domingo, 21 de julio de 2013

El bien y el mal

Era el sexto día de su creación y Dios paseaba sumido en sus reflexiones, inquieta la cabeza, moviéndola de un lado al otro y luchando con una necesidad creativa que no lograba conseguir. Se paseaba así por su paraíso engreído en busca de algo nuevo, algo que lo hiciera un lugar más atractivo, más acorde con su forma de ser. Al rato de caminar dando vueltas, llegó a un campo abierto y se encontró con una variedad de animales que, dispersos y quietos, lo quedaron viendo. Inmediatamente, a uno y otro lado, los animales caminaron y se abarrotaron frente a un árbol. Dios se detuvo, volvió la cabeza hacia ellos, se rasca la entera barba blanca y se quedó observándolos por un momento, los examinó, de pie, sostenido en un cetro con insignia de metal muy resplandeciente, dio media vuelta y se dirigió al grupo; luego, entrecruzando las piernas, tomó asiento sobre la hierba y soltó una sonrisa lacónica sin saber qué hacer ni qué decir; solo se atrevió a sobarle la cabeza a uno de ellos.

Después de jugar unos minutos con su creación, Dios se levantó y les dijo:

—¡Oh, hijos míos! Ustedes existen porque los veo y los toco, son seres animados; pero es una pena, es imposible conversar con ustedes… —diciendo esto, les dio la espalda y se retiró.

Al poco tiempo de ingresar a un matorral, Dios se tropezó con un querubín que estaba sentado sobre el tronco de un árbol seco, con la cabeza gacha y las alas caídas, meditando.

—¿Por qué tan pensativo, hijo mío? —le dijo Dios.

El querubín, confuso, alzó la vista y le cogió suavemente la sotana blanca y luminosa. Entonces le dijo:

—Me es imposible vivir de forma infinita sin tener que trabajar mi mente… Me aburre la monotonía que existe en el Paraíso, y también solo ser la cara oculta de usted. A veces tenemos que fingir que somos felices y que nada nos hace falta. No tenemos ninguna tarea propia ni que hacer, y menos entretenernos rascando las ideas que nos están vedadas… Ni ombligo tenemos. La obediencia no es felicidad…

—Detente un minuto, Lucifer; ¿me estás diciendo que no sabes vivir sin tener que trabajar tu mente?

El querubín, avergonzado, agita la cabeza y mira alrededor, intentando llamar su atención. Entonces ejecuta una sonrisa parca, como queriendo explicar algo más; vuelve la cabeza y se da cuenta de que sus conceptos son una verdadera conspiración. Entonces hace un nuevo esfuerzo y se atreve a contestar con voz sufrida:

—Por desgracia para usted, que es nuestro creador, sí…; pero hay que vivir como Dios manda…, con absolutas ideas prefabricadas, yendo de aquí para allá, como simples secretarias, como simples ministros… o simples ayudantes en la creación. No me agrada ser solo un operario divino…

—¿De veras? —pregunta Dios, tratando de tomarlo a broma, pero sonriendo con irritación.

—Me fastidia no poder contar mis sueños, no poder enojarme… De todos modos, no tiene sentido. La creación es absolutamente suya…

—Cuéntame, ¿qué soñaste?

—Soñé que era un creador. En mi sueño creaba a un ser muy parecido a nosotros, pero más parecido a usted, mi señor, porque no tenía alas…

—¡Mira! —grita Dios—. Del cuarto día he creado primitivas estrellas para que me ayuden a culminar mi creación… Observan desde entonces todo, ¿y así me pagan? Puedes lograr imaginar o soñar la creación de un ser, pero nunca podrás imponerlo en la realidad. Esa no es tu tarea, esa tarea es solo mía.

—Ya lo creo, mi señor… La realidad es solo suya. Pero, por favor…, los otros no tienen la culpa, ellos piensan y sueñan diferente. No los pongas en el mismo saco… Solo digo que en mi sueño mi creación no tiene ningún defecto de fábrica. Son a imagen y semejanza de usted. Son perfectos.

—¿Qué quieres decir con eso?...

—Que a buen entendedor pocas palabras…

—¡¿Cómo?!      

Tanto se enredó la cosa que Dios perdió la paciencia.

—Te has atrevido a negarme en tu mundo onírico, pensando, creando. Como castigo voy a ordenar a tus hermanos que te encierren en el Paraíso número siete, el que se encuentra en Alfa Centauro. Y les diré que te dejen solo, para que medites un siglo lo que me acabas de decir. ¡Yo soy el génesis, soy Dios!… ¡Carajo, no se conforman con lo que uno les da!...

—¡Señor, ten piedad de mí! Se me había olvidado que la democracia aún no existe… Perdona mis trivialidades subjetivas, propias de un ser inferior a usted.

Dios miró a su alrededor, arqueó las cejas y se fue de manera misteriosa, refunfuñando, colérico y con el resplandor de su cuerpo que se hizo aún más inmenso, abarcando todo el paraíso. Se reflejaba en el mar y en los ríos, y en el rostro de Lucifer.

Sin saber por qué, Dios, por primera vez, se hizo preguntas:

—¿Qué hacer? No puedo negar que la mente es capaz de crear sus propias ideas. Este sí que me la puso difícil… —se dijo mientras se alejaba aturdido.

Con visible turbación, se puso a meditar con la cabeza gacha. Caminaba dando vueltas en el Paraíso, hasta que al rato se detuvo, agitó la cabeza y suspiró lentamente. Por primera vez, no sabía qué hacer. Entonces se puso a rezar. Rezó con mucho fervor; y de pronto, se le prendió el foquito.

—¡Claro! Eso es… Este me ha dado una idea… ¡Claro! —exclamó emocionado.

Después de no discutirlo mucho, Dios creó a Adán, un imberbe, a su imagen y semejanza, en la tarde y la mañana del sexto día de toda su creación.

Este cromosoma, creado de barro y al que se le insufló el aliento de vida, comenzó a vivir deambulando por el Paraíso. Deambulaba desde el primer rayo de sol hasta el último, sin tener nada que hacer y sin enfermarse. Aburrido, casual, sin sexo, celular ni internet, y sin poder comunicarse con nadie porque no sabía hablar y tampoco tenía lengua propia —literalmente hablando—, se puso a fabricar objetos que le dieran placer. Cogía ramitas y pajillas para hacer muñequitos parecidos a él. Dios, al verlo tan solo y jugando tranquilamente sobre una alfombra de pasto fresco y verde, se apiadó de él.

—Este se me va a estropear… —pensó—. Adán, ven para acá. Dime, ¿quieres que alguien te acompañe? ¿Deseas compañía?

—Yu guan a guman tu guey, mu, ti, ti, ti…

—¡Qué carajo querrás decir! Pero igual lo crearé… Acuéstate, ponte en posición lateral… Tengo que intervenirte.

Adán, boca abajo sobre su estómago, con el rostro encendido y exaltado, balbucea:

—Yu, un, un, un…

—No lo tomes a mal, el sexo aún no existe, cojudo… Voltéate no más, da media vuelta.

Diciendo esto, Dios hizo aparecer, para tal intervención, un rudimentario instrumental quirúrgico. Para mala suerte de Adán, empezó a llover. Entonces, de la nada, apareció una sala de cirugía mayor. Adán se quedó quieto, pero por primera vez tuvo miedo al ver tanto instrumental quirúrgico y a un solo personaje a su lado. Luego de pronunciar varias lisuras, Dios lo calmó, bisturí en mano y con mucha precisión, le hizo una incisión en el costado izquierdo de la pared torácica, desinfló el pulmón y le extrajo una costilla. Acto seguido, con los ojos llenos de lágrimas, Adán dio un grito que se escuchó en todo el paraíso.

—¡Sooó, quieto!... ¡Carajo! Me olvidé de la anestesia… ¡Qué falta de tacto! Se me olvidó crearla… Igual, he tenido que sacarte una costilla… Y es una buena costilla, la más grande, como tiene que ser: verdadera, hermosa y curvilínea.

Y así fue creada la mujer, fiel y leal al hombre. Bueno, eso creía Adán.

Cuando ya la noche era oscura y llovía a cántaros, vinieron volando muchos querubines con la noticia de que habían dejado a Lucifer en el Paraíso número siete.

—Sus órdenes han sido cumplidas, señor —dijeron a coro.

—Muy bien. Las órdenes se acatan sin dudas ni murmuraciones… —dijo Dios, esbozando una seria sonrisa.

Y así fue como Dios vio todo lo que había hecho y se alegró sobremanera.

En la mañana del séptimo día, Dios terminó lo que había empezado. Fueron acabados el cielo y la tierra y todo lo que quedaba por culminar.

—Bueno, lo que queda de este día lo dedicaré a Mi Sagrada Familia. Se me pasó la mano. Había planificado no trabajar este día… Siempre falta algo a última hora… Nadie es perfecto.

Dicho esto, se dispuso a descansar.

Aquel mismo año, mes, semana o día (¿?) por la mañana, Adán se despertó con un inmenso dolor en la espalda. Se puso de pie, cogiéndose la cintura, moviendo la cabeza y mirando hacia todos lados. Por más que buscó a Dios, no lo pudo encontrar. Temerosamente, miró hacia el suelo y vio a un ser acurrucado junto a él. Lo tocó, dándole suaves palmaditas en el hombro. El ser saltó, se replegó y se escondió detrás de un árbol. Mientras lo miraba aterrorizado, se contrajo y su frente se arrugó de puro miedo. Súbitamente, el ser se dio media vuelta y lo quedó observando con una carita angelical. Entonces Adán, señalándolo con un dedo y balbuceando un castellano agringado, casi como un indio mezclado con francés, le dijo:

—Tú, ¿quién eres? Yo no te conozco.

El nuevo ser sacudió la cabeza y se sujetó las manos. Trató de reconocer el lugar. Se puso de pie y deambuló sobre aquella tierra colorida y elemental, llena de hierbas. Al principio parecía perdida, ya que la luz del día le producía una especie de mareo. Luego recuperó la memoria, se atrevió y se acercó a él. Detenida, le jala de las orejas y le grita:

—Déjate de tonterías, ¿no ves que soy tu complemento? Soy tu compañera, tu mujer, el caprichito que le exigiste a nuestro creador. Soy Eva. Di qué quieres y yo te complaceré.

—¿Capricho?... ¿Qué es capricho?

—Esto es estúpido. Pobre ser, ¿no sabes que por mi culpa te han dado el habla?... ¿No sabes lo que ha pasado aquí?

—No. Yo no sé nada. Pero tú eres Eva… Ah… Eva… ¿Quieres jugar conmigo?

—¿Y a qué quieres jugar? —preguntó Adán.

—Al papá y a la mamá… —respondió Eva.

—¿Cómo?... Ese juego no lo conozco… ¿Cómo se juega eso? —inquirió Adán.

—Yo tampoco lo conozco… Lo digo por instinto… —contestó Eva.

—Qué carajo… ¿Hablas tú o tu inconsciente? —exclamó Adán desconcertado.

—Hum... Lisuriento salió este pendejo. Por suerte, Dios me advirtió que tú fuiste creado a partir de algo inorgánico y por eso tu razonamiento es lento y estúpido. Yo soy Eva, la mitocondria, la orgánica, porque nací de algo orgánico… A Dios le costó muchísimo que tú llegaras a ser orgánico y un miserable cromosoma Y. —replicó Eva.

Adán reaccionó y examinó a Eva de arriba abajo. Observó su casi perfecto rostro y unas nalgas atractivas, memorables e integras, lo cual le provocó tocarla.

—No sé qué quieres decirme… Pareces un ángel, eres muy hermosa. —dijo Adán.

Eva, sonriendo discretamente y reconociendo lo que Dios le había dado, respondió:

—¡Epa!, ¿qué crees que vas a hacer?… Este cuerpecito se mira, pero no se toca.

—Intento ser paciente, pero no un intelectual, tampoco soy un hombre de las cavernas. ¿Por qué el Señor te ha creado tan imperfecta? —dijo él con una sonrisa sarcástica en el rostro.

Adán era eternamente práctico, grosero, infeliz e insatisfecho. Su creador lo había hecho así. Dios no había introducido el sexo, los cuernos, la muerte, ni el espíritu santo ni las formas arcaicas del amor y el sentimiento. Además, no tenían órganos sexuales. En ese preciso momento, no se embarcaban en la tontería de discutirlo.

El tiempo transcurría y se iban conociendo. Mientras esto sucedía, Eva le otorgaba, mansamente, la atención que se merecía: le brindaba caricias prefabricadas y lo mimaba como a un niño. Solo lograban agradecerse el uno al otro. Para Eva, era como si hubiera adoptado a un niño. Para Adán, como si le hubieran dado una muñequita con quien jugar.

Finalmente, se convirtieron en la primera pareja formal del Paraíso, pero vivían descontentos de tanto tocarse sin llegar a nada. No sabían lo que era el amor ni hacer el amor; además, hablaban idiomas diferentes y les faltaba una conexión. Una noche, mientras dormían placenteramente y con las piernas entrelazadas, Dios les creó, sin que ellos se dieran cuenta, los irrespetuosos órganos genitales.

Al despertar a la mañana siguiente, Adán sintió que algo le sobraba. Volviendo la vista hacia abajo, vio que tenía algo peludo y colgante. Al mirar a Eva, se percató de que ella tenía una hendidura entre las piernas, llena de vellos negros y ondulados, formando un hermoso triángulo equilátero. Además, presentaba dos hermosas prominencias en el pecho. Esto lo emocionó tanto que su nuevo objeto se puso erecto en pocos segundos. Sin saber qué hacer, Adán tocó el nuevo órgano, agitándolo con inspiración divina y provocando la primera masturbación en el Paraíso. Esto le resultó muy placentero.

Sobresaltado, se inclinó y despertó a Eva de un solo tirón. Ella, somnolienta, le dio un codazo en el estómago.

—¿Qué carajo quieres? Deja dormir…

—¡No, así no, pe…! —exclamó Adán, tratando de respirar y sobándose el estómago—. Mira… Dios nos ha dado dos cosas nuevas. Por favor, ayúdame a saber para qué sirven. Quiero que las estrenemos juntos… —añadió.

—¿Qué? ¿Quién me ha hecho este corte? Dios se ha olvidado de cerrarlo. No puede ser. Parece una cueva. —dijo Eva llevando sus manos hacia ese lugar y tocándolo suavemente de arriba abajo. Sus dedos temblaban tanto que sentía agitada la respiración. Sus ojos se tuercen y sus piernas desean juntarse. También le resultó muy placentero.

Así transcurría el tiempo en el Paraíso para Adán y Eva. Ahora disfrutaban de la agradable atmósfera que Dios les había dado al proporcionarles sus nuevos regalos, que utilizaban de manera reiterativa. Pero, por desgracia, en el Paraíso también se encontraban la suegra de Adán, es decir, la serpiente; el árbol de la ciencia del bien y del mal, que era un manzano; y también un jardín botánico muy similar al Amazonas o al Jardín Botánico de San Fernando, con plantas decorativas y loros alborotando por todas partes. Era un lugar hermoso que Dios se guardaba para sus días de descanso o de ocio, los cuales eran muchos.

Dios, viéndolos corretear por el Paraíso, libres y al margen de todo, acudió al mencionado Jardín del Edén, los llamó y les dijo que podían jugar o tomar cualquier cosa que allí existiera, pero bajo ninguna circunstancia debían tomar el fruto del manzano y menos aún comerlo.

—Confío en ustedes, no me fallen. Todo está desprotegido; así que están advertidos —dijo Dios y desapareció como el genio de Aladino.

Percibiendo abstractamente las palabras de Dios, porque la tarde le era íntima e infinita, Adán le echa un ojo a Eva. La ve hermosa y atrevida, está excitado. De pronto, se estremece. Y para evitar que Eva se dé cuenta, va a conseguir leña. "Hoy me toca", se dice soltando una sonrisa. "No le duele la cabeza, ni tiene la vagina inflamada, así que no me va a dar forata; pero quiero que lo hagamos junto a la luz y al calor de una hoguera".

Al rato, sin que Adán se diera cuenta, la serpiente, que había escuchado agazapada y atentamente a Dios, se acerca a Eva. Esta se encontraba en el fondo de unos arbustos, donde olfateaba en el aire las flores con fragancias que la excitaban. Cuando estuvo a unos pasos, pavoneándose, le ofrece un abanico, diciéndole:

—Quiero conversar contigo.

—¡Ah, sí!... ¡Vaya, puedes hablar! ¿Cómo es posible? Solo Adán y yo podemos hacerlo... Aunque es difícil entendernos. Nuestros lenguajes son disímiles.

—Es que he comido del fruto prohibido...

—¿Del fruto? ¿Cuál fruto? Me deja intrigada... Pero ¿en qué puedo servirte? —le pregunta, cogiendo el abanico—. Aunque no se hubieras molestado, Adán me regaló uno igual.

—Sí, pero este está hecho de plumas de águila... Pero bueno, perdóname que venga a molestarte... No pude dejar de escuchar lo que Dios les ha dicho. Por eso sé que les ha prohibido coger algún fruto del árbol de manzano. Eso les ha ordenado para que ustedes no sean como él, todo poderosos. No seas tonta, no le hagas caso y come la manzana que te ofrezco y que he cogido de aquel árbol.

Eva, que era muy ambiciosa y nada ingenua, recibe la manzana y la prueba, pensando que se convertiría en la Mujer Maravilla con superpoderes. Más tarde, a la llegada de Adán, ella le ofrece probar el trozo de manzana que dejó, para que también se convierta en superpoderoso; o sea, en Batman. Pero Adán no quería probarlo por miedo a las palabras de Dios. Entonces, Eva le profirió estas célebres palabras:

—Ok. Si no haces lo que yo te digo, mis dolores de vagina y cabeza serán eternos. Y no podrás probar nunca más lo bueno y lo hermoso que salta a la vista —. Eva le dijo esto, mientras inclinaba sensualmente el cuerpo para coger unas flores del Jardín.

Haciendo tripas corazón y sin pensarlo dos veces, Adán se llevó la manzana a la boca y se atragantó con ella.

Luego, los dos se fueron a su guarida a pasarla muy bien, intentando así simular que nada había ocurrido. Adán encendió la hoguera y Eva colaboró con las flores más hermosas del Jardín. Estaban allí, sentados, conversando cosas sin sentido. Él, de espaldas a la fogata, sonreía sin dudas, y ella, bajo el fulgor titubeante de la luz, lo miraba con ternura y curiosidad.

—No hablemos más —murmuró Eva.

—Sí, tienes razón... Es un día muy extraño —dijo él, con un tono desconcertado—. Tú misma sugieres que lo haga sacando la lengua. Por eso me sorprendió sentir tu saliva en la manzana.

—Dejémoslo como está. Ya no eches más leña al fuego. La conversación puede ponerse muy difícil.

—Sí. Mejor dejémoslo así. Mejor entremos; la fogata está cerca del ocaso y el frío congela.

—¿Cuál frío? No hace frío —dijo Eva... ¡Hombre, tenías que ser hombre...!

Ya en el interior de la cálida cueva, ella arqueó las cejas y le dirigió unas palabras un poco subidas de tono; él, inmediatamente, salió para asearse en las aguas cristalinas de un riachuelo que estaba muy cerca del aposento. Luego volvió al interior y se tendió junto a Eva sobre unas pieles de carnero, muy tupidas, que les servían de cama.

Esa noche la pasaron tan bien que ambos se quedaron profundamente dormidos, uno al lado del otro, y como Dios los trajo al mundo.

Esa misma noche de primavera, clandestinamente, Dios les hizo una visita cálida y fatal, porque apareció sin aviso previo. Quería saber lo que estaba pasando allí. Venía vestido de manera diferente a lo habitual, llevaba un largo vestido negro y empuñaba un cetro que más parecía un bate de béisbol.

—¡Despierten! —gritó—. ¡Lo que han hecho es horrible, no tiene nombre! —volvió a gritar.

Al instante, el Jardín del Edén se sumió en silencio. La primavera desapareció. Se originó una tormenta, pero los rayos no originaban truenos, las gallinas no originaban ni un pío, solo se oía caminar muy despacio a las hormigas, que eran miles, por no decir un montón.

—¿Quién se ha atrevido a comer de mi árbol prohibido?... ¡Quién, carajo!... —preguntó y exclamó Dios dirigiendo la vista a los dos calatos que dormían muy placenteramente.

Desesperados y viéndose desnudos, intentaron cerrar la puerta, pero no la había. Entonces corrieron a esconderse en el armario, tampoco había. Adán se puso de color rojo y volvió la cabeza hacia Dios, tratando de hacerse el muy hombrecito. Quería hablar, pero un pedazo de manzana, quieta en la mitad de su garganta, se lo impedía. Ronco, con la cabeza caída a un lado y cubriéndose la vergüenza con las dos manos, finalmente logró balbucear unas palabras:

—¡Sí, ella! Ella invitarme...

Dios se volvió hacia la mujer, señalándola.

—Esto es horrible... ¡Por qué tú, desdichada!...

—Yo, señor, no señor; fue la suegra de Adán. Esa, la que le lustra a usted las chancletas: la serpiente.

—¿Suegra? No hay suegra en el Paraíso. ¡Imposible!...

Eva, de unos veinticinco años de edad, morena, de ojos claros y frente cubierta de un hermoso cerquillo, bajó la voz y respondió:

—Señor, sufro de sonambulismo, tal vez me he equivocado, todo ha sido un pesado sueño. Soñé que mi suegra, en forma de serpiente, había llegado a mi cueva con una manzana en la mano y me la ofreció.

—¿Es tu suegra o la suegra de Adán?

—Como usted comprenderá, suegra hay una sola, y es aquella, la que está siempre escondida tras la maleza de mis pesadillas, agazapada, siempre a mi izquierda, como si fuera una sombra de miedo... ¡Oh, Dios! Tal vez fue mi alucinada imaginación...

Al escuchar esto, Dios elevó la vista al cielo juntando las manos, como quien se dispone a proferir algo malo. Les dijo:

—Yo sé cómo interpretar tu "cantinflada". Es un laberinto invisible que solo existe en tu cabeza. Yo soy el Alfa y el Omega, y sé lo que han hecho. Aunque para aminorar su castigo, solo les voy a decir que la serpiente, que cree saber más que yo, me la pagará... Bueno, abundante imaginación es la que van a necesitar fuera del Paraíso, ya que acaban de tragar la fruta que representa el trabajo y la muerte... Se terminó para ustedes la buena vida. Tomen esto, arrópense y cúbranse, porque fuera del Paraíso van a tener frío, y el viento y la intemperie los van a llenar de enfermedades. Además, tú vas a llevar el embarazo de la manera más incómoda y parirás con el dolor más profundo que ninguna especie haya sufrido, y lo peor, tendrás que soportar a tu pareja hasta que la muerte los separe... Tú, Adán, no te me escapes, el zángano, el haragán que yo creé no lo será más, desde ahora serás un hombre totalmente desposado, responsable, cumplidor, y tus manos tendrán que producir el alimento para tu hogar durante toda tu vida... ¡Te jodiste! Del polvo fuiste creado y en polvo te convertirás.

Dicho esto, y levantando el dedo índice, los expulsó del Jardín del Edén, colocando en el umbral de la entrada a un querubín armado con una blandiente y aparatosa espada de fuego.

—Por ningún motivo dejarás entrar a estos dos, aunque se crean "Jasón y los argonautas". ¡Palabra de Dios!... No quiero tenerlos nunca más ante mi vista.

Así, después del monólogo conmovedor, Adán y Eva, con sus vestidos alucinantes que expelían un fétido olor a cuero mal curtido, tuvieron que dejar el Paraíso. Partieron mirando con malos ojos a su creador y haciéndole saber con sus miradas que ellos no eran culpables.

Durante la caminata, agitados y desorientados, la pareja no hallaba señales de nada; finalmente decidieron detenerse a descansar. Fuera del Paraíso, el entorno era completamente inhóspito, y el hambre y la sed se volvieron insoportables. Bostezaban sin poder disimular su cansancio.

—¿En qué piensas? —preguntó Eva.

—Si esto se prolonga un día más, no sé qué vamos a hacer. El sol nos está achicharrando... ¡Tenemos mucha hambre, mucha sed! —contestó Adán.

—Busquemos un lugar para guarecernos —dijo Eva.

Y se echaron a trotar, gastando sus últimas fuerzas. Iban en busca de un refugio, como condenados a muerte y sin ninguna esperanza de ser indultados.

Así llegaron a una estrecha cueva de techo bajo y de ligera pendiente, en la que descansaron por primera vez del inclemente sol abrazador. Inmediatamente se quitaron los vestidos, que se habían hecho más pequeños por el calor total, y se volvieron a ver desnudos. Soledad, sol, arena y viento... A pesar del cansancio, estaban excitados. Así que no perdieron tiempo y se desparramaron, revolcándose y haciendo gala de sus aprendizajes en el Paraíso.

Al amanecer del día siguiente, se levantan pensando que aún siguen en el Paraíso. Salen de la cueva y se dan cuenta de que la pesadilla continúa. Para su felicidad, la providencia hizo que cerca de la cueva hubiera un riachuelo. No se parecía en nada al cristalino río que había en el Jardín del Edén, el cual recordaban de sus días de veraneo cerca del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal, y del otro árbol, el Árbol de la Vida, que tenía unos cuatro metros. Pero algo es mejor que nada.

—Tengo hambre. He agotado todas mis energías en tu último orgasmo... ¿Por qué Dios te hizo multiorgásmica? Así no es... —dijo un agotado Adán.

—Y eso que me faltó uno... ¡Te quedaste dormido, carajo! —farfulló Eva.

De pronto, Adán se echó a llorar ante la simplicidad de los hechos.

—Mi situación es terrible. No sé trabajar, no sé hacer nada. ¿Qué hago ahora?

Eva se pone en pie y comienza a dar vueltas alrededor de Adán. Su mente trabaja sin descanso. Mueve el cuerpo, se da una palmada en el brazo y finalmente encuentra la solución.

—Dios me hizo multiorgásmica... Eso solucionará nuestros problemas. Tengo que encargarme de esto —se dice a sí misma—. Espérame, no te vayas... Ya vuelvo —dijo ella, sonriendo.

Diciendo esto, Eva se encamina hacia el Paraíso mientras Adán permanece sentado e inmóvil junto a la puerta. Los rayos inclementes del sol golpean directamente su rostro.

Una vez allí, Eva se encuentra con una enorme puerta de madera que bloquea el paso al interior. Coge una piedra y la golpea con fuerza. Después de un rato, oye que la puerta se abre y el querubín asoma la cabeza, exclamando:

—¡Tú por aquí! ¿Qué diablos quieres?

—Por favor, déjame entrar para recoger las frutas que se están pudriendo. Adán está muy débil, con los ojos cerrados, al borde de la muerte. No seas malo... Solo necesitaré unas cuantas para engañar al estómago durante unos días. Él me ha prometido que luego comenzará a trabajar, a hacer algo... Escucha mi súplica. Sé que tú eres bueno.

—¿Crees que soy un querubín cualquiera? No. No, no... Jamás podría desobedecer una orden de Dios.

Para templar el humor del querubín, Eva se descubre los senos y se los muestra.

—¡Maldita! ¿Qué estás haciendo?... —grita el querubín.

—Toma, llena esta manta que cubría mis senos con frutas y alimentos... Dios nos ha prohibido la entrada, pero no ha prohibido que tú me las des, ¿o sí?

Al contemplar a Eva desnuda, el querubín visualiza cómo resaltaría ella en los titulares sensacionalistas de los tabloides peruanos, al tiempo que su imagen se multiplica en el reflejo de sus ojos. Solo puede articular:

—Pero ¿qué gano yo? Si Dios se entera, será mi ruina.

Eva se acerca a él, sin límites, sonriente, enseñándole los dientes amarillos. Se detiene frente a él, le estrecha la mano y lo lleva hacia sus senos. Luego, se echa a reír como loca y le entrega la manta de cuero. El querubín, parado como un monstruo momentáneo y casual, se hace un millón de preguntas que no concuerdan entre sí, todas pertenecen a diferentes espacios y tiempos, por lo que no puede imaginar ser humano. Eva se agacha y aprovecha para tocarle debajo. El querubín, como autómata, abre las piernas y su rostro se llena de fuego.

—¿Te gusta? —pregunta Eva.

—¡Ji, ji, ji!... ¡Increíble, incomprensible!... Mira —contesta—. Está bien, está bien... Llenaré la manta con alimentos. Pero terminemos esto en aquel matorral que está por allá, a la derecha.

—De acuerdo. Vamos —responde Eva.

Ya es de tarde. El sol proyecta en el matorral una inquietante claridad, aunque deja ver una pequeña sombra. Después de un rato, las apretadas ramas se alborotan como si fueran sacudidas por el viento. Apenas cubiertos por el matorral, el querubín agita la espada, agita las manos, agita todo su cuerpo, convulsiona. A pesar del miedo, está totalmente excitado.

—¡Oye viejo, estás duro, muévete un poco más...! —grita Eva—. ¡Adán se mueve mejor sin alimento...! —vuelve a gritar.

Media hora después, el querubín, quien estuvo a punto de sufrir un ataque cerebral, regresa al Paraíso en busca de alimento. Apenas logra mover las piernas y siente la cabeza relajada y vacía. No posee capacidad para concentrarse ni deseos de entablar conversación con nadie.

Regresa después de un rato en dirección a Eva. Lleva en sus manos la manta, que está llena de alimentos de diversos colores. Es un personaje alado de gran altura, fornido, piel y ojos claros, con una gran melena rubia que le llega hasta los hombros, un auténtico vikingo. Habla consigo mismo. "Ay, si Dios se entera...", dice. Allí, cuando está muy cerca de Eva, en medio de esa inmensidad inhóspita y solitaria, le entrega las provisiones. Luego inclina la cabeza para darle un pequeño beso en la mejilla y husmear aquellos hermosos senos.

Y así surgió el gran idilio entre el querubín y Eva. También fue el primer cuerno que marcó la larga senda que el hombre recorrería hasta nuestros días.

***

Eva camina sin cesar, de vez en cuando se atreve a conversar consigo misma. "Dios mío, ¿qué he hecho?", dice. Al llegar a la cueva, ese lugar ardiente y tétrico, nada ameno, deja abandonada la manta en el suelo, en el umbral de la entrada. Despierta a Adán, agarrándolo del hombro.

—Mi misión está cumplida. He traído comida...

—¡Dios mío, eres admirable...!

Acto seguido, Adán se sirvió un poco del contenido que había en la manta. El entusiasmo de Adán era tan grande que a Eva le dolía. Para ella, era la primera vez en su vida que se sentía así: una traidora.

Mientras se alimenta en el interior de la cueva, sentada junto a Adán, con el pecho al descubierto y a solo dos pasos de la entrada, no aparta la mirada de lo que sucede allí; está visiblemente perturbada. "Ay, Dios, ¿y si se entera...?" se pregunta una vez más. Esta inquietud persiste hasta que, después de un tiempo, se acuesta en el suelo y cae en un sueño profundo.

Durante dos años, Eva iba de la cueva a la puerta del Paraíso. Sus visitas se volvieron cada vez más frecuentes, casi a diario. El querubín se había encariñado tanto con Eva que se aseguraba de que no le faltara nada. Se decía a sí mismo que existían cosas milagrosas, dignas de Dios, y que debían ser experimentadas.

Un día, Eva regresó con una pesada carga, cuidadosamente atada a su espalda. Sentía náuseas y salivaba en exceso. Tenía los pechos sensibles y un fuerte dolor en el vientre que le dificultaba caminar como de costumbre. Al verla en ese estado, Adán adivinó lo que estaba sucediendo.

—Mujer, ¡estás embarazada! Déjame ayudarte...

—Sí, toma... Asuuú... Tengo un dolor de cabeza y muchas ganas de vomitar... Que para qué te cuento. El vientre me ha crecido mucho, parece que voy a reventar... Hoy el querubín se molestó conmigo...

—Y, ¿por qué? Tal vez se dio cuenta también.

—No sé. Pero mejor no hablemos de eso...

—Mira, ya tenemos animales domésticos y un hermoso huerto. Ya no es necesario que vayas al Paraíso a pedir dádivas.

—Me parece bien. Ya me estaba aburriendo de ti porque te creía un inútil.

Después esto, Adán se había convertido, simplemente, en un hombre laborioso que criaba una variedad de animales, recogía forraje, recolectaba frutos, cultivaba su granja, quitaba piedras, arreglaba la cueva, barría, cocinaba y cumplía con todos los caprichos de Eva. No les faltaba nada. Incluso de vez en cuando tenían sexo otoñal y muy bien planificado, arreglándoselas con posiciones poco convencionales. Ahora hablaban el mismo idioma; Eva había descubierto la clave del matrimonio amoroso y duradero, se había esforzado en aprender el balbuceante idioma de Adán. "Soy bilingüe, con esto lo tengo agarrado de los huevos", se decía.

—¿Qué nombre ponerle? —pregunta Adán.

—¿Qué te parece Azrael o Rafael?

—Esos son nombres de querubines... La verdad es que estoy “caín” de imaginación.

—¡Eso! ¡Ese es! Caín.

—¿Caín?...

—Se llamará Caín y punto...

—Bueno, si tú lo dices...

Así, para ambos, los siguientes días fueron días de prueba, días sin descanso, hasta avanzado el otoño. Adán perseveró en el acondicionamiento de su morada y lo tenía todo preparado para lo que vendría. Y así llegó Caín, y ese fue un día memorable para los dos refugiados. A los pies del camastro estaba sentado un Adán que entreabría los ojos y suspiraba, mientras Eva cogía al recién nacido con las dos manos y los brazos estirados. Lo observaba con curiosidad infinita. Por eso, sin contenerse, logra gritarle:

—¡Ah, Caín, hijo mío, soy la mujer más feliz del universo...!

Así comenzó una nueva vida para el primer matrimonio del mundo. Solo había una pequeña cosa que le disgustaba a Adán: su compañera hablaba muy a menudo del querubín que cuidaba la puerta del Paraíso. Pero no cabía lamentarse; al fin de cuentas, tenían un hijo y eso le bastaba para llenarlo de felicidad.

Muchos animales iban a ver al recién nacido cuando él no estaba. En sus lenguas, le decían a Eva que no se aprovechara del tonto de Adán. Lo llamaban con nombres que solo ella comprendía. Por eso, molesta, les arrojaba piedras.

—Lárguense de aquí, pedazos de sinvergüenzas... —les gritaba.

Hubo que esperar un corto tiempo para que Eva lo comprendiera. Entonces, ella le enseñó a Adán a hablar bien su idioma. Con trozos de carbón, dibujaba las palabras y se las hacía comprender.

Adán, con harto esfuerzo, aprendió el idioma de su mujer. Por entonces, presentaba una gran barba crespa y negra y un rostro oscuro y afilado, que parecía más bien el reflejo de un espejo curvado. Pronto aprendió a salir por varios días en busca de alimento y, a su llegada, velaba amorosamente a su mujer y a su hijo recién nacido. Tenía que preocuparse de una vida más, pero las compensaciones, a la vuelta, bien valían la pena. Siempre llegaba con una gran provisión de comestibles. Eva, orgullosa y completamente feliz, juntando las manos, exclamaba: "No lo puedo creer... Quién lo diría".

En este y otros aspectos, Adán se comportaba como un esposo maduro. Aunque era parco en palabras, siempre se mostraba amable y le mostraba su amor, o como se quiera decir, a Eva.

—¿Qué iba a decirte? ¡Ah, ya!... Dale un ojo a la olla, mira si ya están cocidas las papas.

—Sí, mi amor... Lo haré.

Después de hacer esto, le dio un beso en la frente y salió a trabajar la tierra y a ver a sus animales.

"Creo que estoy loco, es innegable lo que siento por Eva; es bien dicho que el amor hace sabio al necio", dijo.

Un día, Adán llenó de provisiones una manta de piel de cabra y, echándosela a la espalda, fue al encuentro de Eva, que en ese momento estaba al otro lado de la cueva, jugando con un Caín de dos años.

—¿Cómo? ¿Te vas otra vez? —preguntó Eva.

—Sí. Tengo que hacerlo. Las cosechas de nuestras tierras tienen para rato y las provisiones se nos están terminando. Voy a hacer una visita larga al campo que está al otro lado de las montañas. Allá hay un río. Traeré los peces y frutos que pueda encontrar.

—Ok. ¿Cuántos días te llevará eso?

—No lo sé, creo que una semana.

Diciendo esto, Adán le dio la espalda y partió.

Ella, de nuevo, estaba sola. Caín jugaba jalándole la cola a una cabra. Estaba sola y la soledad la entristecía, pero su vigor y empeño en el trabajo hacían que esta soledad no fuera trágica. Se ocupó hasta la noche, bañó a Caín y luego terminó de hacer la comida. Después de esto, se dirigió al lecho para acostarse. El lecho estaba en el suelo y ella se tumbó con la ropa puesta y se abrigó con una manta, quedándose dormida dulcemente. Pero Eva roncaba y eso no le importaba a nadie.

Soledad y silencio. Solo el ruido de los ronquidos de Eva y de los insectos hacían que la noche se sintiera acompañada. Y de pronto, Eva saltó sobre la cama y se estremeció al oír los pasos acompasados de un intruso. En cuclillas, junto a la cama, y sobándose el rostro, miró en la oscuridad y soltó un suspiro. Inmediatamente, fijó la vista en el umbral de la puerta y se quedó sorprendida.

—¡Si eres tú! ¡No te esperaba! ¿Qué haces tan lejos del Paraíso? —exclamó y preguntó ella.

Después de echar la manta hacia un lado y dar media vuelta, pasó por encima de Caín, que dormía tranquilamente, y se fue al encuentro del querubín que cubría con su enorme cuerpo toda la entrada.

Fuera de la cueva, el brillo de la luna y las estrellas hacían de la noche una noche perfecta. Se distinguían las siluetas de ambos personajes como una sola. Estaban de pie, abrazados, y permanecían callados.

Fue Eva quien rompió otra vez el silencio, cuando por la claridad de la noche, pudo, en un instante de poca imaginación y para no perder más tiempo, decirle:

—Adán salió de pesca y no regresará hasta dentro de una semana —informó Eva.

—Sí, lo sé —respondió ella.

—Eres un bribón. Te las sabes todas… —dijo Eva instintivamente.

—No hago más que pensar en los momentos que he pasado a tu lado. No puedo ser yo mismo sin tu presencia. Lo que siento por ti no tiene remedio... No sé qué hacer.

—Yo siento lo mismo. Creo que estamos obsesionados el uno con el otro. Me acuesto pensando en ti... Estar juntos es como estar en el cielo o en el Paraíso mismo.

Dicho esto, se instalaron en la orilla del riachuelo para pasar la noche. Ninguno de los dos podía conciliar el sueño. Yacían sobre un altar de yerba seca, sumergidos en la claridad de la noche estrellada, con una luna que los observaba entera y resplandeciente; solo algunos insectos pasaban rápidamente y proyectaban fugaces sombras.

Hablaban en voz baja. Uriel, el querubín, nunca había salido tan lejos del Paraíso. Mientras el guardián de la puerta del Paraíso hablaba, Eva lo escuchaba con atención, parecía adorarlo.

—¿Por qué debo dedicarle mi vida a la estática puerta?

—¿Quién puede entender a Dios? —respondió una Eva atemorizada—. Sabes, siento que alguien nos espía.

—¡Bah! Con paciencia y buen humor se logra todo. Aproveché la noche para venir a verte. Al salir no vi a ninguno de mis hermanos. ¿No te has fijado que no se ve un alma por este lugar?

—Sí, aunque hay una pequeña alma muy cerca de nosotros... ¡No puedo negar que eres un tipo de otro mundo! Eres diferente a todo. Tus defectos me enternecen y me sobrecogen.

—Desafortunadamente, te amo. Y soy joven e inmortal como para escandalizarme. ¿Qué conseguiríamos con eso?

—Yo también te amo, pero es totalmente diferente de lo que siento por Adán. No sé qué me pasa, temo que lo que hemos hecho y lo que hacemos adelantará una revolución impensada.

—Y qué, si nos amamos... ¡Que todo se vaya al carajo!

—¿Amamos? ¿Esto es amor? ¿Realmente conocemos lo que es el amor? Y si estamos equivocados...

—Sí, esto es amor... No sé si podré volver al Paraíso.

—Ni lo pienses. Tienes que volver. Si Dios se entera, no sé qué hará contigo o a dónde te enviará... A mí, ¿qué podría hacerme? Nada... Pero a ti... No. No quisiera que eso sucediese. ¡Me moriría si no te vuelvo a ver!

—Seguramente habrás oído hablar de Lucifer, mi hermano mayor. Lo enviaron muy lejos. El torpe se puso a discutir con Dios. Aunque eso le valió para adquirir cierta notoriedad. En fin, no hablemos más...

Poco después, en medio del silencio interrumpido solo por el sonido de los insectos, ambas figuras se envuelven, extendiendo sus manos, contrayéndolas, moviendo sus piernas, agitándose. No tardan en animarse una y otra vez; ríen y coquetean, y finalmente, después de envolverse durante mucho tiempo, quedan exhaustos y encantados. Sus cuerpos exhalan lo último que queda de sus almas.

A la mañana siguiente, en el quinto día, Uriel se levanta, se pone la bata blanca y bosteza ruidosamente. Luego, se despide de Eva y se dirige al Paraíso. Parada, abrazada a una esquina de la puerta, Eva lo observa desaparecer a lo lejos.

—Oh... ¡Apenas he vivido! ¡Qué desgraciada soy! ¡Qué desgraciada soy! —se repetía, mientras unas lágrimas resbalaban por sus mejillas...—. Por favor, te tienes que ir.

Cuando Adán llegó y tocó la puerta, Eva estaba terminando de asear a Caín.

—Ya estoy aquí, mi amor —anunció Adán.

Eva se sonrojó al observarlo. Guardó silencio por un momento y luego, en voz alta, le dijo:

—Te extrañé tanto... ¿Por qué tardaste? ¿Por qué? Pues...

El rostro de Adán se iluminó por completo, lo que hizo sentir a Eva culpable.

Mucho tiempo después, Eva estaba sentada sobre el tronco que Adán usaba para cortar leña. Estaba pensativa, sin decir una palabra. Solo observaba a Caín jugar sobre un montículo de hierba resplandeciente. Hacía calor y el viento apenas se sentía, aunque los dolores de vientre eran cada vez más frecuentes. Eva se aguantaba las ganas de gritar, no quería asustar al niño. Se aferraba con fuerza al tronco hasta que ya no pudo más. Desesperadamente se acercó a la cerca donde estaba Adán, que ordeñaba una cabra. Cuando él la vio, dejó de ordeñar y corrió para atrapar a su desfalleciente esposa.

—Mi amor, creo que ya llegó la hora... —le dijo, besándole la frente—. Nuestro segundo hijo está en camino. ¡Qué hermoso día! ¿Lo comprendes? ¿Será mujer? ¿Será varón? Lo que Dios quiera. Y si alguien se atreve a interrumpir nuestra felicidad, me va a conocer... Soy capaz de todo; hasta de enviarlo al mismísimo infierno... —dijo Adán, desafiando al mundo.

Apoyada en sus brazos, bordearon la cerca y caminaron muy despacio hasta llegar a la cueva. Eva se recuperó un poco y entró primero, dirigiéndose hacia la cama. Adán se quedó inclinado en el umbral de la puerta, sin entrar.

—Espera un momento —dijo—. Voy a traer a Caín.

Corrió hacia el establo y vio al niño jugando. Caín exploraba entre la hierba mientras jugaba. Adán lo tomó de las manos y lo subió a sus hombros, como si fuera un caballo, y regresó corriendo. Cuando llegaron, Eva estaba mirando la entrada, acurrucada de dolor.

—Siéntate aquí y juega con esta ramita, que mamá nos dará otra alegría —le dijo a Caín.

—Por favor, ven y ayúdame con este dolor —gritó Eva.

—No te preocupes, todo saldrá bien.

Adán trajo un lavatorio de madera y se sentó junto a ella, luego se arremangó el ropaje de mono, dejando los brazos desnudos.

—¿Ya va a nacer? —preguntó.

—Todavía no lo sé, pero este dolor se hace cada vez más intenso.

Eva se subió el vestido, abrió las piernas y empezó a pujar. Las gotas de sudor llenaban su rostro. Comenzó a llorar. Adán se volvió y dijo:

—Sé valiente, tu verdadero y eterno amor está contigo.

En el segundo intento, nació una nueva vida. Era un varón con un olor a miel y hierro. Desagradable para algunos, pero para Eva era un olor celestial, olía a algo puro, a Paraíso. Su piel blanca y su cabello rubio y escaso lo diferenciaban de Caín.

—Has hecho un buen trabajo. Vaya que sí... —dijo Adán, tomándole la mano y dándole un beso en la frente a Eva.

Libertad - Loro

jueves, 11 de julio de 2013

La Biblia

Él es un estudiante trigueño, de cabello lacio, cuerpo alto y bien formado, elegante y hercúleo para su edad. Cursa el cuarto año de secundaria y muestra una actitud aplicada y resuelta. Está en su habitación, y la puerta y la ventana están entreabiertas, observándolo en un estado de profunda y constante reflexión. Se escuchan ruidos de pasos acompasados y laboriosos; son los del estudiante Adolfo.

—No es culpa mía —se repite.

Sostiene un cuaderno entre sus dedos y aparenta estar entregado a la lectura. No sonríe. Va de un lado a otro, paseándose y haciendo curvas con sus pasos. Por eso, de vez en cuando, fija la vista en el suelo y hace memoria, luchando con la geometría y el álgebra. Se detiene y vuelve a la lectura. Ojea su cuaderno, lee en voz baja moviendo los labios y recordando las fórmulas algebraicas de perímetros y áreas. Sin embargo, su memoria no puede olvidar un acontecimiento relativamente cercano, y es por eso que su concentración disminuye.

—Yo no soy un ladrón —susurra, tratando de redimir el pecado cometido hace unos días. —¡A la mierda! Que se joda. A mí también me jodieron —añade. Murmura otras lisuras y dice de todo mientras agita los brazos y sacude la cabeza. Después de unos minutos, se tranquiliza un poco. Hace una breve pausa, coge un vaso de agua y bebe un sorbo. Luego, vuelve a clavar los ojos en el cuaderno y se pone a pasear en círculos. Intenta recordar las fórmulas, pero estas se le mezclan y su frente y mejillas se llenan de sudor debido a esta doble tarea mental.

Junto a su cama, en una mesita de noche, y como quien quiere interrogar a la eternidad, se encuentra cerrado el volumen de una Biblia de la Iglesia Católica Romana: el pontificado por San Dámaso I en el año 382 de nuestra era. Encima de ella, hay unas hojas de cuadrículas negras desdobladas y garabateadas incurablemente con números y curvas. Una pequeña foto tamaño carné, que resalta la imagen de una joven estudiante, se ve al lado de una montonera de libros y revistas esparcidos sobre la cama deshecha. También se ven una decena de lápices de colores regados sobre una mesita alta en una de las esquinas del cuarto. Elevándose junto a ella, se encuentra una pizarra verde suspendida en la pared.

Para estar en paz con sus pensamientos, observa las paredes y se forma una idea de la geometría plana. Se palpa el rostro y se coge la barbilla con dudosa solidaridad y poca simpatía. Luego da unos pasos, indispensables, hasta colocarse frente a un pequeño espejo, en el que se mira todos los días para peinarse y despedirse antes de salir rumbo al colegio. Se siente vulgarmente feo y con los pómulos deprimidos, como si llevara una asquerosa marca en la cara. Sus ojos reflejan un total arrepentimiento y un odio al mal momento que le tocó vivir.

—¡Qué bah! No vas a morir. Bueno, sigamos. A ver, dos triángulos equiláteros con un vértice común, ABC y BDF, calcule la media del ángulo AGF…

¡Claro! Los ángulos son de 60º… y los lados son iguales —se dice, frunciendo las cejas.

—¡Este problema está papayita! Pero mejor voy a dibujarlo, así no me confundiré.

Coge una tiza de color rojo y dibuja en la pizarra los dos triángulos con un punto común, luego traza una recta FCG.

—Muy bien, ahora lo veo mejor, está más claro —dice con una sonrisa burlona.

Y vuelve a pasearse. Se detiene y fija los ojos en la pizarra, se acerca y hace un nuevo trazo, duda, quiere gritar, pero se controla.

—Esta no es la respuesta. ¡Qué carajo me pasa! —dice, rascándose la cabeza y tirando la tiza al suelo.

El pobre piensa y piensa, pero no encuentra la solución al problema.

—¿Se puede? —se oye una voz tocando a la puerta.

El estudiante no sabe qué hacer. Medita un momento. Vuelve la vista hacia la entrada, da unos pasos y se detiene. Se mira en el espejo, se arregla el cabello con las dos manos y dice con voz seria:

—Sí, entra no más.

Entró Joel sin dejar de sonreír y lo observó interrogativamente. Era un amigo del colegio y de su salón de clases, quien rápidamente se acercó y le dio unas palmadas en el hombro.

—¿Qué haces, Adolfo? Me parece... o te estás llenando de números la cachimba. Disculpa, pero las matemáticas requieren un trabajo serio. Se deben hacer con placer. Es todo un arte. ¿Qué dibujo es ese?

—Nada... es un problema sencillo, pero no me sale. Es que estoy pensando en otra cosa.

—¿Qué cosa? Debe ser un hermoso y exuberante asunto, supongo.

—No. Ja, ja, ja. Después te cuento...

—¿Quieres que haga algo? Pareces muy agotado. ¡Vaya, le has puesto seriedad a las matemáticas! —dijo Joel, burlándose de Adolfo.

—¿Y qué te ha traído por aquí? —inquirió el estudiante, moviendo la cabeza.

—Pues, amigo Zorrito, saca la cabeza por la ventana y lo averiguarás. La muchachada te está esperando en la esquina. Hoy es día de mar y olas. El sol se presta para distraer la vista con las féminas. ¿Te apuntas?

—¿Cómo? —Se acerca a la ventana—. Es verdad. Quisiera ir, pero tengo un plancito... ¡con la que tú ya sabes! Hemos quedado para salir en un par de horas... La verdad, ¡pucha!... no sé a dónde la voy a llevar. ¡Estoy aguja!... Ya se me ocurrirá algo... ¡Y no va a ser!...

—Mis respetos, Zorrito. Tú sí que no te pierdes una... Plata no tengo, por si acaso... Pero ¿quién es? Porque yo no sé nada... No me hagas cómplice de tus asuntos. Eres todo un donjuán que va llenando de viento la cachimba de las chiquillas.

—Tranquilízate, Doctor. Todavía queda sitio para una más en este pechito. Ojalá... todo me salga bien. Les deseo un bonito día; yo tengo que cumplir, no puedo desperdiciar esto —tartamudea—. Está que se me avienta. Otro día será. Pero me pasas la voz...

—Bueno, será para otro día. Ahí nos vemos...

El amigo se va y cierra la puerta. Adolfo se acerca al pequeño espejo y no deja de mirarse. Arruga el ceño, abre la boca y se mira los dientes. Durante unos minutos no deja de jugar con su imagen.

—Estoy completo, no me falta nada. ¿Qué hubiera sido de mí si fuera feo? Ella tampoco es fea, tiene sus cositas, y no se sonrojó cuando me detuvo y me miró cariñosamente, y cuando le di un beso... Sí que soy atrevido. Bueno, así me hizo Dios..., yo qué culpa tengo.

Adolfo hace un gesto curioso al espejo y va hasta su cama, se sienta con un pie apoyado en el otro, coge la pequeña foto y la mira tiernamente. "Hoy es mi día", dice, y se recuesta sobre la almohada, quedándose dormido.

Transcurre una hora. Hay bulla creciente que se filtra por la ventana. Se despierta, sacude la cabeza, bosteza y se anima. No recuerda ningún sueño. Se pone en pie de un solo salto y se encamina apresuradamente al baño. Mientras piensa, se quita la ropa perezosamente. Luego permanece un instante inmóvil. Se sacude el cuerpo y dirige el chorro de orina para limpiar los bordes sucios del escusado. Al mismo tiempo, menea la cabeza y sonríe placenteramente. Pero se le agota la orina justo cuando encuentra una partecita más que estaba escondida. Parado ahí, totalmente calato, se queda quieto, mudo y no deja de cogerlo; se empina, da un pequeño salto y lo sacude, agitándolo tres veces; no deja de observarlo, inclinado, blandiéndolo estúpidamente. Se atreve, balbucea: "No te preocupes, la haremos linda".

Lo esperó en la otra esquina del parque, muy cerca de la casa de ella. Cuando ella salió, lo hizo haciéndose la loca y se detuvo un instante para sacar un espejito de una pequeña cartera que llevaba en su hombro. Se arregló el cabello y se chupó los labios llenos de colorete. Se sentía regia, urbana... Se sentía sin dudas. Por eso no quiso interrogarse nada. Continuó la caminata, a paso corto, hasta doblar la esquina y se detuvo a diez metros de él. Lo encontró ahí parado, inmóvil, pero tamborileando una de sus piernas. Al seguir, sus oídos alcanzaron a escuchar una tosecita falsa y sus ojos vieron un espectáculo totalmente descoordinado. Por primera vez, Adolfo no lograba sostener la mirada. Su rostro presentaba la inocencia de un palomilla de ventana. Al percatarse de su estúpida imagen, decidió darse ánimos. "Mierda, estoy ahuevado, ¿qué me pasa? Este no soy yo", pensó. Entonces, sobreactuando, examinó el cuerpo de la chiquilla. La vio curiosa con el rostro pintado. Estaba riquísima, unida a su falda de franela, que se agitaba por los movimientos de su cintura. Ahora estaban uno frente al otro con la mirada quieta. Ella arqueó las cejas, como quien concibe alguna esperanza. Por eso, sin poder contenerse, se sonrojó y una sonrisa pícara le inundó el rostro. Así permanecieron como si el tiempo no existiera y en espera de la primera reacción del otro. Él se atrevió, no a hablar, sino a darle un sonoro y largo beso en la boca. Ella, tratando de soltarse, como quien no quiere la cosa, sin resistencia, separó sus labios y murmuró algunas palabras de amor que asustaron al Tenorio estudiante. Este, totalmente animado, dulzonamente, le dijo algunas mentiras, todas envueltas con frases graciosas y oportunas. No le importaban los mirones. Por lo tanto, sin sospechas, le susurró al oído y la abrazó frotándole la espalda y apretándole la nalga derecha con la mano izquierda. Al separarse, instintivamente repasó con los ojos la provocativa figura que tenía frente a él. Sin perder tiempo, sacó una cajita de uno de los bolsillos de su pantalón, la abrió, sacó una cadenita y se la mostró. Los ojos de la niña bailaron de alegría junto con un sentimiento único de amistosa y emotiva seducción. Adolfo, inquieto, la hizo girar lentamente y la colocó de espaldas a él. Después, llevó las manos por detrás de su cuello y le abrochó la cadenita dorada. Al verla suspirar, razonó con la cabeza y no con el alma. Por eso, rio silenciosamente con una suerte de "después voy a pedir". Luego caminaron juntos, bamboleándose, hasta perderse por una de las calles.

Al día siguiente, un agitado sueño lo despertó. No tenía ganas de levantarse. Tirado de espaldas en la cama, entendió lo que había hecho. "Seguro que ya se lo dijo. Claro, si son muy buenas amigas", pensó. Atormentado y temiendo que la muchacha lo haya puesto al descubierto, se daba pequeños golpes en la cabeza. "Y ahora, ¿qué hago?", dijo. Lo más fácil era hacerse el loco, porque antes de la cita él sabía que existía otra mujer, y que no era precisamente con la que salió. Tampoco era solo una amiga del barrio, sino su enamorada. Bruscamente, se enderezó, se apretó la nuca y se la sobó. Luego se incorporó, entrecerró los ojos y se sentó en la cama. Levantó la cabeza y comenzó a averiguar lo que le ocurría.

—¡Puta madre, qué pesadilla tan maldita!

Reaccionó despeinándose la melena con las dos manos. "¿Habrá sido capaz?", se preguntó. De pronto, recordó que la enamorada no se encontraba en el barrio, porque estaba de viaje, de viaje de promoción. ¡Uf! Suspiró profundamente y se quitó el sudor de la sien con los dedos. Ahora entendía por qué hizo lo que hizo. Estaba a salvo. Reaccionó. Entonces, ¿por qué la maldita pesadilla? Comprendió (creyó) lo que su inconsciente le quería decir. Apoyado apenas en el borde de la cama, dirigió sus ojos hacia la mesita de noche y estiró cautelosamente la mano. Fue como un rayo, como un trueno en lo más profundo de su adolescente cerebro. La Biblia no estaba allí. Por eso se levantó como pudo y, tembloroso, empezó a buscarla levantando todos los objetos que encontró a su paso. Al no hallarla, corrió sobrenadando en el aire hasta llegar al comedor. Como loco, preguntó quién la había cogido. Bordeando la mesa, estaba toda su familia. Desconcertados, lo miraron, pero disimularon no haberlo oído. A pesar de su naturaleza moderada, pacífica, volvió a gritar como un energúmeno, tratando de averiguar quién diablos había cogido la susodicha Biblia.

—Tranquilo, Adolfo... Hijo, los niños han cogido la Biblia y la han destrozado, está inservible... —le dijo su mamá, acariciándolo.

El Zorrito Adolfo quedó, por un instante, petrificado. Tenía el rostro pálido y los ojos con una expresión de angustia y espanto. Tosió tapándose la boca con la mano y sin acabar de decidir qué hacer. Los pensamientos se le estancaban, como cuando tiene una ecuación algebraica sin resolver. Sentía escalofríos, porque era una ecuación a la cual le faltaba una variable. Se sentía impotente y percibía al mundo estallar en su cerebro. Se dio ánimos: "Basta de preguntas, yo no tengo la culpa". Y recogiendo lo que quedaba de la Biblia, se dirigió rápidamente a su habitación.

—Y ahora, ¿qué mierda hago?... Y yo que pensaba devolvérselo...

Él quería estar limpio de la travesura hecha. Quedar libre del inexplicable temor supersticioso que le venía de la moral familiar: "Todo lo que se hace se paga".

—¿Por qué no vino ayer este huevón? —se dijo, muy enfadado y temeroso. Porque ahora su cerebro, luego de aquella terrible pesadilla, tenía una zanja profunda y oscura, llena de miedo, como si hubiera sido castigado sin clemencia, pero con excusa.

Muchos años después, él era un buen padre, supersticioso y con una exagerada correa. Aunque lo de Tenorio no se lo había quitado nadie. Cumplía el dicho: "Al lobo se le puede cambiar de piel, pero no de mañas”. Lo cierto es que todos aquellos sueños, que no le dejaron dormir en su adolescencia, seguían vigentes. Las malditas pesadillas no habían desaparecido.

Una noche, después de un día familiar y amoroso, aprovechando que estaba solo en casa, se encaminó vigilante hacia el consultorio de un charlatán. El propósito era curarse de sus noches de insomnio. Hizo el camino a pie, con los ojos bien abiertos y una expresión de temor. Luego de doblar una esquina, entró a un callejón flanqueado por veredas incompletas, estrechas y rotas. La oscuridad parecía casi secreta y amenazadora. Sin consultar su espalda, sin detenerse, apuró el paso. Al llegar al punto fijado, miró alrededor y levantó la cabeza para leer un letrero. Entonces se dio cuenta de que era la dirección correcta.

—Sí, aquí es —dijo, pero con un tono de duda.

El consultorio —si cabe la palabra— estaba lleno de polvo y en desorden. Era un lugar desagradable y pesado. Las paredes, sin enlucir, estaban llenas de moho y nidos de arañas. El suelo, cubierto de un ocre rojizo, despedía un olor a orines de gato.

Cuando Adolfo ingresó, no había nadie. Entonces se presentó dándole toques a una mesa desvencijada por el uso, la cual estaba cubierta por un grasiento y arrugado plástico azul. Estaba en el centro de la habitación, flanqueada por cuatro paredes sucias y ennegrecidas por falta de limpieza. Del fondo se escuchó una voz ronca que le pidió que por favor esperara un momento. Aprovechó entonces para caminar alrededor de aquel ambiente que le impedía precisar la imagen natural del tiempo. Todos los objetos parecían provenir de una lógica inverificable y excluida del porvenir. Con los ojos bien abiertos, examinó las paredes que estaban llenas de animales disecados y objetos coloridos, cuadrados y redondos, que surgían como seres animados. A medida que avanzaba, sus ojos se fijaron en una pequeña bola que estaba encendida como una inmensa bomba transparente llena de miles de voltios. Al rato hizo su aparición un chamán vestido con una holgada levita de color marrón; llevaba una serpiente enrollada al cuello y estaba descalzo. Era un hombre feo, bajo, grueso y de aspecto descuidado. Reflejaba estar cansado, pues tenía los hombros caídos y la frente fruncida.

—Buenas noches, ¿en qué puedo ayudarlo?... Usted dirá…

Adolfo, superado por este espíritu caricaturesco, depositó un billete de veinte soles encima de la mesa desvencijada. Luego se acercó al hombrecillo y le estrechó la mano. La sintió grasienta. Desvió la vista hacia un reloj que colgaba en una de las paredes y que estaba acompañado de un cartelito que indicaba los precios de cada "Limpieza" (consulta): Pasada de huevo: 10 soles; limpieza anal con humito sagrado: 15 soles; tranquilidad y paz mental: 20 soles; que salga el mal y entre el bien: 25 soles; pasadita de cuy al desnudo: 30 soles; imposición de manos: 35 soles.

—Buenas noches… Qué rápido se pasa el tiempo —dijo Adolfo.

—¿Y bien?… ¿Tiene algún problema grave?

Adolfo tomó una de las sillas y se sentó lentamente.

—Sí, no puedo dormir tranquilo, tengo pesadillas casi todas las noches y todas son muy similares. Sueño que un gigantesco libro me quiere aplastar y yo corro kilómetros y kilómetros para que no me alcance. Mientras escapo, libros por todo el camino surgen como hongos negros que me cierran el paso… Y luego, todo el horizonte se llena de hombrecitos vestidos como curas que llevan entre sus dedos biblias muy pequeñitas…

El hombrecillo lo miró frunciendo el ceño y tratando de evitar una carcajada. "¡Hay cada huevón!", exclamó para sí.

—¿Cuánto tiempo lleva con esto? —preguntó, mostrándole los dientes amarillos.

—Hace muchísimo tiempo que me ocurre...

—¿Aparece solo en el sueño o hay alguien más que lo acompaña?

—Siempre estoy solo..., aunque a veces aparece de improviso un antiguo amigo del colegio, de piel morena, que me mira con cólera y me persigue blandiendo una figura geométrica. En cada pesadilla donde aparece mi amigo, todas estas figuras cambian. La última vez me persiguió con un octaedro gigante. ¡Ah! Pero lo único que no cambia es su intención. Siempre grita amenazante que me lo va a meter por el culo... Afortunadamente, hasta ahora no me ha alcanzado. ¡Imagínese usted el día...! No quiero ni imaginar...

El hombrecillo se levanta de improviso. Su larga cabellera casposa, lacia y negra, le llega hasta los hombros. Tiene el rostro adormecido y tuerce los labios en un acto involuntario. Gira y le da la espalda, alejándose de la mesa. Adolfo lo sigue con la vista. Lo ve rascarse casi al mismo tiempo el sobaco y el culo, para luego frotarse la cara, pasando uno de sus dedos por la nariz y oliéndolo. Lo sigue así hasta que cruza una cortina descolorida y sucia, dejándolo solo. Poco después vuelve con un frasco entre los dedos. Es un brebaje de color amarillo. Toma asiento en silencio y agita el frasco, moviéndolo de arriba abajo.

Adolfo se mantiene quieto y reflexiona. Tiene los dedos apoyados en la mesa con mucha fuerza. Lo mira, se encorva, parpadea, abre más los ojos y agita la cabeza. Se yergue y se atreve a preguntar.

—¿Me puede decir qué es lo que ha traído?

El chamán se aparta el pelo de la cara y esboza una sonrisa aletargada, casi sin ánimos.

—Con este brebaje, señor, se le va a pasar todo el sueño horrible. Es un relajante que surte efecto desde la primera toma. Es una combinación de incienso en polvo, mirra, benjuí, almizcle... "y otras huevadas más", piensa esto último soltando una sonrisa cachacienta.

Adolfo cruza las piernas y se recuesta en el respaldo de la silla. Con la cabeza inclinada, examina el brebaje amarillo. Lo mira con curiosidad perpleja. Luego sonríe como si adivinara el contenido.

—Tengo muchas ganas de tomarlo. Las pesadillas me tienen loco. ¿De verdad cree usted que surtirá efecto en mí?

—¡Por supuesto!... Pero debe beberlo después de la cena y antes de ir a la cama... Y tenga en cuenta que no debe tener relaciones sexuales de ningún tipo hasta que haga efecto... ¡De ningún tipo! —exclama.

Adolfo se pone en pie como un desdichado, sin prometer cumplir la última recomendación. Le parece un golpe bajo del destino.

—Muy bien, así lo haré...

—Una última pregunta... El libro que lo persigue para aplastarlo, ¿tiene algún autor? ¿Qué tipo de libro es? —pregunta el chamán, observándolo con curiosidad.

El cuerpo de Adolfo tiembla sin poder evitarlo y su rostro cambia de color. Le viene a la memoria lo que años atrás había hecho. Y también una canción que tararea en su interior: "Este secreto que tienes conmigo, nadie lo sabrá... Este secreto seguirá escondido una eternidad...".

—No, no sé qué tipo de libro es... Pero es un libro que no se parece a nada, solo que es tan real como usted y yo —da un ligero golpe en la mesa—. Creo que incluso más real, pero en un mundo lleno de sombras y sotanas negras que flotan en el aire, como cenizas. Es más real que este mundo. Es una oscura realidad. Siempre veo lo mismo: el gigante libro que me persigue y la puerta de una iglesia que se abre como si fuera mi refugio. Estas pesadillas son tan reales que despierto mojado y oliendo a berrinche.

Los ojos de Adolfo se cierran de pronto. Luego, lleva la mano a su rostro y se lo estruja.

—Sigue —dice el chamán con la cara seria, pero riéndose para sus adentros.

—Veo visiones. Me veo muchas veces montado en un caballo y vestido como un cruzado, cumpliendo un voto y dirigiéndome a liberar los reinos cristianos en posesión de los musulmanes... ¿Qué hora es? —pregunta tratando de cambiar la conversación.

—Van a dar las once —contesta el chamán.

Adolfo se siente mal y decide marcharse.

—Bueno, ya es hora de retirarme... Mi familia debe estar esperándome.

Pasaban los días y Adolfo seguía desvelándose por culpa de sus terribles pesadillas. El brebaje no había hecho efecto. La atmósfera de sus sueños seguía siendo densa. Se siente un desgraciado. Está solo, sentado en la cama, en la otra habitación que dispuso para él, y está fumando.

—¡Puta madre, este huevón creo que me ha engañado! ¡Ahora en mis pesadillas incluso dialogo en latín con seres que vienen de las tinieblas! Lo peor es que estoy como una papaya verde... Han pasado dos semanas y nada de nada...

Adolfo comenzó enumerando todas sus pesadillas. Las recordaba como si tuviera una memoria prodigiosa e infalible, y sus recuerdos no eran cualquier cosa, porque recordaba hasta el mínimo detalle. Sin proponérselo, había aprendido latín dentro de sus pesadillas, por eso recordaba los diálogos y las vestimentas que llevaban sus interlocutores romanos. La que más recordaba era aquella en la que junto a Julio César y Calígula hacía una entrada triunfal en una habitación llena de mujeres desnudas... Lo único malo era que justo cuando estaba por "triunfar", su esposa lo despertó.

—Ya no aguanto más... —se dijo una noche, entregándose a Dios.

Por eso, no había domingo en el que no fuera a misa y no se perdía las procesiones de cualquier santo. Deseoso, caminaba muy cerca, otros iban delante y otros detrás. Incluso era él quien, en las pausas, encendía los cohetones. La presencia del santo lo llenaba de luz y compañía. Levantaba la cabeza y observaba a la multitud en busca de algún amigo o alguien dispuesto a escucharlo, para desahogar su desgracia.

Así transcurrió el tiempo hasta muchos años después de aquel incidente con el libro, en el cumpleaños de un amigo, cuando se atrevió a contar lo sucedido. Reunidos alrededor de una mesa, les contó que su adolescencia se había arruinado por completo por culpa de un libro de geometría.

—Me lo robaron en el salón de secundaria. ¿Entienden lo que quiero decir? —dijo ofendido—. Y a mí, que tomo infinitas precauciones... Por eso, en cuanto me di cuenta del robo, sin perder tiempo, fui hasta el casillero de Jorge el Mono y agarré el primer libro que encontré al alcance de mi mano; desde entonces, fui acosado por una serie interminable de pesadillas llenas de ruidos y protestas que me han acompañado hasta ayer —aumentó.

También les contó que debido a eso tuvo que unirse a la hermandad del Señor de los Milagros y vestir el hábito morado, lo que lo llevó a llevar una vida de monje franciscano. Y ya no pudiendo soportarlo más, decidió confesarlo.

—Morir así era intolerable..., vergonzoso. ¡Era y es horrible! Como morir virgen. Y eso no podía ser..., no estoy acostumbrado a eso. ¡Piensen en eso! Estaba en contra de la filosofía que yo preconizo, que es la de tener sexo libre, cueste lo que cueste —dijo con voz apesadumbrada—: Sí, cometí mi primer hurto, para que suene mejor... o, hablando en términos matemáticos, hice un trueque. Cambié, sin darme cuenta, mi libro de geometría por una Biblia. Lo cual resultó ser mi desgracia hasta hace poco, porque ya se lo devolví. Espero que Jorge el Mono lo comprenda y me haya perdonado.

Loro