En
la penumbra de un rincón oscuro, donde las luces juguetonas bailan con sombras
misteriosas, se encuentra “La ramadita”, un bar con historia escrita en la
memoria de la gente del barrio. En su interior, la música suave se mezcla con
risas distantes y murmullos de conversaciones.
En
una mesa solitaria, junto a una pequeña ventana, un hombre se encuentra sentado
y ensimismado en sus pensamientos. Sostiene un vaso de cerveza helada entre sus
dedos. Con la mirada perdida y ausente, contempla absorto su propio reflejo
distorsionado en el espejo manchado que cuelga torcido en la pared que está
delante de él. Se limpia sin sonarse la nariz, luego dobla cuidadosamente la
servilleta y la suelta sobre la mesa.
El
líquido dorado en su vaso emite destellos tenues mientras la luz parpadea sobre
su superficie, como un faro perdido en medio de la niebla. En la música suave,
se puede sentir la nostalgia flotando en el aire, como un suspiro silencioso
que acaricia el alma.
Cada
sorbo de cerveza es como un capítulo más en la historia de este hombre, cada
burbuja lleva consigo un recuerdo o una esperanza ya extinta.
A
lo lejos, el murmullo de la ciudad se desvanece, dejando solo el eco de las
emociones que retumban en “La ramadita”.
Siempre
mirando al espejo, el hombre levanta su vaso en un brindis silencioso consigo
mismo.
—Hum...
No se ría, señor, que la cosa es seria.
—Disculpe
usted, mi querido amigo. No se me ponga pálido. No sabía que la crítica lo
ofuscaba.
—¿Amigo?
No, señor, yo no puedo ser su amigo. Usted se equivoca y no sabe con quién se
está metiendo.
—Pero
no es para tanto. Tómelo como una voz pausada que le quiere contestar… Si
quiere, una voz secundaria que declinará cuando usted esté sobrio... Las
mujeres merecen mi respeto. Lo único que sé es que ella no lo ama; y no se haga
el loco, que usted tampoco a ella, solo es una obsesión. Mejor dicho, usted
está obligado a amarla platónicamente y sin compromiso, acusado de tibieza. Si
no, ¿por qué sale usted con la bailarina Elsa? Ayer me la encontré y me lo
dijo.
—¿Cómo?
¿Se ha atrevido a escudriñar mi vida…? ¿Quién le ha dado ese derecho? Ella solo
es una amiga… Y, además, ¿qué le importa a usted? Yo hago de mi vida lo que me
da la gana y no hay nada ni nadie que me lo pueda impedir… ¡Qué carajo!
—Qué
le puedo decir; y deje de hacerse el idiota y pida una botella más de cerveza,
que voy con mucha sed… El cigarro me seca la garganta…
—Ja,
ja, ja… El descubrimiento de la muerte la tiene estúpida; absurdamente ha
cerrado su corazón al mío… Yo sé que ella me quiere. ¿Sí o no? Su nada furtivo
beso en aquel solitario jardín lo dijo todo. Creo que llegará mañana… Y tengo
que ir a buscarla; no, mejor espero a que me llame… Ahora ya es muy tarde y si
la llamo me puede dar forata. Aunque nunca contesta mis llamadas…
—Ella
no lo quiere… Ella es una mujer casada. Le dijo que vendría, pero no hubo
ningún viaje. Ya olvídela, es mejor así… Vaya a buscar a Elsa, que es la que le
complementa la noche, la que le da cariño real y verdadero… Aún le quedan
monedas en el bolsillo…; y es de las que no piden relaciones serias… Y eso es
lo que a usted le gusta, ¿sí o no?
—Creo
que usted tiene mucha razón, amigo. Sí, ahora creo que puede ser mi amigo…
Total, usted siempre me acompaña… No más cerveza, pediré la cuenta e iré a
buscarla… Pero primero tengo que hacerle una llamadita… ¡Puta madre! ¿Cuál es
su número? No veo bien, este aparatejo tiene los números muy pequeños. Creo que
es este…
—Sí,
aló… ¿Elsa?
—¿Elsa?
No, soy Isabel… Pedro, ¿eres tú? Me parece o estás borracho… ¿Quién es la tal
Elsa?
—Creo
que ya metí la pata —susurra—. No, estoy con un amigo… recién vamos tres
chelitas… Pero ya me voy, luego te llamo…
—¿A
qué hora piensas retirarte… Mamá está preocupada; hace tres días que no la
llamas… Eres un desconsiderado… Ayer que estuve con ella llamó una mujer que no
quiso decir su nombre, y me dijo que por favor la llames…, pero no sé quién es…
Solo dijo que la llames, que tú sabías… Su voz me pareció muy triste, que casi
no llegaba a oírla… Creo que sollozaba… Y llama a mamá que está muy preocupada…
—Ok.
Ya, la llamaré… ¿Quién habrá sido?
—¿La
llamaré?… ¿A quién?
—A
mamá. A quién más va ser… La otra que se vaya a acechar a otro… No estoy para
soportar a nadie…
—Bueno…
ya tú sabrás. Deja de tomar y vete a descansar… Y mañana ve a visitar a mamá.
—Ok.
No te preocupes…, la iré a visitar.
A
pesar de la duda, y tratando de dominar sus sentimientos, esbozó una sonrisa
mezclada con aprobación. Creyó sentirse animado. Tras un breve silencio, guardó
el celular en el bolsillo de su camisa y giró la cabeza para mirarse en el
espejo. Aprovechó ese instante para alborotarse el cabello con una mano y
rascarse la nariz. Sin poder contenerse, dejó escapar una sonrisa de oreja a
oreja. Sus ojos vidriosos reflejaban un estado más ebrio que triste; una
tragicomedia. Pero había algo más terrible en su mirada, algo que no podía
dominar: el peso de una sospecha hacía que sus ojos estuvieran desorbitados,
con la apariencia de mirar hacia adentro; era casi imposible distinguir adónde
miraban realmente. Inspiraba miedo y risa a partes iguales.
—No,
no creo que fuese ella —le dijo al espejo.
—¿Tiene
usted miedo? —el mismo se respondió sin quitar la mirada de su rostro, que
sonreía con extrañeza.
—Mire
usted, miedo es lo que menos tengo. Ella ya es historia por completo. Pero, sí
o no, ¿dime? Yo sé que ella me quiere… Lo sé… Pero que se joda. No estoy de humor
para caprichitos… Es una mentirosa que se cree la reina de todas las colmenas.
Solo imaginarla me inflama la cabeza —le volvió a decir al que está en el
interior del espejo; y que sonríe también.
A
esa avanzada hora de la noche solo unos pocos parroquianos permanecen en el
bar, contables con los dedos de una mano. La medianoche se cierne silenciosa
mientras la llovizna exterior sigue cayendo incesante. Pedro le lanza un guiño
cómplice a su propio reflejo en el espejo tras la mesa y decide retirarse. Su
imagen reflejada solo sonríe con un dejo de burla hacia él. Se incorpora
aferrándose precariamente a la mesa, armando algo de estrépito, y se pone de
pie trabajosamente. Luego se dirige a cancelar la cuenta. Frente al cantinero,
mientras hurga en los bolsillos del pantalón, siente que el mundo oscila a su
alrededor y el sonido de risas tontas inunda el ambiente. No le concede mayor
importancia.
Dudó
antes de retirarse. Pero siguió su camino hacia la calle. Caminaba proyectando
una corta sombra en el suelo que se iba perdiendo a cada paso. Como si fueran
dos contertulios, no dejaba de hablar. En cada paso, retrocedía y avanzaba
tambaleando el cuerpo. Pero seguía hablando. Su tema era la inmortalidad del
amor. Ya en el umbral de la puerta, se dio cuenta de que le faltaba algo. Lo
recordó. Era un libro de pasta verde y lomo amarillo, de título borroso.
Entonces regresó a la mesita en la que había estado solo, lo cogió y evocó una
compleja afirmación. Sabía que la encontraría en el interior del libro; se
trataba de una comprometedora carta que en manos ajenas lo desnudarían. Por
eso, resolvió destruirla de inmediato. Suavemente la desdobló y la hizo
pedazos, tardando un rato en empuñar los fragmentos con fuerza. Comprendió
entonces que no eran más que un montón de papelitos que, inesperadamente,
usando sus brazos a modo de catapulta romana, lanzó a la calle que en ese
momento estaba vacía y húmeda. Pensó vagamente que los recuerdos no servían de
nada. “Ya qué importa; y que Goethe se vaya a la mismísima m.…”, se dijo.
Pedro
es bajo y fornido, y en su abundante cabellera se aprecian muchas canas que le
otorgan un aire intelectual. Se divorció hace exactamente un año. Es uno más de
tantos. Así que vive solo en el segundo piso de una casona en un barrio de
clase media. Allí pasa los días enteros leyendo y releyendo a todos los
clásicos; siempre sentado junto a una ventana, en un sillón de cuero, frente a
un inmenso espejo que cubre casi toda la pared. Todos los domingos llega una
señora de arrugado semblante para hacer la limpieza y llevarse la ropa sucia.
De modo que el aposento huele siempre a fragancias de diversas flores.
Pedro
se levanta muy temprano para no perder el hilo del cuento o novela que le ha
tocado leer; y lee hasta altas horas de la noche sin interrupción. Por su cara
estilizada y regordeta, detrás de unos anteojos, se nota que pertenece al grupo
de jubilados. Desde que se casó, siempre presenta la misma edad. Al menos eso
es lo que dicen sus íntimos amigos.
Como
es de esperar, y como cualquier otro ser humano, tiene su historia de amor. Una
tarde, luego de que su padre falleciera —era soltero y rondaba los treinta
años— sus amigos decidieron llevárselo a otro país. No deseaba asistir, ya que
estaba obsesionado con una mujer considerablemente mayor que él, sin embargo,
de todos modos, lo persuadieron para que fuera. No podían consentir que su
querido amigo se hundiera en la melancolía y cometiera alguna locura. Porque
Pancho era exageradamente sentimental.
Fue
entonces cuando, en una fiesta de cumpleaños, conoció a Elena. Las luces y el
baile desenfrenado lograron que él saliera al jardín para tomar un poco de aire
y apartarse de la muchedumbre que lo sofocaba. La primera vez que la vio, Elena
estaba a lo lejos, sentada en una banca junto a un pequeño árbol, con el codo
apoyado en la baranda de madera y un cigarrillo humeante entre los dedos. Desde
donde estaba, Pedro notó que Elena llevaba puesto un bonito vestido sencillo
que le acentuaba la figura. Retrocedió sobre sus pasos, fue directamente al
bar, tomó una botella de vino tinto y dos copas, y luego regresó adonde se
encontraba ella. Elena, al verlo acercarse de nuevo, no supo cómo reaccionar;
incluso pensó en huir, pero logró contenerse.
Cuando
estaba a unos pasos de distancia, Pedro se detuvo absorto, sin dejar de
mirarla. Elena era relativamente joven, de bello rostro y figura distinguida,
aunque ligeramente baja de estatura. Mantenía la mirada con una actitud
reflexiva y alerta.
—¿Sabe
dónde estamos? —preguntó Elena.
—En
el jardín de la casa de un amigo —dijo Pedro, girando la cabeza y examinando
aquel lugar con atención.
—Eso
ya lo sé. Mi pregunta va por otro lado... Con tanta gente, tanto espacio y
tantos siglos de historia, ¿por qué estamos aquí y ahora, justo los dos?
—Supongo
que es por azares del destino. Una muerte me trajo hasta aquí por caminos
inesperados. ¿Debería entonces culpar a la fatalidad? Al final, estoy aquí y
también usted. ¿Qué importa el motivo?... ¿Puedo acompañarla e invitarle una
copa de vino? —preguntó él vacilante.
—Creo
que aún no me comprende... Pero si me dice quién es usted, sabré qué
responderle... Hay cada loco suelto en este mundo. Y por su actitud, usted parece
uno de ellos.
—¿Quién
soy? Creo que aún no lo tengo claro. Aunque la gente y mis amigos me llaman
Pedro... Pedro Sarmiento. Los más cercanos me dicen Pedrito. Soy de Perú, de
Lima.
—Ah,
peruano. Yo me llamo Elena, solo Elena. Qué casualidad, también soy del Perú,
del norte... de Chimbote. ¿Y qué lo trae a España? ¿Viene por motivos de
trabajo?
—No,
un amigo residente aquí me invitó. Y ya llevo cerca de un mes por acá... ¡Cómo
pasa el tiempo!... ¿Podemos tutearnos?
—Bueno,
sí... Estoy a punto de cumplir ocho años viviendo aquí. ¿Eres soltero,
entonces? O, mejor dicho, ¿has venido sin ningún compromiso, no?
—El
destino me tiene solterito y sin ataduras. No planeo casarme... No creo que
haya mujer capaz de soportarme... Además, los compromisos son problemáticos,
luego creen que uno les pertenece... Aunque a veces anhelo entregarme a una
pasión duradera... ¿Y tú qué me cuentas?
—¡Ah!
—Exclamó la mujer— No. Los que estuvieron conmigo…, todos están bajo tierra…
—aumentó provocándose una sonrisa melancólica.
—Entonces
usted es un peligro para los hombres… Aunque valdría la pena hacer el intento.
Yo soy inmortal… —contestó Pedro, con una sonrisa que le torció la boca.
—¿Inmortal?
Eso sería interesante… Bueno, me tengo que ir; ya es muy tarde y mañana hay que
hacer muchas cosas…
—Pero
si recién nos estamos conociendo… Acompáñeme un rato más. Acépteme una copa…
—Me
gustaría, pero ya es muy tarde… —hace un gesto y saca un papel pequeño de su
cartera y se lo entrega —. Esta es mi dirección y mi teléfono. ¿Me das el tuyo?
—A
ver, apúntelo… Ok. Entonces la iré a visitar mañana.
—No.
Mañana, no… Me voy de viaje. Te llamo y te lo digo…
—Ok.
Sin
más, Elena le dio un suave beso en la comisura de los labios y se marchó
apresuradamente. Pasó un mes de aquello. A la semana siguiente, Pedro debía
regresar a su país, pues las vacaciones forzadas habían llegado a su fin. Elena
lo había llamado. Por eso, decidió ir a verla. No la había vuelto a ver desde
aquel encuentro fortuito en el jardín de la casa de su amigo. Llegada la tarde,
se encaminó hacia la morada de Elena. Pero en el camino se topó con Martín, el amigo
dueño del jardín y anfitrión de la fiesta donde se vieron por primera vez. Sin
preámbulos, le advirtió que no debería volver a verla, pues ella era una mujer
peligrosa. Su último marido había muerto de un infarto justo cuando hacían el
amor. Y le relató otras tantas cosas que lo dejaron perplejo. Al cabo de una
hora, Pedro llamó a la puerta de Elena, impaciente. Volvió a llamar. Luego
sobrevino el silencio. Mientras aguardaba que le abrieran, las piernas le
temblaban y su piel se erizaba. No obstante, parecía feliz. Al poco tiempo
sintió que la puerta se entreabría y una señora pulcramente uniformada y de
edad avanzada lo invitaba a pasar.
—La
señora lo espera en el jardín… Acompáñeme —le dijo, mirándolo un momento.
—Buenas
tardes… ¡Claro! La sigo…
Cuando
recorrían el último pasadizo, un espejo que lo multiplicaba todo temblaba por
la corriente de aire. Pedro apuró el paso sin dejar de mirar a su alrededor.
Asombrado, veía que las paredes estaban tapizadas por cuadros renacentistas y
que colgaban objetos de madera tallados a mano. No había rincón sin adornos.
Todos aquellos objetos parecían conjugar con una típica casona virreinal. Ya en
el último umbral y al fijar la vista al fondo, notó que el jardín se encontraba
al final de la vivienda y que, desde allí, se divisaba a lo lejos la ciudad
iluminada por el sol. Con todo esto, cayó en cuenta de que la mansión estaba en
lo alto de un cerro poblado de hileras de frondosos árboles. Cuando llegaron al
jardín, Elena estaba de pie y de espaldas, dándole de comer a las palomas que
se precipitaban agitando las alas. Ella aparecía entera, moviendo las manos
para arrojar el maíz. Vestía una corta falda negra y llevaba el cabello suelto
hasta los hombros.
—Ellas
son mis compañeras y ellas saben mi felicidad y mi desdicha. Siempre vengo y
converso con ellas. Luego las despido y sentada en una de aquellas bancas
contemplo toda la ciudad. No creo que puedas imaginar cómo es el paisaje cuando
cae la noche…
Y
cuando terminó de hablar, Elena se volvió y se acercó a Pedro y le dio un
sonoro beso en la boca. Un enorme beso. Sorprendido, como víctima, él se quedó
quieto, pero con rostro de depredador.
—¿Me
extrañaste? —murmuró Elena muy cerca de su oído.
—A
usted no le puedo mentir… Sí —respondió soltando una enorme sonrisa.
Entre
el jardín y los arbustos del fondo, había tres bancas de madera equidistantes
que formaban una fila. Todas estaban adosadas a pequeños árboles y orientadas
hacia el horizonte. A unos pasos de estas, se abría una especie de profundo
precipicio. Se trataba de un paraje muy distinto a cualquiera que él guardara
en la memoria. A la izquierda y a lo lejos, una destartalada escuela que,
angosta, parecía una casa de cartón.
—Ven,
siéntate aquí —le dijo cogiéndole de la mano y llevándolo a una de las bancas.
Acto
seguido, Pedro llamó a la señora que le había abierto la puerta al inicio y le
pidió que trajera una botella de vino y unos bocadillos. A los cinco minutos,
regresó con el encargo.
Tras
beber la tercera copa, Elena se echó a llorar, inclinando la cabeza. Pedro
sintió una punzada de angustia, pero guardó silencio.
—Mi
vida es un calvario. Tres maridos, tres, y ninguno queda vivo. ¿Qué mal he
hecho para merecer tanto sufrimiento? Lo peor es que a los tres los amaba...
Sí, los amaba. Yo cumplía con mi compromiso de esposa e incluso devotamente iba
a la iglesia...
Elena
suspiraba con cada palabra. Sin poder contenerse, se aferró a Pedro. Así
estuvieron unos minutos, reflexionando.
—Vamos,
tienes que ser valiente. La vida es injusta a veces... Debes ser fuerte —le
dijo él, besándole la frente.
—Quiero
que te vayas... No soportaría otro muerto...
—Pero,
Elena... —pronunció su nombre por primera vez.
Ella
se apartó de sus brazos y se puso en pie.
—No
necesito tu consuelo... Por favor, márchate.
—¿He
dicho algo que te haya molestado?
—No,
nada... Me ha alegrado tu visita, pero debes irte. Tus manos y tu voz han
tocado mi corazón... Y no quiero eso... Así que vete.
—No
la comprendo. ¿Por qué huye de mí? Me deja como a un soldado herido y feliz.
Al
final, intentó tomarle la mano y estrecharla, pero ella se lo impidió. Al darse
cuenta de que todo era en vano, desalentado, se marchó.
Al
principio, no poder verla porque ella no se lo permitía fue muy doloroso para
él. Hizo miles de llamadas que solo respondía la anciana, pidiéndole que por favor
no insistiera...
Así
transcurrieron los días y Pedro tuvo que marcharse. Partir.
Ya
en Perú, puntualmente cada semana le enviaba una carta. Ella las recibía y las
leía en el jardín; de este modo llenaba el vacío de su soledad. Pedro nunca lo
supo, pues jamás obtuvo respuesta. Llegaba el fin de semana y volvía a
escribirle con la ilusión de que ella le respondiera.
Así
pasaron los años y él no volvió a saber nada de Elena.
En
diciembre, tras diez años, recibió una misiva. En ella le decía que dejaba España
para encontrarse con él. Pedro navegó por sus recuerdos como en un sueño,
colmado de dicha. La veía en el jardín con las palomas, ataviada con su vestido
negro y corto; recordaba con nitidez cada detalle de su figura. Por ello, se
sentía turbado y perplejo...
Sin
embargo, Pedro estaba casado, pero no tenía hijos. Aun así, esperó impaciente
la llegada de Elena. Había marcado la fecha exacta en un almanaque que colgaba
de una de las paredes de su dormitorio. Desde su cama, recostado y acompañado
de su esposa, veía aquel círculo rojo e imaginaba cómo sería Elena ahora. Su
obsesión lo llevaba a soñar con ella. En ese mundo onírico, disfrutaba de su
presencia paseando por un jardín infinito lleno de flores coloridas y árboles
inmensos que formaban una hilera al borde de un camino. Abrazados y sonrientes,
hablaban de su amor y del universo que lo engloba todo. Y que, a pesar de tanto
mundo y tanta gente, el destino los hizo coincidir en un lugar impensado.
—No.
No hay final… Nuestro amor no tiene límite —decía Pedro.
—Quiero
que nos detengamos aquí, y quiero que me escribas una carta… igual a aquella
que recibí la primera vez. Fue tan hermosa que me hizo llorar de alegría.
—Claro…
Pero no sé cómo se apellida…
—Sería
más sencillo si pusieras solo mi nombre… Mis apellidos son trágicos.
Cuando
estaban a punto de fundirse en un beso, sintió la pierna de su esposa
enlazándolo, devolviéndolo abruptamente a la cruda realidad. En ese instante,
la miró con odio, mientras la conexión con Elena se desvanecía.
A
partir de ese momento, solicitó a su esposa la posibilidad de dormir solo,
argumentando que su trabajo exigía una concentración total. Ella accedió sin
protestar.
Aquella
misma mañana, se apresuró a la peluquería y luego a un centro comercial, donde
renovó su guardarropa. Con el pelo recién cortado, la cara impecablemente
afeitada y ataviado con un traje elegante, se encaminó hacia el aeropuerto en
busca de Elena. Su apariencia resultaba extraña; la palidez de su rostro y el
cuidado peinado de estilo metrosexual lo convertían en un elemento destacado,
imposible de pasar por alto en cualquier rincón en el que se encontrara.
Elena
no hizo acto de presencia aquel día. Simplemente, no llegó. Abatido y
melancólico, regresó a casa y se vio envuelto en una acalorada discusión con su
esposa, quien le recriminaba el cambio en su apariencia.
—Tú
me engañas con otra mujer... Se nota en tus ojos —le espetó ella.
—No
molestes y deja tus celos estúpidos —respondió él con fastidio.
Así
transcurrió un año. Elena continuaba fijando fechas de llegada que nunca se
materializaban. Incapaz de soportar la creciente soledad, su mujer, agarrando
sus pertenencias, decidió marcharse.
Pedrito
se sintió aliviado; la separación no le afectó. Incluso se sorprendía a sí
mismo riendo solo al recordar a su mujer.
Hasta
que un día, recibió la impactante noticia de que Elena se había vuelto a casar
en España. Fue un golpe devastador. Esa jornada, como un hombre perturbado,
deambuló por su dormitorio, entablando un diálogo frenético consigo mismo hasta
altas horas de la madrugada. La traición lo hirió profundamente, resonando en
lo más íntimo de su corazón.
Buscando
solace en la lectura y la reflexión, se refugiaba en la biblioteca. Leía y
tomaba apuntes descuidadamente, sumido en esta rutina desde tempranas horas
hasta que el cansancio lo vencía. En su batalla contra el tiempo, caía rendido,
entregándose a los sueños. En esos momentos oníricos, la veía aproximarse
lentamente, con los brazos abiertos. Sin embargo, justo cuando el abrazo se
volvía real, algo lo despertaba.
Elena,
a pesar de no haber dejado de amarlo, sucumbió al miedo de perderlo y optó por
alejarse. Decidió casarse con el hombre que más detestaba. A partir de ese
momento, sumida en una tristeza que la convirtió en la protagonista de su propia
tragedia, esperó pacientemente a que el tiempo cumpliera su función.
Cinco
años transcurrieron y el esposo de Elena seguía vivo. Ella no entendía lo que
estaba sucediendo. Los otros solo duraron dos. Entonces pensó que la maldición
había sido vencida. No soportando más a su nuevo marido, cogió sus maletas y se
marchó al Perú en busca de Pedrito.
Pero
visto de frente, Pedrito se había convertido en un lector empedernido y en un
alcohólico total. En el umbral de la locura siempre hablaba frente a dos
espejos. Uno era el que lo miraba todos los días en su cuarto y el otro en el
bar del chino Pepe.
Fue
justo en este último en el que, aquella noche, decidió olvidarla para siempre.
Sus amigos le habían aconsejado que saliera más a menudo con ellos y se
olvidara de esa estúpida obsesión. “Viejo y huevón, ya deja de joderte la vida;
esa mujer nunca será tuya…”, le decían.
Aquel
día que les relato, Pedrito, luego de salir del bar e intentar encontrar a
Elsa, sin éxito, recorrió todas las calles hasta llegar a su casa. Presentaba
una expresión severa y fatídica. Después de entrar y acomodarse, se tiró en el
sofá de la sala y comenzó a electrocutarse los sesos. Por más que trataba de no
pensar, su mente no quedaba en blanco. Pero, por el cansancio y el alcohol, se
quedó dormido profundamente. Al rato, alguien empezó a golpear insistentemente
la puerta. Somnoliento, despertó pensando que seguía en el sueño. Entonces,
hizo como si no existiera aquel ruido y se volvió a dormir.
—¡Pedro,
estás allí…! ¡Pedro, ábreme la puerta…! Soy yo, Elena.
Como
en una pesadilla, de un solo salto se puso en pie y corrió a abrir la puerta.
Pero se detuvo antes de abrirla. El alcohol seguía en su sangre y le llenaba la
cabeza de laberintos. Sentía que podía estallar en cualquier momento. Sus ojos
parpadeaban sin parar. Pálido y con la boca entreabierta, pensó por un instante
que era la única opción que tenía. Por eso comprendió que aquella mujer que lo
llamaba solo era parte de este invisible laberinto onírico que ya no podía
soportar. Una música viva y violenta le llenaba todo el cerebro.
—¿Por
qué vienes a espiar mi soledad y mi sueño, mujer invisible? Será mejor que te
largues, no te soporto… —gritó.
La
voz, tras la puerta, insistía con su llamado. Sin pensarlo, como un loco, fue
hasta la cocina, cogió un cuchillo y al abrir, sin prestar atención, agitó la
mano empuñada y se lo clavó en el pecho. Luego, todo quedó en silencio.
Loro