Ayer,
cerca de las seis de la tarde, yo estaba caminando por la calle, ansiosa por
llegar a mi casa, cuando me encontré con un amigo de espesa melena y rostro
lampiño. Su aspecto, nada vulgar, me hizo pensar que llevaba una dirección de
vida totalmente diferente a la mía. Vestía un traje negro, camisa celeste y
corbata granate con rayas blancas, que le imprimían a sus facciones un aire de
seriedad. Era un amigo de mi antiguo barrio, casi como un hermano. Me saludó con
un beso en la mejilla y sonriendo con la misma sonrisa de siempre, aunque sus
ojos tristes parecían mirar hacia otro lado.
En
ese momento me detuve con una sonrisa despreocupada, pero impaciente, con ganas
de marcharme. Nos encontramos de pura casualidad
y me invitó a cenar. Mi apetito era escaso por la abundante comida que había
consumido recientemente, en un almuerzo familiar. Dudé, con un ligero gesto,
pero él insistió y no pude negarme. Había muchos años que no nos veíamos. Por
eso lo acompañé y hablaba de todo, aunque más de él, porque me contó que se
había divorciado y que la vida lo había golpeado fuerte. Esa noche esperaba verse
con ella, pero descubrió que lo había dejado plantado.
—Es
la tercera vez —me comentó.
—¡Vaya!
Lo siento... ¿qué puedo decirte? Tal vez por eso yo no me he casado —agregué.
Acomodándose
la corbata, hizo como si no me oyera.
—Justo
estaba por irme cuando te vi —añadió.
Sus
ojos vidriosos y enrojecidos se humedecían con frecuencia cuando me hablaba de
ella. Creo que todavía la amaba mucho.
Cuando
llegamos al restaurante, que quedaba a la vuelta de mi casa, me rodeo con sus
brazos por los hombros y me condujo hasta una de las mesas cercana a una de las
ventanas. Yo me dejé llevar. Luego, con un gesto amable, retiró la silla y la
acomodó para que me sentara cómodamente, tirando de ella hacia atrás para que
tuviera más espacio. No lo niego, se comportó como un verdadero caballero.
Una
hora después, me pidió que lo acompañara a una fiesta, porque no quería ir
solo. Me comentó que era el cumpleaños de una amiga. Le dije que no me gustaban
mucho ese tipo de eventos sociales. Pero él insistió hasta que me convenció. En
consecuencia, le mencioné que debíamos pasar por mi apartamento, ya que no
estaba vestida apropiadamente para la ocasión. Sin dudarlo, quiso parar un
taxi; le indiqué que no era necesario ya que estaba muy cerca. Se tocó el brazo
y luego se miró la muñeca, haciendo aparecer un reluciente reloj dorado.
"Está bien", dijo. Entonces, entrelazando miradas, formulando
preguntas y compartiendo algunos cumplidos, nos dirigimos hacia mi casa. Al
llegar a la verja de entrada que dividía el condominio de la calle, soltó una
risita nerviosa y comenzó a observar todo lo que rodeaba a los edificios. Mi
apartamento no quedaba muy lejos de allí, en el primer piso, así que llegamos
rápidamente. Extraje las llaves de mi bolso, abrí la puerta y le hice pasar,
señalándole que tomara asiento. Era consciente de que iba a tardar más de lo
que él había imaginado. Entonces, pasados treinta minutos, salí luciendo un
vestido blanco que resaltaba mis caderas, provocándole un suspiro peculiar. Después,
tomé un chal que hacía juego con el vestido y lo coloqué sobre mis hombros,
cubriendo casi toda la espalda. Mi bolso, que reposaba en el respaldo de una
silla, no hacía juego con el conjunto. Por lo que le pedí que esperara un
momento. Arqueó las cejas con una expresión de curiosidad y asombro, y con una
leve sonrisa, asintió diciendo que estaba bien, mientras continuaba hojeando
una revista.
No
estoy segura de cuánto tiempo pasó, pero ya estaba lista. Por eso, exclamé:
—¡Ya
estoy lista!
Suspiró
nuevamente, y en su rostro se reflejó una extraña expresión de tristeza. Se
levantó y tomó mi mano, guiándome hacia la puerta. La abrí y salimos
precipitadamente. Sin intercambiar palabras, recorrimos toda la acera, rodeando
los jardines, hasta alcanzar la salida del condominio.
Ya
en el taxi, reaccioné y le pregunté:
—¿Dónde
queda la casa de tu amiga?
—No...
La fiesta será en un local. Cincuenta y cinco años no se cumplen así nomás, hay
que celebrarlo a lo grande —dijo, moviendo todo el cuerpo y mirándome fijamente—.
Estás muy guapa —añadió.
No
quise responderle.
—Entonces,
¿dónde queda ese local? —le insistí.
—A
media hora de aquí, en el distrito... —respondió.
—¿En
nuestro distrito? —pregunté extrañada.
—Sí,
en el barrio donde crecimos y nos conocimos, ¿recuerdas?... Creo que tú la
conoces, ella te tiene presente... Siempre que nos encontramos me habla de ti —agregó.
Me
quedé pensando, intentando recordarla.
—¿Estudió
conmigo? —pregunté.
—Sí
—afirmó.
—Entonces
él también estará —pensé para mis adentros.
—¿Quién
es, se puede saber? —le pregunté.
—Lily
—respondió—. Pero no te preocupes, solo estarán sus amigas. Yo asistiré porque
soy su mejor amigo...
—Ya
veo —dije, torciendo la boca—. ¿Y por qué solo invitó a sus amigas y no a los
amigos...? —repliqué.
—No
tengo idea —contestó.
Intercambiando
miradas un poco inconscientes, llegamos. La puerta estaba completamente
abierta, y una mujer, elegante con tacones altos, nos recibió de pie en el
centro, como si nos conociera:
—Hola,
¿cómo están? Sí, Lily está adentro, los está esperando —nos dijo, señalando
hacia el interior.
El
lugar tenía un tamaño moderado, exhibía un orden impecable y estaba
elegantemente decorado; las paredes estaban adornadas con flores, y sobre una
mesa rebosante de bocadillos, una imponente torta, resplandeciendo bajo una
cuidada iluminación, atraía todas las miradas. En ese instante, un cóctel de
aromas invadió mi mente, una amalgama de fragancias que superaba mi
imaginación. No obstante, más allá de la impresionante ambientación, me di
cuenta de que me había engañado. Para mi desagrado, no solo estaban presentes
las amistades de Lily, sino que también se encontraban entre ellas varios de
mis propios amigos.
Una
vez dentro, cerca de la puerta, giré la cabeza en todas direcciones sin poder encontrarlo.
No estoy segura si suspiré de alivio o nostalgia, pero en el fondo deseaba que
estuviera presente, ya que hacía mucho tiempo que no sabía nada de él.
Sin
apenas terminar de pensar, varios amigos se acercaron a saludarme. Sí, reconocí
a muchos, aunque sus facciones habían cambiado; sus abultados vientres y las
abundantes canas resaltaban. Mientras me saludaban con sonrisas, desfilé en mi
memoria el rostro de cada uno. En ese instante, de pie, experimenté la
sensación de retroceder en el tiempo, como si me hubieran arrancado del
presente. Claro, después de mucho tiempo, había vuelto al barrio.
Con
una expresión seria y escaso interés, mi amigo solo les dedicó una sonrisa
cómplice. Después, Lily se acercó y me dio un fuerte abrazo:
—Amiguita,
¡qué alegría que estés aquí! Gracias por llegar... Pensé que no lo harías —me
dijo.
Yo
estaba sorprendida e inmóvil. No salía de mi asombro porque no recordaba haber
sido invitada. Finalmente, se me acercaron las demás amigas, todas de mi
promoción del colegio, y me saludaron efusivamente. Por todo lo que sucedía
allí, parecía que la del cumpleaños era yo.
Después
de un rato, en el reconocimiento general, finalmente pude retirarme. Atravesé
el salón con dos amigas y fuimos a sentarnos. Mi amigo nos quedó mirando y
luego, caminando lentamente a nuestras espaldas, tomó otra dirección y se ubicó
en un lugar lleno de invitados que no conocía o no pude reconocer.
—¿Quién
es? —preguntó July.
—Un
buen amigo que conoce muy bien a Lily. Por él estoy aquí. Nos encontramos de
casualidad muy cerca de mi casa; además, tú debes de conocerlo, porque vive
detrás de tu casa —contesté.
—Ah,
sí... Ya lo reconocí. Pensé que era...
—¿Qué
era qué...? Él es un conocido de la casa.
Ahora
yo estaba sentada en una de las sillas que bordeaban el salón y tenía a dos
buenas amigas a mi derecha e izquierda, con las que también estudié la
primaria. En ese momento, solo bailaba una pareja: Lily y su hermano.
Las
preguntas sobre mi antiguo amigo no se hicieron esperar. Yo respondía como un autómata,
aunque no les permitía ir más allá. Hubo una pregunta que no quise responder,
porque pensé que ya no valía la pena, además de que él no se encontraba
presente. No había forma de fastidiarlo. Era en vano echar leña al fuego, eso
pensé.
Después
de dos horas de diversión y bromas interminables, hizo su entrada el inefable e
impresentable amigo. Sí, aquel a quien busqué a mi llegada y por quien
preguntaban mis amigas. Al llegar, se quedó en el umbral de la puerta,
explorando la escena con una sonrisa que iluminaba todo su rostro. Luego, apuró
el paso y lo vi caminar hasta donde estaba Lily. Se acercó lo justo y le dedicó
un abrazo, pronunciando palabras que no pude escuchar. Después, comenzó a
saludar al resto de los presentes. Cuando llegó frente a mí, pareció desvanecerse;
se inclinó, me tomó del hombro y me dio un beso en la mejilla:
—¿Qué
ven mis ojos? Hola, parece que los milagros existen; estoy sorprendido de
encontrarte... —alargó las palabras bajando la voz y continuó—: Siempre he
creído que tu nombre hace juego con tu temperamento... hermoso genio el tuyo.
Lo
observé con seriedad, como si restara importancia. Su pelo revuelto le daba un
aire de estudiante, y tras unas gafas, sus ojos no dejaban de examinarme. Me
pareció atractivo con su vestimenta ligera, incluso llegué a verlo guapo.
Permanecí quieta, conteniendo mi rubor y mi sorpresa. Luego, tomé valor y le
regalé una pequeña sonrisa, torciendo ligeramente la boca:
—No
sé si llamarlo un milagro, pero conozco a un santo que es todo un demonio; eso
sí lo sé y lo he comprobado —respondí.
—Supongo
que lo dices por mí —dijo, y soltó una amplia sonrisa.
—No
te creas —contesté.
Luego
aguardó delante de mí unos segundos y se retiró.
Una
hora después, mi cabeza daba vueltas y el piso se mecía como durante un pequeño
temblor. Comprendí que el vino ya recorría toda mi sangre. Llamé a mi amigo, a
quien había encontrado en la calle, y le dije que era hora de irnos. De pie y
con aliento alcoholizado, me pidió que por favor esperáramos un momento más, pues
a medianoche teníamos que cantarle el "Cumpleaños Feliz" a Lily antes
de partir. Accedí a su petición y le dije que estaba bien, que esperaría los
minutos que faltaban. Sin más, se retiró encorvando la espalda y se unió a un
grupo de hombres formados en media luna, que bebían y conversaban a gritos. Por
más que lo intentaba, no lograba reconocerlos. “Si sigue así, creo que ya no
cuento con él”, pensé.
Llegaron
las doce y comenzamos a cantar el “Cumpleaños Feliz” a Lily. Todos en coro
soltábamos gallos y dábamos carcajadas como pájaros. Los aplausos, vítores y
destellos de los celulares parecían interminables. Finalmente, la fiesta
parecía llegar a su fin, al menos eso creía, pero nadie mostraba intenciones de
retirarse. No es que estuviera impaciente por irme, solo me preocupaba mi
regreso a casa: ¿quién me acompañaría? Porque mi amigo, a quien había
encontrado en la calle, ahora no aparecía por ningún lado. Se lo había tragado
la tierra.
En
eso se acercó nuevamente mi inefable amigo y me tomó de la mano, invitándome a
bailar. Era una balada del recuerdo, muy suave y melosa. No me hice de rogar,
porque no quise darle importancia haciéndome la ofendida. Ya en la pista, me di
cuenta de que éramos los únicos bailando, con todos mirándonos y murmurando
excitados. Desde un rincón oscuro se oyó una voz femenina: “Qué bonita pareja,
parecen el uno para el otro”. Sentí su sonrisa entreabriendo los labios y mi
rostro se coloreó al instante. Ambos sabíamos que no había nada entre nosotros,
solo un tierno afecto por aquel amor de la adolescencia que nos había unido en
el pasado.
Di
unos pasos hacia adelante para liberarme y poner fin a ese baile, pero él me
agarró con fuerza, impidiéndolo. Ninguno de los dos hablaba. Muy cerca el uno
del otro, sentía su fragancia mientras lo miraba de reojo. En ese momento, Lily
se acercó con copas de un cóctel blanco. Me solté, extendí el brazo, tomé una
copa y la vacié de un trago. Era un potente cóctel de coco. Le agradecí. Sin
darme tiempo a que intentara escapar, me agarró de nuevo, apretándome contra su
cuerpo. Sentía que la música era interminable, que no tenía fin. Luché dos
veces más para liberarme, y a la tercera, finalmente me soltó; había concluido.
—Me
han dicho que ya te vas —me dijo.
—Sí
—contesté, mirando a los lados. Nada de mi otro amigo.
—¿Te
puedo acompañar? —preguntó.
Dudé
un instante. “Total, ¿qué más me puede pasar?”, pensé.
—Está
bien —acepté finalmente.
Dimos
media vuelta y fuimos a despedirnos de Lily.
—¿Ya
se van? —nos preguntó con cara de pena.
—Sí,
ya es muy tarde —expliqué.
—¡Qué
buen galán te has conseguido! —dijo, arqueando las cejas.
—Peor
es nada —sonreí.
Él
intentó decir algo, pero se contuvo.
Afuera
hacía un frío de los mil demonios. Mi chal no me abrigaba en absoluto, y mi
falda blanca y mis zapatos de tacones altos me resultaban incómodos. Me sentía
un poco ridícula, tambaleándome a cada paso. Todo daba vueltas y las luces de
los alumbrados parecían linternas enfocadas directamente en mis ojos. De
repente, sentí como si me envolvieran con una manta; era su chaqueta sobre mis
hombros, cubriendo toda mi espalda.
—Gracias
—le dije.
—Vamos
a la otra avenida, es más transitada y pasan más autos —dijo él.
—Ok
—contesté—. Es un milagro que no estés borracho, ya me han contado...
—Hum...
—sonrió—. Es que esperaba acompañarte. Tu amigo se encontró con su ex... y se
retiraron a escondidas... Y antes de ir por ti me pidió que por favor te
acompañara, que tenía que irse... Por eso ahora soy tu chambelán... Sí, he
tomado, pero no estoy ebrio... Tienes razón, ni yo me lo creo...
—¿Ella
llegó o estaba en la fiesta? —pregunté, extrañada.
—Creo
que llegó de improviso y lo mandó llamar; no quiso ingresar... —contestó.
Continuamos
caminando en medio de la calle, por una vía sin acera, llena de autos estacionados.
De
repente, divisamos dos figuras discutiendo y gesticulando en una esquina. Sentí
miedo y apresuré el paso. Él sonrió y me siguió.
—No
tengas miedo —me dijo.
—Mira
cómo discuten —señalé.
Cuando
estábamos a pocos metros, me di cuenta de que era mi amigo con el que había
cenado.
—Sí,
es él —confirmó, como si leyera mi mente.
Sin
percatarse de nuestra presencia, observé que la mujer, muy joven y atractiva
con un vestido ceñido, le reclamaba algo. Por su atuendo, diría que venía de
otra fiesta.
—Crees
que es muy tarde para ir a otro lugar —me dijo él.
—¡Hum!
Sí, ya es tarde y trabajo mañana —contesté.
—¡Ah!
Creo que has perdido la curiosidad de la vida —aumentó.
—¿Tú
crees? ¿Y a dónde iríamos?
—A
escuchar música y recordar viejos tiempos. Conozco un lugar donde ponen música
alegre. Además, no me mientas, hoy es sábado...
—¿Sábado?
Pensé que era domingo... Qué desubicada... Entonces es motivo para alargar la
noche. Parece que este día está lleno de sorpresas.
A
ninguno de nosotros se nos ocurrió considerarlo como una cita. Nuestra edad no
permitía esas vanidades superfluas y ridículas. Así que me dejé llevar al lugar
que él me sugirió.
Cuando
llegamos, un camarero nos saludó amablemente y nos condujo a una mesa del
fondo. A esa hora, el lugar estaba bastante concurrido. Desde nuestro rincón,
podíamos apreciar claramente el escenario lleno de instrumentos. El ambiente
estaba impregnado de aromas agradables y otros más intensos.
En
este juego de miradas y sonrisas casi perfectas, me preguntó si tenía novio.
—Y
eso ¿tiene importancia ahora? —respondí.
—Hum,
no, claro que no —dijo, apartando la mirada.
Luego
llamó al camarero:
—Para
mí solo agua mineral, ya he bebido demasiado —pedí.
—Está
bien, para mí una jarra de cerveza —le indicó.
—Parece
que te quieres emborrachar —comenté.
—¿Con
una jarra? No, tranquila... Estoy entero aún —aseguró.
Al
rato se propuso la tarea de cortejarme, narrándome una historia como si yo
fuera una adolescente. Cuando se dirigía a mí, evitaba mencionar mi nombre o
evocar nuestro pasado, comprendí que no quería lastimarme. Le hice preguntas
sobre lo que me contaba y negué la veracidad de su relato. Incluso pronuncié
dos veces su apellido por inercia de nuestros años de colegio y universidad,
pero él siguió con el juego:
—Y
así le pusieron punto final a su fugaz e interminable historia de amor...
Contradicciones de la vida cuando ninguno se atreve... —dijo, mostrándome una
nota—. Ambos de setenta años, sentados en el sitio de su primer encuentro.
—Tú
te pasas... —le dije.
—Si
quieres, le digo al mozo que nos tome una foto —sugirió.
Al
voltearnos al escuchar que nos llamaban, descubrimos que eran ellos, la pareja
que discutía en la calle. Estaban buscando dónde sentarse y, al vernos, se
acercaron a nuestra mesa sin pedir permiso. Nos miramos sorprendidos y un poco
incómodos. Enseguida, llegó el mozo. La pareja pidió vino y champán para
brindar por su reconciliación.
—Hoy
es un día especial, hemos vuelto y nos casaremos otra vez —anunció sonriente
Pablo, mi amigo lampiño.
—Creo
que este día sigue sorprendiéndome... ¿De veras se casarán de nuevo? —pregunté
pasmada.
—¡Como
lo oyes! —confirmó Clara—. Ya les diremos la fecha.
—Tenemos
que celebrarlo como corresponde... Un reencuentro así no sucede siempre —acotó
mi acompañante.
—Primero
preséntate... con Clara ¿O ya se conocen? —señalé.
Nada
respondió él. Parecía sumido en sus pensamientos, con los labios entreabiertos
y una expresión perdida.
—Debo
darles las gracias por estar juntos ahora. Tuve que ponerlos de ejemplo ante Clara
para decirle que, pese al tiempo, siguen amándose como siempre. Quiero celebrar
también su reencuentro —manifestó Pablo.
—¡Claro!
Y de aquí, directo al primer hotel que encontremos —agregó Clara.
Me
quedé con la mirada clavada en la pared del fondo, observando los instrumentos.
—¿Por
qué esa cara, Estrellita? ¿He dicho algo malo? —interrogó Clara.
En
un momento de incomodidad, con las mejillas teñidas de rubor, mantuve un breve
silencio antes de responder.
—No
todo se resuelve tan fácilmente... —mis palabras flotaron en el aire—. Y, por
cierto, ¿quién les ha sugerido que hemos retomado algo que nunca existió? No,
simplemente seguimos siendo amigos... y nadie regresa a lo que nunca fue.
—¿Cómo
es eso? ¿Cómo que nunca existió? —dijo Pablo, mirándolo a él—. Me dijiste que
se lo dirías. Qué se lo contarías todo... ¿No se lo has dicho aún?
Clara
miraba a Pablo como absorta, como si guardara un millón de secretos.
—¿Qué
me tenías que decir que aún no has dicho? —le increpé.
Lo
vi recuperarse y tomar aire con mucha fuerza. Entonces, una voz distante rompió
el pequeño silencio que se había instalado entre nosotros.
—No
es momento ahora, pero te lo contaré todo. —me dijo, mirándome con rubor.
Yo
lo miré fijamente, esperando su explicación. No entendía qué estaba pasando. Me
sentía incómoda y molesta. ¿A qué se referían? ¿Por qué daban por sentado algo
entre nosotros si no era así? ¿Y por qué Clara les daba muchas vueltas a sus
palabras?
—Miren,
creo que hay un malentendido —intervine—. Solo somos amigos que nos
reencontramos en una fiesta. No tienen por qué suponer nada más. Así que, si me
disculpan, creo que mejor me voy.
Me
puse en pie rápidamente, buscando esquivar la situación. Él, sorprendido, se
apuró a seguirme. Entonces, me tomó del brazo.
—Espera,
no te vayas así. Ellos entendieron mal, pero déjame explicarte...
Al
soltarme, lo contemplé intensamente, esperando alguna explicación de su parte,
con una amalgama de curiosidad y molestia. Él, por su parte, evitaba mi mirada,
mostrando un gesto de arrepentimiento.
—¿Cómo
es eso? ¿Cómo que nunca existió? —dijo Pablo, clavando su mirada en él—. Me
dijiste que se lo dirías, que se lo contarías todo. ¿No se lo has dicho aún?
—¿Qué
me tenías que decir que aún no has dicho? ¿Tú crees que una es tonta y no se ha
dado cuenta? —le increpé.
—En
fin, no es momento ahora. Pero te lo diré...
—No
me sigas, por favor... Me iré sola, el camarero ya pidió un taxi.
Salí
del restaurante sin mirar atrás. Él me seguía a unos pasos, pero no decía nada.
Lo vi darse la vuelta e ir con ellos. El aire frío de la noche me refrescó el
rostro, pero no pudo borrar la sensación de rabia y confusión que me embargaba.
Llegué
a mi casa y me encerré en mi habitación. Me tiré en la cama y me puse a pensar
en lo que había sucedido. ¿Qué había pasado entre él y Clara? ¿Por qué me había
mentido?
Trataba
de encontrar respuestas a mis preguntas, pero no podía concentrarme. Mis
pensamientos iban de un lado a otro, sin llegar a ninguna conclusión.
De
repente, oí un ruido en la puerta. Me levanté y fui a abrir. Era él.
—¿Puedo
pasar? —preguntó.
—No
sé —respondí.
—Por
favor —suplicó—. Necesito hablar contigo.
Dudé
unos segundos, pero finalmente lo dejé entrar.
Se
sentó en el sofá de la sala y me miró a los ojos.
—Lo
siento —dijo—. No quise mentirte.
—¿Y
entonces qué pasó? —pregunté.
—Es
una larga historia —explicó—. Pero te lo contaré todo.
Me
contó que se había conocido con Clara en la universidad. Habían sido amigos durante
unos años, pero luego se habían distanciado. Hace unos meses, se habían
reencontrado y habían empezado a salir.
—Yo
no sabía que estaba casada y además no estoy enamorado de ella —aseguró—. Estoy
enamorado de ti.
Me
quedé sin palabras. No sabía qué decir.
—Yo
no sé si sigo enamorada ti —confesé finalmente—. Además, no puedo perdonarte
por mentirme.
—Lo
entiendo —dijo—. Pero por favor, déjame explicarte.
Me
miró a los ojos con una expresión de sinceridad que no pude negar.
—De
acuerdo —asentí—. Te escucho.
Me
contó que cuando se conocieron, Clara le había confesado que estaba soltera y
se había enamorado de él. Él no había sentido lo mismo, pero no había querido
lastimarla, así que le dijo que necesitaba tiempo para pensarlo.
—En
ese tiempo, me di cuenta de que no podía estar con ella —explicó—. No estaba
enamorado. Estaba enamorado de ti.
—Pero
entonces, ¿por qué me dejaste esperando en vano esa noche que me invitaste al
cine? —pregunté.
—Ese
día Clara llegó temprano y de improviso a mi casa y me sacó con engaños. Una
vez en su casa, me dijo que la acompañara al matrimonio de su prima hermana. No
sabía cómo decirte eso —confesó—. Tenía miedo de perderte.
—¿Hasta
dónde llegaste con Clara? ¿Pablo sabe lo de ustedes? —le interrogué.
—No, no lo sabe... Y no cambiaría nada.
—¡Pero
ella estaba casada!... Pablo tiene que saberlo... Y todavía no me respondes
hasta dónde llegaste con Clara —le dije ofuscada.
—Nuestra
relación se limitó a besos y salidas ocasionales al bar, cosas efímeras. Jamás
tuve intenciones de comprometerme con ella. Pero ahora, ya conoces la verdad
—expresó—. No hay razón para temer. Estaba con Clara cuando llegaste con Pablo
a la fiesta de Lily. Ella lo ama. Mi conexión con ella fue simplemente un
intento de romper la rutina con Pablo... Porque Pablito tampoco es un angelito.
Me
acerqué a él y lo besé. Fue un beso suave, pero lleno de amor.
—Te
amo —susurré.
—Yo
también te amo —respondió.
Nos
besamos de nuevo, esta vez con más pasión.
Nos
quedamos abrazados durante un largo rato, sin decir nada. Solo nos dedicábamos
miradas de amor.
—¿Qué
hacemos ahora? —pregunté.
—Lo
que tú quieras —respondió—. Yo estoy dispuesto a todo.
—Entonces,
vamos a empezar de nuevo —sugerí—. Sin mentiras, sin secretos.
—De
acuerdo —asintió—. Yo también quiero eso.
Nos
pusimos en pie, le tomé de la mano y lo llevé a mi cuarto.
Entró
en la habitación con paso vacilante, y lo imaginé como un estudiante de antaño,
con su uniforme desgarbado y su mochila a cuestas. Cuando me miró directo a los
ojos y esbozó una tímida sonrisa, supe que no se trataba de un simple
estudiante. Había en él una profundidad de espíritu solo adquirida con los
vaivenes de la vida, aunque desentonaba con su atavío, el ramo de flores que
trajo y llevaba en una mano.
Con
ese discreto ramo, traía consigo la promesa de una conversación estimulante, de
compartir ideas y afectos. La promesa de una velada que trascendería lo mundano
para tocar lo extraordinario, el reino intangible del enriquecimiento mutuo
entre dos almas.
Libertad