Las
travesuras del destino, siempre enigmáticas, originaron un incidente
testimonial. Fue aquel día en que mi madre estaba a punto de dar a luz en un
distrito cubierto de frondosos matorrales, arena y piedras.
Esta
dinámica de tiempo estaba reglamentada para que yo naciera y también otro noble
caballero, un hombre menudo de escuálidas facciones, cuyo nombre no es
necesario mencionar. Y que también —supongo—, forzado por las circunstancias de
mi destino, tenía que ser carmelino, como yo, en sus cuatro puntos cardinales.
Mis
padres tuvieron que viajar desde muy lejos para presenciar el nacimiento de ese
lugar, todo para que eso ocurriera.
Ya en
esta etapa inicial de mi distrito, fundada por José López Pasos y otros
insignes caballeros, ocurrieron infinidad de hechos imprevisibles que asumieron
un carácter temerario, tal vez más apasionado que el lamento de una guitarra,
como le sucede a un adolescente oscilando entre la infancia y la juventud. A
pesar de carecer de edificios excepcionales, calles encantadoras y casas de
noble estructura, logró atraer a la mejor gente provinciana y aguerrida.
Lo
cierto es que esta acción directa, innovadora y creativa logró terminar el
distrito con el propósito de que nuestro destino se encontrara. Pero con la
salvedad de que nuestra infancia no se juntara ni en mañanas, ni en tardes ni
en noches, hasta que discutido en otro extremo y de golpe, se llegó a la
conclusión de construir una sede para el bendito Colegio Nacional Mixto Raúl
Porras Barrenechea.
Claras
imágenes, acumuladas de los relatos contados por mi padre, me llevan a
reconocer que el destino origina, de la causa accidental, hallazgos asombrosos,
como un concepto de milagro.
Una
vez que el distrito fue fundado (no oficialmente) y a meses de fundarse el
colegio —Cooperativo Mixto de Educación Vespertina Secundaria Común (ese fue su
primer rimbombante nombre antes de su nacionalización como "Colegio
Nacional Mixto Raúl Porras Barrenechea")—, según lo previsto por el
destino, tocó una varita mágica y aparecimos yo y el otro caballero, bajito y
escuálido, cuyo nombre no quiero mencionar.
Yo
podría haber aparecido en Sihuas o Arequipa; el fulano en Piscobamba o Cañete;
pero no, aparecimos en el mismo pequeño y rectangular distrito chalaco.
Así
fue desdoblándose el tiempo, hasta que un día de abril —no diré el año—, fue
público nuestro encuentro: su carpeta pegada a la mía, en el mismo salón, en el
mismo grado, y con los mismos amigos en común. Tal vez, todo eso también estaba
previsto.
Una
hora después, ya estábamos escuchando a la misma regordeta y malhumorada
profesora de biología. En aquel espacio o cascarón que físicamente parecía
estar desprovisto de todo, de vez en cuando nos mirábamos extrañados; era un
escenario distinto, desconocido, porque veníamos de aulas diferentes. Terminada
la clase, acordamos formar un grupo con los otros amigos de carpeta. Nadie
había ingresado aquí por error, el destino nos había juntado a todos. ¿Qué les
parece?
Otra
faceta del enigma, aquí acontecida, es el hecho de reunir a un grupo de actores
disímiles, variopintos. La representación de algunos fue compleja; la de otros,
momentánea y desapercibida. Ustedes replicarán que nuestro encuentro no tuvo
nada de interesante. Yo replicaré que nada fue improvisado, que el azar tiene
bien afiladas las garras cuando el destino se lo reclama.
El
segundo acto, el más desamparado, por irónico y tierno, fue cuando uno de los
actores, cumpliendo su rol, con ávido sigilo, enredó dos de nuestros cabellos
que fueron cogidos furtivamente. Mi reacción fue mirarle con ojos severos, él
me miró con ojos perplejos, abochornado. Pero el hecho ya había sido
identificado. "Pareja unida para siempre", nos dijo.
Sin
rechazar esta posibilidad de broma —al fin y al cabo, estábamos jugando—, vi
cómo mi amigo, casi anulado, escapó enseguida hacia el otro lado del aula y se
puso a conversar con otro amigo, rascándose nerviosamente una oreja. Apenas
extendió las manos para recibir un cuaderno. Intuí, por primera vez, que
nuestra indiferencia al hecho era la milagrosa confirmación de lo innegable.
Estábamos convergiendo, melodramáticamente, hacia la lógica del destino. ¿Hacia
dónde y para qué?
Ese
mismo día, por la noche, mi imaginación se alimentaba de sentencias que me
repetía. Era un laberinto incansable que reclamaba una solución exacta. Pero
siendo adolescente, como era, no la entendía, o tal vez, quién sabe, disimulaba
aquella revelación. Desvelándome, ensayaba un argumento sobre mi existencia en
el pasado, presente y futuro. Me encontraba atrapada en la infinita riqueza de
lo desconocido. Así, me quedé dormida. "¿Todo está premeditado? No, no
puede ser", me decía en el interior del sueño. En ese punto, me desperté;
no podía presentar un solo cargo contra él o contra lo desconocido. Muy
despierta, sentada aún en la cama, reflexioné que el sortilegio no puede ser
realidad, aunque da la incómoda impresión de serlo.
Comienza
el tercer acto, el último. Es penoso para mí, pero debo contarlo; es lo justo.
Regresa un actor que parecía descartado. Tiene cara de boxeador y es bajito: es
el miserable. El destino le ha entregado una errata de argumento apta para
disimular su triste vida. Él tiene que cumplirlo. Bruscamente se vistió con el
ropaje de un insignificante desdichado. Corrió desde el otro lado de la
ventana, cogió una granada de mierda mezclada con arena y la lanzó al interior
sin misericordia. El día soleado se nubló para mis ojos. Vanamente intento
recordar los detalles que me resultan inverosímiles. El tiempo y el espacio se
detuvieron. Ahora es una mano la que me dirige hacia un penoso caño,
proyectando una sombra muy cercana a la mía; es una sombra fija, antagónica,
compensatoria; diría incluso que complementaria, aunque refleja una personalidad
oculta, individual, irresuelta. Ya inclinada, con lágrimas recorriendo mis
mejillas, murmuro reproches y una serie de sílabas perplejas, empantanadas por
la resignación. Mi vergüenza se inflama al ver a mi amigo, de quien no quiero
decir su nombre, agregando palabras fuertes: "Me las va a pagar, esto no
va a quedar así", amplifica. "Déjalo ahí, no quiero problemas. Y
hazme un favor, ve al salón y trae mis cosas...", le digo, gimoteando en
voz alta y tratando de articular mis palabras. Sin dar explicaciones, toma mis
gafas y las baña rápidamente. Una vez limpias, las sacude y las seca
detenidamente con la manga de su chompa. Luego, extiende lentamente el brazo y
me las entrega. Su mirada me tiene cautiva, y su boca no deja de apretar los
labios. Finalmente, logra comprender que heroicamente ha renunciado al honor de
ser mi caballero Lancelot. "Maldito sea", dice y se va. Al poco
tiempo regresa, saliendo de su amargura, condescendiente, y me cuenta una de
sus muchas travesuras en el barrio; añade que posiblemente una vez estuvo
sentado en la vereda de mi casa, jugando con otros amigos. Yo lo escucho
seriamente, intentando mostrar una falsa indiferencia en mi rostro. En ese
momento, creo que estuvo a punto de decirme algo. No sé si por no querer
escucharlo o por miedo a saberlo, me alejo de él, simulando prisa, y me dirijo
hacia la puerta de salida. Sin embargo, no puedo contenerme y me vuelvo para
mirarlo... Allí sigue, parado en el mismo lugar, con la cabeza erguida como un
niño inquisidor. Al final, apresuro el paso y me alejo.
El
argumento del destino, en nuestro caso, no fue complejo; aunque tuvimos que
pasar por momentos monstruosos, presumo que era la única forma de entender, en
estas visibles circunstancias, nuestros sentimientos bien guardados.
Libertad
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