sábado, 5 de octubre de 2013

Travesuras del destino

Las travesuras del destino, siempre enigmáticas, originaron un incidente testimonial. Fue aquel día en que mi madre estaba a punto de dar a luz en un distrito cubierto de frondosos matorrales, arena y piedras.

Esta dinámica de tiempo estaba reglamentada para que yo naciera y también otro noble caballero, un hombre menudo de escuálidas facciones, cuyo nombre no es necesario mencionar. Y que también —supongo—, forzado por las circunstancias de mi destino, tenía que ser carmelino, como yo, en sus cuatro puntos cardinales.

Mis padres tuvieron que viajar desde muy lejos para presenciar el nacimiento de ese lugar, todo para que eso ocurriera.

Ya en esta etapa inicial de mi distrito, fundada por José López Pasos y otros insignes caballeros, ocurrieron infinidad de hechos imprevisibles que asumieron un carácter temerario, tal vez más apasionado que el lamento de una guitarra, como le sucede a un adolescente oscilando entre la infancia y la juventud. A pesar de carecer de edificios excepcionales, calles encantadoras y casas de noble estructura, logró atraer a la mejor gente provinciana y aguerrida.

Lo cierto es que esta acción directa, innovadora y creativa logró terminar el distrito con el propósito de que nuestro destino se encontrara. Pero con la salvedad de que nuestra infancia no se juntara ni en mañanas, ni en tardes ni en noches, hasta que discutido en otro extremo y de golpe, se llegó a la conclusión de construir una sede para el bendito Colegio Nacional Mixto Raúl Porras Barrenechea.

Claras imágenes, acumuladas de los relatos contados por mi padre, me llevan a reconocer que el destino origina, de la causa accidental, hallazgos asombrosos, como un concepto de milagro.

Una vez que el distrito fue fundado (no oficialmente) y a meses de fundarse el colegio —Cooperativo Mixto de Educación Vespertina Secundaria Común (ese fue su primer rimbombante nombre antes de su nacionalización como "Colegio Nacional Mixto Raúl Porras Barrenechea")—, según lo previsto por el destino, tocó una varita mágica y aparecimos yo y el otro caballero, bajito y escuálido, cuyo nombre no quiero mencionar.

Yo podría haber aparecido en Sihuas o Arequipa; el fulano en Piscobamba o Cañete; pero no, aparecimos en el mismo pequeño y rectangular distrito chalaco.

Así fue desdoblándose el tiempo, hasta que un día de abril —no diré el año—, fue público nuestro encuentro: su carpeta pegada a la mía, en el mismo salón, en el mismo grado, y con los mismos amigos en común. Tal vez, todo eso también estaba previsto.

Una hora después, ya estábamos escuchando a la misma regordeta y malhumorada profesora de biología. En aquel espacio o cascarón que físicamente parecía estar desprovisto de todo, de vez en cuando nos mirábamos extrañados; era un escenario distinto, desconocido, porque veníamos de aulas diferentes. Terminada la clase, acordamos formar un grupo con los otros amigos de carpeta. Nadie había ingresado aquí por error, el destino nos había juntado a todos. ¿Qué les parece?

Otra faceta del enigma, aquí acontecida, es el hecho de reunir a un grupo de actores disímiles, variopintos. La representación de algunos fue compleja; la de otros, momentánea y desapercibida. Ustedes replicarán que nuestro encuentro no tuvo nada de interesante. Yo replicaré que nada fue improvisado, que el azar tiene bien afiladas las garras cuando el destino se lo reclama.

El segundo acto, el más desamparado, por irónico y tierno, fue cuando uno de los actores, cumpliendo su rol, con ávido sigilo, enredó dos de nuestros cabellos que fueron cogidos furtivamente. Mi reacción fue mirarle con ojos severos, él me miró con ojos perplejos, abochornado. Pero el hecho ya había sido identificado. "Pareja unida para siempre", nos dijo.

Sin rechazar esta posibilidad de broma —al fin y al cabo, estábamos jugando—, vi cómo mi amigo, casi anulado, escapó enseguida hacia el otro lado del aula y se puso a conversar con otro amigo, rascándose nerviosamente una oreja. Apenas extendió las manos para recibir un cuaderno. Intuí, por primera vez, que nuestra indiferencia al hecho era la milagrosa confirmación de lo innegable. Estábamos convergiendo, melodramáticamente, hacia la lógica del destino. ¿Hacia dónde y para qué?

Ese mismo día, por la noche, mi imaginación se alimentaba de sentencias que me repetía. Era un laberinto incansable que reclamaba una solución exacta. Pero siendo adolescente, como era, no la entendía, o tal vez, quién sabe, disimulaba aquella revelación. Desvelándome, ensayaba un argumento sobre mi existencia en el pasado, presente y futuro. Me encontraba atrapada en la infinita riqueza de lo desconocido. Así, me quedé dormida. "¿Todo está premeditado? No, no puede ser", me decía en el interior del sueño. En ese punto, me desperté; no podía presentar un solo cargo contra él o contra lo desconocido. Muy despierta, sentada aún en la cama, reflexioné que el sortilegio no puede ser realidad, aunque da la incómoda impresión de serlo.

Comienza el tercer acto, el último. Es penoso para mí, pero debo contarlo; es lo justo. Regresa un actor que parecía descartado. Tiene cara de boxeador y es bajito: es el miserable. El destino le ha entregado una errata de argumento apta para disimular su triste vida. Él tiene que cumplirlo. Bruscamente se vistió con el ropaje de un insignificante desdichado. Corrió desde el otro lado de la ventana, cogió una granada de mierda mezclada con arena y la lanzó al interior sin misericordia. El día soleado se nubló para mis ojos. Vanamente intento recordar los detalles que me resultan inverosímiles. El tiempo y el espacio se detuvieron. Ahora es una mano la que me dirige hacia un penoso caño, proyectando una sombra muy cercana a la mía; es una sombra fija, antagónica, compensatoria; diría incluso que complementaria, aunque refleja una personalidad oculta, individual, irresuelta. Ya inclinada, con lágrimas recorriendo mis mejillas, murmuro reproches y una serie de sílabas perplejas, empantanadas por la resignación. Mi vergüenza se inflama al ver a mi amigo, de quien no quiero decir su nombre, agregando palabras fuertes: "Me las va a pagar, esto no va a quedar así", amplifica. "Déjalo ahí, no quiero problemas. Y hazme un favor, ve al salón y trae mis cosas...", le digo, gimoteando en voz alta y tratando de articular mis palabras. Sin dar explicaciones, toma mis gafas y las baña rápidamente. Una vez limpias, las sacude y las seca detenidamente con la manga de su chompa. Luego, extiende lentamente el brazo y me las entrega. Su mirada me tiene cautiva, y su boca no deja de apretar los labios. Finalmente, logra comprender que heroicamente ha renunciado al honor de ser mi caballero Lancelot. "Maldito sea", dice y se va. Al poco tiempo regresa, saliendo de su amargura, condescendiente, y me cuenta una de sus muchas travesuras en el barrio; añade que posiblemente una vez estuvo sentado en la vereda de mi casa, jugando con otros amigos. Yo lo escucho seriamente, intentando mostrar una falsa indiferencia en mi rostro. En ese momento, creo que estuvo a punto de decirme algo. No sé si por no querer escucharlo o por miedo a saberlo, me alejo de él, simulando prisa, y me dirijo hacia la puerta de salida. Sin embargo, no puedo contenerme y me vuelvo para mirarlo... Allí sigue, parado en el mismo lugar, con la cabeza erguida como un niño inquisidor. Al final, apresuro el paso y me alejo.

El argumento del destino, en nuestro caso, no fue complejo; aunque tuvimos que pasar por momentos monstruosos, presumo que era la única forma de entender, en estas visibles circunstancias, nuestros sentimientos bien guardados.

Libertad

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