrique, abuelo del
novio; el notario apostólico, Diego de Rangel; y el capellán de San Yuste,
Pedrito López de Alcalá —el que trajo la supuesta bula de Pío II, datada en
1464—.
Ya con
los presentes necesarios, y la voluntad de contraer matrimonio, “según que
manda la santa madre iglesia”, los unieron para siempre…
Así,
celebrada la misa y dadas las bendiciones, empezaron con una secreta y nada
modesta comelona. Pero antes de que todos estuvieran más allá de Pisco y Nazca,
y se les moviera el piso, decidieron iniciar, in situ, la famosa Luna de Miel.
La barra, o testigos pertinentes, se parapetó a la puerta de la cámara nupcial
para dar hurras y festejar el futuro coito. Después de media hora de justificado
revolcón en el rin de las cuatro perillas, fue mostrada la sábana de la
princesa. Viendo que el príncipe había culminado bien la batalla, se tocaron
“las trompetas atabales y ministriles altos”, y se iniciaron las fiestas,
mismos huancaínos, que duraron una semanita.
Según
el acta notarial, asistieron muchos nobles y otras gentes de todos los estados,
más o menos, dos mil personas. Pero sin duda la figura clave, aunque no presente
en la ceremonia, fue el legado pontificio Antonio Jacobo Véneris, sin cuya
intervención el acto, probablemente, no hubiera tenido lugar —“El legad papal
estuvo también implicado en la trama de la falsa bula papal, el ardid al que
recurrió el arzobispo Carrillo, para tirar adelante la boda entre Fernando e
Isabel”—.
Pero
ahí no se acaba la historia. Aún faltaba mucho por resolver para llegar hasta
el trono. De momento su situación no era muy favorable.
A
continuación de la fiesta y la gran victoria obtenida con este casamiento, se
hizo presente una pululación de divergencias y agitaciones palaciegas que ellos
y los asistentes de algún modo prefiguraban.
Hasta
que todo este enojo y rompimiento del hermano de Isabelita, Enriquito IV, se va
a deshacer en la navidad de 1473. Es en este día, que gracias al auspicio del
mayordomo Andrés de Cabrera, ambos se reúnen y reconcilian en Segovia. Inmediatamente,
celebran las fiestas juntos y pasean felices por la ciudad. Incluso Fernandito
se suma al encuentro, “dada la cordialidad establecida en las relaciones entre
los hermanos”.
Luego
de estos acontecimientos, Isabelita permanecerá en Segovia hasta la muerte de Enrique
IV — primeras horas del 12 de diciembre de
1474—. Inmediatamente, sin la presencia de su marido, que estaba en Aragón, se
hará proclamar reina de Castilla —diciembre de 1474—. Y para que no hubiera
duda, en la comitiva se hizo preceder por un caballero, “Gutierre de Cárdenas
—pariente de Gonzalo Chacón—, que lleva la espada en alto, desnuda y sostenida por
la punta, a la usanza castellana, símbolo inequívoco de que la persona a la que
precede tiene la plenitud del poder”. “Estos hechos provocaron problemas
políticos en la corte isabelina y entre Isabel y Fernando, pero la inteligencia
política de la reina y su difícil situación en un reino sobre el que se cernía
una guerra, favorecieron la superación de ese obstáculo, como se consigna en la
"Concordia de Segovia" del 15 de enero de 1475, y en el siguiente
acuerdo firmado en el mes de abril. En este segundo documento, en el que se
otorgan plenos poderes a Fernando para cuando los reyes tengan que
"apartarse cada uno por su cabo en diversas partes de los dichos
reinos", Isabel deja muy claro que se trata de una cesión por su parte;
pero es algo que le favorece ya que con ello afianza su postura al evitar
problemas internos, y pone las bases de lo que será el gobierno de los Reyes
Católicos”.
En
diciembre de 1474, los recién instalados en el trono de Castilla, concluyeron otras
guerritas, principalmente la dinástica. Guerra civil con intervención de
Portugal, y el mantenimiento de la paz con el emirato granadino, con el que
ajustaron una primera tregua por dos años el 11 de marzo de 1475. Y es por esto
que los turcos bailaban en un solo pie. No se concretaba una cruzada antiturca,
por más bulas que iban y volvían… “Desde los albores de su reinado hasta entonces,
los reyes habían tenido que afanarse, además, en solventar otros acuciantes
problemas internos y externos (atracción de la nobleza rebelde, organización de
la Hermandad, reordenación jurídica e institucional del reino, instauración del
Santo Oficio, encauzamiento de las relaciones con Francia, mantenimiento de
treguas con el emirato granadino), mientras que, muerto Juan II de Aragón el 18
de enero de 1479, el panorama político peninsular había experimentado una
mutación rotunda con el acceso de Fernando al gobierno de sus estados
patrimoniales en la Corona aragonesa”.
“Por
otra parte, en la primavera de 1478 las tensas relaciones entre la Santa Sede y
Florencia desde principio del año desembocaron en la rebelión de los Pazzi y el
asesinato de Giuliano de Medici, el 26 de abril, lo que desencadenó un proceso
sangriento de acción y reacción (represalias de Lorenzo de Medici, excomunión
de Lorenzo y los gobernantes florentinos, interdicción de la ciudad,
alineamiento de las potencias cristianas en uno u otro bando) que no pudo
detenerse hasta que la conquista turca de Otranto (11 de agosto de 1480) eliminó
los últimos impedimentos para un arreglo, al que se puso punto final el 3 de
diciembre”.
En
este ir y venir, por fin, los Reyes Católicos dieron licencia para hacer la
guerra a los moros. Era agosto de 1480, con lo que comenzaba a proyectarse
dentro y fuera de las fronteras de sus reinos la imagen de catolicidad que les
aureolará cada vez más y que se plasmará en la concesión oficial del título de
católicos por Alejandro VI en 1496.
***
Sigamos…
Con una tremenda pompa y sonrisa de triunfo, Fernando e Isabel llegan a Sevilla
en febrero de 1490. Los preparativos para el casamiento de su hija mayor, la
princesa Isabel, con el heredero de la corona de Portugal, el infante Alonso,
están viento en popa. Se casarán en abril, aunque nunca se han visto las caras.
Por eso, un insistente Colón nada puede hacer. Su labia, nunca agotada, por
primera vez, dejó de explicar, a brutos y entendidos, su proyecto. “Paciencia y
buen humor”, se dijo. Y así fue hasta el invierno de 1491 en que pidió una
respuesta a sus pretensiones. “¿Cómo es la cuestión? ¿Cuál es el problema?”
—Les dijo a los reyes católicos. Estos consultaron con un tal fray Hernando de
Talavera. Este les dijo que naca la pirinaca… Que la junta había declarado que
el susodicho proyecto era vano e imposible. Pero debemos de aclarar que hubo
unos cuantos que sí le dieron su aprobación. Ahí está Fray Diego Deza como
ejemplo.
Sigamos
avanzando…
Granada,
2 de enero de 1492, un emisario, humillado, baja un camino polvoriento y
pesado, sale de las murallas y comunica que la ciudad se rinde ante los Reyes
católicos. Mientras avanza, el campo se le hace más grande. Un tal Gonzalo
Fernández de Córdova, uno de los artífices de la victoria, lo contempla desde
un segundo plano. Otro castellano, Hernando Pérez del Pulgar, sonríe para sí.
Sentados, bajo la sombra de unos maderos, los moros Tarfe y Muza, observan,
tristes, el horizonte.
Así, después
de setecientos ochenta años de combates y un día, y tres mil setecientas
batallas y una noche, los castellanos habían logrado expulsar a los sarracenos
de las montañas cantábricas a los montes de Toledo; de allí a las escarpadas
sierras de Andalucía; para luego reducirlos a los muros de Granada. La nación
española era ya un hecho.
Por
ese mismo año Cristóbal Colón volvió a ingresar en la corte de Castilla
pidiendo favor para el descubrimiento del nuevo mundo. Llegó con “información
privilegiada”; sabía lo que estaba por descubrir; porque antes ya se había apertrechado
de viejos mapas en Portugal e Italia y leído, como ratón de biblioteca, todo lo
referente a navegación. Pero a pesar de estos conocimientos, tuvo una
entrevista nada memorable, porque no le hicieron caso; los reyes católicos,
luego de una entrevista con sus consejeros, lo tomaron, simple y cortésmente,
por visionario. Debemos de suponer que no les contó todo; su “información
privilegiada” lo escondió como un as bajo la manga. Como ya dijimos, de que ese
mismo año los reyes católicos vivieron ocupados haciéndole la guerra a los
moros en el reino nazarí de Granada, último bastión árabe; por ello sus arcas
presentaban un vacío espacial; estaban más misios que vendedores de caramelos y
cigarrillos.
Cuentan
algunos rimbombantes cronistas, para verificar mi hipótesis sobre la
“información privilegiada” —incluyendo a Garcilaso—, que Colón tuvo previamente
—para ser más exactos en 1484— un encuentro del tercer tipo con un piloto, un
tal Alonso Sánchez de Huelva, alias el Prenauta; quien, por una misma ruta
triangular, hacía frecuentes viajes llevando mercancías desde la península a
las Islas Canarias para luego dirigirse a la isla Madeira y volver a la
península. También de la costa de Guinea y Mina del oro extraía esclavos negros
y los comercializaba. Es en una de estas travesías que una tormenta lo desvía
de su ruta y lo lleva hacía el oeste por rumbos desconocidos. Así, luego de
varias semanas de viaje a la deriva, que ellos juzgaron seis mil millas, la
pequeña embarcación deshecha, llena de chinches, pulgas, piojo, ratas y demás
alimañas, se encuentra en el mar con tiempos favorables; por ello, sin
impedimento ni obstáculo alguno, llegan a una isla muy grande, que los
cronistas suponen Santo Domingo. La bordearon, examinándola durante tres horas.
Había bellos bohíos labrados con plantas secas del lugar y jardines y viñas muy
hermosas. Luego avistaron un pequeño puerto construido rudimentariamente. Al
desembarcar, se encontraron cara a cara con un buen número de nativos.
Alguien
dice:
—Capitán
Alonso, ¿y ahora qué hacemos? Somos pocos para tanta gente…
El
capitán niega con la cabeza.
—Silencio,
silencio —susurró y todos, hasta el propio capitán, empezaron a caminar
sigilosamente. El viento soplaba elevando la melena de los visitantes y
refrescando sus largas barbas.
Los
nativos, con gestos, los llevaron hasta un patio amplio en donde había varios
bohíos rectangulares. De una de ellas, la más amplia, salió un pequeño hombre,
casi desnudo y de aspecto musculoso, vestido mismo Tarzán, con unos colgantes
de oro sobre el cuello. Éste, girando el rostro lampiño de un lado al otro y
levantando una de las manos, empezó a hacer señas; quería saber quién era el
jefe de los visitantes.
El
capitán Alonso recorrió unos metros y se colocó frente a este hombre de piel
cobriza, cabellos negros, nariz ganchuda y ojos oscuros. Por los tamaños,
parecía el encuentro de David y Goliat. Cruzaron el umbral y penetraron en la
penumbra de un cuarto totalmente cerrado y lleno de malos olores. Un camastro
hecho de pieles de animales se alineaba junto a una de las paredes; sobre él se
hallaba tirada y envuelta en mantas una mujer de aspecto joven, pero con el
rostro deteriorado. Estaba llena de sudor y su respiración era ligera. El
capitán se acercó y le cogió la frente. Luego se volvió hacia la puerta y salió
apurado.
—¡Que
venga el médico! —gritó.
El
médico, un judeoconverso apellidado Alvarado, apuró el paso e ingresó al bohío.
Allí, parados, el pequeño hombre y el capitán permanecieron contemplando el
trabajo del galeno.
—Es
curioso... con razón se estremece —musito Alvarado, apartándose de la enferma—.
Capitán, que me traigan el maletín… Es por el malestar de un gran resfrió.
El
capitán se encogió de hombros y soltó una sonrisa condescendiente. Así que
salió y trajo lo pedido.
Luego
de aplicarle un ungüento —que no era Vick vaporub ni Mentholatum— y esperar un
tiempo prudencial, la enferma empezó a reactivarse. Todos esgrimieron una
amplia sonrisa.
Entonces
los indígenas les trajeron comida, una fermentada bebida blanca y les
ofrecieron a sus mujeres como regalo. Ahora los trataban como si fueran dioses
venidos del mar.
—¡Exquisitas
criaturas! —exclamó el médico— Esto que nos pasa parece increíble.
Durante
un largo periodo de tiempo los juegos eróticos eran algo normal. Nada estaba
prohibido. Por eso no podían creerlo. Las “Cincuentas sombras de Grey” eran una
bicoca, un chancay de a medio. Misma Sodoma y Gomorra, todo allí era un bacanal
permanente. Muchas veces, vestidos como Mowgli, lo hacían sobre la copa de los
árboles, en el interior del rio, parados en una hamaca y en la choza del jefe.
Pero también salían a cazar y a tener batallas —en compañía de los nativos— con
otras tribus enemigas; en especial con una que les habían matado una treintena
de hombres y robado un número igual de mujeres. El jefe de la tribu les dijo
que en esa región había cinco reinos controlados por caciques; pero que la
pelea era con una que había llegado del sur. Después de romperse el coco y
descifrar, mismo Champollion, su jeroglífica lengua, ellos entendieron que les
llamaban caribes; y que así mismo se nombraban como taínos. Estas guerritas y
la lucha permanente con la naturaleza superaban la ficción; cualquier relato de
Rudyard Kipling queda inmensamente corto.
Un
día, después de regresar de caza y matar a una veintena de caribes, dos de los
náufragos se encuentran cómodamente instalados en el interior del bohío de uno
de ellos; están sentados en unos taburetes de madera, que es regalo de la hija
del jefe; tienen una ligera conversación:
—¿Con
quién saldrás esta noche? —preguntó un tal Falla, volviendo de sus masajes
diarios. Tenía el rostro iluminado y una sonrisa de oreja a oreja.
—Por
ahora con nadie —contestó un tal Arenas. Mozuelo que reflejaba unos 23 añitos.
Falla
arqueó las cejas, asombrado.
—¡Pero
si estás en la edad justa para estos menesteres!
—Últimamente
no me he encontrado muy bien. Me han salido granos en las palmas de mis manos y
en otras partes de mi cuerpo. Mi malestar es general.
—¿No
será que has decidido salir del “closet”?
—Nada
que ver… Es por esta enfermedad, que jode y jode…
—Bueno… Pero ¿ya se lo has dicho al médico?
—Sí,
pero no entiende lo que me pasa. Me ha dicho que a él también le han salido
llagas en el pájaro… Yo, convaleciente, no me he podido aguantar la risa… Por
eso se molestó y me ha echado de su habitación… Mejor pasaré la noche jugando
ajedrez en el bohío de Lorenzo.
Así,
en un lapso de tiempo, empezaron todos a enfermarse. No lo sabían, pero una
enfermedad de trasmisión sexual los estaba exterminando. Ni cortos ni perezosos
empezaron a preparar el viaje de regreso. El paraíso se les estaba derrumbando.
Mientras tanto, el sol tropical relucía como nunca.
Luego
de levantar vela y calcular el tiempo que duró la travesía anterior, aquella cuando
fueron desviados y conducidos por la tormenta, que fueron varias semanas, el
barquichuelo atracó en la isla de Porto Santo, donde —“oh casualidad”— residía
Cristóbal Colón.
El
genovés tenía su “mansión” muy cerca de la playa, en donde vivía con su
aristocrática esposa Felipa Moniz —hija del tercer matrimonio de Bartolomeu
Perestrelo— y su pequeño hijo Diego; frecuentemente acudía a la playa para dar
unos paseos y pescar encima de las rocas. En uno de esos días halló entre las
peñas unos maderos con extrañas inscripciones y algunos troncos primorosamente
tallados por manos desconocidas. En una ocasión incluso halló un cadáver de
aspecto misterioso. Lo sacó del mar y lo llevó a su casa. Luego mandó llamar a
un médico amigo, para que examinara el cadáver. Al final concluyeron que no era
de etnia conocida. Era un personaje de ojos achinados, de piel oscura e
imberbe.
Todo
esto mantuvo despierto al futuro almirante; quería saber qué existía al oeste.
En su mundo onírico, trataba de entender de dónde habían llegado todos estos
objetos. Sus conjeturas eran infinitas… Tanto, que Demiurgo se le aparecía, en
sus noches de insomnios, como un fantasma; siempre tratando de explicarle un
universo que él no entendía o no podía entender.
Así, mismo
Don Quijote, estaba obsesionado por culpa de todos los libros y mapas
consultados en Italia y lo ocurrido en estas playas. Ahora tenía la necesidad
de viajar al este por el oeste e inaugurar una ruta jamás explorada en el
océano; hallar aquella vía prohibida que le demostrase la posibilidad de llegar
a la tierra de las grandes riquezas; o a alguna parte desconocida del
continente asiático, la que ya había descrito Marco Polo.
—Don
Cristóbal, don Cristóbal, venga por favor… Una barcaza se ha estampado contra
la arena. Hay varios muertos en su interior…
Había
comenzado marzo de 1484 cuando un accidente fortuito iba a cambiar de raíz toda
la vida de Colón y de la historia de la humanidad.
Era el
único sobreviviente de aquella embarcación destartalada y arrastrada por el
viento del oeste al este.
Un
niño, Colón y su médico amigo arrastraron al sobreviviente hasta la orilla.
Vestía una especie de túnica blanca llena de puntos de sangre negra. Su piel
estaba tostada por el sol y su aliento era fétido y su voz grabe, casi sin
sonido. Los miraba con los ojos bien abiertos y llenos de asombro.
—¿Cómo
se llama? —preguntó Colón.
—Soy
Alonso Sánchez de Huelva… —dijo murmurando bajito y casi sin aliento— Por
favor, necesito agua…
Colón
lo miró con inquietud, frunciendo sus labios irónicamente. Entendía que aquel
hombre sabía muchas cosas.
—Tranquilícese,
tome… beba… haré todo lo posible por ayudarle… Lo llevaré a mi casa.
Así,
no tardaron en llevarlo. Lo sacaron del barquichuelo y lo tendieron en la
arena; luego lo cargaron y torcieron por la derecha e ingresaron a un largo
pasillo; casi al final, abrieron una amplia puerta y lo ingresaron
cuidadosamente dejándolo tendido sobre un sillón.
Hacia
las seis de la tarde y ya oscureciendo, el médico terminó de curarlo; su
curioso paciente parecía de mejor ánimo.
Aprovechando
esto, Colón le pidió que se retirase y se llevara al niño; que él se encargaría
de cuidar y de alimentar al enfermo de la mejor manera.
Así
estuvo con el náufrago algo más de una semana, en que éste le contó todas las
aventuras que le había sucedido. Luego, al amanecer, murió acabado por la
enfermedad y por los sufrimientos de la jornada.
"Este fue el primer principio, y
origen del descubrimiento del Nuevo Mundo, de la cual grandeza, podrá loarse la
pequeña Villa de Huelva, que tal hijo crio, de cuya relación certificado
Cristóbal Colón, insistió tanto en su demanda." (Inca
Garcilaso de la Vega)
"Siendo cierto, que el primero, que
dio noticia a Cristóbal Colón del Nuevo Mundo, fue Alonso Sánchez de Huelva,
marinero natural de Huelva." (Dr. D. Bernardo Aldrete
(1615))
***
Trascurría
el año de 1491 cuando el Sapa Inca, viendo dilatada la conquista del norte y
queriendo hacer una permuta, lo mandó llamar para que se ejercitase en la
milicia. Tenía 15 añitos. Se preparó y al año siguiente le dijo chau a su mujer
y se fue con sus generales y 12000 soldados a la conquista del reino de Quito y
de las provincias de Quillacenca, Pastu, Otavallu y Caranque.
Junto
con el comienzo de la tarde llegó al norte, al terruño de su infancia. Quieto,
por unos instantes, parecía recordar alguna travesura. El tiempo era bueno a
pesar de una llovizna que caía incesante. Se repuso y bajó de su litera, apuró
el paso, y cruzando un patio en declive, fue en busca de su padre. Mientras se
acercaba, su olfato degustaba un olor a tierra mojada a cocina. Y no se
equivocaba. En el patio contiguo, una pachamanca astronómica estaba lista para
ser desenterrada. También, a lo lejos, se oía el vaivén de los batanes moliendo
maíz para la chicha.
Se
abre la verja e ingresa al Acllahuasi en donde el Sapa Inca, vestido
ordinariamente con una camiseta de cumbi blanca y sentado en un banco de
piedra, lo esperaba. Se frota los ojos y ve una sombra apreciable como estatua
viviente. Ágilmente, y olorosas como un kantu, se retiran las acllas que
acompañaron la tarde felina del Inca.
—Ya
estoy aquí, otra vez, padre... ¡Uf! Tantos recuerdos… todo en este lugar me es
familiar. Y con usted, ahora, que ha sobrevivido a miles de batallas.
—Así
es, hijo mío… El tiempo y la vida están en mí y sobreviviéndome. Estoy riéndome
de mis recuerdos… Y cuantos recuerdos.
Me
remito a los hechos. Siguiendo a mi padre, mi primer objetivo fue el de
conquistar el reino de los Chachapoyas y rendir a su monarca Chuquisocta. Para
eso llevé a mis tropas hasta el Apurímac, luego cruzamos el gigantesco río a la
altura de Curahuasi y, cercándolos, atacamos las fortalezas de Tohara, Cayara y
Curamba, defendidas por pueblos alzados y los hicimos rendir. En los Angaraes
tomamos las fortalezas de Urcocoya y Huaylla Pucara, e hicimos prisionero al
Sinchi Chuqui Huamán perdonándole la vida.
Luego
de un merecido descanso, terminamos con la toma de Siquilla Pucara, la capital
huanca que ellos llamaban Tunanmarca.
Otro
descanso… Listos todos, fuimos por Corongo y Huamachuco hasta Cajamarca, para rendir
al Cuis Manco rebelde, Guzmango Cápac, y ganarle su reino. A partir de ello nos
lanzamos contra Chachapoyas, Moyobamba y Huacrachuco.
Aunque
te debo de decir, que con los chachapoyas casi fracasamos; pero como tu viejo
es un zorro, pronto cambió la situación:
Les
tomamos la fortaleza de Piajapalca y cogí por los… al soberbio Chuquisocta.
De
retorno a Cajamarca, subimos por Chota, Cutervo y Huambos hasta los Pacamurus;
luego llegamos a Huancabamba, Cajas y Ayabaca. Más tarde cruzamos el río
Catamayo y la cordillera de Chilla y entramos al País de los Paltas,
venciéndolos en Saraguro.
Como
último objetivo me fijé el reino de los Cañaris. Y así lo hice. Salieron a
defenderlo en Tumebamba tres reyes nombrados Cañar Cápac, Pisar Cápac y Chica
Cápac; pero el ejército real se encargó de aniquilarlos, y los aprehendió. Para
asegurar la ocupación de la comarca, mandé levantar la fortaleza de Quinchicaja
y otras menores en Azuay y Pomallacta…
Con
todo lo conseguido, tesoros y prisioneros, volví al Cusco, donde mi padre el
Sapa Inca Pachacútec, me recibió con muchas fiestas y sacrificios. También,
para el pueblo, mandó hacer la fiesta del Inti Raymi —con este último relato,
el Sapa Inca detuvo su contar, y casi en el acto surgió un hombre de apariencia
inquebrantable e inmortal. Finalmente agregó—: Así combatimos, resignados a
matar o morir.
—Padre,
juzgo verosímil su relato, pero lo siento impenetrable, como piedra labrada. Me
gustaría descifrar su preocupación…
—Es
que la noche parece en ti una fiesta de auto acuchillamiento. ¿qué pasa, hijo?
¿No te da vergüenza? Aún sin novedad en el frente. Necesitamos un nuevo
príncipe… Cuénteme, cuénteme, hijo... ¿Qué pasó qué pisó? Porque esas cosas se
hacen aquí en el Kay Pacha y no en el Uku Pacha. Dime, ¿ya has tomado chicha de
maca?
—¡Figuraciones
suyas, padre! Ojalá viera usted lo que hago; ¡tiro hasta la última flecha…, la
última piedra de mi boleadora! ¿Maca? Sí, viejo. Además, el chamán me ha dado
de comer cochayuyo; y de tomar chucapaca; y si funcionan, que hasta me han
levantado la moral… El problema no soy
yo, padre, porque me apalanco en su cama y lo hacemos en distintas posiciones,
todos los días, en especial cuando la noche presenta luna llena… Ella me dice
que le haga lo que yo quiera… “¡Amorcito, amorcito, este cuerpito es todo
suyo!… Soy tu hermana, pero también tu puta… ¡Conmigo, sólo conmigo!”. Así me
dice… Y yo la estrujo hasta más no poder… Figúrese que me miente; grita que me
ama cuando estamos haciendo el amor y está a punto de llegar a su estornudo de
placer. También sucede que mientras yo lanzo mi último aullido, ella ya logró
cuatro convulsiones; entonces se yergue soberbia y pide más… pero a los días,
naca la pirinaca… No pega, no hay embarazo... Y repite que lo volvamos a intentar…
Padre, creo que tengo que probar con mi otra hermanita, la Rabita…
—¡Con mil
supayas! No pierdes tiempo… Aunque tienes razón… ¡sinvergüenza! Con tu cháchara
has logrado que me excite hasta los tímpanos… Bueno, pero no podemos otorgarle
al tiempo esta sinrazón y esta falta de descendencia… Termina la conquista del
norte… y ya veremos; yo tengo que volver al Cusco; le llevo unas ganas a tu madre…
Aunque aquí las concubinas no se han portado nada mal… Se mueven como jaguares,
en especial las dos gemelitas: Corihuaita y Cusicoyllur del reino de los
Sachapuyos; son de incomparable belleza. Corihuaita se hizo la difícil, hasta
me dijo que tenía pretendiente, un tal Huamán. Y tuvo la desfachatez de
retarme, de retar al Sapa Inca. ¡Te imaginas! Me pidió un proyecto imposible y
al toque se lo hice… Así que no le quedó otra que aflojar sus sentimientos… Lo
demás es puro cuento. Dicen los chismosos que el general Huamán se me iba a
amotinar y resistir con cinco mil hombres en la fortaleza de Kúelap… Pero nada
que ver… Ya el pobre tiene la cabeza separada del cuerpo… Y nada…
—Padre,
yo tengo otra versión… Huamán sigue vivito y coleando… Y a quien usted se llevó
intacta en su honor fue a Cusicoyllur… Palabras suyas escuché de las mamaconas…
“¡Es ella, no hay otra igual! ¡Y me ama!” Y hasta se confundieron en un gran
abrazo en plena plaza y a vista y paciencia de todos…
El Sapa
Inca no replicó. La certidumbre de la voz de su hijo le bastó para ser
prudente.
—Ahora
vas a completar algo que nunca se hizo… —dijo, sin quitarle los ojos de encima.
Con
estas últimas palabras, y agregando una sonrisa, el Inca partió al Cusco y dejó
en manos de su hijo la conclusión de la conquista del norte.
En esa
progresión de tiempo y en estas guerritas se detuvo el príncipe hasta 1492;
entonces volvió al Cusco para dar cuenta a su padre de sus logros. La
bienvenida fue de “rompe y raja”; hubo chicha y pachamanca para todo el mundo.
Y ni corto ni perezoso se casó con su segunda hermana, Raba Ocllo, con quien
tuvo, después de 7 años, a su primogénito Inti Cusi Huallpa, más conocido en el
mundo de los cronistas como Huáscar.
Hasta
ahí las cosas iban bien, todo era formal y hecho legítimamente… Aunque, no
habría que esforzarse mucho en dilucidar que este bandido tuvo con sus
concubinas un total de 500 o 300 o 200 hijos. Mejor digamos que fueron el
promedio: 333 en números redondos, ni un brazo más ni una cabeza menos. Pero
eran hijos bastardos que el protocolo Inca no contaba como descendientes legítimos...
Sigamos.
El
huevo loco de “Mozo Rico” —Huayna Cápac o Titu Cusi Huallpa—, no contento con
tener sexo a diestra y siniestra, y por no tener más hermanas legítimas, tomó
en terceras nupcias a su prima carnal, Mama Runtu; con la que tuvo al luego enajenado
Manco Inca. Pero esto no lo obligaba a quedarse quieto, porque a los pocos
meses embarazó a una noble mujer de la provincia de Huaylas, una tal Añas
Colque, con quien engendró al no muy “marketeado” Paullo Topac Inca, alias
“Inca títere” o “traidor a su raza”; quien durante el periodo de 1534 a 1539
colaboró con Almagro, luego con Pizarro y finalmente fue partidario de
Cristóbal Vaca de Castro; de quien tomó su nombre en la pila bautismal. Aunque
algunos cronistas los soslayan, este angelito fue pieza principal en la
conquista española.
***
Finalmente,
el 25 de noviembre de 1491 se firman en Santa Fe las Capitulaciones de Granada
entre los Reyes Católicos y el sultán Boabdil. En ellas se acordaron las
condiciones de la rendición de la ciudad nazarí. Inmediatamente conocida la
noticia por Colón, que se encontraba en el monasterio de La Rábida, salió hacia
Santa Fe a donde llegó a finales de año. A partir de entonces entraron a tallar
dos representantes: por Colón, el fraile franciscano de La Rábida; por los
Reyes Católicos, el secretario Juan de Coloma. En estas negociaciones se
estuvieron hasta el 17 de abril de 1492 en que se firmaron lo que conocemos
como las Capitulaciones de Santa Fe.
Así
fue redactado el documento original —con su respectivo y curioso preámbulo— por
el secretario del rey, el aragonés Juan de Coloma. En el susodicho documento se
desarrollan cinco arrogantes peticiones de Colón seguidas de la aprobación y
firma de los Reyes Católicos con la fórmula “plaze a sus altezas”. Y por obvias
razones, también se imprime la firma y rúbrica del secretario real. Ahora, Los
Católicos le otorgaban a Cristóbal Colón el título de Almirante “en todas
aquellas islas y tierras firmes que por su mano o industria se descubrirán o
ganarán en las Mares Océanas”, además de los de Virrey y Gobernador General de
todas las tierras que descubriese o conquistase, así como una décima parte de
los beneficios económicos que obtuviera en dichas islas y tierras, siendo el
resto para la Corona. También se da autoridad a Colón para ser juez en los
pleitos que pudieran surgir sobre las riquezas generadas o derivadas de la
compraventa de tierras y bienes materiales. Por último, se le reconoce el
derecho a contribuir en las expediciones con una octava parte de los gastos
necesarios y a cambio recibiría después una octava parte de los beneficios
obtenidos. Todos estos acuerdos permitirían a Colón emprender por fin su tan
ansiado viaje a la vez que le otorgaron enorme poder y muchas riquezas sobre
los lugares conquistados.
Y es
así, que el 30 de abril la Reina Católica dicta las órdenes necesarias para la
organización de la armada que deberá llevar los expedicionarios. Colón sale de
la corte el 12 de mayo con dichas órdenes, la confirmación de su título, su
pasaporte, las credenciales para el Gran Khan y otros Reyes que pudiese
encontrar en su camino.
Al fin,
este hijo de un cardador de lana en las cercanías de Génova, arreglado todo y
hechas provisiones para un año, e implorar la protección de Dios, el día 3 de agosto
de 1492 se hizo a la vela con una escuadra compuesta por tres naves pequeñas y
mal acondicionadas llamadas la Santa María, donde iba el ahora almirante, la Pinta
(capitán Martín Alonso Pinzón y el maestre Francisco Martín Pinzón) y la Niña
(capitán Vicente Yáñez Pinzón). Estos tres destacados marinos eran hermanos de
la familia Pinzón y naturales de Palos de la Frontera (Huelva).
Hasta
aquí en su orden cronológico, la historia que nos llevará hasta la conquista
del Tahuantinsuyo.
***
Mientras
esto sucedía en España, en el Tahuantinsuyo, en Chincheros, y ya en 1493 enfermó
el padre de Huayna Cápac, Tupac Yupanqui; éste se encontraba muy enfermo y sentía
que era llamado a la otra orilla, donde los muertos no mueren en el espacio y
tiempo.
—Bueno,
quiero hablarles… —dijo, y sonrió como una llama.
Por
primera vez sentía deseos de acercarse a todos. Entonces llamó a toda su prole,
que eran más de doscientos entre hombres y mujeres, y les dio un largo
parlamento, con “café” incluido. Entre los principales, allí presentes, contando
a Huayna Cápac, podemos nombrar a otros siete hijos varones: Auqui Amaru, Tupac
Inca, Quehuar Tupac, Huallpa Tupac, Inca Yupanqui —abuelo de Garcilaso—, Tito Inca
Pimachi y Auqui Mayta.
Con
una perruna y expectante adoración, todos concentrados y tristes, asintieron. Al
día siguiente, con un dolor de estómago de los mil diablos, murió y fue
embalsamado y puesto en su gineceo, donde la Sapa Coya viuda y las concubinas
seguirían consintiéndolo con el propósito de permitir la cohesión del grupo y
la perdurabilidad de la panaca. Su momia era ahora un objeto sagrado como lo
fue en su primera vida. Muerta la viuda era repuesta por otra nueva y así
sucesivamente. No olvidemos que cada Sapa Inca tenía a su disposición 200
concubinas. Era la tradición. Y cuando era tiempo de fiesta o de algún aniversario
o de algún bailongo lo sacaban a la plaza en procesión. Iba en andas al lado de
sus mujeres, criados y parientes, contentando al pueblo con una variedad de comidas
y diversos sacrificios; para suerte de los Incas, éstos no conocían la pólvora;
de solo imaginarnos una actual fiesta patronal, conjeturaría que hubieran reventado
tímpanos de muchos orejones.
Las
malas lenguas, otra vez haciendo su aparición, dicen que una codiciosa Chuqui
Ocllo, concubina principal y muy querida del Sapa Inca Tupac Yupanqui, haciendo
valer su nombre, lo había envenenado. Ésta al enterarse de que su machucante
había elegido como sucesor al menor de sus hijos, y no al de ella (Cápac Huari),
se disgustó y planificó su muerte. Pero para suerte del futuro Sapa Inca, su
tío y general fiel a Tupac Yupanqui, Huamán Achachi, entró a tallar. En primer
lugar, ocultó a su sobrino en Quispicanchis; y, en segundo lugar, aliado con su
cuñada, la Coya Mama Ocllo, se la enfrentaron. Luego de escaramuzas y pleitos palaciegos,
lograron cogerla de los pelos y llevarla para que le separen la cabeza del
cuerpo. Sus cómplices, que hasta ahora no sabemos sus alias ni sus nombres,
también fueron sentenciados a la pena capital. Además, tenemos que agregar que el
hijo de Chuqui, Cápac Huari, fue salvado de la muerte por los derechos humanos
incas; pues por su corta edad e inocencia, fue desterrado a los quintos
infiernos y bajo férrea vigilancia de los ganadores.
Pero no
crean que la crisis terminó allí, pues alguien que la oyó de otro, contó que su
regente, un tal Apo Huallpaya y tío del susodicho, también conspiró en favor de
un hijo suyo. Para variar, en esta azarosa crónica de judas y felones, otra vez
entró en acción, en el teatro de los hechos, Huamán Achachi, develando esta
nueva osadía.
Luego
de tantas capturas y muertes, se coronó —por fin— en 1493 al nuevo Sapa Inca
Huayna Cápac a los diecisiete añitos de edad, recibiendo del Villac Umu —sumo
sacerdote— la Borla carmesí o Maskaypacha.
***
Era el
año de 1494. El nuevo Sapa Inca, después de visitar, muy horondo, Surampalli
—su terruño— y cambiarle el nombre por el de Tumibamba, que correspondía a la
de su panaca o ayllu real, se fue al Cusco a celebrar el nacimiento de su primogénito,
el príncipe hijo de Raba Ocllo. Ni corto ni perezoso, subió a su anda, la que
estaba vestida toda de oro y techada con tejidos de plumas de diversas aves de
la Amazonía, la que luego 24 soldados, con la vista al suelo, como súbditos
japoneses a su emperador, cargaron la litera y lo llevaron por la senda secreta
del Inca; camino que le ahorraría muchísimo tiempo. Es así, que, al sexto día
de viaje, un tembloroso y agitado chasqui comunicó al jefe del Consejo de
Capacunas que el Sapa Inca y su comitiva ya estaban muy cerca de la ciudad. Por
ello, se hicieron presentes los sonidos de pututos; se los escuchaban desde
todas las alturas de las fortalezas. También la exclamación del pueblo no se
hizo esperar; era increíble la demostración de amor y beneplácito de los
presentes. Y así llegó en algarabía, mismo Vicario de Cristo. Luego de llegar a
la Plaza Mayor, se apea de su litera y, ya en pie, cual famoso cantante de
rock, saluda, con la mano derecha en el aire, a todo el pueblo que lo aclama. Adicto
a su condición de dios, como si pisara huevo, hamacado, a paso lento, comienza
su recorrido por una amplia vereda empedrada hacia el sagrado Templo del
Coricancha. Al llegar a la puerta, ya en el umbral, inclina suavemente la
cabeza, en señal de respeto y de costumbre; luego hace una fuerza y se deshace
de sus sandalias e ingresa junto al gran sacerdote hasta el Willaqhumu, en
donde resalta la gran imagen del Sol. Se postra delante de la susodicha imagen
y agradece su llegada y las victorias guerreras y sexuales en busca del
primogénito. Así, después de beber una chichita bien fermentada en salud del
pueblo, juró por la eternidad del imperio. Después de este duchazo popular, se
da un descanso de 15 días en compañía de nuevas y frescas concubinas,
dispuestas para tal propósito; ah, pero sin antes disponer los preparativos
para la celebración del cumpleaños del nuevo príncipe. Como entenderán, la
noticia se extendió más rápido que una plaga de coronavirus. Chasquis y
trovadores o Haraweqs se encargaron de propagarla.
Y
después de veinte días y más que duraron los festejos, acordó solemnizar a los
dos años el destete —bautizo— y primera “tonsura” —corte de pelo— del príncipe
heredero. Siendo la fiesta principal la de la cadenita de oro que mandó
fabricar a los orfebres chimús para dicha celebración. Dada la orden se mandó
mudar otra vez al norte.
Luego
de algo más de tres años, vuelve al Cusco para la susodicha fiesta. Para ser
más exacto, llegó en 1496. Ya en la Plaza Mayor de Aucaypata y Cusipata, a
ritmo de zampoñas, tinyas y un danzante bailongo, con pachamanca de llama y
chicha incluidas, se estrenó aquella cadenita de oro de muchos quilates. Era
tan inmensa y pesada que algunos exagerados cronistas dicen que tenía 300 pasos
—200 m— y que cada eslabón era como el grueso de la muñeca de una mano. Se
necesitaban 300 orejones para levantarla; aunque otros dicen que 600. Bueno,
los que fueren; lo que sí sabemos es que era de una gran magnitud y la envidia
actual de muchos vanidosos raperos.
Después
de las fiestas reales y de la resaca vivida, Huayna Cápac se mandó mudar otra
vez a Quito —¿Por qué sería? — con 40 mil hombres.
Ahora,
solo, sin la compañía de su padre, cruzó los andes, cruzó llanos; hizo sentir
su autoridad a los subyugados del norte; y tomó como mujer a Paccha, “la dulce
extranjera de sangre ardiente y carne de embeleso”, hija primogénita del rey
difunto de Quito en la cual, dicen algunos despistados cronistas, tuvo a
Atahualpa y a otros más. Mientras en el Cusco quedaba la cornuda Mama Coya y el
Auqui primogénito.
Pero
detengámonos aquí por un momento… Para matar dudas. Hay una segunda versión,
bastante más prolija, que confirma, según versión de los cronistas mejor
enterados: Pedrito Cieza de León, Juanito de Santa Cruz Pachacuti, Juan de
Betanzos, Pedro Sarmiento de Gamboa, Miguel Cabello Balboa y Bernabé Cobo,
aseguran que Atahualpa nació en el Cusco. Solo cuatro despistados dicen que el
susodicho nació en Quito. Estos son el Inca Garcilaso de la Vega (cuya
exactitud de su obra está cuestionada), Agustín Zárate (exageradamente
escueta), Juan de Velasco (cronista tardío, perteneció al siglo XVIII) y
Francisco López de Gómara (quien nunca estuvo en el lugar de los hechos).
Solamente hay una abstención y esta es la de Felipito Guamán Poma de Ayala.
Lo que
se sabe con seguridad es que este “Gallo Feliz”, después de cumplir 13 añitos,
y jugar con sus medios hermanos, Ninan Cuyuchi y Huáscar, a las escondidas, es
sacado del cusco y trasladado al norte por su padre el Sapa Inca Huayna Cápac;
y que en este viaje lo acompañó el mayor de ellos, dejando a Huáscar, por ser
el más pequeño, con la coya cusqueña. Lo que sí es verdad y está probado —así lo comprueban los aceptados cronistas—, es que la
madre de Atahualpa era una princesa extranjera, probablemente hija de algún
señorío norteño del Imperio, tal vez quiteña. Su nombre era Tocto Ocllo Coca o
Paccha como refiere Luis Alberto Sánchez en su libro “Garcilaso Inca de la Vega
Primer Criollo” (V y definitiva edición, página 15). Cada quién saque sus
conclusiones.
***
Mientras
tanto, ya en 1493, Huayna Cápac baja a la costa a fin de conquistarla; llega al
valle de Chimú —Trujillo—. Luego de medir fuerzas, ordena que se allanen los
del valle de Chacma y Pacasmayo; quienes al verse disminuidos responden positivamente.
Lo mismo ocurre con los de Zaña, Collque, Cintu, Tumi, Sayanca, Mutupi, Pichiu
y Sullana. Esto le costó dos añitos, más o menos. Pero para bien, porque con
sus nuevas conquistas renovó su ejército haciéndolo cuatro veces mayor.
Entonces
volvió a Quito y se ocupó en la construcción de varias fortalezas y ductos de
agua. También mandó construir, para variar, “la casa de las escogidas”. De esta
manera aprovechó su tiempo, porque era joven y orgulloso.
Lo
mismo hizo, pero en menor grado, en Tumbes. Para esto trascurría el año de 1494.
***
Así, como
ya dijimos y aumentando, luego de la toma de Granada por los castellanos, y que
el rey moro besara, de rodillas, las reales manos a los Reyes Católicos, y
mendigar por toda Europa con un nuevo mundo en las manos, el cargoso de Colón
volvió a reunirse con ellos. No le quedó otra que contarles la susodicha
“información privilegiada”.
Pero
como los recursos del erario eran harto escasos, la campaña tenía que ser
pospuesta, si no desechada. Entonces apareció un tal Luis de Santángel, funcionario
de la corte de los Reyes Católicos, de familia judeoconversa y que luego se
convertiría en protector de Colón. Como buen judío se había enriquecido a costa
de la guerra. En su “afán” de auxiliar a moros y judíos perseguidos por la
inquisición, hizo gran fortuna. Hubo una en especial: el rescate de los judíos
malagueños que fueron expulsados de Castilla. Este angelito y su adjunto, un
tal Pinelo, les cobraron mucho dinero, que fue pagado en efectivo y en bienes. Y
así, siguiendo con sus fechorías, los dos personajes se vuelven prestamistas de
la corona. Aunque ya entre 1489 y 1491 habían financiado parte de la conquista
de Granada; la que llegó a la friolera suma de trecientos quince mil millones
de maravedís. También dicen las malas lenguas, que a inicios de 1492 los reyes mandaron
pagar, por intermedio de Santángel, a un tal Isaac Abravanel —nombrecito nada
judío—, la “pequeña” suma de un millón quinientos mil maravedís por un préstamo
que les había hecho; pero como el judío estaba en trance de expulsión, el
angelito de Santángel se olvidó de pagarle. Y así sucesivamente…
En
esta galería de colección industrial de maravedís por parte de Santángel, nace
la financiación del primer viaje de Colón por encargo de su alteza Isabel la
Católica. Así, la nueva cruzada tenía resuelta lo económico. Es decir, se
desembolsó un millón cuatrocientos mil maravedís contantes y sonantes.
Mejor
sigamos, porque si me detengo en estos avatares, el relato se convierte en la
de “Las mil y una noches” con Alí Babá y sus cuarentas ladrones incluidos.
Entonces
Colón llega a América creyéndose el nuevo Marco Polo; atraca en la isla de San
Salvador, que queda en el archipiélago de Lucayas. Pero el muy despistado y
porfiado cree que ha llegado a la India. Por eso, pluma en mano, y sin
restricción, relata sus aventuras épicas con el afán de hacerse famoso; aunque
siempre dejando en duda el lugar de su nacimiento. ¿Por qué sería? ¿Para no
deslucir su vida pasada? ¿Acaso era judeoconverso?... Esa respuesta, si algún
día se sabe, se la dejamos a los historiadores… Sigamos… El héroe de esta
Odisea, está contento. Y no es para menos. Acaba de encontrar los nuevos mercados
y el futuro enriquecimiento de él y de los hombres que se sumaron a la
expedición; y porque también llegan para evangelizar a los pájaros, animales y
plantas y ponerlos al “servicio de Dios”. Le había llegado la hora de salir de
misio, escalar hacia la nobleza castellana y buscar nuevas historias que contar
a sus nietos. Así, misma cruzada, lo divino y lo caballeresco fueron los ejes
en las que giró la conquista del nuevo mundo. Para estos angelitos, los “indios”
son un grupo homogéneo carente de atributos culturales; tienen la misma
estatura, el mismo color, la misma desnudez, todos andan pintados igual y no
tienen lengua, ley ni religión. Seres raros como los animales que no tienen
voluntad; especímenes dignos de cualquier álbum coleccionable para ser mostrado
en el “viejo mundo”. Desde sus perspectivas religiosas y novelísticas, había
que domarlos y transformarlos. Se creían los mejores del mundo. Así, un
soberbio Colón descubría un nuevo mundo sin saberlo; y era natural que no a los
americanos. Fueron estos pensamientos los que sentaron las bases para la
justificación del esclavismo y la explotación de los indígenas. Después de todo,
el intercambio de oro por religión era lo justo y necesario.
5 de
diciembre de 1492, Colón llega a la isla de La Española (Haití y la Republica
Dominicana). Forma la primera colonia europea en el nuevo mundo. Ningún monje
Dominico o Jesuita lo acompañan en su primer viaje; ni idiotas que fueran.
Pero esta
expansión castellana en el oeste produce tensiones con Portugal. Así que el
papa Alejandro VI —Rodrigo de Borgia— entra a tallar de mediador; y lanza su
bula Inter Caetera en 1493 que limitó el área de influencia de ambos. Se
reunieron y acordaron trazar una línea imaginaria de polo a polo situada a 100
leguas al oeste de las Azores —conjunto de nueve islitas paradisiacas entre
Europa y América—. Ahora cada reino podía reclamar al otro. Poco después, el
tratado de Tordesillas de 1494 trasladó la línea fronteriza a 370 leguas al
oeste de Cabo Verde, que abrió así una amplia zona al este de Sudamérica, para
la expansión portuguesa, que luego se conocería como Brasil.
***
El
tiempo, que a todos nos ocurre y que como Cronos devora todo lo existente, no
se detuvo; siguió y hasta allí llegó un viejo Huayna Cápac. Ahora consuela su
vejes —como todo viejo circunstancial y decorativo— recordando cada pasaje de
su conquistadora vida. Habían pasado muchas lunas de no ver su palacio de oro y
piedra. Ahora el hijo nacido del vientre de la extranjera era un mozalbete
guerrero y ambicioso. ¿Qué edad tenían los dos? El bastardo “veintiocho veces
trece lunas”; el Auqui, apenas “sesenta lunas menores”.
Sí, “El
Joven Señor” está viejo; ahora es un carcamán de 72 veces trece lunas. En el
amor y sexo no tuvo competencia. Ni su padre, Tupac Yupanqui, llegó a tanto.
Tal vez podríamos compararlo con algún cuerdo emperador romano que tomó como
deporte favorito lo erótico.
Ya en
Tumibamba, a la tarde, un hombre de aspecto maléfico y ataviado de plumas abrió
la puerta y entró. Era una acomodada salita con mucha luz que llegaba de una
ventana orientada hacia el este. Grandes recipientes estaban llenos de flores
de diversos colores. Otro hombre en el interior, severo y solo, con una cojera,
disponía dichos jarrones. El visitante lo saludó como quien saluda a un Dios. Y
sin mayor diligencia le dijo:
—Sapa Inca,
un grupo de extranjeros han puesto sus pies en el imperio.
—Eso
ya lo sé… Yo creo en mis fuerzas… Aunque esta enfermedad me tiene con la cabeza
caliente y el cuerpo adolorido… Estoy pensando que ya me llaman para ir al otro
mundo… Por eso mandé consultar al oráculo de Pachacámac…
—Pero
eso está a mucho tiempo de aquí —contestó el Villac Umu.
—¿Te
burlas de mí? Claro que lo sé… ¿Sabes lo que significa, mandé? Por eso envié a
mis mejores chasquis… Ellos ubicaron al sacerdote, quien consultó al oráculo, y
me trajeron la respuesta. Para mi suerte, llegaron junto con los otros chasquis…
quienes me trajeron la pócima. La respuesta del oráculo fue contundente: “Sapa
Inca, va a sobrevivir…”
—Desde
luego… Disculpe mi torpeza… Pero ¿de
qué pócima me habla? No lo entiendo.
—Ya lo
entenderás cuando te cuente… Bueno… al asunto para lo que has venido… Parece
ser que hay problemas… ¡Pero ya no aguanto otra conferencia, otro pedido!
—gritó el Sapa Inca, volviéndose bruscamente hacia el visitante— No estoy para
eso… Tú ya sabes que los chachapoyas están pacificados. Tuve que ir hasta allá
y darles su chiquita y cambiarles el curaca. ¡Tú lo sabes…! Ese Chuquimis me
pareció apto para el puesto. Pero por desgracia, ese día me tropecé con una
piedra y me lesioné el pie derecho. Pero ahí mismo me lo curaron. Son expertos
los curanderos, en especial uno, un tal Llasha. En compañía de otros, me
pusieron unas yerbas, un mejunje, ¡y adiós dolor! Por eso, di la orden a los
chasquis para que fueran a Cochabamba en busca del curandero. Necesitaba otro
mejunje para curar mis achaques. Pero éste estaba imposibilitado de venir. Así
que, esa misma tarde de la llegada de los chasquis, lo preparó. Estos, comieron
algo a la volada, y regresaron prontamente. La pócima llegó a la mañana de hoy listo
para tomar; y la he tomado. Y desde entonces llevo el alma cansada… y mi cabeza
hierve de tanto calor, que quiere volar en mil pedazos; y no sé si por el
mejunje o por las muchas metidas de lengua tengo unas manchas rojas por toda la
boca que se van ampliando; qué te parece si esta conversación la dejamos para
mañana... ¡Ay, ¡cómo me duele el cuerpo, por mil supayas! —Disimulando su dolor,
aumentó— Hay más... Tú sabes que mi reino es inmenso, sacerdote. El
Tahuantinsuyo ha crecido tanto que abarca muchos reinos. Y todas pueden llevar
una existencia digna del ser humano. Tú sabes lo que me costó la Maskaypacha:
intrigas y ambiciones cortesanas. Primero, que el hijo de una de las concubinas
de mi padre; después, que el hijo de mi tío Apu Huallpaya… cojudeces, puras
cojudeces. Para eso estaba mi madre Mama Ocllo y la lealtad de mi tío Huamán
Achachi.
El
Villac Umu lo mira impávidamente, detiene los ojos en dirección de la borla
carmesí, de la Maskaypacha; quiere explayar mejor la idea. ¡Aquellos
extranjeros! ¡Estos extranjeros son diferentes, sin duda! Serian acaso los
mismos del sueño que le contó el Sapa Inca. Aquel sueño manso que luego se
convirtió en pesadilla: Fantásticas y gigantes naves atracaban a la orilla de
la verde e inmensa Mama Cocha, traían hermosos atavíos, que presiente y adivina
no conoce. Eso le da miedo. Por eso el narrador desfigura los hechos y soslaya
sus presentimientos. “Mi reino es demasiado grande que mis veloces chasquis
tardan muchas lunas en entregarme la última noticia de lo que sucede con mis
tropas que combaten en el Maule”.
—¡Sapa
Inca, en el Cusco te reclaman! —agregó el Villac Umu, que también estaba
cansado de hablar.
—Iré…
Ya veremos, hoy quiero el día para mí y algunas de mi Huayrur aclla… Tal vez
sea mi último polvito. Así que retírate y de pasadita dale aviso a la mamacona,
dile que se haga presente con tres de ellas… y que no demore, que mi desayuno
de maca me ha puesto “duro”. Y también manda llamar a mi hijo Ninan Cuyochi… No
sé por dónde anda ese gallo… Creo que también estuvo enfermo y tomó el mismo
mejunje que mandé preparar…
—Ja,
ja, ja —se ríe en silencio el sacerdote — Creo que está alucinando. No entiende
que ya le han preparado su estatua de oro, su “guaoqui”. Debería de llamar a
sus chácaras, yanaconas… e ir a su gineceo… El pobre está más allá que para
acá… Hace buenas lunas que no se le levanta ni el ánimo… Lo que necesita son tres,
pero del Taqui Aclla. Éste es puro pututo… —dijo saliendo y murmurando el
Villac Umu.
Pero
ahora era 1525. Y después de una larga ausencia, el Sapa Inca volvía al Cusco.
Iba acompañado de sus generales y por toda su nobleza. En hombros y con
gallarda caminata llegaban al Ombligo del Mundo. El Inca regresaba después de
intensas campañas en el norte del imperio. Ahora todos saben que ha conquistado
Chachapoyas y Llamichus; y aplastado la rebelión de los Calanques. Regresa
acompañado de sus consejeros. Ha dejado en Tomebamba (Tumipampa o Tumipamba) a
uno de sus hijos predilectos, Atahualpa. Y lo espera otro de sus hijos, Huáscar.
Sí, Huayna Cápac regresa como lo hiciera antes; sólo que esta vez, y pocos lo
saben, el Inca está sin alma.
Pero
hay una sospecha… Investigadores del incanato habían seguido su enfermedad y su
muerte. Y todas sus indagaciones lo confirmaban: había un autor intelectual y
otro autor material.
Por
eso, luego de recopilar todas las pruebas, y realizar una investigación médico
legal, llegaron a la conclusión de que el Sapa Inca había sido envenenado con
un mejunje llegado de Chachapoyas; el cual consistía en una mezcla de campanilla
roja, barbasco y ayahuasca. Por la gravedad del asunto, al otro día, el capitán
y hermano del Inca, Colla Topac, se dirigió al lugar en busca del curaca
Chuquimis y del curandero Llasha. Pero al llegar, ambos ya estaban muertos; el
primero hecho un Purunmacho; el segundo, escondido por sus familiares en el
fondo de la laguna Sierpe, metido en una tumba de piedra de forma rectangular.
Entonces, el capitán Colla Topac, primero mandó sacar el cuerpo de Chuquimis, que
estaba depositado en lo alto de unos peñascos —donde su alma todavía vivía—, para
enterrarlo bajo tierra, boca abajo, como si fuera cualquier plebeyo. También
tomó a sus dos hijos. Al mayor lo enviaron, sin preferencias, a lo oscuro de la
muerte; y al otro, al Sancayhuasi —casa celda donde había serpientes, pumas y
todo tipo de alimañas—. Lo divertido, aunque usted no lo crea, es que el
susodicho sobrevivió una noche, motivo por el cual —según el protocolo Inca— lo
dejaron libre, absolviéndole de culpas. Después de buscar por todo Chachapoyas,
y por los quintos infiernos, no lograron ubicar al segundo. Del cual dice la
leyenda: “que todos los años en verano, cuando baja el nivel de las aguas de
dicha laguna, la tumba de Llasha emerge a la superficie dejando al descubierto
las piedras labradas y despertando la curiosidad de los naturales de la región
que acuden a verlo”. (cit. en Zubiate 1979: 10)
***
Mientras
tanto en Portugal, después del tratado de Tordesillas (7 de junio de 1494) y luego
del “gana gana” o de quién llega primero a las islas Molucas (Maluku en la
actualidad o Malucas en el siglo XVI), también conocidas como las Islas de las
Especias —que forman parte de la actual Indonesia—, entre Portugal y España, el
primer conde sin sangre real, conde de Vidigueira, fue enviado de regreso a la
India tras permanecer de asueto naval 20 añitos. Tenía que sustituir al
desastroso y pervertido virrey Duarte de Meneses. El destino quiso que este
lobo de mar contrajera la malaria al poco tiempo de su llegada. Aunque, así,
convaleciente, puso mano fuerte y logró poner todo en orden; lo que no pudo fue
vencer la enfermedad; así que ésta lo llevó con diosito en las vísperas de
navidad del año 1524. Este personaje en mención era nada más y nada menos que
Vasco da Gama, navegante Portugués que descubrió una ruta para llegar a la
India rodeando el Cabo de Buena Esperanza, convirtiendo a Lisboa en la capital
de las especias. Pero antes, como ya lo hemos dicho, Cristóbal Colón dio un
nuevo giro a la idea de navegar hacia el este; se mandó con todo al oeste,
descubriendo América.
***
Luego
de la muerte del Sapa Inca Huayna Cápac y luego de la misa de un año por la muerte
de Vasco da Gama, empieza lo bueno.
***
El
potente empresario y gobernador Pedrarias, alias “el Galán”, crea la Armada de
Levante en julio de 1525. Levante era la región a conquistar que quedaba al
sureste de Panamá y que luego recibiría el nombre de Perú. Aunque antes ya
había un proyecto de expedición que figura en un texto del 6 de marzo de 1524.
Lo sabemos porque un resentido Gil González Dávila, luego de llegar a Panamá, y
dar cuenta de sus exploraciones, y ante el temor de que el gobernador Pedrarias
atentase contra su vida, huyó a Santo Domingo, desde donde le escribe al Rey Carlos
I de España, V del Sacro Imperio Romano Germánico e hijo de Juana I de Castilla
(la loca) y Felipe I (el hermoso) y le informa que Pedrarias pretende organizar
una expedición para descubrir el Levante. Pero Pedrarias, al enterarse, cambia
de parecer y decide organizar por su cuenta la Armada de Nicaragua. Como tiene
amigotes nobles y oficiales reales de Panamá, y harto billete y harto poder
—pero como es duro—, decide hacer una chanchita para financiar la expedición a
Nicaragua y jorobar a Gil, que se encontraba allí y había recibido oro de manos
del cacique Nicarao. Se reúnen en una comilona de padre y señor mío y todos
colaboran, pero con desconfianza, ya que hay muchos intereses; entonces deciden
nombrar a Francisco Hernández de Córdoba como lugar teniente de Pedrarias. Pero
no todos quedan conformes. Unos quieren que sea un tal Francisco Pizarro; otros,
Diego de Albítes.
Al
final, Pedrarias formaliza la Compañía Comercial del Poniente y envía a
Francisco Hernández, quien previamente le había prometido muchas ganancias y le
había “roto la mano” con una fuerte cantidad de dinero.
Pero
como el destino es siempre imprevisible y crea laboriosas e insospechadas contradicciones,
sucede que el pendejo de Francisco Hernández, ya en Nicaragua, se le subleva a
Pedrarias, que queda botando espuma por la boca, franco el rostro y sumido en
un absoluto silencio. El hablador, ya no sonreía muy fácil. Entonces, ni corto
ni perezoso, va en busca de Pizarro y le ofrece el cargo de lugarteniente de
Nicaragua; y le pide, además, que utilice sus navíos y se dirija a traer al
susodicho Hernández para propinarle un reverendo castigo. Pizarro, perplejo,
reacciona echándole flores; pero le dice que con él no es la cosa, porque se
halla entregado a su trabajo y con los barcos preparados para su segundo viaje
al Levante, y que allá había full oro. Por eso, pese a la tentadora oferta,
Pizarro decide continuar su empresa con sus otros dos socios.
***
Retrocediendo
al primer viaje de la conquista del Perú, y como ya dijimos, eran tres socios o
consocios —fundaron en Panamá, después de la debacle de la primera expedición
en 1524, la Compañía de Levante, suscrito ante el escribano Hernando del
Castillo, 25 de marzo de 1526—: Francisco Pizarro, Diego de Almagro —algo mayor
que Pizarro— y Hernando de Luque que era cura de Panamá, y por lo tanto “gozaba
de influencia y de general estimación”. No olvidemos que Hernando de Luque
representa los intereses de la Iglesia Católica y del licenciado Gaspar de
Espinoza, oidor de la Audiencia de Santo Domingo y miembro de la familia de “los
Espinosas”, banqueros de Sevilla y Valladolid. Este curita maquiavélico,
previamente había hecho un contrato traspasando sus derechos —el tercio que le
tocaba— a esta “Compañía”. Los 20 mil pesos aportados en 1526 lo confirman.
Aunque los dos capitanes también se mojaron y aportaron parte de la suya. Es
por eso que Hernando del Castillo acredita que los dos capitanes reciben del
curita la suma de 20 mil pesos en barras de oro; lo que significaba, más o
menos, nueve millones de maravedís.
Arranquemos
con el primer viaje luego de tanto preámbulo.
Para
la primera expedición, y luego de una corta búsqueda, compraron dos buques
pequeños. El más grande era uno de los construidos por Balboa para el mismo propósito;
pero, como ya sabemos, a éste le llegó antes la muerte; injusta muerte por
culpa de la envidia y la sinrazón, por no decir la urdida pendejada de
Pedrarias… Al más pequeño de ellos lo bautizaron con el nombre de “San
Cristóbal”; al de Balboa, “Santiago”.
Pero
la mayor tarea fue reclutar hombres. Porque la desconfianza en las expediciones
hacia el sur era más o menos como lanzarse a la mar en el primer viaje de Colón.
Al final, luego de ofrecer el oro y el moro, pudieron reunir 100 castellanos.
Entonces
Pizarro se adelantó en el “buque insignia” de Balboa con 80 españoles, 32 “nicaraguas”,
15 esclavos negros y 4 caballos. Esto sucedía a mediados de setiembre de 1524,
cuando el clima era harto malísimo: “había lluvias y vientos contrarios a la navegación”.
Pero nada detenía al oblongo y cazurro Pizarro. Almagro, luego de darle un
fuerte abrazo y sobarle la espalda, lo vio partir. Le daría alcance después de conseguir
más hombres, “aparejar” el buque pequeño y llenarlo de vituallas.
Primero
tocaron en el archipiélago de Las Perlas, atravesaron el golfo de San Miguel y
se dirigieron al puerto de Las Peñas. Luego bordearon la actual costa
colombiana, entrando en el rio Birú —que algunos creen que la mala aplicación
de este nombre originó la de Perú—, “y se internaron como dos leguas”.
Desembarcaron todas sus fuerzas; ningún mercenario quedó en el barco excepto
los marineros. Penetraron con mucha dificultad; el calor intenso, los moscos y
los ruidos de pájaros y otros animales, para ellos desconocidos, llenaban todo
el espacio. En su penosa caminata, destajaban a fuerza de machete la densa y
apretada vegetación caribeña. Durante dos días estuvieron reconociendo el
lugar. Sólo encontraron un bosque infinito lleno de pantanos y peñascos. Cuando
por fin logran salir, se hallan en una región montañosa llena de innumerables
piedras filudas que les cortan los pies. El hambre, las ganas de tener sexo y
el calor reinante les obligaron a reembarcarse y partir. Siguieron recorriendo
la costa colombiana; hasta que eligieron un lugar para detenerse y para
aprovisionarse de agua y leña —otra cosa no había que conociesen—. Las
provisiones en el barco estaban a punto de agotarse. Así que, para retardar
este conflicto, se llevaban a la boca, para todo el día, dos mazorcas de maíz. Tanto
fue la inclemencia del hambre que Pizarro y sus hombres parecían insectos
peludos por lo demacrado de sus cuerpos. En esas condiciones, sus soldados maldecían
la hora en que aceptaron tal viaje. Su mayor interés era la de volver a Panamá,
para prodigar atenciones a su hambre y ansiedades elementales de la naturaleza
humana, oportunas en aquel lugar. Hubo algunos que quisieron revelarse, pero
Pizarro desplegó las notables condiciones de su carácter —mismo Balboa antes de
que lo decapitaran—; los animaba y les infundía fe con palabras fuertes, pero
llenas de consuelo. “¡Sí se puede!”. Los días trascurrían y los “bastimentos se
iban agotando; estaban en el extremo”. Así que, para remediarlo, acordaron
dividirse. Unos fueron en el barco a las islas de Las Perlas al mando de Gil de
Montenegro en busca de provisiones; Pizarro y los otros se quedaron allí rasgando
la olla y abasteciéndose como pudieran hasta la llegada de Gil. Así que —mismo
Adán y Eva luego de su destierro— juntos construyeron barracas, dormían
apegaditos, iban a cazar culebras y a buscar raíces, muchas de cuales eran venenosas,
las que al poco tiempo les hinchó la panza. 27 infelices fallecieron en esas
condiciones. Había transcurrido 47 días de la división. Se agotaba el tiempo,
la espera. Estaban por fallecer todos cuando hizo su aparición Gil de Montenegro
trayendo carne, frutas y maíz.
Ya
fuera del barquichuelo, da un paseo y se detiene frente a uno de los
sobrevivientes.
—¿Cómo
te encuentras?
El
sobreviviente se recuesta al pie de un árbol, totalmente absorto.
—Estamos
agotados… Esperábamos a la muerte. Eres nuestra salvación —sonríe— Te pasaste,
barrio. ¿No había unas nativas en el camino? Aquí estamos, huérfanos de amor y
cariño… —dijo un desfalleciente Nicolás de Rivera, el viejo, tesorero de la
expedición.
—¡Ay,
Dios! ¡Pero hombre! ¡No seas zoquete! Con las justas puedes con tu vida y estas
pidiendo mujer… Además, lo que me dio don Francisco sólo alcanzó para esto… —reculó
Gil de Montenegro.
Luego
de llenarse la panza hasta el cansancio, todos, al unísono, acordaron abandonar
aquel infierno. Sin usar más que unas pocas neuronas, le pusieron el nombre de “Puerto
del Hambre”. Así continuaron el viaje; tocaron varios puntos en los que se
encontraron frente a frente con indios caribes, pero no les hicieron mucho
caso. Hasta que por fin anclaron en un paraje y desembarcaron.
No
esperaron mucho tiempo, cuando de pronto sintieron una lluvia de piedras y
lanzas que caían de todos lados. Hubo muchos heridos, incluyendo a Pizarro; 5
castellanos quedaron sin almas. La lucha fue feroz; tanto, que a Pizarro le
hicieron rodar por una ladera con el alma en peligro. Pero este se incorporó y
pasó por su filudo sable a dos y contuvo a los demás. Así quedó de pie,
gravemente herido y echando risitas y mirando para todos lados.
—¡Puta
madre!, mi vida quedó a merced de una inmensa piedra que pasó rozándome la
mitra. Bueno…, pero no me queden mirando…, necesitamos curar nuestras heridas. Otro
día dirán Pizarro a muerto… pero no será el día de hoy… por más que alguno lo
desee.
Curados
con aceite hirviendo, único remedio, apuraron a reembarcarse. Ahora se
trasladaban a Chocama, punto muy cerca de Panamá. Pizarro, confundido, quería
saber el paradero de su socio Almagro.
—Creo
que este pendejo ya me cerró y, no contento, habrá tomado como suya a mi nueva mujer
allá en Panamá… —bramó un colérico Pizarro.
Se
equivocaba, porque éste ya se había hecho a la mar, siguiendo el mismo camino,
con 50 hombres a bordo del San Cristóbal. Para mala suerte de Almagro,
desembarca también en el “Fortín del Cacique de las Piedras”, lugar funesto
para los dos capitanes. Pues, si allí casi violan a Pizarro, a él le mataron un
ojo. No solo eso, porque si no es por un negro que lo rescata de las manos de
los nativos, al pobre le quitan la armadura y lo filetean sin compasión.
A las
horas, ya pasado el susto, los castellanos lograron vencer a los nativos.
Almagro, con el hígado en la boca y hecho un bravucón, mandó incendiar el fortín
rebelde. Luego llamó al negro que le salvó la vida y le dijo: “ves lo que les
pasa a los que se me amotinan, pues, este es su fin. Ahora se llamará Pueblo Quemado”.
Pensativo,
taciturno y refunfuñando sus penas, Almagro se pregunta por Pizarro. En sus
conjeturas se hizo la idea de que su amigo había sucumbido. “Si a mí me han
matado un ojo, a este cómo le habrán dejado el ojete”.
Así,
llenos todos de desaliento, decidieron volver a Panamá. Por si las moscas, antes
llegan al rio San Juan —manglares colombianos—. Ni los residuos de Pizarro. Ya,
creyendo que el alma de su amigo correteaba en el infierno junto al alma del
primogénito de Maximiliano I, partió. Por fortuna tocaron antes en la isla de
Las Perlas. Aquí se enteró de que, el hijo de la guayaba y el mandarín, se
encontraba muy horondo en Chocama. Entonces decidió ir a su encuentro.
Al
reencontrase, saltaron como locos y se dieron hasta besitos y se propusieron
volver a intentarlo. Acordaron, entonces, luego de hacer un inventario de lo
sucedido: la muerte de un ojo y la casi violación de Pizarro, más el mal estado
de los navichuelos, que el nuevo tuerto “marchara a Panamá en busca de nuevos
auxilios”.
Al
llegar a Panamá, Almagro fue mal recibido. Algunos desleales y chismosos, misma
prensa chicha, habían dado cuenta a Pedrarias de lo acontecido en la primera
expedición. Entonces entró a tallar la iglesia católica, por intermedio de
Hernando de Luque, pues deseaba más carneros, digo, feligreses, para
explotarlos. “Business to business” esa era su filosofía teológica. Además, no
olvidemos que el hereje y antisemita de Lutero ya estaba haciendo estragos a la
iglesia católica y en especial a su cabeza: empezó jorobando y llevándolo hasta
el quicio a Leoncito X —segundo hijo de Lorenzo de Medici—; continuó con el siguiente
Vicario de Cristo, el Papa Adriano VI, y le hacía la vida imposible al nuevo Sumo
Pontífice, Clemente VII”.
Pedrarias,
ni tonto ni perezoso, se propuso chapar la suya.
—Bueno
—le dijo—, si me ofrecen parte de las ganancias que se obtengan, yo levanto la
prohibición para el nuevo embarque de gente… Y hasta pongo un billetito.
—Pero
usted arriesga poco, casi nada. Es un sencillo lo que usted colabora —dijo un
acalorado Luque.
—Mira,
compadrito, tú debes de saber que ya me cagó el pendejo de Francisco
Hernández…, se me sublevó en Nicaragua… Pero ahora yace su cuerpo sin alma ni
cabeza; así que… lo tomas o lo dejas… Además, ya estás enterado lo que le pasó
a Balboa por marchar sin mi consentimiento… —aumentó el gobernador —Ah, y designa
a Almagro como capitán y adjunto de Pizarro. Porque éste se me “achoró” y no
quiso ir a traer a su tocayo; además es muy avezado y pendejo…
Cuando
Pizarro llegó de Chocama a Panamá, y se enteró de lo sucedido, se le encendió
el rostro de cólera… Pero no podía hacer nada. Al final, el curita Luque lo
convenció y todo quedó cordialísimo, que hasta celebraron los tres una misa
para consagrar la unión o contrato. Por eso, enternecidos, “los comandante o
capitanes Pizarro y Almagro, juraron en nombre de Dios y por los Santos
Evangelios ejecutar lo que prometían haciendo el juramento sobre el misal en el
cual trazaron con sus propias manos el sagrado emblema de la cruz” para luego
comulgar los tres con la misma hostia. Obviamente, el cura que ofició la
susodicha misa fue Hernando de Luque. Esto sucedía un 10 de marzo de 1526.
Ahora
empieza el segundo viaje.
Una
vez juntado los fondos, habilitaron dos buques mayores y dos canoas, las que
llenaron de “bastimentos y armas”. Luego pregonaron sin disimulo su expedición
al sur, en donde encontrarían riquezas nunca vistas. El propósito era que más
hombres se adhirieran a la aventura. Pues sabían que había “hombres colocados
en situación ruinosa” y nada tenían que perder. Al final alistaron unos 160
hombres, 30 esclavos negros y 30 nativos; además de 20 caballos. El piloto era
ni más ni menos que Bartolomé Ruiz, natural de Moguer, en Andalucía, quién ya
había explorado la costa occidental hasta Coaque.
Con
todo esto, Francisco y Diego emprendieron el segundo viaje por el mismo rumbo que
la primera vez, cada cual en su buque; pero ahora sin cometer los mismos
errores. No hay primera sin segunda… dice el dicho.
En
esta travesía, entrando por la desembocadura de un rio, vieron que sus orillas
estaban cubiertas por casas de nativos. Entonces, furtivamente, desembarcan
Pizarro y algunos hombres, logrando sorprenderlos. Capturan un excelente botín
consistente en adornos de oro, los que se hallaban en el interior de los bohíos.
Pero
no todo fue de maravillas; cuando antes tocaron la bahía de San Mateo y se dispusieron
a desembarcar, fueron atacados por naturales que en su extremo eran agrestes; tanto,
que hubo muchos heridos. Entonces Almagro consideró imposible y estéril la
permanencia en aquel punto. Pizarro dijo lo contrario: “¡Retroceder nunca, rendirse
jamás!” … Al no ponerse de acuerdo, discutieron acaloradamente llegando a la
injuria y a amenazarse arma en mano. Cuando ya estaban dispuestos a trenzarse,
cual gallitos de pelea, el piloto Ruiz logró separarlos con la ayuda de otros
castellanos. Al final, los dos capitanes terminaron dándose un apretón de
manos, aparentando ser malvados y buenos al mismo tiempo. Se notaba ya una
repulsión mutua y solapada. Es entonces que de común acuerdo determinan que Almagro
vuelva con el botín conseguido a Panamá en busca de nueva gente y que Pizarro
se dirija con los demás a la Isla del Gallo, que quedaba en la bahía de Tumaco,
al sur de la actual Colombia.
Sin
más, Almagro parte. Desde la proa y con un solo ojo los ve desaparecer en el
horizonte.
Sin
detenerse, Pizarro y el piloto Ruíz se dividen. Deciden que El capitán y el
resto de sus fuerzas permanezca cerca del rio; porque algunos nativos
capturados les aseguraron que a corta distancia había una región abierta y
cultivada, en que él y sus soldados podían vivir con comodidad; mientras el
piloto Ruíz, siguiendo la costa del gran continente, se dirigiera a la pequeña
Isla del Gallo.
Y así
partió Ruíz. Pero al llegar a la isla, los habitantes, que eran numerosos, los
recibieron con hostilidad. Interrumpido, abandona su proyecto y no desembarca. Da
vuelta a la vela y recorre la costa hasta la bahía de San Mateo. Grata fue su
sorpresa, al observar que conforme avanzaba, hallaba indicios de mejores
cultivos y una población más considerable. Así visitó la punta de Manglares, el
rio Santiago, Puma Lagartos, Punta de Ostiones, islas del Corcovado, el cabo de
San Francisco —en honor de Pizarro—, el morro de Jama, la Punta Pedernal y el
poblado de San Juan de Coaques, donde halló a los nativos muisnes o cojimíes; población
que no les tuvo miedo ni fueron adversos; sólo les quedaron viendo con la boca
abierta, como complacidos de ver a unos dioses. Al percatarse de ello y no queriendo
desengañarlos, Ruíz se embarcó y se alejó de la costa, ingresando a alta mar.
Otra fue su sorpresa cuando vio que una balsa, de regular construcción, le dio
alcance. “Al atracar la balsa al buque, Ruiz encontró en ella varios nativos
(tallanes); había hombres y mujeres; algunos engalanados con muchos adornos de
plata y oro, trabajados con mucho esmero”. Pero lo que más le llamó su atención
fue el tejido de lana que componían sus trajes. Eran tejidos muy finos con
adornos de flores y pájaros. “También vio algo que parecía una balanza, que
supuso era para pesar metales preciosos”. Dos de los nativos eran procedentes
de Tumba (Tumbes), puerto peruano que se encontraba a unos grados más al sur;
al parecer eran comerciantes con cierta civilización. Éstos les confirmaron la
existencia de un gran imperio cuya capital era el Cusco. Por lo tanto, resolvió
detener a los más parlanchines y condescendientes, que eran tres; a quienes
bautizó con los nombres de Felipillo, Fernandillo y Francisquillo. A los demás
los dejó en libertad.
Así,
emprendió el viaje y siguió sin detenerse hacia la línea equinoccial, que cruzó
sin problemas; luego llegó a la bahía de los nativos Caráquez, y, finalmente, a
la isla de San Mateo. Aquí se encontró con los habitantes de Jocay —hoy Manta—.
Estos tenían un oratorio en donde rendían culto a la diosa Umiña, que estaba
revestida de oro y plata. Se hicieron de ellos y partieron para reencontrase
con Pizarro y los demás soldados en el punto en que los había dejado.
Ya era
tiempo que llegara; porque, para entonces, el ánimo de la gente que se quedó
con Pizarro estaba decaído. No había en sus pensamientos aquel entusiasmo
primitivo que mostraron cuando se hicieron a la mar. No hallaban los campos que
les dijeron, ni las soñadas riquezas. Por donde miraran, sólo había una isla
llena de horribles temporales; y el sol, que originaba un clima abrazador, más
en aquellos terrenos impenetrables, llenos de salvajes caribes, los llenaba de
fatiga, hambre y enfermedades.
Por
otro lado, el tuerto está por llegar a Panamá en un mísero barquichuelo. Todos
traen cuerpos de poca carne y rostros afligidos por hartas derrotas. Sus bocas
están selladas por miedo a terribles castigos, que sin chistar le aplicaría un
severo Almagro, “que no gusta de hablar, sino de hacer”. Pero un avispado
soldado cuchichea con otros en un rincón del barco.
—“Éste
nos venderá como reses…Y el otro espera más víctimas… El tuerto es menos astuto
y cruel, por eso lo manda a la boca del lobo…”
—Entonces
hemos de decirlo todo… Pues el capitán ha decomisado todas las cartas… hasta mi
carta de amor y mis poemas escrita con mucho cariño para mí amada Celia.
—Tú
crees que siquiera podremos ver al Gobernador… Naca la pirinaca.
Entonces,
el avispado soldado, sonríe y vuelve los ojos a todos los presentes.
—Miren
lo que tengo aquí… ¡Visto o no visto! Para huevón… mi perro —Muestra a los ojos
de todos un enorme y hermoso ovillo de algodón, de cuyo interior extrae una larga
misiva —Éste será un obsequio para la mujer de Don Pedro de los Ríos, el nuevo
Gobernador.
—Por
favor, lee lo que dice… Nos tienes intrigado —dijo uno de los presentes.
—Es
larga, así que remataré con esto… ¡Oído a la música!…
“Pues, señor Gobernador,
Mírelo bien por entero,
Que allá va el recogedor
Y acá queda el carnicero” …
Luego,
ágilmente, vuelve a introducir la misiva en el ovillo.
—Es un
secreto… ¡Que quede claro!… Que satanás lleve a su regazo al que se dispusiera a
hablar…
De
pronto, todos quedan en silencio. Hace su aparición, con el rostro agrio, el
tuerto. Lleva un parche negro en el ojo izquierdo, mismo pirata.
—¡Toda
esta gente ¿qué carajo hace?! ¿En qué piensa, arrejuntada en esta parte del
barco…? ¡Cuchicheando como peluqueras…! Cuidadito con que alguien diga algo, lo
colgaré calato y de los testículos en lo alto del mástil para que las gaviotas
se los coman… Así que preparen todo que pronto desembarcamos…
Todos
se limitaron a sonreír y decir: “está bien, está bien”. Luego, como ratas, se
dispersan murmurando y apurando el paso.
Desembarcan.
Mientras
hay una tarde calurosa, la mujer del nuevo gobernador recibe la carta. Después
de releerla y enterarse del contenido, se dirigió, como alma que lleva el
diablo, a la presencia de su esposo.
—Esposo
mío, mira lo que tengo aquí… Es cruel lo que les ha pasado a los hombres que
llegaron con el capitán Almagro… Pero más triste es lo que les pasa, en estos
momentos, a los muchachos que se quedaron con el capitán Francisco Pizarro…
Cariño, tienes que evitarlo… Todo esto es una desgracia…
—A
ver, dame esa carta… —En silencio se puso a leer— ¡Qué carajo! Ahora mismo doy
la orden para que los traigan… Ya van a ver de lo que soy capaz.
Entonces
llamó en su presencia a Almagro y le dijo “que se negaba en absoluto a permitir
que hiciese nuevos alistamientos”. Luego de darle un café, bien cargado, ordenó
llamar al capitán Tafur.
—Venga
para acá, acérquese sin miedo… La orden que le voy a dar es terminante. Me los
traes por las buenas o por las malas a los insensatos que se han quedado con el
capitán Francisco Pizarro… Y diles que se dejen de huevadas, que sus locuras
por obtener oro los va a llevar a una horrible muerte. Así que tome dos barcos
y diríjase a recogerlos.
La
suerte estaba echada. Hincha las velas de los bergantines y parten. En la playa
solo un ojo los mira con cara de malos amigos.
La
buena suerte acompaña al Capitán Tafur. Hay buen viento y el clima parece
primaveral, poético. Por eso no tiene mayores percances en su travesía.
Así,
cuando los hombres de Pizarro vieron llegar a los dos buques fue tanta la
alegría en un grupo de soldados, que empezaron a saltar como locos…
—“¡Llegan
por nosotros… llegan por nosotros!”.
En el otro
pequeño grupo, que estaba muy cerca de Pizarro, las voces son, por el
contrario:
—“¡Podemos
seguir!”
El
capitán Tafur desembarca y se dirige al encuentro con Pizarro. Se miran por un
buen rato; luego se dan un fuerte y cariñoso abrazo. Luego le murmura al oído:
—No he
venido a ayudarlos… Tengo órdenes del gobernador don Pedro de los Ríos de llevarlos
a todos, incluido a su capitán. Usted sabe que el gobernador es un cosito… Y su
mujer le ha ordenado, por culpa de una misiva que llegó a sus manos, que cargue
con todos los presentes. Ella le ha dicho que no puede permitir…
—Ya,
no se diga más… Me hierve la sangre cuando las mujeres se meten en cosas de
hombres… “Nadie fue traído por fuerza ni nadie se quedará sin su
consentimiento… sino por su libre voluntad” —interrumpe alejándose el futuro
conquistador— Y usted será testigo de lo que ahora digo.
Los
soldados, luego de enterarse de lo que sucedía, empiezan a cuchichiar; hay voces
discordantes; discusiones por el sí y por el no. Pero cuando se acercan los dos
capitanes, se hace el silencio y nadie osa murmurar.
Sin
más tiempo que mediar, Pizarro desenvaina su espada y pronuncia una singular y
breve arenga. Luego traza de oriente a poniente una raya sobre la arena “con la
punta de su estoque”. Mueve la cabeza en media circunferencia observando a
todos por un instante. Allí parado, alto y más bien delgado, muy erguido, y con
la barba larga y saliente, estira el brazo hacia el norte y dice, “broco y
viril”:
—Por
ahí se va a Panamá a ser pobres y cositos; por aquí —señalando al Sur— al Perú
a tener buen sexo y ser ricos… Escojan lo que mejor le parezca —Y con paso
firme cruza la raya, mirando desafiante al Capitán Tafur.
Uno,
dos, tres, cuatro… trece galifardos lo siguen. El piloto Ruiz es uno de ellos.
El destino para todos está echado, no hay marcha atrás. Trascurría el año de
1527.
—Bueno,
capitán, ahí nos vemos…
—Pero,
“barrio”, déjame uno de los barcos… —Pidió Pizarro.
—Oye…
tú eres o te haces… Estás muy huevón si crees que por tu culpa voy a ir preso a
mi llegada… Las órdenes son claras y estrictas… “Al Cesar lo que es del Cesar y
al huevón lo que es del huevón” … Así que, haz lo que mejor puedas para
conservar tu vida y la de los trece giles que se quedan contigo.
Momentos
supremos y tristes. Pero a Pizarro no se le mueve ni un musculo del rostro. Entonces
extiende uno de los brazos y con el índice levantado, señala a uno de los doce
galifardos.
—Piloto
Ruíz, coge tus cosas y regresa a Panamá para informar al pendejo de Almagro lo
que aquí ocurre. Llévate a estos naturales… y aquellos frutos… y aquel oro.
Allí
quedaba el trujillano, con una docena de muertos de hambre y falto de todo
auxilio, en un islote espeso y en medio del océano, sin ningún bote de que
disponer.
Pero
el ánimo que les imprimió Pizarro, hizo que se creyeran dioses del olimpo y con
hercúleas fuerzas como para continuar y llegar al Perú.
—Bueno,
empezaremos por el principio. Así que, manos a la obra, tenemos que construir
una balsa. No vaya a ser que se aparezcan los nativos y nos violen —dijo
Pizarro, volviéndose bruscamente hacia los once famélicos.
Así
que construyeron una balsa y se trasladaron a otra isla distante “cinco o seis
leguas de la costa”. Al llegar, desembarcaron y se encontraron con un monte
lleno de cerradísimos bosques. Al pie de los árboles, no sentían que el sol
existiera. Por todos los rincones del cielo no dejaba de llover y por todas
partes manaba el agua. Parecía que hubieran llegado a un paisaje salido de
algún cuento de Allan Poe, por lo horrible y tenebroso. Entonces, por lo que
ahí veían le pusieron de nombre “isla de la Gorgona”. Eso sí, tenían abundante
caza y no les faltaba pesca. Hasta divisaron varias ballenas en el horizonte
del mar.
Con el
paso de las horas, las plagas de insectos venenosos quebrantaban su salud. La
situación cambio a angustiosa. Tanto, que uno de ellos sacó un pequeño
crucifijo y, arrodillado, empezó a orar. Los demás lo siguieron.
Aunque
no de hambre, pero llenos de soledad, pasaron uno tras otro los días y las
noches infinitas; muchas veces amanecían enterrados en la arena, para que los
jodidos mosquitos no los picaran. Y el pendejo de Almagro no aparecía. Siete
meses transcurrieron; la locura los embargaba; en sus pesadillas se creían perdidos
para siempre.
Hasta
que una tarde, cerca de la playa, sentado en cuclillas, con el pantalón hasta
las rodillas, al pie de un árbol, un Pedro de Candía se retorcía estreñido. En
su último pujo, logró divisar en el horizonte las velas de un barco. En el
instante, cogió un par de hojas grandes y se limpió el culo apuradamente. Luego,
con el pantalón suelto, gritando como loco, corrió a darles aviso a sus amigos.
—¡Barco
a la vista, barco a la vista!
Era el
leal y noble piloto, Bartolomé Ruíz, que llegaba acompañado sólo de marineros indispensables
para dirigir el barco. Ningún refuerzo más. El cosito del gobernador no había
consentido que llevaran más hombres. Almagro se lo pidió hasta de rodillas,
pero el gobernador no cedió.
—Se
van con lo que tienen —le dijo — Así que levántate y no me hagas cambiar de
opinión.
Almagro
murmuro infinitas lisuras, que por suerte no llegaron a los oídos del gobernador.
Hasta le mentó la madre y le dijo cachudo en voz baja… Al final, “así será”,
dijo. Salió y se reunión con el piloto Bartolomé Ruíz.
—No
hay nada que hacer… Te tienes que ir sólo con los marineros. El cachudo no
quiere ni uno más… Ya tengo las cosas que tienes que llevar a Pizarro y su
gente, así que manos a la obra.
Partió
el barco arrastrándose por el mar y desapareció en el horizonte.
A su llegada
y después de la algarabía, los trece se embarcaron. No había derrota posible;
si tenían que morir, morirían luchando cara a cara con la parca.
Salieron
de Gorgona medio muertos y llegaron con mucho trabajo a la costa cerca de
Tangarara. Después de 21 días llegaron a Tumbes. Allí, sin que lo creyeran, fueron
bien recibidos y agasajados. Siendo para las dos partes de admiración mutua.
Por fin para los castellanos existía un mundo civilizado, con comida, bebida y
buenos culos. Estaban asentados en el Imperio del Tahuantinsuyo.
Para
todo esto, soldados atrevidos como Alonso de Molina y el griego Pedro de Candía
conocen el ágil meneo y las jadeantes voces de las hembras quechuas. Por eso
prefieren quedarse para siempre entre indígenas peruanos que volverse a la
península o a Panamá. Luego de discutirlo con Pizarro, todos acordaron dejarlos
al cuidado de las mujeres con quienes convivían y de los nativos que se habían
hecho amigos suyos. Y también para que aprendieran la lengua y costumbres de
los nativos de aquella región. Entonces dio la vuelta con destino a Panamá.
A su
llegada fue recibido con honores. Hasta el cosito de Pedro de los Ríos le
testimonió su admiración. Por todo esto, el capitán se encontraba de buen humor
y muy contento por lo hallado y sabido del nuevo imperio. De Panamá pasó a
España.
Sucedió
que lo estaba esperando un hombre muy conocido por los aventureros españoles,
un tal bachiller Enciso. Quien había tenido una activa participación en las
primeras colonizaciones de tierra firme en el nuevo mundo. Y era acreedor de
algunos de los primeros colonos de Santa María la Antigua del Darién o Cumaná.
Entre ellos estaba el susodicho Pizarro. Así que inmediatamente que éste
desembarcó, ni corto ni perezoso, le pidió el pago de la deuda. Al negarse a
pagar —no por distraído, sino porque llegó aguja— fue encarcelado.
Este
hecho causo indignación en varios de sus amigos que también lo esperaban en el
puerto. Uno de ellos era Hernán Cortés. Inmediatamente dieron aviso al rey,
quien dio la orden para que lo soltaran.
***
Cuatro
largos años habían trascurrido desde la primera ilusión de descubrir las ricas
tierras del Perú. Corría el verano de 1528. Un resuelto Carlos V de España —nieto
de los Reyes Católicos, de Maximiliano I y María de Borgoña— dormía cómodamente
en Toledo en compañía de su amada prima y esposa, Isabel de Portugal. Éste
caballero que Tiziano muestra en uno de sus cuadros, con nítida claridad, como vencedor
de una coalición de príncipes alemanes en la batalla de Mühlberg, está de lo más relajado, nada lo perturba. El pasado no
le interesa, porque el presente es la victoria. A sus 28 años todo parece
cambiar a su favor. Es la época más esplendida y de su mayor gloria. Y, en
efecto, derrotados los franceses en Pavía, hecho preso su archienemigo, el rey
Francisco I, y saqueada Roma, no era para menos.
El
ahora emperador de los cristianos dormía plácidamente a la espera de quienes lo
llevarían a embarcarse a la capital de los territorios de la antigua Roma. En
el pórtico situado delante de la habitación hay arcos triunfales a manera de
puertas. Cada una tiene pintado los estados que le pertenecen: el de Flandes;
el de Gantes; el de Castilla y Aragón; el de Austria; y el etc... La habitación
está adornada por figuras del Viejo y Nuevo Testamento. También hay colgadas en
la pared hachas y una nao cubierta de ricos paños de oro. Y sobre el aparador,
hermosos vasos de oro y plata están acompañadas por muchas banderas.
Llegó
una procesión de cónsules y magistrados y de varones ilustres. Seguían a sus
espaldas dos caballeros vestidos recatadamente. Pero como siempre, como cabeza
de procesión, iban dos perlados, arzobispo y obispo.
De
pronto, tocaron a la puerta.
—Despierta
Isabel… Vístete.
—Pero,
mi amor… uno más…
—Una
vez en Italia nos metemos otro polvito… ¡Pero como joden…! Supongo que debe ser
algo importante… Están tocando insistentemente. ¿No se habrá escapado el
pendejo de Francisco?
—No,
no lo creo. Sus captores, el capitán Alonso Pita, Juan de Urbieta y Diego de
Ávila están a su cuidado… Bueno, pero no me cambies la conversación… Mira, lo
prometido, prometido está… Y no te preocupes que Dios está de nuestro lado, él
siempre te dará fuerzas; todo está saliendo más allá de tus expectativas…
Tenemos el mundo a nuestros pies…
—¿Hum?
Entonces
se visten y todos van a la estancia de la corte. Hay mucha gente, menos dos. Ella
sigue su marcha y desaparece tras el corredor.
Al
rato, hacen su ingreso dos personajes trayendo objetos raros y curiosos. Todos
abren los ojos más allá de lo común. Uno de los aventureros es Hernán Cortés;
el otro, Pizarro. Éste se presenta allí ante el más poderoso de los monarcas
europeos; “no en solicitud de gracias; no en petición de mercedes, se presenta
para ofrecerle un imperio”. Cuando empezó a hablar, todos hicieron silencio. Misma
“telenovela”, Pizarro narró todos los pormenores de sus extraordinarias
aventuras por mar y tierra en el nuevo mundo; les dijo que todo lo hizo para
extender el imperio de Castilla, el nombre y el poder del “emperador”. No
reparó en nada; hasta le arrancó unas lágrimas a los escuchantes cuando les
contó lo de la Isla del Gallo.
Entonces,
Pizarro fue nombrado, de por vida, gobernador y capitán general de doscientas
leguas de costa en la Nueva Castilla, nombre que se dio al entonces Perú.
Obtuvo, además, otros títulos… Así, Pizarro se comprometió a levantar en seis
meses una fuerza de doscientos hombres bien apertrechados y a emprender la
expedición a los seis meses de su llegada a Panamá. ¿Con que billete? Ahí
estaba el problema. Tenía en esos momentos todo el oro que había conseguido en
el primer y segundo viaje. Pero no le alcanzaría. Entonces entró a tallar
Hernán Cortez, que, como él, se encontraba en España y fue quien lo recomendó
con Carlos V.
Los
dos capitanes se habían hecho muy buenos amigos —aunque no digamos tanto—, en
el fragor de muchas batallas que sucedieron en el nuevo mundo. A Cortés le
había ido muy bien en la conquista de México. A Pizarro sólo le ladraban los
perros. Sin pensarlo dos veces, el conquistador de los aztecas, le dio de su
bolsillo una generosa cantidad de dinero, con el que Pizarro reunió a muchos
aventureros y a cuatro de sus jóvenes hermanos: Fernando, Juan y Gonzalo
Pizarro. El cuarto era Francisco Martín de Alcántara, su hermano de parte madre.
Y así, partió de Sevilla.
Cuando
llegó a Panamá en 1530, encontró a Almagro triste y agraviado. Pizarro se había
hecho de títulos de todo calibre y al pobre no le tocó ni la migaja. Así que
después de un palabreo y las merecidas disculpas, en que Pizarro le echaba toda
la culpa al Rey —y el curita Luque le sobaba las espaldas—, se volvieron a
amistar. Claro que las promesas llenaron toda la conversación. Pizarro le
ofreció que lo que conquistaran sería repartido “japanajá”, "half and half"; hasta se llevó los dedos
a la boca y se lo juró por diosito… Pero como nosotros sabemos, uno puede ser
condescendiente pero no huevón. Así que Dieguito jamás se lo perdonaría. Nacía
así el bando de los almagristas y los pizarristas, como
en Vizcaya, Giles y Negretes; en Italia, güelfos y gibellinos. Aunque no hay
que olvidar que Pizarro le trajo al cura Luque el título de Obispo de los
territorios que pudieran conquistar.
Ahora Pizarro se encontraba independiente de la gobernación de
Panamá. Su propia jurisdicción se extendía a doscientas leguas al sur del rio
Santiago. Y su empresa era privada, nada tenía que ver la corona de España en los
gastos que éste generara, pero si en el porcentaje de las ganancias. El Imperio
nunca pierde.
Hicieron todo lo posible y sólo llegaron a reunir 180 soldados y
37 caballos. Ahora todos viajarían a la conquista en tres naves pequeñas cargadas
de armas, municiones y vituallas.
Partieron
en enero de 1531. Después de 13 días de sol y mar, llegan a la bahía de San
Mateo. Luego a pie continuaron la marcha, repitiendo sus antiguas penurias, a
través de la región de Coaque, en donde únicamente fueron atacados por la
enfermedad de Carrión; la que se llevó algunas almitas castellanas. Pizarro no
sabía cómo explicar la falta de oposición indígena. ¿Qué era lo que sucedía?
Así continuaron su camino, acometidos por esta
enfermedad y el ánimo maltrecho. Pero, lo que más les llamaba la atención era
lo desértico de los lugares por donde pasaban. Sólo encontraban pueblos vacíos.
Ya
exhaustos y en Puerto Viejo se les abrió el cielo, sus oraciones, lloriqueos y
golpes de pecho, se materializaban; un refuerzo de 30 hombres al mando de un
oficial Balalcázar les dio alcance. Pero no solo les vino de regalo eso, para su
mejor suerte, un cacique, salido de la nada, como el genio de Aladino, un tal Tumbalá,
los invitó a visitar su isla Puná; la que estaba muy cerca de Tumbes (la puerta
del Perú). Allí, además, se les unió un contingente de cien voluntarios o
mercenario y algunos caballitos; todos dirigidos nada más y nada menos que por el
capitán Hernando de Soto; quien luego descubriera el rio de las grandes aguas o
Misisipi allá por el año 1541. Es en este lugar en donde Pizarro se entera de
la guerra fratricida que acaecía en el Tahuantinsuyo entre Huáscar y Atahualpa.
Con la
ayuda del divino creador, sus oraciones y los mercenarios allí presentes,
Pizarro creyó conveniente emprender la conquista. Veinte añitos habían
trascurrido desde que Vasco Núñez de Balboa se enteró de su existencia; y
catorce añitos después de su decapitación… ¡Cómo se va la vida y pasa el tiempo,
y como nadie sabe para quién trabaja!
Así,
partió y desembarcó en Tumbes. Esta travesía de llegar y desembarcar, le costó
tres hombres. Dicen las malas lenguas que a estos tres los indígenas los
agarraron en cuclillas, con el pantalón abajo y al pie de un árbol, conversando,
y los filetearon; allí quedaron tirados en la arena boca abajo. Los demás
castellanos, ni cortos ni perezosos, los persiguieron dando alcance a algunos
de ellos; quienes rápidamente le tiraron dedo al curaca del lugar o jefe de
Tumbes. Luego de ir por él y de pasarlo por un callejón oscuro y meterle una
chiquita, lograron que éste hablara todo. Les dijo que a consecuencia de una guerra
civil tenían feroces encuentros con los de la isla Puná y que por ello los confundieron.
Y que los de Puná eran del bando de Atahualpa; y ellos del otro bando, los de Huáscar.
Pizarro,
pensándolo mejor, optó por un reconocimiento del lugar. Por eso, envió al
capitán Hernando de Soto y algunos hombres a explorar el rededor hasta las
faldas de los cerros. No permitiría más que los indígenas los agarren evacuando
y con el pantalón abajo.
Comprendiendo
que los lugareños se podrían levantar en su contra, dictó para su gente medidas
severísimas: “Entraran en cuarentena. Nada de sexo por un buen tiempo. Puro
“auto acuchillamiento”. Nada de desmanes”.
Ya
repuestos y amistados con los lugareños, y dejando en Tumbes a los enfermos y
menos hábiles, se encaminó al interior del Tahuantinsuyo. Luego de caminar 30
leguas al sur encontró un rico valle de nombre Tangarará. Sitio a orillas del
ahora río Chira. Valle muy hermosos y de excelentes condiciones como para
establecer una colonia. Un punto de refugio por si algo ocurriera. Era para
entonces mayo de 1532.
***
Como
ya dijimos, murió Huayna Cápac en Quito rodeado de sus resentidos cusqueños y
de sus fieles cañaris. Por su fidelidad al norte, trajo del Cusco Ayllus completos,
leales y tristes. Al final, murió abrumado de presentimientos.
Antes
ordenó que se reconozca como Sapa Inca a su primogénito Huáscar y a su engreído
Atahualpa, Rey de Quito.
Una
vez terminadas las exequias en Quito, que Atahualpa las hizo celebrar con tinyas,
pincullos y chicha al por mayor, mandó éste sacar el corazón de su padre y
depositarlo en un vaso de oro y ubicarlo en el templo sagrado. Luego, ni corto
ni perezoso, se coronó como nuevo Sapa Inca según el rito y la tradición de sus
mayores. Ya para entonces, tenía como esposa a su hermana y prima paterna Paico
Vello o Tocoto Vello (bautizada por los españoles como Catalina) y a su
primogénito Tupatauchi, además de un parcito más.
Así, y
luego del ir y venir del nuevo Emperador de Quito, el muerto fue trasladado, en
absoluta reserva, al Cusco. El cuerpo del anciano fue embalsamado, trajeado y llevado
a un spa Inca para maquillarlo y así simular que estaba vivo. Era lo más
conveniente para evitar que los curacas de los pueblos sojuzgados, aprovechando
el momento, quisieran su libertad política y económica.
En el
Cusco los orejones, que ya se habían enterado de la muerte del Inca y de la
orden dada, toman la decisión de coronar al siguiente sucesor, al siguiente Sapa
Inca. Era lo más lógico: Huáscar era el primogénito y había nacido y crecido en
el ombligo del mundo.
Pero “las
tribus y curacazgos de los paitas y zarzas, chimús y Catacaos, sechura y
huanca-pampa, caxamarcas y chachapoyas”, están con Atahualpa, por las tropelías
que hizo Huáscar en el Cusco; y porque Huáscar no escuchaba a nadie, ni al
único general venido del norte, de Quito, el general Colla Guaqui. Quisquis,
Calcuchimac, Rumiñahui, los generales más poderosos continúan al servicio de
Atahualpa.
Misma
negociación secreta de Castro con Kennedy, luego de la Bahía de Cochinos, las
cortes de Cusco y Quito intercambiaron mensajes.
Atahualpa,
por supuesto, siguiendo las enseñanzas de su padre, tomó como nueva mujer a
Choquesuyo, del ayllu de los puruaes, quienes se consideraban sus más fieles
vasallos. Mientras que los cañaris (habitantes de Quito, pero de origen
cusqueño) proclamaron su adhesión a Huáscar.
Pero
por arte de la diplomacia o de los designios del destino, durante cinco años
permanecieron en paz. Paz parecida a la de Atenas y Esparta luego de la firma
de Nicea.
Hasta
que, llegado los cinco años, el tratado fue roto por escaramuzas y porque estando,
así las cosas, es cuando Huáscar —mismo plan Valquiria— sufre un atentado, un
complot que casi le cuesta la vida. Por eso andaba muy pendiente de su entorno.
Serían
como la diez de la mañana de un día soleado cuando llegó la momia del Inca. Huáscar
estaba recostado en su trono, con la cabeza levantada y los pies estirados. A
unos veinte metros a su izquierda aparecía la momia sentada en el anda y
acompañada de una procesión. Delante de todos, un grupo de nobles quiteños y
cusqueños, formaban la comitiva. A paso y ritmo de zampoñas todos cantaban y
elevaban sus rostros al cielo. Huáscar, deteniéndose un momento a observar
mejor, comprobó intrigado que en la comitiva no estaba su hermano. Este súbito golpe
lo llevó a la sospecha. Entonces exigió que la comitiva le dé las explicaciones
del caso.
—¡Exijo
una explicación…! —dijo mismo condorito— ¿Cuáles son los motivos que detuvieron
a Atahualpa en Quito? ¿Por qué no está presente?
—Si
usted, Sapa Inca, no lo sabe… menos lo sabremos nosotros. Lo único que le
podemos decir es que ingresó a su habitación con diez concubinas y veinte
jarras de chicha de maca… Más no sabemos.
—¡Ah!
Se creen pendejos… Ahora verán de lo que soy capaz…
El
capaz fue que los dejó sin cabezas.
Grave
error, porque eran parte de una de las panacas del sector Hanan cusqueño que
residía en Quito. Pero a Huáscar le llegó a la punta del dedo gordo. Así que se
hizo el loco y Huayna Cápac recibió los funerales de acuerdo a la tradición.
El
ambiente se tornó difícil. Las comitivas enviadas del norte eran recibidas con agrias
sospechas. Inmediatamente después, eran arrestados o asesinados. Atahualpa al
enterarse resolvió consultar a sus generales. Mejor dicho, los tambores de
guerra esperaban ávidamente un detonante, un escupitajo. Y llegó.
Un
curaca delator del norte alertó a Huáscar de que su hermano había mandado
confeccionar el traje de un Sapa Inca en la sastrería de su padre. Y no solo
eso, sino que ahora lo llevaba puesto. También que había mandado edificar a los
arquitectos, su palacio, templos y residencias al estilo cusqueño. Y esta orden
solo la podía dar un Sapa Inca. Lo que tomó Huáscar como un desacato a la
autoridad. Después de reflexionar sobre los intolerables hechos, decidió
organizar a su ejército y enviarlo con dirección al norte, al mando de su tío
Apu-Cápac-Inca-Atoc.
Así procedió
y lo envió con una soldadesca de diez mil hombres. En la larga caminata se le
juntarían tres mil hombres más. Pero el ejecutor de esta empresa fue capturado
y hecho muerto. Luego le cortaron la cabeza y la mandaron a hervir.
Atahualpa
se detuvo y lanzó una mirada agria. Dio unos pasos y llegó casi en medio de sus
generales, levantó las manos, como si tuviera un vaso ceremonial, y de la
calavera del general muerto, bebió una espumante chicha de maca.
Huáscar,
desesperado, sin aguantar una palabra, le dijo a su general Huanca Auqui:
—Una
batalla perdida no hace una guerra.
—He
allí el detalle —murmuró.
—¿Qué
dices?
—No,
nada… Que estoy para lo que usted mande.
Al
final, el general comprendió que la orden estaba dada. Partió entonces con
12.000 soldados con dirección a Tomebamba. Cerca de un puente, en un húmedo
sendero, renunció. Les volvieron a sacar la chochoca. El general Huanca Auqui imaginó
lo peor, pero salvó de milagro. No había forma de que las fuerzas de Huáscar
pudieran remediar la situación. Es por ello que decidieron retirarse a
Cajamarca para tomar un respiro y juntar más hombres. Allí se enteró de que sus
aliados los cañaris también habían sido derrotados.
Atahualpa
muy seguro de sus triunfos y de sus generales, los envió hacia el sur, al
Cusco. Así iniciaron una larga y azarosa caminata por el Cápac Ñam. Casi en el
acto sus generales comprendieron que era una forma de congraciarse con los
curacas vecinos y una forma de desarrollar su conocida política de
reciprocidad. Algo que había descuidado el soberbio Huáscar. En todas sus
acciones había mantenido una relación distante con los curacas aliados y con
las panacas cusqueñas. El muy torpe llegó al extremo de mandar desenterrar las
momias de los antiguos emperadores Incas, porque entendía que le ocupaban
tierras fértiles que él podía utilizar. El descontento de las panacas fue
general.
Todas
las demás batallas en los territorios de Huancabamba, Chachapoyas, Huamachuco
favorecieron a los las fuerzas de Atahualpa; todas comandadas por sus generales
Calcuchimac y Quisquis. De nada valió la llegada de grupos de soldados aliados
a Huáscar. Ahora cabía una decisión. Entonces él mismo decidió asumir el
liderazgo. Pero ya era muy tarde. Una de las últimas batallas se libró cerca de
las aguas del rio Mantaro, en el territorio de los Xauxas —Jauja—. Al final, el
pobre Huáscar fue hecho prisionero cuando pretendía escapar. Los generales
victoriosos no respetaron su envestidura y lo humillaron de la peor manera: lo
hicieron caminar junto con los demás soldados hasta el Cusco. Nunca más este Inca
sería cargado en andas.
Al
llegar al Cusco, los generales de Atahualpa ordenaron la captura de toda la
panaca del Inca vencido. Fue atroz mientras duró y más a la vista y paciencia
del acongojado Huáscar. Casi, casi la totalidad de la familia fue asesinada:
mujeres, hombres, niños, viejos… Hasta se destruyó el guaoqui —ídolo de oro,
que representaba la escultura del Inca— de Túpac Inca Yupanqui. Todo esto
sucedía en el año de 1532.
La
victoria estaba casi, casi en manos de Atahualpa. Solo tenía que vencer a unos
cuantos curacazgos más que estaban disconformes por lo sucedido. Además,
Atahualpa tenía noticias de que una estirpe diferente había osado pisar su
territorio sin su consentimiento. ¿Quiénes eran? No lo tenía claro.
***
Como
ya dijimos, a inicios del año de 1532 los españoles se asentaron en la región
de los tallanes. Ahí establecidos, y teniendo como santo de su devoción al
Arcángel San Miguel, fundaron un 15 de agosto la primera ciudad española en el
Tahuantinsuyo, llamada San Miguel de Piura.
Ya
enterado del resultado de la guerra civil y que el vencedor estaba cerca de
ellos, como a 13 o 14 días de viaje a caballo, Pizarro se vio en la necesidad
de aumentar el número de mercenarios, o hijitos de Dios, o súbditos del hijo de
Juana la Loca y Felipe el hermoso. Así, en espera de tener más castellanos,
retrasó el comienzo de la expedición.
Luego
de esto, decidió no detenerse más. Así que, dejó una pequeña guarnición;
encargándoles el compromiso de tener una buena relación con los nativos. Ya que
este punto sería clave como punto de abrigo en caso les sucediera algo durante
la nueva expedición. Marcharon 100 hombres y 77 caballos; entre ellos tres
arcabuceros y 17 ballesteros. Ya para entonces era 24 de setiembre de 1532.
Pizarro
y sus hombres inician su caminata por caminos hechos a mano que tienen ocho
pasos de ancho y están muy bien cuidados; también, cada cinco leguas se
encuentran con una fortaleza cercada, hecha de piedras y cubierta de cañas, en
donde pernoctan —los cronistas les llaman tambos—. Los intérpretes que llevaban
—que eran tres—, les dijeron que aquellas edificaciones tenían mucho tiempo de
construidas; que eran preincas. Así, atraviesan los cerros
con innumerables arroyos que serpenteaban por todas partes. Hay cultivos muy
bien fertilizados. Avanzan a una velocidad de 2 km/h —tengamos en cuenta
que una legua es para los cronistas 6.2 km y que sus jornadas de caminatas eran
de 4 a 5 leguas—. Entonces llegan a una plaza grande cercada de tapias, que
pertenecía a un cacique llamado Pabor. Luego, guiados por el río Piura,
hacienden hasta Caxas y Huancabamba; para luego atravesar un despoblado y
llegar al valle de Motupe.
Desde
Motupe se dirigieron a las montañas, y pasaron por un desfiladero estrecho e inaccesible,
mismo las Termopilas, que un corto número de soldados hubieran podido hacerlos
papillas. Pero, por la imprudente confianza del Inca, no hallaron los
expedicionarios ni el menor obstáculo, tomando posesión tranquilamente de un
fuerte que defendía este importante paso. Algunos con dolor de cabeza y diarrea,
otros vomitando la comida de anteayer, en aquellas alturas, y estando ya
reunidos los dos hermanos, Hernando y Francisco, recibieron a un embajador del Sapa
Inca, entablando una amistosa conversación. Felipillo entraba a tallar y a ganarse
los frejoles. Aquí el dialogo traducido:
—Buenos
días, jefe. ¿Cómo han llegado hasta aquí?
—Bien,
muy bien…
—Pero
aquel está vomitando… Y aquel otro tiene cara de muerto fresco.
—No te
preocupes. Dios, el que se hizo hombre 33 añitos, y nuestro Emperador Carlos I
nos acompañan y nos dan fuerzas.
—Porque
nos le da una agüita de coca, mejor… Le quitará el mal de altura.
—¿Sí?
Yo creo que mejor a las hojas lo volvemos rollitos, como los cubanos, y lo
hacemos humo. ¿No será mejor?
—No
creo… Nosotros lo tomamos en infusión.
—Bueno…
Dime a lo que viniste y deja de hablar cojudeces. A ver, cuál es tu cau cau.
Suelta todo.
—Disculpe
si lo contradecía. Bueno, a lo que vine… El gran Sapa Inca los invita a una
gran cuyada bailable; chicha incluida… y hasta las últimas consecuencias.
—¿Cuyada?
Y qué es esa huevada… Yo no he venido hasta aquí, después de tantos
sacrificios, para bailar.
—Ah,
jactancioso es este pendejo… ¿Qué huevadas comerán su Dios y su Emperador? ¿Se
bañarán? —pensó el embajador del Inca.
—¿En
qué piensas? Nada de atacar por la retaguardia. Ve y dile a tu Rey que iremos a
la susodicha cuyada bailable… Supongo que podemos ir sin terno.
—Vayan
como quieran y como les de las ganas… Cochinos de mierda (esto lo pensó) Igual los
vamos a chuñar.
—¿Cómo
has dicho?
—No,
que después de la cuyada los llevarán a comer chuño… carne de llama y pescadito
a la plancha.
Al
amanecer del día siguiente se pusieron en marcha. Dos días emplearon en
atravesar aquellas elevadas cordilleras. Luego de tal sacrificio, apestando a
corral de chanchos, por todas las diarreas juntas, comenzó la bajada. Al fin
pudieron respirar. Al séptimo día avistaron el valle de Cajamarca.
Continuará…
Loro