—¿Aló?
Sí... Dígame, ¿en qué puedo ayudarlo?
—¡Hola,
Roberto! Sandra acaba de fallecer.
—¿Cómo?
—Sí,
el accidente ocurrió ayer en la madrugada. Hicieron todo lo posible, pero no
pudieron salvarla. Estuve tratando de llamarte, pero tu teléfono estaba
apagado. Lo siento, de verdad... ¡No sabes cuánto lo siento!
—¿Cómo?
—Todos
los familiares y amigos estamos aquí en el hospital... o clínica, no sé...
—saca la cabeza por la ventana y observa un letrero luminoso—. Esta, La Clínica
Internacional, la que está en San Borja, en la cuadra tres de Guardia Civil...
Todos preguntan por ti. Ya te cuelgo, Raquel me está llamando. No demores, ven
lo más pronto que puedas.
Roberto
quedó, por unos instantes, fuera de lugar. Desconfía del azar, aunque entiende
que la mente es capaz de imaginar situaciones inconsolables y que, para verlas,
no necesita abrir los ojos. Comprende que esta llamada existe y no tiene otro
significado que la perplejidad de la misma, que lo patético necesita ser
percibido. Por ello, aunque su aspecto es tranquilo, siente una enorme
curiosidad por lo que acaba de suceder. Deprisa, pero muy sensatamente, se
dirige a su auto y luego se encamina a la dirección indicada.
Él
es un hombre de escasos treinta años, que trabaja mucho. Por la tarde, o en
alguna tarde, cuando deja su oficina, se reúne con sus amigos, que son tres. La
hora nunca es fija. Da o recibe una sencilla llamada telefónica, parca como
siempre, y corre al encuentro. Allí, sentados, bordeando la mesa de un
determinado bar —que casi siempre es el mismo—, parlotean con alguna comodidad
de nuevos y viejos temas; luego se van por ahí, con sus deseos excitados,
violentos y breves. Solo así tratan de advertir que el tiempo existe y
aniquila; y porque además entienden que ya dejaron de ser una ficción o un azar
que la naturaleza originó: el tiempo requerido para pintar la esencia de sus
vidas ya se había dado... Al fin de cuentas, saben que una tarde o una noche de
calaveradas puntuales no hará cambiar sus destinos.
Por
lo tanto, la vida para él transcurre sin especificar compromisos largos de amor
a dúo. No está interesado en ello, le resulta incómodo. Sí, estuvo enamorado
antes, en su edad de piedra, lo cual duró hasta finalizar su adolescencia, y no
se atreve a repetirlo. Ella no fue una mujer cualquiera; fue su ideal, su
amigable Dulcinea, su imposible amor. Una confiesa verdad que él sabe
claramente nunca conoció sol ni tierra; que fue solo un fenómeno cerebral.
"Es una enfermedad de la que me estoy curando", se dice. Porque lo
curioso es que hay noches en que la recuerda. Noches en que le habla, sosegado
y bajito, sentados en algún lugar imaginario: la ve siempre adolescente y
bella, como imagen eterna y sensible que solo existe en su mente, y donde él
solo habla y ella lo escucha, atenta. Por eso, como enfermo, necesita estar
abrazado a la soledad o acompañado de sus amigos. Y así, todo va bien. Mejor
que siempre. Además, la ciudad ayuda en todo esto, no es pintoresca ni tiene
vegetación, es un desierto donde se han injertado algunos árboles de penosas
ramas y algunos supermercados para que la gente tenga algo que hacer. Por eso
existe, también, un distrito viejo a orilla del mar creado para el amor y las
francachelas, donde la gente de avanzada edad alimenta sus nostalgias y
conversan de sus cuitas, tal vez como modo de ganarle unos años más a la vida y
darle una ejemplar sonrisa a la muerte. Ciudad con tolerables cerros pelados,
junto a un mar agitado que la rodea y que levanta espuma de indefinible color.
Ciudad agitada por los ronquidos de autos y trompeteo de bocinas, y de muertos
regados en las madrugadas y en las noches de insomnio. Ciudad provista de
pistoleros de coincidencias ocultas e ingloriosas. Los noticiarios mañaneros
solo repiten: "Esto pasó y seguirá pasando". Pero él cree y está
seguro de que la vida son sueños privados que nadie tiene el derecho de
arruinar, por más mísera que esta sea. Es esto lo que le autoriza a hacer un
trabajo de historiador, de periodista. Averiguar quién es Sandra. Porque él no
la conoce. No podría conocerla. En su voluminosa agenda, no aparecía por ningún
lado. Aunque la buscó, siguiendo un orden alfabético, con cierta minuciosidad,
no pudo hallarla.
La
mañana del 19 de diciembre, había muerto una mujer desconocida para él. El
médico de turno, al verlo llegar con el rostro destemplado, fue directamente hacia
él; lo tomó del brazo y lo guió hasta donde estaba la occisa. Roberto advirtió
que su guía le decía algo, pero por la sensación del instante no pudo oír bien
lo que le dijo. Al hacer su ingreso, tropezó con la pata de la mesa ambulatoria
y casi se va de bruces al suelo. En ese primer momento, parado allí, no hizo
más que mirar atentamente a la joven tendida en la cama. Por la hermosura del
rostro, se le ocurrió la idea de que permanecía durmiendo. Aunque tenía la
cabeza vendada y el rostro lleno de quietud y frialdad, no podía creer que
estaba muerta. Era verdad lo que había oído por teléfono, lo había comprobado;
pero eso no era todo, ahora estaba exageradamente sorprendido, pues aquel
rostro le era conocido de algún innegable y patente pasado; pero por la
impresión, no recordaba de dónde o no quería recordarlo. Agitó
involuntariamente su memoria y la pudo reconocer. Sí, era la misma imagen, el
mismo rostro, la misma mujer de quien estuvo locamente enamorado. La había
visto repetidamente juguetear dentro de sus sueños; y propiamente en un cuadro
que pendía de una pared, en una habitación que siempre supuso era la suya.
"Yo no creo tal cosa. No debo estar aquí, todo es una broma del
destino", pensó. Lo pensó durante una minúscula fracción de segundo, que para
él resultó toda la historia del universo... Una fuerza ignorada, gravitatoria,
lo atraía hacia ella. Sin otra interrogación, se acercó lentamente, sin dejar
de mirarla, sin darse explicaciones. Parado al borde de la cama, acercó su
rostro al de ella y la besó en la mejilla. Le pareció que estaba nuevamente
sumergido en sus sueños; pero no tardó en despertar; entonces sonrió
retrocediendo y la sonrisa le acompañó hasta el umbral de la puerta. Fue un
acto de afinidad, de hallazgo oculto, de apacible meneo. El enmascarado médico,
atento y despreocupado, lo observaba contrito, sin atreverse a hablar. Roberto,
quieto, al filo de la puerta, notó que no debía estar ahí. Por eso, rápidamente
le hizo un gesto de despedida a su guía y le dio la espalda. Al salir completamente
de la habitación cuadrada, tibia y sosa, e ingresar al pasadizo, se detuvo como
en medio del aire y se puso a meditar. Agitando sus ideas, quiso creer que la
mujer, que encontró tendida en la cama y sin movimientos, no significaba nada
ante sus ojos y que todo era un sueño al que apenas había ingresado sin
proponérselo. Reflexionó otro momento sobre lo acontecido, pero la llegada de
rostros apenados, que caminaban inquietos en dirección contraria, lo distrajo.
Entonces apuró el paso y se deslizó en silencio en dirección a la calle. Nadie
se percató de que él salía.
Al
día siguiente, alrededor de las diez de la noche, seguía prendido al ordenador
en busca de datos de Sandra. Los periódicos y los noticieros de todos los
canales informaban del suceso. Ahí se enteró de sus cualidades y parentescos.
Lo que Roberto entrevió en la figura de aquella mujer fue una perdida y
prodigiosa aventura íntima, onírica. No quería creerlo, pero entendía que en
todo esto estaba la mano del destino. Luego se adentró en su imaginación: lo
primero que se le vino a la mente fue el frío rostro que había besado. Incluso
la vio sentada, agradeciéndole su visita. Después se sumergió en lo más
profundo de sus pensamientos y, como en un sueño imaginado, la vio parada muy cerca
del borde de la cama, observándolo atentamente, sonriéndole desde lejos, como
una sombra agitada que él deseaba que se acercara a él; sentía un solo deseo,
el de abrazarla y descansar en sus brazos. Este abanico de detalles se agitaba
en su cerebro como ramas de árboles sacudidas por un huracán, mientras leía:
"Hermosa y excelente estudiante de sociología, de 22 años...", etc.
Hacía
dos o tres meses que no iba al trabajo; solo se permitía velar. Aquello le
complacía. Indagar lo acontecido, recuperarla, fue lo que lo llevó a
distanciarse de sus amigos en los meses inmediatos. La recordaba en aquel
universo creado por su platónica imaginación, que abarcaba todo el espacio del
sueño: a orillas del mar, sobre el Puente de los Suspiros y en el cuadro
colgado en la pared, donde resplandecía su imagen sonriente, muy cerca del
pequeño espejo en el que Roberto se miraba todos los días y que nunca
desaparecía de su mente.
El
tiempo pasó y él también volvió.
Ahora,
en su oficina, cuando ya estaba tranquilo y su cerebro febril se encontraba en
calma, buscaba una última información para concluir un trabajo pendiente cuando
se presentó una joven mujer que resultó ser socióloga. Tenía una estatura
mediana, un cuerpo expresivo y unos ojos claros e inteligentes. Se llamaba
Sandra. Roberto se sorprendió por su nombre y por la hermosura de la joven. La
hizo sentarse cordialmente. Ella fue directa y le explicó que estaba
recolectando datos sobre las condiciones de vida de los gerentes, y deseaba
entrevistarlo. Roberto accedió y le habló de sí mismo, aunque guardó aquel
secreto. No mencionó nada sobre la otra Sandra, la que había perturbado su
mente un año atrás. El día avanzaba en el presente y él también se movía de un lado
a otro en la oficina. Estaba de pie hasta que llegó la pregunta. Con suavidad,
Sandra le preguntó: "¿Usted cree en el destino?". Roberto, sin
cambiar el tono, respondió que no creía en el azar y que no requería mayor
explicación. Sostenía que las cosas se resuelven con la razón de la cabeza, no
con la del alma. Sandra arqueó las cejas y planteó otra pregunta: "¿No
cree usted que los sueños son los que nos motivan a incursionar en el azar y,
al final, determinan nuestro destino?". "Podría ser divertido, pero
la realidad no es arbitraria y no tiene nada que ver con lo onírico",
contestó. "Pero, disculpe que insista, ¿no cree usted que es un mapa de
nuestra historia sentimental...?". "Creo que no la comprendo",
dijo deteniéndose. Roberto pareció impacientarse. "Ahora estoy muy
ocupado, disculpe", subrayó mientras la acompañaba hasta la puerta.
"Está bien, entiendo. Disculpe la molestia", dijo la joven
estrechándole la mano.
Habían
pasado cinco años desde lo sucedido. Se encontraba sentado en el sillón de su
escritorio, con la cabeza recostada en el respaldo, solo como casi siempre.
Abrió los ojos después de un parpadeo y tras corregir y repasar miles de hojas
de su trabajo. Al día siguiente debían llevarlo a la imprenta. Eran libros de
estadísticas económicas, muy razonables y científicos. Un procedimiento mejor
merecía un Nobel de economía. Se levantó estirando los brazos y abriendo la
boca de par en par. El bostezo duró un tiempo. Giró su cuello tres veces,
haciéndolo crujir. Ahora caminaba cansado, era la noche de Navidad. Después de
un rato, sintió movimientos detrás de la ventana y un olor a tierra fresca, a
brisa excesivamente húmeda, como si alguien femenino lo estuviera observando
agazapada, intentando presentarse. Incrédulo, supuso que estaba soñando
despierto. "Otra vez", pensó. A esa hora, se sentía al borde del
desfallecimiento por el cansancio. Su lengua pegajosa pedía un vaso de agua.
Fue a la cocina, se enjuagó la boca y se sirvió una taza de café. Siempre se
preparaba un café y unos cigarrillos cuando la recordaba; luego se tendía en el
sillón y permanecía quieto y en silencio. "Sandra Estrada, estudiante de
sociología, fecha de nacimiento: 25 de diciembre... Hoy cumpliría 28
años", pensó. Giró el sillón para mirar hacia la ventana y empezó a hablar
solo. Tenía una mirada absorta. Después de un rato, sonó su teléfono celular,
sacándolo de sus pensamientos. Lo cogió y contestó. "¿Sí?... ¡Ah! Hola...
Me cambio y voy". Necesitaba aire fresco, un nuevo oxígeno, por eso aceptó
salir. Cuando se encontró con sus amigos, ya era pleno día.
—No
sé por qué andas tan recluido... ¡Ya deja de trabajar! ¿Tú vives para trabajar
o trabajas para vivir?... Parece mentira, pero llegaste. Veo que no has perdido
la vieja costumbre de encontrarte con tus amigos —le dijo uno de ellos.
—Yo
sé que ustedes no lo entenderían... Ahora solo necesito algo de distancia.
Trato de asimilar lo que me ocurrió hace cinco años y entender por qué mierda
ya no soy el mismo. Pero dejémoslo ahí... Son solo cojudeces... No me hagan
caso. ¡La noche es joven y hay que divertirse! —Parecía abatido y preocupado,
porque agitaba las manos abotonando y desabotonando la camisa.
Sus
amigos no se inquietaron. Tenían prisa. Necesitaban ir a otro lado.
—Hoy
tenemos un plan con unas bien despachaditas. No creo que las conozcas...
Nosotros ya hemos salido con ellas... una vez. Nos encontraremos a eso de las
diez de la noche. Van a llevar a otra amiga... Solo te digo que están
buenazas... —dijo el segundo amigo.
—¡Confirmado!
Las doñas nos esperan a la hora pactada —dijo el tercero al terminar la llamada
y guardar su celular.
Roberto,
de vez en cuando, les hubiera comentado lo sucedido en las maratónicas noches
de insomnio que no lo dejaban dormir, pero como suponía que a los otros les iba
a molestar el tema, debía obviarlo. Esto le confería una suerte de vida
intrínseca, propia de su afiebrada imaginación.
Pensó
que era lunes y era domingo. Tenía razón. No había escapatoria. Todos los
descubrimientos que halló sobre Sandra lo cautivaron aún más, como en sus
alegóricos sueños. El invierno había llegado y hacía un frío insoportable, pero
a esa hora de la noche el calor lo sofocaba; gruesas lágrimas se extendían por
toda su mejilla. Afuera, tras los barrotes de su ventana, permanecían agachados
y muy bien abrigados tres o cuatro recicladores y algunos escuálidos perros
husmeando por todo el basural. De puro cansancio, se quedó dormido. Al
despertar, recordaba aún el sueño. Entonces, por unos segundos, vio a aquella
joven y hermosa mujer en traje de viaje y en la estación de taxis, instalada en
la parte trasera del auto; llevaba el cabello suelto y las mejillas
ruborizadas, y vestida toda de azul; luego la vio despedirse mirándolo por
detrás de la ventana; hasta sintió que ella dijo su nombre; y él dijo el de
ella también, pero por más que agitó su memoria, no los recordaba. Comprendió
entonces lo que no quería que fuera verdad, que ella era la misma joven mujer
con la que se iba a casar dentro de sus sueños. Aquella que perdió en el
interior de una pesadilla, en un accidente de tránsito, justo al finalizar su
adolescencia, cuando él no terminaba de despertar. La misma que siempre buscó y
nunca pudo hallar en la realidad.
Aunque, en un memorable tiempo, de aquel que
pasó en la universidad, creyó que la había hallado; pero que luego entendió que
no era la mujer que aparecía en sus sueños; porque por más que se le parecía
físicamente, y más exactamente cuando sonreía, por su carácter frío, dedujo, no
sin dudas, que no podía ser ella. Por eso terminaron, o lo terminaron a él.
Hasta que aquella llamada, que no le correspondía, se la presentó de nuevo, en
carne y hueso, tirada, sin alma, sobre una cama de un inefable hospital. Ahora,
tumbado en su cama deshecha, extendió los brazos con los ojos cerrados, como
quien extiende al mundo un poco más, y deja fluir el pasado, el porvenir; así
deseaba entender lo sincronizado que es el destino cuando simula un espejo
lleno de imágenes, pero que en realidad está vacío. Esta agonía del momento
presente le salía del fondo y por detrás de su imaginación... De pronto la vio.
La joven mujer estaba sentada a los pies de su cama, inclinada sobre él. Traía
el pelo negro y bien peinado. Inquieta, parecía seducirlo. Era ella, la occisa
y la misma de siempre; la reconoció por la venda que llevaba cubriendo su
cabeza y por su voz, no por su sonrisa. No le salió palabra alguna, no dijo
nada; y quedó así largo rato.
Hervía
en fiebre cuando llegó al hospital. Sus amigos se paseaban por los pasillos, de
un lado al otro, tratando de averiguar qué le había sucedido. Hasta que por fin
salió un enmascarado médico de la habitación, quien los invitó a pasar.
"Sólo díganle que no trabaje mucho; necesita unas vacaciones". Cuando
vieron al enfermo, éste, avergonzado, solo sonreía tontamente.
Loro