martes, 24 de diciembre de 2013

Viernes trece


Cuando llegamos, la tarde declinaba y los tres nos sentábamos a la mesa formando tres puntos equidistantes. La pequeña mesa cuadrada y su mantel brillaban de limpio. Desde aquí divisábamos el interior del bar y un televisor gigante en el fondo. Al fin, cansados de esperar, nos sirvieron las dos botellas de cerveza. Al principio hablamos de todo un poco.
—Les cuento lo que me pasó —exclamó Joel, con excitación.
 Lo glorioso e inquisitivo de su relato fue la trama incrédula que adquirió sin proponérselo. Inició con un juego de palabras imprevisibles y dominados por un impulso agrio. El relator, nada turbado, y con una sonrisa de amargura que saturaba todo su rostro, testimonió lo acontecido, pero nunca imaginó que nos iba a provocar largas y pendencieras sonrisas.
Así, extrañados, y aguantando una carcajada, lo escuchamos. Éramos tres amigos de estrecha amistad que tertuliaban alrededor de una mesa remota, y en la penumbra de un ambiente repleto de música agradable, cigarrillos y alcohol. Los que provocaron que el relato fluyera sin que este se diera cuenta.
—Días atrás —nos dijo—, el mismo día del cumpleaños de Adolfo, y adonde fui con el chato, se cumplió para mí lo del viernes trece… ¿Recuerdas chato que fuimos con los dos amigos de tu cumpa en donde tu ya sabes? Pues ahí mismo fue…, cuando, esa misma noche, luego de llegar a mi habitación y despojarme alegremente de toda mi ropa, me di con la ingrata sorpresa… No sé si fue por instinto o por un impulso cuando empecé a revisar sucesivamente todos mis bolsillos. Entonces me enteré de que mi billetera no estaba. Así que, como loco, empecé a hacer memoria. Pero nada de nada; el maldito había desaparecido junto con mi borrachera. “¿Dónde mierda está?”, pensé. La duda ingresó a mi somnoliento y perdido cerebro, llenándolo de imágenes y momentos imprecisos. Instantáneamente me llevó a recordar momentos indescifrables en un húmedo y maloliente lugar, en donde me veía inclinado y agitando mi cuerpo por culpa del vómito. Sí, recordaba humillado aquella esquina pestilente y húmeda del baño, al que yo había rociado hasta las paredes con una mezcla de comida y alcohol. Ese fue mi primer pensamiento. Pero lo cierto, lo realmente cierto, es que no dispuse de mis bolsillos para sacar un pañuelo y limpiarme la boca y los zapatos, los que estaban llenos de trozos de comida. En mi incómodo estado convulsivo solo logré limpiarme los labios y la cara aprovechando la manga suelta de mi camisa. Por eso lo descarté de inmediato. Entonces me pregunté, como es natural en estos casos, por los lugares que en mi entender había recorrido, y entendí que no había salido fuera del recinto, porque no había hecho gala de mi entrepierna con alguna fémina de ocasión, lo que descartaba que la billetera se hubiera quedado en algún hotel y caído en la cama o debajo de ella. No pensé en mis acompañantes, a quienes había dejado abandonados a la mesa —no los he vuelto a ver después de ese día y nunca se enteraron de lo que me aconteció en aquel oloroso baño—… (El chato es el primero en enterarse, ahora). Fue en el taxista en quien pensé al final. Recordé que yo iba sentado junto a él y que había sacado de mi billetera, furtivamente, un billete de veinte soles, para luego llevarlo al bolsillo menor del pantalón. Este hecho ocurrió mientras el taxi me trasladaba a mi casa —¡Precaución pura!… Es lo que siempre hago antes de subir a un taxi, separar el dinero que voy a pagar para evitar sacar la billetera ante los ojos del conductor y lograr que este se provoque malévolas intensiones—. Ahora recuerdo que esta vez lo hice a destiempo y ya en el interior del auto; y supongo que mis gestos fueron torpes y evidentes por culpa de mi borrachera. Creo que por eso no pude evadir los ojos, no sé si bien abiertos, del conductor. No recuerdo si era chino, cholo o blanquiñoso. Lo que sí recuerdo es que ya estacionado el auto al frente de mi casa y antes de bajar el tipo me hizo recordar que estaba dejando mi teléfono celular en el asiento, y que estaba muy junto a una de mis piernas. “No se vaya a olvidar su teléfono”, me dijo, como si me hiciera un favor. Este acto provocó en mí una agradable confianza, tanto así, que fui escaleras arriba solo pensando en lo que me iba a decir mi mujer. ¿Qué tiene que ver mi celular en este asunto, se preguntarán?... Es que este último hecho originado por culpa de mi celular, al que podemos adjetivar de pulgoso y casi exento de valor comercial, justificó su siniestra farsa. Porque luego de hepáticos momentos e intensa búsqueda de mi billetera en mi intrincada memoria, pude recordar, burdamente, que me había quedado dormido en el interior del taxi por un espacio de tiempo que no puedo precisar, pero que ahora sé fue el suficiente para que mi billetera pasara a otras ingloriosas manos de largas e inquietantes uñas. “¡Ah! —dije—, este huevón ha sido… ¡No tengo la menor duda!”.
Pero siempre la duda invade nuestro cerebro después de una gran borrachera; los recuerdos son imprecisos, sin puntualización. Por ello, luego de relatarnos sus azarosos momentos, nuestro amigo se atrevió a preguntarme: “¿Chato, no tienes idea o sabes algo de mi billetera?”.

Loro

miércoles, 16 de octubre de 2013

El túnel del tiempo

Era la víspera de Navidad cuando sintió que se desmayaba. Al recuperar la conciencia, notó que sus piernas le estaban jugando una mala pasada y que sus pensamientos se desvanecían. La muchedumbre y los edificios que la rodeaban se volvían cada vez más borrosos y lejanos. En ese momento, intentó dar un nuevo paso pero se quedó inmóvil. Antes de caer, apareció una adolescente traviesa que, ágilmente, extendió los brazos y la sostuvo por la cintura, abrazándola, y la condujo hacia una banca de madera que se encontraba a pocos pasos de ellas, donde la sentó. "¿Se encuentra bien?", preguntó. La mujer la miraba confundida, sin aliento. "¿Vive cerca?", preguntó de nuevo. La mujer, desorientada aún, balbuceó un nombre, una hora y una fecha que no coincidía con la actual; el sueño la estaba venciendo, parecía muy débil. "Todavía es de mañana, amiga; no la entiendo, Lor... ¿qué? Hoy es 24 de diciembre de 2013", dijo la adolescente. La mujer se levantó, poniéndose de pie y volviendo súbitamente en sí. "¿Cómo has dicho? ¿24 de diciembre de... ¡No puede ser! Deja de bromear... no estoy de humor". La afirmación categórica hizo que la adolescente sonriera levemente. Pensó que la mujer aturdida no lograba salir de la neblina mental. "Creo que está medio tonta", murmuró.

La mujer, sobrecogida, abrió completamente los ojos y los fijó en el tatuaje que la adolescente llevaba en ambos costados, debajo del ombligo. Eran dos estrellitas rojas. "Dios mío, ¿a dónde hemos llegado?", pensó. Estaba quieta, en plena avenida, cerca de un supermercado. Para ubicarse, reflexionó y trató de encontrarse. El sol iluminaba todo su rostro, como aquella tarde en la que, sentados en el parque después de salir a almorzar, jugaban a crear una historia oral, muy juntos. Y podía recordarlo porque fue el día de la amorosa y explícita declaración inesperada, súbita; aunque ahora estaba obligada a calmarse y, ciertamente, en este momento no podía darle importancia. Giró todo su cuerpo, tratando de librarse de la náusea que la invadía. Se sentía como si estuviera resfriada y con el corazón a punto de estallar. A pesar de ser pleno verano, experimentaba algo de frío. Llevaba puesta una camisa polo como en la película "Flashdance" y una sudadera blanca que le apretaba el cuello; además, un cinturón grueso apretaba su cintura y sostenía los blue jeans que resaltaban sus nalgas. Estrella Salazar se sentía atrapada por los pantalones, como si estuviera unida a ellos. Luego llevó sus manos a su vientre, lo acarició suavemente e intentó sonreír. Sentía una sensación de ternura y una habilidad para adivinar. Desabrochó el cinturón y sintió alivio. "¿Será por lo que creo?", se preguntó al recordar la última llamada de su hermana. "O por todo lo que he comido", se dijo, inventando una excusa. Ya recuperada, aunque algo confusa, le agradeció a la adolescente con voz grave, quien parecía apenada. La niña se volvió hacia ella, la observó durante unos segundos, "Ok", dijo y soltó una pequeña sonrisa para luego continuar su camino. "Esta tía no fluye", pensó.

Sabía que el consultorio de su hermana estaba cerca. Pero se sentía ruborizada por el breve, curioso e involuntario incidente ocurrido en ese nuevo y desconocido escenario para ella. Después de caminar dos o tres cuadras, comenzó a sentir cierta intranquilidad, no se ubicaba; disimuladamente, trató de reconocer las calles que la llevarían al consultorio; buscaba las calvas de las colinas, los cruces de las avenidas, algún punto de referencia conocido... Pero no los encontraba. Entonces sintió que un espejismo inundaba sus ojos y la guiaba por lugares que nunca había visto. Estaba perdida.

Tres días antes, ella lo había invitado a su casa para celebrar el compromiso junto con su familia. "Te espero a la una y media", le dijo. Por eso, decidió ir de compras muy temprano y luego dirigirse al consultorio de su hermana, quien la había llamado por teléfono el día anterior, tal vez para darle una sorpresa.

Después de siglos de encuentros y desencuentros, finalmente él le había declarado su amor, de manera directa y sin metáforas. Ella, en aquel parque, se hizo la difícil, pero al final aceptó. Con el paso del tiempo, el amor que ella le brindaba logró llenarlo de confianza y motivación, llevándolo a pedir su mano y formalizar su compromiso. Después de eso, se convirtieron en novios y tuvieron largos encuentros furtivos que terminaban al amanecer.

Él era un hombre de veinticinco años, unos meses mayor que ella, bajo, flaco, con pelo lacio y sin barba, pero con un perfil sobresaliente, como el de un huaco prehispánico. La sonrisa que siempre lo acompañaba, necesaria, iba de la mano con su mirada soñadora. 

Volvió a fijar la vista en la ciudad moderna, desconocida para ella. "¿Dónde estoy? ¿Qué diablos hago aquí?" se preguntó. La inquietud y las ganas de descubrir de inmediato lo que le estaba sucediendo la llevaron en busca de una cabina telefónica. Después de caminar, perdida, por la enmarañada ciudad, finalmente pudo encontrarla; ahora, quieta, se encontraba estupefacta, los botones eran diferentes y sus fichas RIN, que sacó de su cartera, no coincidían con las ranuras. Un joven, al verla recostada en la cabina, frente a todos, con el rostro preocupado pero sonriente, se acercó y le prestó su teléfono celular. "Aquí tiene... Seguro que no funciona", dijo. Sorprendida, extendió el brazo fingiendo aplomo. Al cogerlo, su mente se sintió medieval, perdida; no encontraba las teclas en el nuevo artefacto desconocido para ella. El joven sonrió al verla vestida de los años ochenta, pensando que tal vez era una provinciana recién llegada a la capital y que no estaba al tanto de los nuevos avances digitales. Le pidió el número y lo marcó.

—Este teléfono no existe —dijo el joven.

—¿Cómo? Qué raro; es el número del consultorio de mi hermana... A ver, pruebe con este, es el número de mi casa —contestó.

—Este sí existe, está sonando; aquí tiene, conteste —dijo.

Avergonzada, llevó el teléfono a su oreja.

—¿Hola, Javier?

—Sí, dígame, con quién tengo el gusto.

—No te hagas el tonto, con Estrella.

—¿Con Estrella? ¿Cuándo llegaste?

Había demasiado ruido a su alrededor como para seguir charlando.

—¿Cómo que cuándo llegaste?... Puedes decirle a Lorenzo que venga a recogerme. Estoy en... espera. Amigo, por favor, ¿dónde estamos?

—Estamos en la avenida La Marina con Universitaria —le contestó.

—Javier, dile que me recoja en el cruce de...

—Sí, ya oí, pero ¿quién es Lorenzo? —preguntó.

—No te hagas el gracioso... Sé que no te cae bien, pero solo dile que venga por mí y que no se demore.

El conductor tocó el claxon una, dos veces, frente a una reja de metal donde Estrella estaba parada, quieta, con los ojos extrañamente abiertos, observando todo con gran confusión. Ningún tejado, árbol o forma de vestir de los jóvenes le resultaba familiar. Prestaba más atención a dos chicas detenidas en una parada; llevaban unos artefactos puestos en las orejas y le parecía que conversaban consigo mismas, manipulando una pequeña máquina entre sus manos, como autómatas, como autistas. La mirada de Estrella divagaba involuntariamente mientras observaba todo. El conductor bajó apresurado y se acercó a ella. Estaba solo. Él era uno de sus hermanos, un hombre de piel oscura, robusto, medio calvo, por no decir calvo del todo. Al encontrarse, se quedaron boquiabiertos, sin poder decir nada. A pesar de reconocerse, todo en ellos había cambiado.

Esa mañana era una mañana especial. No es que a Estrella le gustaran los días festivos, más bien siempre intentaba evitarlos. Un día se había animado a decirle a Lorenzo: "No creo en el pasado, porque son solo fantasmas que irrumpen fastidiándolo todo. Y las celebraciones de nombres o cumpleaños, son solo eso, recuerdos que no merecen celebrarse. Celebremos el futuro, que es mejor". Por eso, ella estaba dispuesta a celebrar su noviazgo. Lorenzo le había respondido: "Yo creo que hay que recordar a la familia, a los amigos, a las sensaciones que uno vivió con cariño en la escuela, en el colegio y en la universidad; los recuerdos son el verdadero futuro, aunque no lo parezcan...

Para ella, este encuentro era absolutamente absurdo. Sus primeras reacciones fueron de sorpresa, como un golpe en la nuca o una cachetada, justo donde uno no lo espera. Por más ridículas que fueran sus expresiones debido a tal confusión, Estrella, siempre tranquila y condescendiente, se atrevió a preguntar:

—¿Qué te ha pasado en la cabeza? La inflación ha causado estragos, ¿así de mal? —dijo él, sorprendido al ver la juventud repentina de su hermana, sintiéndose ruborizado.

—El tiempo no pasa en vano; eso ha hecho que mi cabello no sea reconocible, ¿no te habías dado cuenta? En realidad, Estrella, te ves muy bien. Estar soltera ha permitido que el tiempo se detenga. Pareces una chica de veinte y pocos años.

—Veinticinco, justo cumplidos. ¿Por qué no ha venido Lorenzo? —preguntó ella.

—¿Lorenzo? ¿Quién es ese?... —preguntó Javier.

Estrella lo miró sorprendida, pero decidió no hacerle caso, creyendo que él estaba bromeando. Se quitó los lentes y se secó los ojos con los dedos, luego disimuladamente limpió sus gafas con sus mangas. No dejaba de pensar mientras una música desconocida sonaba melodiosamente. Volvió la vista y se dio cuenta de que la radio no tenía casetera, solo una ranura mediana. Estaba intrigada. Observó nuevamente la radio y notó que al lado de la ranura había un pequeño aparato insertado que emitía una luz intermitente. Tenía ganas de investigar lo que sucedía y las razones que le llevaban a conjeturar, quería hacerle algunas preguntas, pero justo cuando estaba dispuesta a hacerlo, el auto se detuvo.

Al bajarse del auto frente a una casa que le parecía indiferente, se preguntó: "¿Por qué me ha traído aquí?". Pensó si esta podría ser la casa donde Lorenzo la esperaba y si le estaban preparando una sorpresa, tal como imaginaba que su hermana, la doctora con la que se atendía, le daría. No le importaba hacerlo evidente, por eso lo disimulaba. Sus ojos se posaron finalmente en los hombros de su novio, al abrazarlo. Sabía que hacía quince días lo habían hecho con mucho amor y por última vez, y que sus sospechas sobre el leve sangrado eran previsibles. No estaba segura, pero de todos modos se lo diría, aunque le temblaran las piernas. Él tenía que saber todo el tiempo que ella se lo había guardado para no gritar...

Era la víspera de Navidad cuando Lorenzo sintió que sus sueños míticos se habían hecho realidad y que ya no cambiarían. Al despertar, se quedó meditando, absorto en lo adivinatorio que fue todo lo que su abuelo le dijo un día, cuando le leyó la mano: "Será una amiga de tu colegio, de piel clara, y el día de su nacimiento serán dos dígitos que formarán un número primo...". Eso fue lo que él interpretó como una suerte de laberinto.

Eran las diez de la mañana en un día caluroso, el mismo día de la víspera de Navidad. Se sentía sofocado y, sin embargo, tenía el rostro cubierto por una almohada que le protegía los ojos de la luz que entraba por una ventana sin cortinas. Estrella Salazar lo había invitado a almorzar: "A la una y media te espero en mi casa", le había dicho, obligándolo a asistir. Al igual que la vez anterior, la invitación se la había hecho personalmente, tres días antes, con su voz melodiosa y autoritaria.

Tendido en la cama, boca arriba, tenía un aire adormilado. Estiró los brazos, suspiró y se mordió los labios. A pesar del cansancio, Lorenzo intentó ordenar sus pensamientos y discursos, ensayando discursos breves y largos. Hizo una reverencia, inclinándose sobre la cama y moviendo las manos: "Ojalá todo me salga bien. Le voy a pedir que nos casemos. Es hora de fijar una fecha. Es lo que corresponde... ¡Hoy la voy a sorprender!", se dijo. A pesar de su somnolencia, Lorenzo recordaba los días de colegio, de universidad, las expresiones de Estrella: seguras, ásperas, cotidianas, tan notables como el amor apasionado que ella sentía por él. Recordaba también cómo lo miraba con aquellos ojos profundos y achinados, más allá de sus gafas. En ese momento, trató de evitar más pensamientos nostálgicos estirando el brazo y buscando la radio con determinación en la silla. Logró alcanzarla y la encendió. Ahora la música lo acompañaba, Foreigner con su "I Want to Know What Love Is", lo envolvía y le sonrojaba, sintiéndose visiblemente enamorado. Entonces se levantó guiado por la música y se dirigió lentamente hacia la ducha.

Lorenzo saltó y tarareó una canción, alargando el cuello mientras se miraba fijamente en el espejo de su habitación. La felicidad lo embargaba, ya se había acostumbrado a tenerla cerca como siempre había deseado. Luego, sus ojos se llenaron de lágrimas que se negaban a salir y su boca se torció. "¡Basta!... ¡Basta!", se dijo, ajustándose el cinturón del pantalón. De repente, recordó que tenía que comprarle un regalo, ella se lo merecía. Lo pensó rápidamente y entendió cuál sería. Simuló un golpe en la nuca para asegurarse de ello. "El tiempo me gana", dijo, embistiendo la puerta y saliendo sin mirar atrás.

Estos momentos idénticos, que parecen iguales, son un solo dolor que el tiempo confunde. Ella embarazada y él decidido a terminar el noviazgo. Estaba preparado para ponerle fecha al matrimonio. Un matrimonio que, por extraño que parezca, nunca se llevará a cabo, porque nunca ocurrió. Pudo haber ocurrido, pero no ocurrió.

Veintiocho años y un día de cronología tiene esta historia conjeturada. Y ahora, en ciudades distintas y distantes, donde el pasado, el presente y el futuro difieren de los sueños, en la soledad de sus habitaciones, ambos desconfían del destino, resignados a cuestionarlo.

Es la una y media de la tarde en la víspera de Navidad, y Estrella Salazar, de cincuenta y tres años, tiene la cabeza apoyada sobre sus brazos, extendidos sobre el escritorio, está dormida, con la computadora cómplice que la observa en silencio. Un perro pequeño y peludo juega cerca de sus pies. Dentro de su sueño, tiene otro sueño del cual no quiere despertar; su participación está hecha de tiempo presente, compatible con lo eterno y lo intemporal. Desea expresar una aventura sentimental e irrazonable para la mayoría de la gente: transgredir el espacio-tiempo, viajar al pasado y regresar al presente debido a un desmayo, volver embarazada al mundo que siempre deseó pero que no existe.

Es la una y media de la tarde en la víspera de Navidad, Lorenzo escribe un cuento sobre un sueño que tuvo la noche anterior. Piensa enviarlo a Estrella para que le dé sus comentarios. Sus cincuenta y tres años le permiten escribir sin ataduras, sin prejuicios. En su cuento, o en su sueño, imagina declarándose a Estrella, luego siendo novios y casi esposos. No menciona hijos, solo se centra en el romance eterno y glorioso entre ambos, como una especie de tiempo mítico, lo contrario de lo conocido. 

Loro

sábado, 5 de octubre de 2013

Travesuras del destino

Las travesuras del destino, siempre enigmáticas, originaron un incidente testimonial. Fue aquel día en que mi madre estaba a punto de dar a luz en un distrito cubierto de frondosos matorrales, arena y piedras.

Esta dinámica de tiempo estaba reglamentada para que yo naciera y también otro noble caballero, un hombre menudo de escuálidas facciones, cuyo nombre no es necesario mencionar. Y que también —supongo—, forzado por las circunstancias de mi destino, tenía que ser carmelino, como yo, en sus cuatro puntos cardinales.

Mis padres tuvieron que viajar desde muy lejos para presenciar el nacimiento de ese lugar, todo para que eso ocurriera.

Ya en esta etapa inicial de mi distrito, fundada por José López Pasos y otros insignes caballeros, ocurrieron infinidad de hechos imprevisibles que asumieron un carácter temerario, tal vez más apasionado que el lamento de una guitarra, como le sucede a un adolescente oscilando entre la infancia y la juventud. A pesar de carecer de edificios excepcionales, calles encantadoras y casas de noble estructura, logró atraer a la mejor gente provinciana y aguerrida.

Lo cierto es que esta acción directa, innovadora y creativa logró terminar el distrito con el propósito de que nuestro destino se encontrara. Pero con la salvedad de que nuestra infancia no se juntara ni en mañanas, ni en tardes ni en noches, hasta que discutido en otro extremo y de golpe, se llegó a la conclusión de construir una sede para el bendito Colegio Nacional Mixto Raúl Porras Barrenechea.

Claras imágenes, acumuladas de los relatos contados por mi padre, me llevan a reconocer que el destino origina, de la causa accidental, hallazgos asombrosos, como un concepto de milagro.

Una vez que el distrito fue fundado (no oficialmente) y a meses de fundarse el colegio —Cooperativo Mixto de Educación Vespertina Secundaria Común (ese fue su primer rimbombante nombre antes de su nacionalización como "Colegio Nacional Mixto Raúl Porras Barrenechea")—, según lo previsto por el destino, tocó una varita mágica y aparecimos yo y el otro caballero, bajito y escuálido, cuyo nombre no quiero mencionar.

Yo podría haber aparecido en Sihuas o Arequipa; el fulano en Piscobamba o Cañete; pero no, aparecimos en el mismo pequeño y rectangular distrito chalaco.

Así fue desdoblándose el tiempo, hasta que un día de abril —no diré el año—, fue público nuestro encuentro: su carpeta pegada a la mía, en el mismo salón, en el mismo grado, y con los mismos amigos en común. Tal vez, todo eso también estaba previsto.

Una hora después, ya estábamos escuchando a la misma regordeta y malhumorada profesora de biología. En aquel espacio o cascarón que físicamente parecía estar desprovisto de todo, de vez en cuando nos mirábamos extrañados; era un escenario distinto, desconocido, porque veníamos de aulas diferentes. Terminada la clase, acordamos formar un grupo con los otros amigos de carpeta. Nadie había ingresado aquí por error, el destino nos había juntado a todos. ¿Qué les parece?

Otra faceta del enigma, aquí acontecida, es el hecho de reunir a un grupo de actores disímiles, variopintos. La representación de algunos fue compleja; la de otros, momentánea y desapercibida. Ustedes replicarán que nuestro encuentro no tuvo nada de interesante. Yo replicaré que nada fue improvisado, que el azar tiene bien afiladas las garras cuando el destino se lo reclama.

El segundo acto, el más desamparado, por irónico y tierno, fue cuando uno de los actores, cumpliendo su rol, con ávido sigilo, enredó dos de nuestros cabellos que fueron cogidos furtivamente. Mi reacción fue mirarle con ojos severos, él me miró con ojos perplejos, abochornado. Pero el hecho ya había sido identificado. "Pareja unida para siempre", nos dijo.

Sin rechazar esta posibilidad de broma —al fin y al cabo, estábamos jugando—, vi cómo mi amigo, casi anulado, escapó enseguida hacia el otro lado del aula y se puso a conversar con otro amigo, rascándose nerviosamente una oreja. Apenas extendió las manos para recibir un cuaderno. Intuí, por primera vez, que nuestra indiferencia al hecho era la milagrosa confirmación de lo innegable. Estábamos convergiendo, melodramáticamente, hacia la lógica del destino. ¿Hacia dónde y para qué?

Ese mismo día, por la noche, mi imaginación se alimentaba de sentencias que me repetía. Era un laberinto incansable que reclamaba una solución exacta. Pero siendo adolescente, como era, no la entendía, o tal vez, quién sabe, disimulaba aquella revelación. Desvelándome, ensayaba un argumento sobre mi existencia en el pasado, presente y futuro. Me encontraba atrapada en la infinita riqueza de lo desconocido. Así, me quedé dormida. "¿Todo está premeditado? No, no puede ser", me decía en el interior del sueño. En ese punto, me desperté; no podía presentar un solo cargo contra él o contra lo desconocido. Muy despierta, sentada aún en la cama, reflexioné que el sortilegio no puede ser realidad, aunque da la incómoda impresión de serlo.

Comienza el tercer acto, el último. Es penoso para mí, pero debo contarlo; es lo justo. Regresa un actor que parecía descartado. Tiene cara de boxeador y es bajito: es el miserable. El destino le ha entregado una errata de argumento apta para disimular su triste vida. Él tiene que cumplirlo. Bruscamente se vistió con el ropaje de un insignificante desdichado. Corrió desde el otro lado de la ventana, cogió una granada de mierda mezclada con arena y la lanzó al interior sin misericordia. El día soleado se nubló para mis ojos. Vanamente intento recordar los detalles que me resultan inverosímiles. El tiempo y el espacio se detuvieron. Ahora es una mano la que me dirige hacia un penoso caño, proyectando una sombra muy cercana a la mía; es una sombra fija, antagónica, compensatoria; diría incluso que complementaria, aunque refleja una personalidad oculta, individual, irresuelta. Ya inclinada, con lágrimas recorriendo mis mejillas, murmuro reproches y una serie de sílabas perplejas, empantanadas por la resignación. Mi vergüenza se inflama al ver a mi amigo, de quien no quiero decir su nombre, agregando palabras fuertes: "Me las va a pagar, esto no va a quedar así", amplifica. "Déjalo ahí, no quiero problemas. Y hazme un favor, ve al salón y trae mis cosas...", le digo, gimoteando en voz alta y tratando de articular mis palabras. Sin dar explicaciones, toma mis gafas y las baña rápidamente. Una vez limpias, las sacude y las seca detenidamente con la manga de su chompa. Luego, extiende lentamente el brazo y me las entrega. Su mirada me tiene cautiva, y su boca no deja de apretar los labios. Finalmente, logra comprender que heroicamente ha renunciado al honor de ser mi caballero Lancelot. "Maldito sea", dice y se va. Al poco tiempo regresa, saliendo de su amargura, condescendiente, y me cuenta una de sus muchas travesuras en el barrio; añade que posiblemente una vez estuvo sentado en la vereda de mi casa, jugando con otros amigos. Yo lo escucho seriamente, intentando mostrar una falsa indiferencia en mi rostro. En ese momento, creo que estuvo a punto de decirme algo. No sé si por no querer escucharlo o por miedo a saberlo, me alejo de él, simulando prisa, y me dirijo hacia la puerta de salida. Sin embargo, no puedo contenerme y me vuelvo para mirarlo... Allí sigue, parado en el mismo lugar, con la cabeza erguida como un niño inquisidor. Al final, apresuro el paso y me alejo.

El argumento del destino, en nuestro caso, no fue complejo; aunque tuvimos que pasar por momentos monstruosos, presumo que era la única forma de entender, en estas visibles circunstancias, nuestros sentimientos bien guardados.

Libertad