jueves, 11 de julio de 2013

La Biblia

Él es un estudiante trigueño, de cabello lacio, cuerpo alto y bien formado, elegante y hercúleo para su edad. Cursa el cuarto año de secundaria y muestra una actitud aplicada y resuelta. Está en su habitación, y la puerta y la ventana están entreabiertas, observándolo en un estado de profunda y constante reflexión. Se escuchan ruidos de pasos acompasados y laboriosos; son los del estudiante Adolfo.

—No es culpa mía —se repite.

Sostiene un cuaderno entre sus dedos y aparenta estar entregado a la lectura. No sonríe. Va de un lado a otro, paseándose y haciendo curvas con sus pasos. Por eso, de vez en cuando, fija la vista en el suelo y hace memoria, luchando con la geometría y el álgebra. Se detiene y vuelve a la lectura. Ojea su cuaderno, lee en voz baja moviendo los labios y recordando las fórmulas algebraicas de perímetros y áreas. Sin embargo, su memoria no puede olvidar un acontecimiento relativamente cercano, y es por eso que su concentración disminuye.

—Yo no soy un ladrón —susurra, tratando de redimir el pecado cometido hace unos días. —¡A la mierda! Que se joda. A mí también me jodieron —añade. Murmura otras lisuras y dice de todo mientras agita los brazos y sacude la cabeza. Después de unos minutos, se tranquiliza un poco. Hace una breve pausa, coge un vaso de agua y bebe un sorbo. Luego, vuelve a clavar los ojos en el cuaderno y se pone a pasear en círculos. Intenta recordar las fórmulas, pero estas se le mezclan y su frente y mejillas se llenan de sudor debido a esta doble tarea mental.

Junto a su cama, en una mesita de noche, y como quien quiere interrogar a la eternidad, se encuentra cerrado el volumen de una Biblia de la Iglesia Católica Romana: el pontificado por San Dámaso I en el año 382 de nuestra era. Encima de ella, hay unas hojas de cuadrículas negras desdobladas y garabateadas incurablemente con números y curvas. Una pequeña foto tamaño carné, que resalta la imagen de una joven estudiante, se ve al lado de una montonera de libros y revistas esparcidos sobre la cama deshecha. También se ven una decena de lápices de colores regados sobre una mesita alta en una de las esquinas del cuarto. Elevándose junto a ella, se encuentra una pizarra verde suspendida en la pared.

Para estar en paz con sus pensamientos, observa las paredes y se forma una idea de la geometría plana. Se palpa el rostro y se coge la barbilla con dudosa solidaridad y poca simpatía. Luego da unos pasos, indispensables, hasta colocarse frente a un pequeño espejo, en el que se mira todos los días para peinarse y despedirse antes de salir rumbo al colegio. Se siente vulgarmente feo y con los pómulos deprimidos, como si llevara una asquerosa marca en la cara. Sus ojos reflejan un total arrepentimiento y un odio al mal momento que le tocó vivir.

—¡Qué bah! No vas a morir. Bueno, sigamos. A ver, dos triángulos equiláteros con un vértice común, ABC y BDF, calcule la media del ángulo AGF…

¡Claro! Los ángulos son de 60º… y los lados son iguales —se dice, frunciendo las cejas.

—¡Este problema está papayita! Pero mejor voy a dibujarlo, así no me confundiré.

Coge una tiza de color rojo y dibuja en la pizarra los dos triángulos con un punto común, luego traza una recta FCG.

—Muy bien, ahora lo veo mejor, está más claro —dice con una sonrisa burlona.

Y vuelve a pasearse. Se detiene y fija los ojos en la pizarra, se acerca y hace un nuevo trazo, duda, quiere gritar, pero se controla.

—Esta no es la respuesta. ¡Qué carajo me pasa! —dice, rascándose la cabeza y tirando la tiza al suelo.

El pobre piensa y piensa, pero no encuentra la solución al problema.

—¿Se puede? —se oye una voz tocando a la puerta.

El estudiante no sabe qué hacer. Medita un momento. Vuelve la vista hacia la entrada, da unos pasos y se detiene. Se mira en el espejo, se arregla el cabello con las dos manos y dice con voz seria:

—Sí, entra no más.

Entró Joel sin dejar de sonreír y lo observó interrogativamente. Era un amigo del colegio y de su salón de clases, quien rápidamente se acercó y le dio unas palmadas en el hombro.

—¿Qué haces, Adolfo? Me parece... o te estás llenando de números la cachimba. Disculpa, pero las matemáticas requieren un trabajo serio. Se deben hacer con placer. Es todo un arte. ¿Qué dibujo es ese?

—Nada... es un problema sencillo, pero no me sale. Es que estoy pensando en otra cosa.

—¿Qué cosa? Debe ser un hermoso y exuberante asunto, supongo.

—No. Ja, ja, ja. Después te cuento...

—¿Quieres que haga algo? Pareces muy agotado. ¡Vaya, le has puesto seriedad a las matemáticas! —dijo Joel, burlándose de Adolfo.

—¿Y qué te ha traído por aquí? —inquirió el estudiante, moviendo la cabeza.

—Pues, amigo Zorrito, saca la cabeza por la ventana y lo averiguarás. La muchachada te está esperando en la esquina. Hoy es día de mar y olas. El sol se presta para distraer la vista con las féminas. ¿Te apuntas?

—¿Cómo? —Se acerca a la ventana—. Es verdad. Quisiera ir, pero tengo un plancito... ¡con la que tú ya sabes! Hemos quedado para salir en un par de horas... La verdad, ¡pucha!... no sé a dónde la voy a llevar. ¡Estoy aguja!... Ya se me ocurrirá algo... ¡Y no va a ser!...

—Mis respetos, Zorrito. Tú sí que no te pierdes una... Plata no tengo, por si acaso... Pero ¿quién es? Porque yo no sé nada... No me hagas cómplice de tus asuntos. Eres todo un donjuán que va llenando de viento la cachimba de las chiquillas.

—Tranquilízate, Doctor. Todavía queda sitio para una más en este pechito. Ojalá... todo me salga bien. Les deseo un bonito día; yo tengo que cumplir, no puedo desperdiciar esto —tartamudea—. Está que se me avienta. Otro día será. Pero me pasas la voz...

—Bueno, será para otro día. Ahí nos vemos...

El amigo se va y cierra la puerta. Adolfo se acerca al pequeño espejo y no deja de mirarse. Arruga el ceño, abre la boca y se mira los dientes. Durante unos minutos no deja de jugar con su imagen.

—Estoy completo, no me falta nada. ¿Qué hubiera sido de mí si fuera feo? Ella tampoco es fea, tiene sus cositas, y no se sonrojó cuando me detuvo y me miró cariñosamente, y cuando le di un beso... Sí que soy atrevido. Bueno, así me hizo Dios..., yo qué culpa tengo.

Adolfo hace un gesto curioso al espejo y va hasta su cama, se sienta con un pie apoyado en el otro, coge la pequeña foto y la mira tiernamente. "Hoy es mi día", dice, y se recuesta sobre la almohada, quedándose dormido.

Transcurre una hora. Hay bulla creciente que se filtra por la ventana. Se despierta, sacude la cabeza, bosteza y se anima. No recuerda ningún sueño. Se pone en pie de un solo salto y se encamina apresuradamente al baño. Mientras piensa, se quita la ropa perezosamente. Luego permanece un instante inmóvil. Se sacude el cuerpo y dirige el chorro de orina para limpiar los bordes sucios del escusado. Al mismo tiempo, menea la cabeza y sonríe placenteramente. Pero se le agota la orina justo cuando encuentra una partecita más que estaba escondida. Parado ahí, totalmente calato, se queda quieto, mudo y no deja de cogerlo; se empina, da un pequeño salto y lo sacude, agitándolo tres veces; no deja de observarlo, inclinado, blandiéndolo estúpidamente. Se atreve, balbucea: "No te preocupes, la haremos linda".

Lo esperó en la otra esquina del parque, muy cerca de la casa de ella. Cuando ella salió, lo hizo haciéndose la loca y se detuvo un instante para sacar un espejito de una pequeña cartera que llevaba en su hombro. Se arregló el cabello y se chupó los labios llenos de colorete. Se sentía regia, urbana... Se sentía sin dudas. Por eso no quiso interrogarse nada. Continuó la caminata, a paso corto, hasta doblar la esquina y se detuvo a diez metros de él. Lo encontró ahí parado, inmóvil, pero tamborileando una de sus piernas. Al seguir, sus oídos alcanzaron a escuchar una tosecita falsa y sus ojos vieron un espectáculo totalmente descoordinado. Por primera vez, Adolfo no lograba sostener la mirada. Su rostro presentaba la inocencia de un palomilla de ventana. Al percatarse de su estúpida imagen, decidió darse ánimos. "Mierda, estoy ahuevado, ¿qué me pasa? Este no soy yo", pensó. Entonces, sobreactuando, examinó el cuerpo de la chiquilla. La vio curiosa con el rostro pintado. Estaba riquísima, unida a su falda de franela, que se agitaba por los movimientos de su cintura. Ahora estaban uno frente al otro con la mirada quieta. Ella arqueó las cejas, como quien concibe alguna esperanza. Por eso, sin poder contenerse, se sonrojó y una sonrisa pícara le inundó el rostro. Así permanecieron como si el tiempo no existiera y en espera de la primera reacción del otro. Él se atrevió, no a hablar, sino a darle un sonoro y largo beso en la boca. Ella, tratando de soltarse, como quien no quiere la cosa, sin resistencia, separó sus labios y murmuró algunas palabras de amor que asustaron al Tenorio estudiante. Este, totalmente animado, dulzonamente, le dijo algunas mentiras, todas envueltas con frases graciosas y oportunas. No le importaban los mirones. Por lo tanto, sin sospechas, le susurró al oído y la abrazó frotándole la espalda y apretándole la nalga derecha con la mano izquierda. Al separarse, instintivamente repasó con los ojos la provocativa figura que tenía frente a él. Sin perder tiempo, sacó una cajita de uno de los bolsillos de su pantalón, la abrió, sacó una cadenita y se la mostró. Los ojos de la niña bailaron de alegría junto con un sentimiento único de amistosa y emotiva seducción. Adolfo, inquieto, la hizo girar lentamente y la colocó de espaldas a él. Después, llevó las manos por detrás de su cuello y le abrochó la cadenita dorada. Al verla suspirar, razonó con la cabeza y no con el alma. Por eso, rio silenciosamente con una suerte de "después voy a pedir". Luego caminaron juntos, bamboleándose, hasta perderse por una de las calles.

Al día siguiente, un agitado sueño lo despertó. No tenía ganas de levantarse. Tirado de espaldas en la cama, entendió lo que había hecho. "Seguro que ya se lo dijo. Claro, si son muy buenas amigas", pensó. Atormentado y temiendo que la muchacha lo haya puesto al descubierto, se daba pequeños golpes en la cabeza. "Y ahora, ¿qué hago?", dijo. Lo más fácil era hacerse el loco, porque antes de la cita él sabía que existía otra mujer, y que no era precisamente con la que salió. Tampoco era solo una amiga del barrio, sino su enamorada. Bruscamente, se enderezó, se apretó la nuca y se la sobó. Luego se incorporó, entrecerró los ojos y se sentó en la cama. Levantó la cabeza y comenzó a averiguar lo que le ocurría.

—¡Puta madre, qué pesadilla tan maldita!

Reaccionó despeinándose la melena con las dos manos. "¿Habrá sido capaz?", se preguntó. De pronto, recordó que la enamorada no se encontraba en el barrio, porque estaba de viaje, de viaje de promoción. ¡Uf! Suspiró profundamente y se quitó el sudor de la sien con los dedos. Ahora entendía por qué hizo lo que hizo. Estaba a salvo. Reaccionó. Entonces, ¿por qué la maldita pesadilla? Comprendió (creyó) lo que su inconsciente le quería decir. Apoyado apenas en el borde de la cama, dirigió sus ojos hacia la mesita de noche y estiró cautelosamente la mano. Fue como un rayo, como un trueno en lo más profundo de su adolescente cerebro. La Biblia no estaba allí. Por eso se levantó como pudo y, tembloroso, empezó a buscarla levantando todos los objetos que encontró a su paso. Al no hallarla, corrió sobrenadando en el aire hasta llegar al comedor. Como loco, preguntó quién la había cogido. Bordeando la mesa, estaba toda su familia. Desconcertados, lo miraron, pero disimularon no haberlo oído. A pesar de su naturaleza moderada, pacífica, volvió a gritar como un energúmeno, tratando de averiguar quién diablos había cogido la susodicha Biblia.

—Tranquilo, Adolfo... Hijo, los niños han cogido la Biblia y la han destrozado, está inservible... —le dijo su mamá, acariciándolo.

El Zorrito Adolfo quedó, por un instante, petrificado. Tenía el rostro pálido y los ojos con una expresión de angustia y espanto. Tosió tapándose la boca con la mano y sin acabar de decidir qué hacer. Los pensamientos se le estancaban, como cuando tiene una ecuación algebraica sin resolver. Sentía escalofríos, porque era una ecuación a la cual le faltaba una variable. Se sentía impotente y percibía al mundo estallar en su cerebro. Se dio ánimos: "Basta de preguntas, yo no tengo la culpa". Y recogiendo lo que quedaba de la Biblia, se dirigió rápidamente a su habitación.

—Y ahora, ¿qué mierda hago?... Y yo que pensaba devolvérselo...

Él quería estar limpio de la travesura hecha. Quedar libre del inexplicable temor supersticioso que le venía de la moral familiar: "Todo lo que se hace se paga".

—¿Por qué no vino ayer este huevón? —se dijo, muy enfadado y temeroso. Porque ahora su cerebro, luego de aquella terrible pesadilla, tenía una zanja profunda y oscura, llena de miedo, como si hubiera sido castigado sin clemencia, pero con excusa.

Muchos años después, él era un buen padre, supersticioso y con una exagerada correa. Aunque lo de Tenorio no se lo había quitado nadie. Cumplía el dicho: "Al lobo se le puede cambiar de piel, pero no de mañas”. Lo cierto es que todos aquellos sueños, que no le dejaron dormir en su adolescencia, seguían vigentes. Las malditas pesadillas no habían desaparecido.

Una noche, después de un día familiar y amoroso, aprovechando que estaba solo en casa, se encaminó vigilante hacia el consultorio de un charlatán. El propósito era curarse de sus noches de insomnio. Hizo el camino a pie, con los ojos bien abiertos y una expresión de temor. Luego de doblar una esquina, entró a un callejón flanqueado por veredas incompletas, estrechas y rotas. La oscuridad parecía casi secreta y amenazadora. Sin consultar su espalda, sin detenerse, apuró el paso. Al llegar al punto fijado, miró alrededor y levantó la cabeza para leer un letrero. Entonces se dio cuenta de que era la dirección correcta.

—Sí, aquí es —dijo, pero con un tono de duda.

El consultorio —si cabe la palabra— estaba lleno de polvo y en desorden. Era un lugar desagradable y pesado. Las paredes, sin enlucir, estaban llenas de moho y nidos de arañas. El suelo, cubierto de un ocre rojizo, despedía un olor a orines de gato.

Cuando Adolfo ingresó, no había nadie. Entonces se presentó dándole toques a una mesa desvencijada por el uso, la cual estaba cubierta por un grasiento y arrugado plástico azul. Estaba en el centro de la habitación, flanqueada por cuatro paredes sucias y ennegrecidas por falta de limpieza. Del fondo se escuchó una voz ronca que le pidió que por favor esperara un momento. Aprovechó entonces para caminar alrededor de aquel ambiente que le impedía precisar la imagen natural del tiempo. Todos los objetos parecían provenir de una lógica inverificable y excluida del porvenir. Con los ojos bien abiertos, examinó las paredes que estaban llenas de animales disecados y objetos coloridos, cuadrados y redondos, que surgían como seres animados. A medida que avanzaba, sus ojos se fijaron en una pequeña bola que estaba encendida como una inmensa bomba transparente llena de miles de voltios. Al rato hizo su aparición un chamán vestido con una holgada levita de color marrón; llevaba una serpiente enrollada al cuello y estaba descalzo. Era un hombre feo, bajo, grueso y de aspecto descuidado. Reflejaba estar cansado, pues tenía los hombros caídos y la frente fruncida.

—Buenas noches, ¿en qué puedo ayudarlo?... Usted dirá…

Adolfo, superado por este espíritu caricaturesco, depositó un billete de veinte soles encima de la mesa desvencijada. Luego se acercó al hombrecillo y le estrechó la mano. La sintió grasienta. Desvió la vista hacia un reloj que colgaba en una de las paredes y que estaba acompañado de un cartelito que indicaba los precios de cada "Limpieza" (consulta): Pasada de huevo: 10 soles; limpieza anal con humito sagrado: 15 soles; tranquilidad y paz mental: 20 soles; que salga el mal y entre el bien: 25 soles; pasadita de cuy al desnudo: 30 soles; imposición de manos: 35 soles.

—Buenas noches… Qué rápido se pasa el tiempo —dijo Adolfo.

—¿Y bien?… ¿Tiene algún problema grave?

Adolfo tomó una de las sillas y se sentó lentamente.

—Sí, no puedo dormir tranquilo, tengo pesadillas casi todas las noches y todas son muy similares. Sueño que un gigantesco libro me quiere aplastar y yo corro kilómetros y kilómetros para que no me alcance. Mientras escapo, libros por todo el camino surgen como hongos negros que me cierran el paso… Y luego, todo el horizonte se llena de hombrecitos vestidos como curas que llevan entre sus dedos biblias muy pequeñitas…

El hombrecillo lo miró frunciendo el ceño y tratando de evitar una carcajada. "¡Hay cada huevón!", exclamó para sí.

—¿Cuánto tiempo lleva con esto? —preguntó, mostrándole los dientes amarillos.

—Hace muchísimo tiempo que me ocurre...

—¿Aparece solo en el sueño o hay alguien más que lo acompaña?

—Siempre estoy solo..., aunque a veces aparece de improviso un antiguo amigo del colegio, de piel morena, que me mira con cólera y me persigue blandiendo una figura geométrica. En cada pesadilla donde aparece mi amigo, todas estas figuras cambian. La última vez me persiguió con un octaedro gigante. ¡Ah! Pero lo único que no cambia es su intención. Siempre grita amenazante que me lo va a meter por el culo... Afortunadamente, hasta ahora no me ha alcanzado. ¡Imagínese usted el día...! No quiero ni imaginar...

El hombrecillo se levanta de improviso. Su larga cabellera casposa, lacia y negra, le llega hasta los hombros. Tiene el rostro adormecido y tuerce los labios en un acto involuntario. Gira y le da la espalda, alejándose de la mesa. Adolfo lo sigue con la vista. Lo ve rascarse casi al mismo tiempo el sobaco y el culo, para luego frotarse la cara, pasando uno de sus dedos por la nariz y oliéndolo. Lo sigue así hasta que cruza una cortina descolorida y sucia, dejándolo solo. Poco después vuelve con un frasco entre los dedos. Es un brebaje de color amarillo. Toma asiento en silencio y agita el frasco, moviéndolo de arriba abajo.

Adolfo se mantiene quieto y reflexiona. Tiene los dedos apoyados en la mesa con mucha fuerza. Lo mira, se encorva, parpadea, abre más los ojos y agita la cabeza. Se yergue y se atreve a preguntar.

—¿Me puede decir qué es lo que ha traído?

El chamán se aparta el pelo de la cara y esboza una sonrisa aletargada, casi sin ánimos.

—Con este brebaje, señor, se le va a pasar todo el sueño horrible. Es un relajante que surte efecto desde la primera toma. Es una combinación de incienso en polvo, mirra, benjuí, almizcle... "y otras huevadas más", piensa esto último soltando una sonrisa cachacienta.

Adolfo cruza las piernas y se recuesta en el respaldo de la silla. Con la cabeza inclinada, examina el brebaje amarillo. Lo mira con curiosidad perpleja. Luego sonríe como si adivinara el contenido.

—Tengo muchas ganas de tomarlo. Las pesadillas me tienen loco. ¿De verdad cree usted que surtirá efecto en mí?

—¡Por supuesto!... Pero debe beberlo después de la cena y antes de ir a la cama... Y tenga en cuenta que no debe tener relaciones sexuales de ningún tipo hasta que haga efecto... ¡De ningún tipo! —exclama.

Adolfo se pone en pie como un desdichado, sin prometer cumplir la última recomendación. Le parece un golpe bajo del destino.

—Muy bien, así lo haré...

—Una última pregunta... El libro que lo persigue para aplastarlo, ¿tiene algún autor? ¿Qué tipo de libro es? —pregunta el chamán, observándolo con curiosidad.

El cuerpo de Adolfo tiembla sin poder evitarlo y su rostro cambia de color. Le viene a la memoria lo que años atrás había hecho. Y también una canción que tararea en su interior: "Este secreto que tienes conmigo, nadie lo sabrá... Este secreto seguirá escondido una eternidad...".

—No, no sé qué tipo de libro es... Pero es un libro que no se parece a nada, solo que es tan real como usted y yo —da un ligero golpe en la mesa—. Creo que incluso más real, pero en un mundo lleno de sombras y sotanas negras que flotan en el aire, como cenizas. Es más real que este mundo. Es una oscura realidad. Siempre veo lo mismo: el gigante libro que me persigue y la puerta de una iglesia que se abre como si fuera mi refugio. Estas pesadillas son tan reales que despierto mojado y oliendo a berrinche.

Los ojos de Adolfo se cierran de pronto. Luego, lleva la mano a su rostro y se lo estruja.

—Sigue —dice el chamán con la cara seria, pero riéndose para sus adentros.

—Veo visiones. Me veo muchas veces montado en un caballo y vestido como un cruzado, cumpliendo un voto y dirigiéndome a liberar los reinos cristianos en posesión de los musulmanes... ¿Qué hora es? —pregunta tratando de cambiar la conversación.

—Van a dar las once —contesta el chamán.

Adolfo se siente mal y decide marcharse.

—Bueno, ya es hora de retirarme... Mi familia debe estar esperándome.

Pasaban los días y Adolfo seguía desvelándose por culpa de sus terribles pesadillas. El brebaje no había hecho efecto. La atmósfera de sus sueños seguía siendo densa. Se siente un desgraciado. Está solo, sentado en la cama, en la otra habitación que dispuso para él, y está fumando.

—¡Puta madre, este huevón creo que me ha engañado! ¡Ahora en mis pesadillas incluso dialogo en latín con seres que vienen de las tinieblas! Lo peor es que estoy como una papaya verde... Han pasado dos semanas y nada de nada...

Adolfo comenzó enumerando todas sus pesadillas. Las recordaba como si tuviera una memoria prodigiosa e infalible, y sus recuerdos no eran cualquier cosa, porque recordaba hasta el mínimo detalle. Sin proponérselo, había aprendido latín dentro de sus pesadillas, por eso recordaba los diálogos y las vestimentas que llevaban sus interlocutores romanos. La que más recordaba era aquella en la que junto a Julio César y Calígula hacía una entrada triunfal en una habitación llena de mujeres desnudas... Lo único malo era que justo cuando estaba por "triunfar", su esposa lo despertó.

—Ya no aguanto más... —se dijo una noche, entregándose a Dios.

Por eso, no había domingo en el que no fuera a misa y no se perdía las procesiones de cualquier santo. Deseoso, caminaba muy cerca, otros iban delante y otros detrás. Incluso era él quien, en las pausas, encendía los cohetones. La presencia del santo lo llenaba de luz y compañía. Levantaba la cabeza y observaba a la multitud en busca de algún amigo o alguien dispuesto a escucharlo, para desahogar su desgracia.

Así transcurrió el tiempo hasta muchos años después de aquel incidente con el libro, en el cumpleaños de un amigo, cuando se atrevió a contar lo sucedido. Reunidos alrededor de una mesa, les contó que su adolescencia se había arruinado por completo por culpa de un libro de geometría.

—Me lo robaron en el salón de secundaria. ¿Entienden lo que quiero decir? —dijo ofendido—. Y a mí, que tomo infinitas precauciones... Por eso, en cuanto me di cuenta del robo, sin perder tiempo, fui hasta el casillero de Jorge el Mono y agarré el primer libro que encontré al alcance de mi mano; desde entonces, fui acosado por una serie interminable de pesadillas llenas de ruidos y protestas que me han acompañado hasta ayer —aumentó.

También les contó que debido a eso tuvo que unirse a la hermandad del Señor de los Milagros y vestir el hábito morado, lo que lo llevó a llevar una vida de monje franciscano. Y ya no pudiendo soportarlo más, decidió confesarlo.

—Morir así era intolerable..., vergonzoso. ¡Era y es horrible! Como morir virgen. Y eso no podía ser..., no estoy acostumbrado a eso. ¡Piensen en eso! Estaba en contra de la filosofía que yo preconizo, que es la de tener sexo libre, cueste lo que cueste —dijo con voz apesadumbrada—: Sí, cometí mi primer hurto, para que suene mejor... o, hablando en términos matemáticos, hice un trueque. Cambié, sin darme cuenta, mi libro de geometría por una Biblia. Lo cual resultó ser mi desgracia hasta hace poco, porque ya se lo devolví. Espero que Jorge el Mono lo comprenda y me haya perdonado.

Loro

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