Después de todo la nostalgia existe aunque no lloremos en los andenes fantasmales ni sobre las almohadas de candor ni bajo el cielo opaco... Después de los "SIN CUENTA" todo se cuenta. Ya nada tiene copyright...
martes, 24 de diciembre de 2013
Viernes trece
miércoles, 16 de octubre de 2013
El túnel del tiempo
Era
la víspera de Navidad cuando sintió que se desmayaba. Al recuperar la
conciencia, notó que sus piernas le estaban jugando una mala pasada y que sus
pensamientos se desvanecían. La muchedumbre y los edificios que la rodeaban se
volvían cada vez más borrosos y lejanos. En ese momento, intentó dar un nuevo
paso pero se quedó inmóvil. Antes de caer, apareció una adolescente traviesa
que, ágilmente, extendió los brazos y la sostuvo por la cintura, abrazándola, y
la condujo hacia una banca de madera que se encontraba a pocos pasos de ellas,
donde la sentó. "¿Se encuentra bien?", preguntó. La mujer la miraba
confundida, sin aliento. "¿Vive cerca?", preguntó de nuevo. La mujer,
desorientada aún, balbuceó un nombre, una hora y una fecha que no coincidía con
la actual; el sueño la estaba venciendo, parecía muy débil. "Todavía es de
mañana, amiga; no la entiendo, Lor... ¿qué? Hoy es 24 de diciembre de
2013", dijo la adolescente. La mujer se levantó, poniéndose de pie y
volviendo súbitamente en sí. "¿Cómo has dicho? ¿24 de diciembre de... ¡No
puede ser! Deja de bromear... no estoy de humor". La afirmación categórica
hizo que la adolescente sonriera levemente. Pensó que la mujer aturdida no
lograba salir de la neblina mental. "Creo que está medio tonta",
murmuró.
La
mujer, sobrecogida, abrió completamente los ojos y los fijó en el tatuaje que
la adolescente llevaba en ambos costados, debajo del ombligo. Eran dos
estrellitas rojas. "Dios mío, ¿a dónde hemos llegado?", pensó. Estaba
quieta, en plena avenida, cerca de un supermercado. Para ubicarse, reflexionó y
trató de encontrarse. El sol iluminaba todo su rostro, como aquella tarde en la
que, sentados en el parque después de salir a almorzar, jugaban a crear una
historia oral, muy juntos. Y podía recordarlo porque fue el día de la amorosa y
explícita declaración inesperada, súbita; aunque ahora estaba obligada a
calmarse y, ciertamente, en este momento no podía darle importancia. Giró todo
su cuerpo, tratando de librarse de la náusea que la invadía. Se sentía como si
estuviera resfriada y con el corazón a punto de estallar. A pesar de ser pleno
verano, experimentaba algo de frío. Llevaba puesta una camisa polo como en la
película "Flashdance" y una sudadera blanca que le apretaba el
cuello; además, un cinturón grueso apretaba su cintura y sostenía los blue
jeans que resaltaban sus nalgas. Estrella Salazar se sentía atrapada por los
pantalones, como si estuviera unida a ellos. Luego llevó sus manos a su
vientre, lo acarició suavemente e intentó sonreír. Sentía una sensación de
ternura y una habilidad para adivinar. Desabrochó el cinturón y sintió alivio.
"¿Será por lo que creo?", se preguntó al recordar la última llamada de
su hermana. "O por todo lo que he comido", se dijo, inventando una
excusa. Ya recuperada, aunque algo confusa, le agradeció a la adolescente con
voz grave, quien parecía apenada. La niña se volvió hacia ella, la observó
durante unos segundos, "Ok", dijo y soltó una pequeña sonrisa para
luego continuar su camino. "Esta tía no fluye", pensó.
Sabía
que el consultorio de su hermana estaba cerca. Pero se sentía ruborizada por el
breve, curioso e involuntario incidente ocurrido en ese nuevo y desconocido
escenario para ella. Después de caminar dos o tres cuadras, comenzó a sentir
cierta intranquilidad, no se ubicaba; disimuladamente, trató de reconocer las
calles que la llevarían al consultorio; buscaba las calvas de las colinas, los
cruces de las avenidas, algún punto de referencia conocido... Pero no los
encontraba. Entonces sintió que un espejismo inundaba sus ojos y la guiaba por
lugares que nunca había visto. Estaba perdida.
Tres
días antes, ella lo había invitado a su casa para celebrar el compromiso junto
con su familia. "Te espero a la una y media", le dijo. Por eso,
decidió ir de compras muy temprano y luego dirigirse al consultorio de su
hermana, quien la había llamado por teléfono el día anterior, tal vez para
darle una sorpresa.
Después
de siglos de encuentros y desencuentros, finalmente él le había declarado su
amor, de manera directa y sin metáforas. Ella, en aquel parque, se hizo la
difícil, pero al final aceptó. Con el paso del tiempo, el amor que ella le
brindaba logró llenarlo de confianza y motivación, llevándolo a pedir su mano y
formalizar su compromiso. Después de eso, se convirtieron en novios y tuvieron
largos encuentros furtivos que terminaban al amanecer.
Él era un hombre de veinticinco años, unos meses mayor que ella, bajo, flaco, con pelo lacio y sin barba, pero con un perfil sobresaliente, como el de un huaco prehispánico. La sonrisa que siempre lo acompañaba, necesaria, iba de la mano con su mirada soñadora.
Volvió
a fijar la vista en la ciudad moderna, desconocida para ella. "¿Dónde
estoy? ¿Qué diablos hago aquí?" se preguntó. La inquietud y las ganas de
descubrir de inmediato lo que le estaba sucediendo la llevaron en busca de una
cabina telefónica. Después de caminar, perdida, por la enmarañada ciudad,
finalmente pudo encontrarla; ahora, quieta, se encontraba estupefacta, los
botones eran diferentes y sus fichas RIN, que sacó de su cartera, no coincidían
con las ranuras. Un joven, al verla recostada en la cabina, frente a todos, con
el rostro preocupado pero sonriente, se acercó y le prestó su teléfono celular.
"Aquí tiene... Seguro que no funciona", dijo. Sorprendida, extendió
el brazo fingiendo aplomo. Al cogerlo, su mente se sintió medieval, perdida; no
encontraba las teclas en el nuevo artefacto desconocido para ella. El joven
sonrió al verla vestida de los años ochenta, pensando que tal vez era una
provinciana recién llegada a la capital y que no estaba al tanto de los nuevos
avances digitales. Le pidió el número y lo marcó.
—Este
teléfono no existe —dijo el joven.
—¿Cómo?
Qué raro; es el número del consultorio de mi hermana... A ver, pruebe con este,
es el número de mi casa —contestó.
—Este
sí existe, está sonando; aquí tiene, conteste —dijo.
Avergonzada,
llevó el teléfono a su oreja.
—¿Hola,
Javier?
—Sí,
dígame, con quién tengo el gusto.
—No
te hagas el tonto, con Estrella.
—¿Con
Estrella? ¿Cuándo llegaste?
Había
demasiado ruido a su alrededor como para seguir charlando.
—¿Cómo
que cuándo llegaste?... Puedes decirle a Lorenzo que venga a recogerme. Estoy
en... espera. Amigo, por favor, ¿dónde estamos?
—Estamos
en la avenida La Marina con Universitaria —le contestó.
—Javier,
dile que me recoja en el cruce de...
—Sí,
ya oí, pero ¿quién es Lorenzo? —preguntó.
—No
te hagas el gracioso... Sé que no te cae bien, pero solo dile que venga por mí
y que no se demore.
El
conductor tocó el claxon una, dos veces, frente a una reja de metal donde
Estrella estaba parada, quieta, con los ojos extrañamente abiertos, observando
todo con gran confusión. Ningún tejado, árbol o forma de vestir de los jóvenes
le resultaba familiar. Prestaba más atención a dos chicas detenidas en una parada;
llevaban unos artefactos puestos en las orejas y le parecía que conversaban
consigo mismas, manipulando una pequeña máquina entre sus manos, como
autómatas, como autistas. La mirada de Estrella divagaba involuntariamente
mientras observaba todo. El conductor bajó apresurado y se acercó a ella.
Estaba solo. Él era uno de sus hermanos, un hombre de piel oscura, robusto,
medio calvo, por no decir calvo del todo. Al encontrarse, se quedaron
boquiabiertos, sin poder decir nada. A pesar de reconocerse, todo en ellos
había cambiado.
Esa
mañana era una mañana especial. No es que a Estrella le gustaran los días
festivos, más bien siempre intentaba evitarlos. Un día se había animado a
decirle a Lorenzo: "No creo en el pasado, porque son solo fantasmas que
irrumpen fastidiándolo todo. Y las celebraciones de nombres o cumpleaños, son
solo eso, recuerdos que no merecen celebrarse. Celebremos el futuro, que es
mejor". Por eso, ella estaba dispuesta a celebrar su noviazgo. Lorenzo le
había respondido: "Yo creo que hay que recordar a la familia, a los
amigos, a las sensaciones que uno vivió con cariño en la escuela, en el colegio
y en la universidad; los recuerdos son el verdadero futuro, aunque no lo
parezcan...
Para
ella, este encuentro era absolutamente absurdo. Sus primeras reacciones fueron
de sorpresa, como un golpe en la nuca o una cachetada, justo donde uno no lo
espera. Por más ridículas que fueran sus expresiones debido a tal confusión,
Estrella, siempre tranquila y condescendiente, se atrevió a preguntar:
—¿Qué
te ha pasado en la cabeza? La inflación ha causado estragos, ¿así de mal? —dijo
él, sorprendido al ver la juventud repentina de su hermana, sintiéndose
ruborizado.
—El
tiempo no pasa en vano; eso ha hecho que mi cabello no sea reconocible, ¿no te
habías dado cuenta? En realidad, Estrella, te ves muy bien. Estar soltera ha
permitido que el tiempo se detenga. Pareces una chica de veinte y pocos años.
—Veinticinco,
justo cumplidos. ¿Por qué no ha venido Lorenzo? —preguntó ella.
—¿Lorenzo?
¿Quién es ese?... —preguntó Javier.
Estrella
lo miró sorprendida, pero decidió no hacerle caso, creyendo que él estaba
bromeando. Se quitó los lentes y se secó los ojos con los dedos, luego
disimuladamente limpió sus gafas con sus mangas. No dejaba de pensar mientras
una música desconocida sonaba melodiosamente. Volvió la vista y se dio cuenta
de que la radio no tenía casetera, solo una ranura mediana. Estaba intrigada.
Observó nuevamente la radio y notó que al lado de la ranura había un pequeño
aparato insertado que emitía una luz intermitente. Tenía ganas de investigar lo
que sucedía y las razones que le llevaban a conjeturar, quería hacerle algunas
preguntas, pero justo cuando estaba dispuesta a hacerlo, el auto se detuvo.
Al
bajarse del auto frente a una casa que le parecía indiferente, se preguntó:
"¿Por qué me ha traído aquí?". Pensó si esta podría ser la casa donde
Lorenzo la esperaba y si le estaban preparando una sorpresa, tal como imaginaba
que su hermana, la doctora con la que se atendía, le daría. No le importaba
hacerlo evidente, por eso lo disimulaba. Sus ojos se posaron finalmente en los
hombros de su novio, al abrazarlo. Sabía que hacía quince días lo habían hecho
con mucho amor y por última vez, y que sus sospechas sobre el leve sangrado
eran previsibles. No estaba segura, pero de todos modos se lo diría, aunque le
temblaran las piernas. Él tenía que saber todo el tiempo que ella se lo había
guardado para no gritar...
Era
la víspera de Navidad cuando Lorenzo sintió que sus sueños míticos se habían
hecho realidad y que ya no cambiarían. Al despertar, se quedó meditando,
absorto en lo adivinatorio que fue todo lo que su abuelo le dijo un día, cuando
le leyó la mano: "Será una amiga de tu colegio, de piel clara, y el día de
su nacimiento serán dos dígitos que formarán un número primo...". Eso fue
lo que él interpretó como una suerte de laberinto.
Eran
las diez de la mañana en un día caluroso, el mismo día de la víspera de
Navidad. Se sentía sofocado y, sin embargo, tenía el rostro cubierto por una
almohada que le protegía los ojos de la luz que entraba por una ventana sin
cortinas. Estrella Salazar lo había invitado a almorzar: "A la una y media
te espero en mi casa", le había dicho, obligándolo a asistir. Al igual que
la vez anterior, la invitación se la había hecho personalmente, tres días
antes, con su voz melodiosa y autoritaria.
Tendido
en la cama, boca arriba, tenía un aire adormilado. Estiró los brazos, suspiró y
se mordió los labios. A pesar del cansancio, Lorenzo intentó ordenar sus
pensamientos y discursos, ensayando discursos breves y largos. Hizo una
reverencia, inclinándose sobre la cama y moviendo las manos: "Ojalá todo
me salga bien. Le voy a pedir que nos casemos. Es hora de fijar una fecha. Es
lo que corresponde... ¡Hoy la voy a sorprender!", se dijo. A pesar de su
somnolencia, Lorenzo recordaba los días de colegio, de universidad, las
expresiones de Estrella: seguras, ásperas, cotidianas, tan notables como el
amor apasionado que ella sentía por él. Recordaba también cómo lo miraba con
aquellos ojos profundos y achinados, más allá de sus gafas. En ese momento,
trató de evitar más pensamientos nostálgicos estirando el brazo y buscando la
radio con determinación en la silla. Logró alcanzarla y la encendió. Ahora la
música lo acompañaba, Foreigner con su "I Want to Know What Love Is",
lo envolvía y le sonrojaba, sintiéndose visiblemente enamorado. Entonces se
levantó guiado por la música y se dirigió lentamente hacia la ducha.
Lorenzo
saltó y tarareó una canción, alargando el cuello mientras se miraba fijamente
en el espejo de su habitación. La felicidad lo embargaba, ya se había
acostumbrado a tenerla cerca como siempre había deseado. Luego, sus ojos se
llenaron de lágrimas que se negaban a salir y su boca se torció.
"¡Basta!... ¡Basta!", se dijo, ajustándose el cinturón del pantalón.
De repente, recordó que tenía que comprarle un regalo, ella se lo merecía. Lo
pensó rápidamente y entendió cuál sería. Simuló un golpe en la nuca para
asegurarse de ello. "El tiempo me gana", dijo, embistiendo la puerta
y saliendo sin mirar atrás.
Estos
momentos idénticos, que parecen iguales, son un solo dolor que el tiempo
confunde. Ella embarazada y él decidido a terminar el noviazgo. Estaba preparado
para ponerle fecha al matrimonio. Un matrimonio que, por extraño que parezca,
nunca se llevará a cabo, porque nunca ocurrió. Pudo haber ocurrido, pero no
ocurrió.
Veintiocho
años y un día de cronología tiene esta historia conjeturada. Y ahora, en ciudades
distintas y distantes, donde el pasado, el presente y el futuro difieren de los
sueños, en la soledad de sus habitaciones, ambos desconfían del destino,
resignados a cuestionarlo.
Es
la una y media de la tarde en la víspera de Navidad, y Estrella Salazar, de
cincuenta y tres años, tiene la cabeza apoyada sobre sus brazos, extendidos
sobre el escritorio, está dormida, con la computadora cómplice que la observa
en silencio. Un perro pequeño y peludo juega cerca de sus pies. Dentro de su
sueño, tiene otro sueño del cual no quiere despertar; su participación está
hecha de tiempo presente, compatible con lo eterno y lo intemporal. Desea
expresar una aventura sentimental e irrazonable para la mayoría de la gente:
transgredir el espacio-tiempo, viajar al pasado y regresar al presente debido a
un desmayo, volver embarazada al mundo que siempre deseó pero que no existe.
Es
la una y media de la tarde en la víspera de Navidad, Lorenzo escribe un cuento
sobre un sueño que tuvo la noche anterior. Piensa enviarlo a Estrella para que
le dé sus comentarios. Sus cincuenta y tres años le permiten escribir sin
ataduras, sin prejuicios. En su cuento, o en su sueño, imagina declarándose a
Estrella, luego siendo novios y casi esposos. No menciona hijos, solo se centra
en el romance eterno y glorioso entre ambos, como una especie de tiempo mítico,
lo contrario de lo conocido.
Loro
sábado, 5 de octubre de 2013
Travesuras del destino
Las
travesuras del destino, siempre enigmáticas, originaron un incidente
testimonial. Fue aquel día en que mi madre estaba a punto de dar a luz en un
distrito cubierto de frondosos matorrales, arena y piedras.
Esta
dinámica de tiempo estaba reglamentada para que yo naciera y también otro noble
caballero, un hombre menudo de escuálidas facciones, cuyo nombre no es
necesario mencionar. Y que también —supongo—, forzado por las circunstancias de
mi destino, tenía que ser carmelino, como yo, en sus cuatro puntos cardinales.
Mis
padres tuvieron que viajar desde muy lejos para presenciar el nacimiento de ese
lugar, todo para que eso ocurriera.
Ya en
esta etapa inicial de mi distrito, fundada por José López Pasos y otros
insignes caballeros, ocurrieron infinidad de hechos imprevisibles que asumieron
un carácter temerario, tal vez más apasionado que el lamento de una guitarra,
como le sucede a un adolescente oscilando entre la infancia y la juventud. A
pesar de carecer de edificios excepcionales, calles encantadoras y casas de
noble estructura, logró atraer a la mejor gente provinciana y aguerrida.
Lo
cierto es que esta acción directa, innovadora y creativa logró terminar el
distrito con el propósito de que nuestro destino se encontrara. Pero con la
salvedad de que nuestra infancia no se juntara ni en mañanas, ni en tardes ni
en noches, hasta que discutido en otro extremo y de golpe, se llegó a la
conclusión de construir una sede para el bendito Colegio Nacional Mixto Raúl
Porras Barrenechea.
Claras
imágenes, acumuladas de los relatos contados por mi padre, me llevan a
reconocer que el destino origina, de la causa accidental, hallazgos asombrosos,
como un concepto de milagro.
Una
vez que el distrito fue fundado (no oficialmente) y a meses de fundarse el
colegio —Cooperativo Mixto de Educación Vespertina Secundaria Común (ese fue su
primer rimbombante nombre antes de su nacionalización como "Colegio
Nacional Mixto Raúl Porras Barrenechea")—, según lo previsto por el
destino, tocó una varita mágica y aparecimos yo y el otro caballero, bajito y
escuálido, cuyo nombre no quiero mencionar.
Yo
podría haber aparecido en Sihuas o Arequipa; el fulano en Piscobamba o Cañete;
pero no, aparecimos en el mismo pequeño y rectangular distrito chalaco.
Así
fue desdoblándose el tiempo, hasta que un día de abril —no diré el año—, fue
público nuestro encuentro: su carpeta pegada a la mía, en el mismo salón, en el
mismo grado, y con los mismos amigos en común. Tal vez, todo eso también estaba
previsto.
Una
hora después, ya estábamos escuchando a la misma regordeta y malhumorada
profesora de biología. En aquel espacio o cascarón que físicamente parecía
estar desprovisto de todo, de vez en cuando nos mirábamos extrañados; era un
escenario distinto, desconocido, porque veníamos de aulas diferentes. Terminada
la clase, acordamos formar un grupo con los otros amigos de carpeta. Nadie
había ingresado aquí por error, el destino nos había juntado a todos. ¿Qué les
parece?
Otra
faceta del enigma, aquí acontecida, es el hecho de reunir a un grupo de actores
disímiles, variopintos. La representación de algunos fue compleja; la de otros,
momentánea y desapercibida. Ustedes replicarán que nuestro encuentro no tuvo
nada de interesante. Yo replicaré que nada fue improvisado, que el azar tiene
bien afiladas las garras cuando el destino se lo reclama.
El
segundo acto, el más desamparado, por irónico y tierno, fue cuando uno de los
actores, cumpliendo su rol, con ávido sigilo, enredó dos de nuestros cabellos
que fueron cogidos furtivamente. Mi reacción fue mirarle con ojos severos, él
me miró con ojos perplejos, abochornado. Pero el hecho ya había sido
identificado. "Pareja unida para siempre", nos dijo.
Sin
rechazar esta posibilidad de broma —al fin y al cabo, estábamos jugando—, vi
cómo mi amigo, casi anulado, escapó enseguida hacia el otro lado del aula y se
puso a conversar con otro amigo, rascándose nerviosamente una oreja. Apenas
extendió las manos para recibir un cuaderno. Intuí, por primera vez, que
nuestra indiferencia al hecho era la milagrosa confirmación de lo innegable.
Estábamos convergiendo, melodramáticamente, hacia la lógica del destino. ¿Hacia
dónde y para qué?
Ese
mismo día, por la noche, mi imaginación se alimentaba de sentencias que me
repetía. Era un laberinto incansable que reclamaba una solución exacta. Pero
siendo adolescente, como era, no la entendía, o tal vez, quién sabe, disimulaba
aquella revelación. Desvelándome, ensayaba un argumento sobre mi existencia en
el pasado, presente y futuro. Me encontraba atrapada en la infinita riqueza de
lo desconocido. Así, me quedé dormida. "¿Todo está premeditado? No, no
puede ser", me decía en el interior del sueño. En ese punto, me desperté;
no podía presentar un solo cargo contra él o contra lo desconocido. Muy
despierta, sentada aún en la cama, reflexioné que el sortilegio no puede ser
realidad, aunque da la incómoda impresión de serlo.
Comienza
el tercer acto, el último. Es penoso para mí, pero debo contarlo; es lo justo.
Regresa un actor que parecía descartado. Tiene cara de boxeador y es bajito: es
el miserable. El destino le ha entregado una errata de argumento apta para
disimular su triste vida. Él tiene que cumplirlo. Bruscamente se vistió con el
ropaje de un insignificante desdichado. Corrió desde el otro lado de la
ventana, cogió una granada de mierda mezclada con arena y la lanzó al interior
sin misericordia. El día soleado se nubló para mis ojos. Vanamente intento
recordar los detalles que me resultan inverosímiles. El tiempo y el espacio se
detuvieron. Ahora es una mano la que me dirige hacia un penoso caño,
proyectando una sombra muy cercana a la mía; es una sombra fija, antagónica,
compensatoria; diría incluso que complementaria, aunque refleja una personalidad
oculta, individual, irresuelta. Ya inclinada, con lágrimas recorriendo mis
mejillas, murmuro reproches y una serie de sílabas perplejas, empantanadas por
la resignación. Mi vergüenza se inflama al ver a mi amigo, de quien no quiero
decir su nombre, agregando palabras fuertes: "Me las va a pagar, esto no
va a quedar así", amplifica. "Déjalo ahí, no quiero problemas. Y
hazme un favor, ve al salón y trae mis cosas...", le digo, gimoteando en
voz alta y tratando de articular mis palabras. Sin dar explicaciones, toma mis
gafas y las baña rápidamente. Una vez limpias, las sacude y las seca
detenidamente con la manga de su chompa. Luego, extiende lentamente el brazo y
me las entrega. Su mirada me tiene cautiva, y su boca no deja de apretar los
labios. Finalmente, logra comprender que heroicamente ha renunciado al honor de
ser mi caballero Lancelot. "Maldito sea", dice y se va. Al poco
tiempo regresa, saliendo de su amargura, condescendiente, y me cuenta una de
sus muchas travesuras en el barrio; añade que posiblemente una vez estuvo
sentado en la vereda de mi casa, jugando con otros amigos. Yo lo escucho
seriamente, intentando mostrar una falsa indiferencia en mi rostro. En ese
momento, creo que estuvo a punto de decirme algo. No sé si por no querer
escucharlo o por miedo a saberlo, me alejo de él, simulando prisa, y me dirijo
hacia la puerta de salida. Sin embargo, no puedo contenerme y me vuelvo para
mirarlo... Allí sigue, parado en el mismo lugar, con la cabeza erguida como un
niño inquisidor. Al final, apresuro el paso y me alejo.
El
argumento del destino, en nuestro caso, no fue complejo; aunque tuvimos que
pasar por momentos monstruosos, presumo que era la única forma de entender, en
estas visibles circunstancias, nuestros sentimientos bien guardados.
Libertad