Él
es un estudiante trigueño, de cabello lacio, cuerpo alto y bien formado,
elegante y hercúleo para su edad. Cursa el cuarto año de secundaria y muestra
una actitud aplicada y resuelta. Está en su habitación, y la puerta y la
ventana están entreabiertas, observándolo en un estado de profunda y constante
reflexión. Se escuchan ruidos de pasos acompasados y laboriosos; son los del
estudiante Adolfo.
—No
es culpa mía —se repite.
Sostiene
un cuaderno entre sus dedos y aparenta estar entregado a la lectura. No sonríe.
Va de un lado a otro, paseándose y haciendo curvas con sus pasos. Por eso, de
vez en cuando, fija la vista en el suelo y hace memoria, luchando con la
geometría y el álgebra. Se detiene y vuelve a la lectura. Ojea su cuaderno, lee
en voz baja moviendo los labios y recordando las fórmulas algebraicas de
perímetros y áreas. Sin embargo, su memoria no puede olvidar un acontecimiento
relativamente cercano, y es por eso que su concentración disminuye.
—Yo
no soy un ladrón —susurra, tratando de redimir el pecado cometido hace unos
días. —¡A la mierda! Que se joda. A mí también me jodieron —añade. Murmura
otras lisuras y dice de todo mientras agita los brazos y sacude la cabeza.
Después de unos minutos, se tranquiliza un poco. Hace una breve pausa, coge un
vaso de agua y bebe un sorbo. Luego, vuelve a clavar los ojos en el cuaderno y
se pone a pasear en círculos. Intenta recordar las fórmulas, pero estas se le
mezclan y su frente y mejillas se llenan de sudor debido a esta doble tarea mental.
Junto
a su cama, en una mesita de noche, y como quien quiere interrogar a la
eternidad, se encuentra cerrado el volumen de una Biblia de la Iglesia Católica
Romana: el pontificado por San Dámaso I en el año 382 de nuestra era. Encima de
ella, hay unas hojas de cuadrículas negras desdobladas y garabateadas
incurablemente con números y curvas. Una pequeña foto tamaño carné, que resalta
la imagen de una joven estudiante, se ve al lado de una montonera de libros y
revistas esparcidos sobre la cama deshecha. También se ven una decena de
lápices de colores regados sobre una mesita alta en una de las esquinas del
cuarto. Elevándose junto a ella, se encuentra una pizarra verde suspendida en
la pared.
Para
estar en paz con sus pensamientos, observa las paredes y se forma una idea de
la geometría plana. Se palpa el rostro y se coge la barbilla con dudosa
solidaridad y poca simpatía. Luego da unos pasos, indispensables, hasta
colocarse frente a un pequeño espejo, en el que se mira todos los días para
peinarse y despedirse antes de salir rumbo al colegio. Se siente vulgarmente
feo y con los pómulos deprimidos, como si llevara una asquerosa marca en la
cara. Sus ojos reflejan un total arrepentimiento y un odio al mal momento que
le tocó vivir.
—¡Qué
bah! No vas a morir. Bueno, sigamos. A ver, dos triángulos equiláteros con un
vértice común, ABC y BDF, calcule la media del ángulo AGF…
¡Claro!
Los ángulos son de 60º… y los lados son iguales —se dice, frunciendo las cejas.
—¡Este
problema está papayita! Pero mejor voy a dibujarlo, así no me confundiré.
Coge
una tiza de color rojo y dibuja en la pizarra los dos triángulos con un punto
común, luego traza una recta FCG.
—Muy
bien, ahora lo veo mejor, está más claro —dice con una sonrisa burlona.
Y
vuelve a pasearse. Se detiene y fija los ojos en la pizarra, se acerca y hace
un nuevo trazo, duda, quiere gritar, pero se controla.
—Esta
no es la respuesta. ¡Qué carajo me pasa! —dice, rascándose la cabeza y tirando
la tiza al suelo.
El
pobre piensa y piensa, pero no encuentra la solución al problema.
—¿Se
puede? —se oye una voz tocando a la puerta.
El
estudiante no sabe qué hacer. Medita un momento. Vuelve la vista hacia la
entrada, da unos pasos y se detiene. Se mira en el espejo, se arregla el
cabello con las dos manos y dice con voz seria:
—Sí,
entra no más.
Entró
Joel sin dejar de sonreír y lo observó interrogativamente. Era un amigo del
colegio y de su salón de clases, quien rápidamente se acercó y le dio unas
palmadas en el hombro.
—¿Qué
haces, Adolfo? Me parece... o te estás llenando de números la cachimba.
Disculpa, pero las matemáticas requieren un trabajo serio. Se deben hacer con
placer. Es todo un arte. ¿Qué dibujo es ese?
—Nada...
es un problema sencillo, pero no me sale. Es que estoy pensando en otra cosa.
—¿Qué
cosa? Debe ser un hermoso y exuberante asunto, supongo.
—No.
Ja, ja, ja. Después te cuento...
—¿Quieres
que haga algo? Pareces muy agotado. ¡Vaya, le has puesto seriedad a las
matemáticas! —dijo Joel, burlándose de Adolfo.
—¿Y
qué te ha traído por aquí? —inquirió el estudiante, moviendo la cabeza.
—Pues,
amigo Zorrito, saca la cabeza por la ventana y lo averiguarás. La muchachada te
está esperando en la esquina. Hoy es día de mar y olas. El sol se presta para
distraer la vista con las féminas. ¿Te apuntas?
—¿Cómo?
—Se acerca a la ventana—. Es verdad. Quisiera ir, pero tengo un plancito...
¡con la que tú ya sabes! Hemos quedado para salir en un par de horas... La
verdad, ¡pucha!... no sé a dónde la voy a llevar. ¡Estoy aguja!... Ya se me
ocurrirá algo... ¡Y no va a ser!...
—Mis
respetos, Zorrito. Tú sí que no te pierdes una... Plata no tengo, por si
acaso... Pero ¿quién es? Porque yo no sé nada... No me hagas cómplice de tus
asuntos. Eres todo un donjuán que va llenando de viento la cachimba de las
chiquillas.
—Tranquilízate,
Doctor. Todavía queda sitio para una más en este pechito. Ojalá... todo me
salga bien. Les deseo un bonito día; yo tengo que cumplir, no puedo
desperdiciar esto —tartamudea—. Está que se me avienta. Otro día será. Pero me
pasas la voz...
—Bueno,
será para otro día. Ahí nos vemos...
El
amigo se va y cierra la puerta. Adolfo se acerca al pequeño espejo y no deja de
mirarse. Arruga el ceño, abre la boca y se mira los dientes. Durante unos
minutos no deja de jugar con su imagen.
—Estoy
completo, no me falta nada. ¿Qué hubiera sido de mí si fuera feo? Ella tampoco
es fea, tiene sus cositas, y no se sonrojó cuando me detuvo y me miró
cariñosamente, y cuando le di un beso... Sí que soy atrevido. Bueno, así me
hizo Dios..., yo qué culpa tengo.
Adolfo
hace un gesto curioso al espejo y va hasta su cama, se sienta con un pie
apoyado en el otro, coge la pequeña foto y la mira tiernamente. "Hoy es mi
día", dice, y se recuesta sobre la almohada, quedándose dormido.
Transcurre
una hora. Hay bulla creciente que se filtra por la ventana. Se despierta,
sacude la cabeza, bosteza y se anima. No recuerda ningún sueño. Se pone en pie
de un solo salto y se encamina apresuradamente al baño. Mientras piensa, se quita
la ropa perezosamente. Luego permanece un instante inmóvil. Se sacude el cuerpo
y dirige el chorro de orina para limpiar los bordes sucios del escusado. Al
mismo tiempo, menea la cabeza y sonríe placenteramente. Pero se le agota la
orina justo cuando encuentra una partecita más que estaba escondida. Parado
ahí, totalmente calato, se queda quieto, mudo y no deja de cogerlo; se empina,
da un pequeño salto y lo sacude, agitándolo tres veces; no deja de observarlo,
inclinado, blandiéndolo estúpidamente. Se atreve, balbucea: "No te
preocupes, la haremos linda".
Lo
esperó en la otra esquina del parque, muy cerca de la casa de ella. Cuando ella
salió, lo hizo haciéndose la loca y se detuvo un instante para sacar un
espejito de una pequeña cartera que llevaba en su hombro. Se arregló el cabello
y se chupó los labios llenos de colorete. Se sentía regia, urbana... Se sentía
sin dudas. Por eso no quiso interrogarse nada. Continuó la caminata, a paso
corto, hasta doblar la esquina y se detuvo a diez metros de él. Lo encontró ahí
parado, inmóvil, pero tamborileando una de sus piernas. Al seguir, sus oídos
alcanzaron a escuchar una tosecita falsa y sus ojos vieron un espectáculo
totalmente descoordinado. Por primera vez, Adolfo no lograba sostener la
mirada. Su rostro presentaba la inocencia de un palomilla de ventana. Al percatarse
de su estúpida imagen, decidió darse ánimos. "Mierda, estoy ahuevado, ¿qué
me pasa? Este no soy yo", pensó. Entonces, sobreactuando, examinó el
cuerpo de la chiquilla. La vio curiosa con el rostro pintado. Estaba riquísima,
unida a su falda de franela, que se agitaba por los movimientos de su cintura.
Ahora estaban uno frente al otro con la mirada quieta. Ella arqueó las cejas,
como quien concibe alguna esperanza. Por eso, sin poder contenerse, se sonrojó
y una sonrisa pícara le inundó el rostro. Así permanecieron como si el tiempo
no existiera y en espera de la primera reacción del otro. Él se atrevió, no a
hablar, sino a darle un sonoro y largo beso en la boca. Ella, tratando de
soltarse, como quien no quiere la cosa, sin resistencia, separó sus labios y
murmuró algunas palabras de amor que asustaron al Tenorio estudiante. Este,
totalmente animado, dulzonamente, le dijo algunas mentiras, todas envueltas con
frases graciosas y oportunas. No le importaban los mirones. Por lo tanto, sin
sospechas, le susurró al oído y la abrazó frotándole la espalda y apretándole
la nalga derecha con la mano izquierda. Al separarse, instintivamente repasó
con los ojos la provocativa figura que tenía frente a él. Sin perder tiempo,
sacó una cajita de uno de los bolsillos de su pantalón, la abrió, sacó una
cadenita y se la mostró. Los ojos de la niña bailaron de alegría junto con un
sentimiento único de amistosa y emotiva seducción. Adolfo, inquieto, la hizo
girar lentamente y la colocó de espaldas a él. Después, llevó las manos por
detrás de su cuello y le abrochó la cadenita dorada. Al verla suspirar, razonó
con la cabeza y no con el alma. Por eso, rio silenciosamente con una suerte de
"después voy a pedir". Luego caminaron juntos, bamboleándose, hasta
perderse por una de las calles.
Al
día siguiente, un agitado sueño lo despertó. No tenía ganas de levantarse.
Tirado de espaldas en la cama, entendió lo que había hecho. "Seguro que ya
se lo dijo. Claro, si son muy buenas amigas", pensó. Atormentado y
temiendo que la muchacha lo haya puesto al descubierto, se daba pequeños golpes
en la cabeza. "Y ahora, ¿qué hago?", dijo. Lo más fácil era hacerse
el loco, porque antes de la cita él sabía que existía otra mujer, y que no era
precisamente con la que salió. Tampoco era solo una amiga del barrio, sino su
enamorada. Bruscamente, se enderezó, se apretó la nuca y se la sobó. Luego se
incorporó, entrecerró los ojos y se sentó en la cama. Levantó la cabeza y
comenzó a averiguar lo que le ocurría.
—¡Puta
madre, qué pesadilla tan maldita!
Reaccionó
despeinándose la melena con las dos manos. "¿Habrá sido capaz?", se
preguntó. De pronto, recordó que la enamorada no se encontraba en el barrio,
porque estaba de viaje, de viaje de promoción. ¡Uf! Suspiró profundamente y se
quitó el sudor de la sien con los dedos. Ahora entendía por qué hizo lo que
hizo. Estaba a salvo. Reaccionó. Entonces, ¿por qué la maldita pesadilla?
Comprendió (creyó) lo que su inconsciente le quería decir. Apoyado apenas en el
borde de la cama, dirigió sus ojos hacia la mesita de noche y estiró
cautelosamente la mano. Fue como un rayo, como un trueno en lo más profundo de
su adolescente cerebro. La Biblia no estaba allí. Por eso se levantó como pudo
y, tembloroso, empezó a buscarla levantando todos los objetos que encontró a su
paso. Al no hallarla, corrió sobrenadando en el aire hasta llegar al comedor.
Como loco, preguntó quién la había cogido. Bordeando la mesa, estaba toda su
familia. Desconcertados, lo miraron, pero disimularon no haberlo oído. A pesar
de su naturaleza moderada, pacífica, volvió a gritar como un energúmeno,
tratando de averiguar quién diablos había cogido la susodicha Biblia.
—Tranquilo,
Adolfo... Hijo, los niños han cogido la Biblia y la han destrozado, está
inservible... —le dijo su mamá, acariciándolo.
El
Zorrito Adolfo quedó, por un instante, petrificado. Tenía el rostro pálido y
los ojos con una expresión de angustia y espanto. Tosió tapándose la boca con
la mano y sin acabar de decidir qué hacer. Los pensamientos se le estancaban,
como cuando tiene una ecuación algebraica sin resolver. Sentía escalofríos,
porque era una ecuación a la cual le faltaba una variable. Se sentía impotente
y percibía al mundo estallar en su cerebro. Se dio ánimos: "Basta de
preguntas, yo no tengo la culpa". Y recogiendo lo que quedaba de la
Biblia, se dirigió rápidamente a su habitación.
—Y
ahora, ¿qué mierda hago?... Y yo que pensaba devolvérselo...
Él
quería estar limpio de la travesura hecha. Quedar libre del inexplicable temor
supersticioso que le venía de la moral familiar: "Todo lo que se hace se
paga".
—¿Por
qué no vino ayer este huevón? —se dijo, muy enfadado y temeroso. Porque ahora
su cerebro, luego de aquella terrible pesadilla, tenía una zanja profunda y
oscura, llena de miedo, como si hubiera sido castigado sin clemencia, pero con
excusa.
Muchos
años después, él era un buen padre, supersticioso y con una exagerada correa.
Aunque lo de Tenorio no se lo había quitado nadie. Cumplía el dicho: "Al
lobo se le puede cambiar de piel, pero no de mañas”. Lo cierto es que todos
aquellos sueños, que no le dejaron dormir en su adolescencia, seguían vigentes.
Las malditas pesadillas no habían desaparecido.
Una
noche, después de un día familiar y amoroso, aprovechando que estaba solo en
casa, se encaminó vigilante hacia el consultorio de un charlatán. El propósito
era curarse de sus noches de insomnio. Hizo el camino a pie, con los ojos bien
abiertos y una expresión de temor. Luego de doblar una esquina, entró a un
callejón flanqueado por veredas incompletas, estrechas y rotas. La oscuridad
parecía casi secreta y amenazadora. Sin consultar su espalda, sin detenerse,
apuró el paso. Al llegar al punto fijado, miró alrededor y levantó la cabeza
para leer un letrero. Entonces se dio cuenta de que era la dirección correcta.
—Sí,
aquí es —dijo, pero con un tono de duda.
El
consultorio —si cabe la palabra— estaba lleno de polvo y en desorden. Era un
lugar desagradable y pesado. Las paredes, sin enlucir, estaban llenas de moho y
nidos de arañas. El suelo, cubierto de un ocre rojizo, despedía un olor a
orines de gato.
Cuando
Adolfo ingresó, no había nadie. Entonces se presentó dándole toques a una mesa
desvencijada por el uso, la cual estaba cubierta por un grasiento y arrugado
plástico azul. Estaba en el centro de la habitación, flanqueada por cuatro
paredes sucias y ennegrecidas por falta de limpieza. Del fondo se escuchó una
voz ronca que le pidió que por favor esperara un momento. Aprovechó entonces
para caminar alrededor de aquel ambiente que le impedía precisar la imagen
natural del tiempo. Todos los objetos parecían provenir de una lógica
inverificable y excluida del porvenir. Con los ojos bien abiertos, examinó las
paredes que estaban llenas de animales disecados y objetos coloridos, cuadrados
y redondos, que surgían como seres animados. A medida que avanzaba, sus ojos se
fijaron en una pequeña bola que estaba encendida como una inmensa bomba
transparente llena de miles de voltios. Al rato hizo su aparición un chamán
vestido con una holgada levita de color marrón; llevaba una serpiente enrollada
al cuello y estaba descalzo. Era un hombre feo, bajo, grueso y de aspecto
descuidado. Reflejaba estar cansado, pues tenía los hombros caídos y la frente
fruncida.
—Buenas
noches, ¿en qué puedo ayudarlo?... Usted dirá…
Adolfo,
superado por este espíritu caricaturesco, depositó un billete de veinte soles
encima de la mesa desvencijada. Luego se acercó al hombrecillo y le estrechó la
mano. La sintió grasienta. Desvió la vista hacia un reloj que colgaba en una de
las paredes y que estaba acompañado de un cartelito que indicaba los precios de
cada "Limpieza" (consulta): Pasada de huevo: 10 soles; limpieza anal
con humito sagrado: 15 soles; tranquilidad y paz mental: 20 soles; que salga el
mal y entre el bien: 25 soles; pasadita de cuy al desnudo: 30 soles; imposición
de manos: 35 soles.
—Buenas
noches… Qué rápido se pasa el tiempo —dijo Adolfo.
—¿Y
bien?… ¿Tiene algún problema grave?
Adolfo
tomó una de las sillas y se sentó lentamente.
—Sí,
no puedo dormir tranquilo, tengo pesadillas casi todas las noches y todas son
muy similares. Sueño que un gigantesco libro me quiere aplastar y yo corro
kilómetros y kilómetros para que no me alcance. Mientras escapo, libros por
todo el camino surgen como hongos negros que me cierran el paso… Y luego, todo
el horizonte se llena de hombrecitos vestidos como curas que llevan entre sus
dedos biblias muy pequeñitas…
El
hombrecillo lo miró frunciendo el ceño y tratando de evitar una carcajada.
"¡Hay cada huevón!", exclamó para sí.
—¿Cuánto
tiempo lleva con esto? —preguntó, mostrándole los dientes amarillos.
—Hace
muchísimo tiempo que me ocurre...
—¿Aparece
solo en el sueño o hay alguien más que lo acompaña?
—Siempre
estoy solo..., aunque a veces aparece de improviso un antiguo amigo del
colegio, de piel morena, que me mira con cólera y me persigue blandiendo una
figura geométrica. En cada pesadilla donde aparece mi amigo, todas estas
figuras cambian. La última vez me persiguió con un octaedro gigante. ¡Ah! Pero
lo único que no cambia es su intención. Siempre grita amenazante que me lo va a
meter por el culo... Afortunadamente, hasta ahora no me ha alcanzado.
¡Imagínese usted el día...! No quiero ni imaginar...
El
hombrecillo se levanta de improviso. Su larga cabellera casposa, lacia y negra,
le llega hasta los hombros. Tiene el rostro adormecido y tuerce los labios en
un acto involuntario. Gira y le da la espalda, alejándose de la mesa. Adolfo lo
sigue con la vista. Lo ve rascarse casi al mismo tiempo el sobaco y el culo,
para luego frotarse la cara, pasando uno de sus dedos por la nariz y oliéndolo.
Lo sigue así hasta que cruza una cortina descolorida y sucia, dejándolo solo.
Poco después vuelve con un frasco entre los dedos. Es un brebaje de color
amarillo. Toma asiento en silencio y agita el frasco, moviéndolo de arriba
abajo.
Adolfo
se mantiene quieto y reflexiona. Tiene los dedos apoyados en la mesa con mucha
fuerza. Lo mira, se encorva, parpadea, abre más los ojos y agita la cabeza. Se
yergue y se atreve a preguntar.
—¿Me
puede decir qué es lo que ha traído?
El
chamán se aparta el pelo de la cara y esboza una sonrisa aletargada, casi sin
ánimos.
—Con
este brebaje, señor, se le va a pasar todo el sueño horrible. Es un relajante
que surte efecto desde la primera toma. Es una combinación de incienso en
polvo, mirra, benjuí, almizcle... "y otras huevadas más", piensa esto
último soltando una sonrisa cachacienta.
Adolfo
cruza las piernas y se recuesta en el respaldo de la silla. Con la cabeza
inclinada, examina el brebaje amarillo. Lo mira con curiosidad perpleja. Luego
sonríe como si adivinara el contenido.
—Tengo
muchas ganas de tomarlo. Las pesadillas me tienen loco. ¿De verdad cree usted
que surtirá efecto en mí?
—¡Por
supuesto!... Pero debe beberlo después de la cena y antes de ir a la cama... Y
tenga en cuenta que no debe tener relaciones sexuales de ningún tipo hasta que
haga efecto... ¡De ningún tipo! —exclama.
Adolfo
se pone en pie como un desdichado, sin prometer cumplir la última
recomendación. Le parece un golpe bajo del destino.
—Muy
bien, así lo haré...
—Una
última pregunta... El libro que lo persigue para aplastarlo, ¿tiene algún
autor? ¿Qué tipo de libro es? —pregunta el chamán, observándolo con curiosidad.
El
cuerpo de Adolfo tiembla sin poder evitarlo y su rostro cambia de color. Le
viene a la memoria lo que años atrás había hecho. Y también una canción que
tararea en su interior: "Este secreto que tienes conmigo, nadie lo
sabrá... Este secreto seguirá escondido una eternidad...".
—No,
no sé qué tipo de libro es... Pero es un libro que no se parece a nada, solo
que es tan real como usted y yo —da un ligero golpe en la mesa—. Creo que
incluso más real, pero en un mundo lleno de sombras y sotanas negras que flotan
en el aire, como cenizas. Es más real que este mundo. Es una oscura realidad.
Siempre veo lo mismo: el gigante libro que me persigue y la puerta de una
iglesia que se abre como si fuera mi refugio. Estas pesadillas son tan reales
que despierto mojado y oliendo a berrinche.
Los
ojos de Adolfo se cierran de pronto. Luego, lleva la mano a su rostro y se lo
estruja.
—Sigue
—dice el chamán con la cara seria, pero riéndose para sus adentros.
—Veo
visiones. Me veo muchas veces montado en un caballo y vestido como un cruzado,
cumpliendo un voto y dirigiéndome a liberar los reinos cristianos en posesión
de los musulmanes... ¿Qué hora es? —pregunta tratando de cambiar la
conversación.
—Van
a dar las once —contesta el chamán.
Adolfo
se siente mal y decide marcharse.
—Bueno,
ya es hora de retirarme... Mi familia debe estar esperándome.
Pasaban
los días y Adolfo seguía desvelándose por culpa de sus terribles pesadillas. El
brebaje no había hecho efecto. La atmósfera de sus sueños seguía siendo densa.
Se siente un desgraciado. Está solo, sentado en la cama, en la otra habitación
que dispuso para él, y está fumando.
—¡Puta
madre, este huevón creo que me ha engañado! ¡Ahora en mis pesadillas incluso
dialogo en latín con seres que vienen de las tinieblas! Lo peor es que estoy
como una papaya verde... Han pasado dos semanas y nada de nada...
Adolfo
comenzó enumerando todas sus pesadillas. Las recordaba como si tuviera una
memoria prodigiosa e infalible, y sus recuerdos no eran cualquier cosa, porque
recordaba hasta el mínimo detalle. Sin proponérselo, había aprendido latín
dentro de sus pesadillas, por eso recordaba los diálogos y las vestimentas que
llevaban sus interlocutores romanos. La que más recordaba era aquella en la que
junto a Julio César y Calígula hacía una entrada triunfal en una habitación
llena de mujeres desnudas... Lo único malo era que justo cuando estaba por
"triunfar", su esposa lo despertó.
—Ya
no aguanto más... —se dijo una noche, entregándose a Dios.
Por
eso, no había domingo en el que no fuera a misa y no se perdía las procesiones
de cualquier santo. Deseoso, caminaba muy cerca, otros iban delante y otros
detrás. Incluso era él quien, en las pausas, encendía los cohetones. La
presencia del santo lo llenaba de luz y compañía. Levantaba la cabeza y
observaba a la multitud en busca de algún amigo o alguien dispuesto a
escucharlo, para desahogar su desgracia.
Así
transcurrió el tiempo hasta muchos años después de aquel incidente con el
libro, en el cumpleaños de un amigo, cuando se atrevió a contar lo sucedido.
Reunidos alrededor de una mesa, les contó que su adolescencia se había
arruinado por completo por culpa de un libro de geometría.
—Me
lo robaron en el salón de secundaria. ¿Entienden lo que quiero decir? —dijo
ofendido—. Y a mí, que tomo infinitas precauciones... Por eso, en cuanto me di
cuenta del robo, sin perder tiempo, fui hasta el casillero de Jorge el Mono y
agarré el primer libro que encontré al alcance de mi mano; desde entonces, fui
acosado por una serie interminable de pesadillas llenas de ruidos y protestas
que me han acompañado hasta ayer —aumentó.
También
les contó que debido a eso tuvo que unirse a la hermandad del Señor de los
Milagros y vestir el hábito morado, lo que lo llevó a llevar una vida de monje
franciscano. Y ya no pudiendo soportarlo más, decidió confesarlo.
—Morir
así era intolerable..., vergonzoso. ¡Era y es horrible! Como morir virgen. Y
eso no podía ser..., no estoy acostumbrado a eso. ¡Piensen en eso! Estaba en
contra de la filosofía que yo preconizo, que es la de tener sexo libre, cueste
lo que cueste —dijo con voz apesadumbrada—: Sí, cometí mi primer hurto, para
que suene mejor... o, hablando en términos matemáticos, hice un trueque.
Cambié, sin darme cuenta, mi libro de geometría por una Biblia. Lo cual resultó
ser mi desgracia hasta hace poco, porque ya se lo devolví. Espero que Jorge el
Mono lo comprenda y me haya perdonado.
Loro
No hay comentarios:
Publicar un comentario