domingo, 1 de septiembre de 2013

Un fin secreto

Anoche —no sabría decir a qué hora exactamente— estaba sola en mi cuarto, con la puerta completamente abierta, sentada frente a la computadora e intentando escribir lo que había soñado. No quería que se me escapara ningún detalle. Me había propuesto una sola cosa: darle forma y cierre a ese sueño inconcluso de la noche anterior.

En él, mantenía una larga y profunda conversación sobre el amor y su carácter fugaz con un personaje que, estoy casi segura, conocía, aunque nunca logré verle el rostro. Me resultaba cómico verlo ir y venir, gesticulando con energía y hablándome con una voz chillona, casi de papagayo.

Recuerdo que conversamos bastante, con frases claras y directas, aunque al intentar evocarlas, mi memoria se volvía turbia: eran momentos nítidos en su origen, pero difusos en el recuerdo. Lo único que conservo sin sombra de duda es que nos reímos mucho. Nos divertimos de verdad.

Tal vez por eso me reprochaba mi mala memoria: no me permitía descifrar el sueño con la claridad y contundencia que yo deseaba. Quería entenderlo todo, sobre todo qué tenía de tan intrigante aquella conversación con el personaje principal de mi sueño.

Me levanté en silencio y di unos pasos. Tenía los ojos bien abiertos, hacía un frío intenso y me sentía algo desorientada, incapaz de ordenar con precisión lo que había vivido. Aprovechando ese estado de extrañeza —como suspendida en un deseo ideal— cerré los ojos e hice una pausa, larga, sin saber cuánto tiempo duró, intentando regresar a ese espacio adivinatorio que había visitado en sueños. Pero apenas intentaba alcanzarlo, se desvanecía.

Volví a sentarme sin hacer ruido y apoyé la cabeza en el respaldo, dejándome llevar por esa mezcla de lucidez y niebla.

Mientras intentaba reconstruir ese espacio que mi memoria había abandonado, algo me sacó de mi ensimismamiento: el sonido claro y rítmico de mi propia respiración, de mis resoplidos. Fue tan nítido que me devolvió de golpe a la vigilia. Ya recuperada, retiré las manos del teclado y me froté el rostro. Era tarde ya.

Sin embargo, quería seguir. Quería divertirme escribiendo, recordando el sueño a mi manera, a mi ritmo, aunque la memoria me jugara en contra. Era mi versión la que valía, la única que estaba dispuesta a aceptar. Por eso, decidida a ser más eficaz, dejé que mis dedos volaran sobre el teclado, dándole rienda suelta a una imaginación algo febril, pero persistente.

Cuando iba a medio relato, mi perro se acercó de pronto y comenzó a ladrar junto a mis pies, como si escapara de algo invisible. Me obligó a detenerme. Me incliné para acariciarlo y logró calmarse, pero apenas retomé la escritura, volvió a ladrar con insistencia. Esta vez no se movía: fijaba la vista con furia en el espejo rectangular de la cómoda, ese con cajones amplios que siempre había estado allí, inofensivo. Ladraba con una mezcla de rabia y alerta, como si aquel cristal ocultara una presencia viva, inesperada y molesta. Como si eso que veía —o sentía— no debiera estar ahí.

Sin entender del todo lo que pasaba, decidí seguir escribiendo. Pero los ladridos persistentes de mi perro comenzaron a erosionar mi concentración, ahuyentando por completo la imaginación que antes fluía con soltura.

Me levanté y me acerqué al espejo. De pie frente a él, lo observé detenidamente, recorriéndolo con la vista, inspeccionando cada borde, cada rincón. No encontré nada fuera de lugar. Todo parecía estar en orden, como siempre.

No vi otra alternativa que llevar a mi pequeño y peludo compañero al patio, al otro lado de mi habitación, y dejarlo allí por un momento. Regresé decidida a continuar con el relato, pero la duda ya había echado raíces en mi mente. “Tiene que haber algo en ese espejo que asustó a mi perro”, pensé. Sin embargo, esa sospecha apenas logró sostenerse unos segundos, antes de ser barrida por la lógica. Mi razón, firme y severa, la desechó de inmediato.

Volví a sentarme frente a la computadora, con el espejo iluminado a un lado, ligeramente de perfil. De pronto, sentí —no sabría decir cómo— que alguien me observaba. Giré la cabeza hacia el espejo y solo vi mi propio reflejo, devolviéndome la mirada con atención. Levanté la mano izquierda, y la imagen hizo lo mismo. Luego alcé ambas manos, en un gesto de saludo, y el reflejo repitió fielmente cada movimiento.

Me encogí de hombros, restándole importancia, y regresé al teclado. Pero una vez más, la sensación regresó. Esa certeza extraña de no estar sola. "Hay alguien más en la habitación —pensé— y mi perro lo sintió antes que yo".

De pronto, un estruendo de movimientos escalofriantes subió desde la calle y se coló por la ventana, como una ráfaga hecha de pasos y susurros. Mi piel se erizó al instante, y una especie de nudo invisible me arrugó el alma. Invadida por el miedo, corrí hacia el patio, donde estaba mi perro, buscando consuelo en su compañía.

Por el susto, me vinieron a la mente pensamientos extraños, incluso absurdos, hasta que caí en cuenta de que me estaba comportando como una tonta. Al principio, me costó reunir el valor para volver a mi habitación y aceptar que no había nadie más allí, solo mi perro y yo, y que los ruidos que tanto me inquietaron eran los mismos de siempre, amplificados por mi imaginación. De pie en el patio, temblando de frío, finalmente decidí regresar.

Al entrar, evité mirar el espejo. No quería enfrentarme a esa imagen mía que, de alguna forma, comenzaba a parecer ajena. Me convencí de que todo era fruto de una ilusión quimérica, esas ideas que solo existen mientras se les presta atención. Pero la inquietud persistía, alimentada por esa costumbre tan humana —y tan traicionera— de la curiosidad. Y miré.

Fue entonces cuando lo noté: mi mano izquierda era, efectivamente, la izquierda en el reflejo. Pero lo más inquietante era que aparecían dos puertas a mi espalda, una cerrada y otra completamente abierta. Sentí un escalofrío recorrerme. Un espanto mudo me invadió.

Me froté los ojos una y otra vez, esperando que la imagen se corrigiera, que volviera a la lógica. Pero nada cambió. Y sin comprender del todo lo que estaba viendo, me quedé paralizada, atrapada en un terror sin forma, pero profundamente real.

A esa visión desconcertante le siguió otra, aún más absurda: el cristal de un viejo espejo de vidrio biselado colgaba de la pared junto a un antiguo reloj de cobre, detenido en las diez en punto. Las lámparas del techo despedían una luz tenue, casi espectral, y todo estaba cubierto de telarañas. Me quité los anteojos para ver mejor.

Fue entonces cuando lo reconocí: era el mismo escenario del sueño, aquel donde había sostenido una larga y grata conversación con ese personaje familiar cuyo rostro nunca logré ver. Una ola de asombro, casi placentera, disipó de golpe el miedo que hasta hacía un momento me tenía inmóvil.

Volví a quitarme los anteojos —esta vez con calma— y me acerqué al espejo. No sé cómo ocurrió, pero ya estaba dentro de él. Me encontraba allí, de pie, fascinada. Lo sabía con certeza: mis ojos estaban ahora fijos en la puerta cerrada. Estaba erguida, con las manos en la cintura y llena de curiosidad, como si aguardara una revelación.

Parada ahí, como una estatua viva, sentí que alguien se aproximaba al otro lado. Escuché el roce leve de unos pasos y una respiración agitada, contenida. Aquello agudizó mis sentidos; todo mi cuerpo se tensó, alerta. Entonces, desde el otro lado de la puerta, una voz suave y ubicua me habló con total familiaridad:

—Soy yo. Aquí me encuentro. Gracias por volver. Entra...

En ese instante, sentí el roce cálido y juguetón de mi perro sobre los pies. Abrí los ojos. Me había quedado dormida frente a la computadora. Seguía allí, en la misma posición, sentada frente a la pantalla encendida. El documento de Word seguía abierto… pero en blanco. Completamente en blanco.

Libertad