Cuando llegamos, la tarde
declinaba y los tres nos sentábamos a la mesa formando tres puntos
equidistantes. La pequeña mesa cuadrada y su mantel brillaban de limpio. Desde
aquí divisábamos el interior del bar y un televisor gigante en el fondo. Al
fin, cansados de esperar, nos sirvieron las dos botellas de cerveza. Al
principio hablamos de todo un poco.
—Les cuento lo que me pasó
—exclamó Joel, con excitación.
Lo glorioso e inquisitivo de su relato fue la
trama incrédula que adquirió sin proponérselo. Inició con un juego de palabras
imprevisibles y dominados por un impulso agrio. El relator, nada turbado, y con
una sonrisa de amargura que saturaba todo su rostro, testimonió lo acontecido,
pero nunca imaginó que nos iba a provocar largas y pendencieras sonrisas.
Así, extrañados, y
aguantando una carcajada, lo escuchamos. Éramos tres amigos de estrecha amistad
que tertuliaban alrededor de una mesa remota, y en la penumbra de un ambiente
repleto de música agradable, cigarrillos y alcohol. Los que provocaron que el
relato fluyera sin que este se diera cuenta.
—Días atrás —nos dijo—, el
mismo día del cumpleaños de Adolfo, y adonde fui con el chato, se cumplió para
mí lo del viernes trece… ¿Recuerdas chato que fuimos con los dos amigos de tu
cumpa en donde tu ya sabes? Pues ahí mismo fue…, cuando, esa misma noche, luego
de llegar a mi habitación y despojarme alegremente de toda mi ropa, me di con la
ingrata sorpresa… No sé si fue por instinto o por un impulso cuando empecé a
revisar sucesivamente todos mis bolsillos. Entonces me enteré de que mi
billetera no estaba. Así que, como loco, empecé a hacer memoria. Pero nada de
nada; el maldito había desaparecido junto con mi borrachera. “¿Dónde mierda
está?”, pensé. La duda ingresó a mi somnoliento y perdido cerebro, llenándolo de
imágenes y momentos imprecisos. Instantáneamente me llevó a recordar momentos
indescifrables en un húmedo y maloliente lugar, en donde me veía inclinado y
agitando mi cuerpo por culpa del vómito. Sí, recordaba humillado aquella
esquina pestilente y húmeda del baño, al que yo había rociado hasta las paredes
con una mezcla de comida y alcohol. Ese fue mi primer pensamiento. Pero lo
cierto, lo realmente cierto, es que no dispuse de mis bolsillos para sacar un
pañuelo y limpiarme la boca y los zapatos, los que estaban llenos de trozos de
comida. En mi incómodo estado convulsivo solo logré limpiarme los labios y la
cara aprovechando la manga suelta de mi camisa. Por eso lo descarté de
inmediato. Entonces me pregunté, como es natural en estos casos, por los
lugares que en mi entender había recorrido, y entendí que no había salido fuera
del recinto, porque no había hecho gala de mi entrepierna con alguna fémina de
ocasión, lo que descartaba que la billetera se hubiera quedado en algún hotel y
caído en la cama o debajo de ella. No pensé en mis acompañantes, a quienes
había dejado abandonados a la mesa —no los he vuelto a ver después de ese día y
nunca se enteraron de lo que me aconteció en aquel oloroso baño—… (El chato es
el primero en enterarse, ahora). Fue en el taxista en quien pensé al final.
Recordé que yo iba sentado junto a él y que había sacado de mi billetera,
furtivamente, un billete de veinte soles, para luego llevarlo al bolsillo menor
del pantalón. Este hecho ocurrió mientras el taxi me trasladaba a mi casa
—¡Precaución pura!… Es lo que siempre hago antes de subir a un taxi, separar el
dinero que voy a pagar para evitar sacar la billetera ante los ojos del conductor
y lograr que este se provoque malévolas intensiones—. Ahora recuerdo que esta
vez lo hice a destiempo y ya en el interior del auto; y supongo que mis gestos
fueron torpes y evidentes por culpa de mi borrachera. Creo que por eso no pude
evadir los ojos, no sé si bien abiertos, del conductor. No recuerdo si era
chino, cholo o blanquiñoso. Lo que sí recuerdo es que ya estacionado el auto al
frente de mi casa y antes de bajar el tipo me hizo recordar que estaba dejando
mi teléfono celular en el asiento, y que estaba muy junto a una de mis piernas.
“No se vaya a olvidar su teléfono”, me dijo, como si me hiciera un favor. Este
acto provocó en mí una agradable confianza, tanto así, que fui escaleras arriba
solo pensando en lo que me iba a decir mi mujer. ¿Qué tiene que ver mi celular
en este asunto, se preguntarán?... Es que este último hecho originado por culpa
de mi celular, al que podemos adjetivar de pulgoso y casi exento de valor
comercial, justificó su siniestra farsa. Porque luego de hepáticos momentos e
intensa búsqueda de mi billetera en mi intrincada memoria, pude recordar,
burdamente, que me había quedado dormido en el interior del taxi por un espacio
de tiempo que no puedo precisar, pero que ahora sé fue el suficiente para que
mi billetera pasara a otras ingloriosas manos de largas e inquietantes uñas.
“¡Ah! —dije—, este huevón ha sido… ¡No tengo la menor duda!”.
Pero siempre la duda invade
nuestro cerebro después de una gran borrachera; los recuerdos son imprecisos,
sin puntualización. Por ello, luego de relatarnos sus azarosos momentos,
nuestro amigo se atrevió a preguntarme: “¿Chato, no tienes idea o sabes algo de
mi billetera?”.
Loro