Son las
nueve de la mañana. La ventana está totalmente abierta y se siente el aire
quieto y natural, enriquecido por los olores de la calle. Bordeo mi cuarto
blandiendo un plumero; estoy buscando distraer mi atención con la limpieza. Me
abandono a ello. El sudor invade mi frente y mi cabeza se llena de polvo y de
descubrimientos al ver mi inevitable imagen madura, repetida en el fondo del
espejo plano del tocador. Voy de sorpresa en sorpresa, tropezando las manos con
elegantes adornos que no reconozco, que ya no destacan, invisibles ahora para
mi enredada memoria. Me inclino sacudiendo el plumero, que acaricia los lomos
de libros ajustados en los estantes; siempre quietos y eternos; libros de
diversos autores, viejos y más viejos; libros olvidados ahora; muchos sin
terminar de leer; libros que forman una biblioteca sin fin, como los cuentos de
Las Mil y Una Noches. Doy unos pasos, sacudo mi cabeza y me adentro en el
interior del ropero; todo está en orden, aunque no recuerdo cuándo lo ordené.
Cierro ambas puertas que atentan contra mi memoria. Estoy algo agotada pero
animada. Estiro el cuerpo levantando la mirada, levantando los brazos paralelos
que al final terminan con mis dos manos apretando mi nuca. Sorpresivamente,
observo los lomos de otros libros arrinconados, uno sobre otro, en lo alto del
ropero. Son cuatro o cinco que yacen abandonados de no sé cuánto tiempo. Diviso
también una caja de cartón a la derecha de estos, como aunados en una
convergencia sin rechazo. No es muy grande. Hago memoria, pero no recuerdo lo
que hay en su interior (o no quiero recordarlo). Decido dejarlo para después.
Elevo totalmente el brazo empuñando el plumero y froto con mucho esfuerzo los
lomos verdes y marrones de los cuatro o cinco libros. Estoy intrigada. No tengo
la menor idea de cuándo adquirí estos ejemplares. Arrimo una silla de dura
madera; me trepo y me empino sobre ella. Escojo el libro más delgado para
sacudirlo; di con un borroso nombre; con curiosidad me pongo a hojearlo;
compruebo que es Aura de Carlos Fuentes. Lo despido rápidamente agitando en mi
memoria una ficción espontánea; ahora sacudo amistosamente a los demás;
observo, no sin sorpresa, la inmediatez de sus envolturas, están gastadas,
llenas de muchos años; sí, aquellos libros están igual de viejos y empolvados
que el primero (una limpieza de esta naturaleza no se hace todos los días). Me
incomoda la caja que no sé qué contiene. Tiene una indicación aérea intacta de
fecha de viaje y lugar de destino. Decido bajarla. Calculo el peso tanteándola.
Su forma irregular, prismática, impide que la abrace. Hago un esfuerzo
introduciendo como espátula mis dos manos y trato de cargarla. Está pesada y
débil su estructura y llena de cinta de embalaje como si fuera una momia.
Acomodo inquietamente mis pies en la silla y hago un esfuerzo sobrehumano. ¡Lo
logré! Ahora la tengo cargada y apoyada sobre una de mis rodillas que está
levantada hasta la altura de mis codos. Pero no sé cómo bajar. Trastabillo y mi
hombro le da un torpe golpe a la puerta del ropero y me quedo arrimada sobre
él. Es una posición muy incómoda. No sé qué hacer. Agito la cabeza mirando para
todos lados, buscando dónde colocar mis ocupadas manos. No puedo evitarlo. Ya
sin equilibrio, me voy de bruces al suelo soltando la caja que cae
aparatosamente sobre el borde de mi cama, abriéndose por todos sus lados y
desparramando el contenido.
Adolorida,
me incorporo y reviso cada parte de mi cuerpo en busca de algún dolor. Por
suerte estoy intacta a pesar del tremendo golpe recibido, pero no mi alma ni mi
cara, que están llenas de susto y de vergüenza. Ahora de rodillas, examino mi
alrededor tratando de reconstruir los hechos y tratando de ubicarme. De pronto,
logro divisar, al pie de la cama, una vieja tarjeta postal ilustrada. La cara,
que me mira con atención, es la ciudad del Cusco. Rápidamente la cojo y la
nostalgia me invade, como si ya hubiera vivido este momento. La giro,
reflexionando. Miro la espalda y observo la inconfundible caligrafía atroz del
remitente: “Estamos en el Cuzco, y te extraño, por supuesto; ya compré el reloj
que me encargaste. Una vez en Lima, te doy una llamadita para encontrarnos
donde tú ya sabes…”. Prendida al suelo, de rodillas, y acompañada de un
silencio, logro adivinar el espíritu de lo escrito.
Tras apartarme
un poco, aún de rodillas, logro divisar otros objetos y otras tres amarillentas
postales ilustradas esparcidas por el suelo. Esto vuelve a agitar mi memoria.
Ahora presiento algo inquieto y turbador, como si hubiera ingresado, de pronto,
y sin proponérmelo, a un museo de mi existencia humana. Estaba visiblemente
sorprendida por el inexorable tiempo transcurrido. Era una sensación de estar
llena y estar vacía a la vez, como si en mi alma existiera un fantasma que
vuelve a lo mismo, que no quiere desaparecer.
Mi mente
es un desorden.
Recogidos
mis pies, sentada en el suelo, la vuelvo a leer. Solo distingo actos y
movimientos; no encuentro injurias, solo armonía y ritmo. Me quedo quieta, en
silencio. Trato de hallar otros momentos, en cualquier orden, arbitrarios o
casuales. Pero no dejaba de pensar en el reloj y recordar cómo ocurrió esto y
qué aconteció aquel día que me lo entregó. No recordaba si fue en la puerta de
mi casa ni en otro lugar. Un lugar que él conocía y que yo no recordaba. ¿Era
su manera de escribir o lo hizo en compañía de otros, para que no se burlaran
de él? El remitente insinuaba un desafío secreto, una relación más allá de la
amistad que yo no recuerdo. ¿Por qué entonces sentía de golpe lo ocurrido en la
otra punta de mi cerebro? Entonces, no. Entonces yo soñaba con culminar mis
estudios y viajar eternamente por el mundo. Él, ¿estaba en mis planes? Éramos
terriblemente distintos; no hay duda. Era un muchacho fastidioso, díscolo y
soñador también. No recuerdo haber viajado orgullosamente juntos ni agarrados
de la mano; tampoco ser su enamorada ni algo que se le parezca. Nada tiene que
ver las cuatro o cinco salidas a algún lugar pretérito (¿o sí?) en las que
comprobé su aspecto inofensivo y circular, sin punto de partida, sin punto de
llegada.
Dudé tras
guardar las tarjetas en las páginas de un cuaderno que yo recordaba pero que no
reconocía. Lo había cogido inconscientemente; formaba parte de los restos
esparcidos por el suelo. Mi curiosidad logró que fijara los ojos en sus páginas.
Había más de él, había poemas y uno que otro relato; tampoco recordaba cuándo
me lo dio; no había imagen ni fecha de lo acontecido en mi memoria. ¿Por qué
entonces seguían conmigo, guarecidos hasta hace poco en aquella caja
destartalada? Había también, en otras reclusiones que latían que inquietaban,
desparramados en el suelo: un disco en cuya portada se descubría a un
unicornio, y unos cubos móviles que marcaban las fechas, y varios libros de
diferentes autores, y etc., etc.
Ya lo
entendí. Aquellos sueños encerrados en aquella caja han durado treinta y cinco
años. Sé que son sueños verosímiles, pero inverificables. El encuentro aquel,
por culpa de aquel reloj, fue real; y fue así, porque pude olvidarlo —se trata
de una suposición personal—. No recuerdo lo que se dijo ese día ni esa noche.
Tampoco lo que pasó después. Como tampoco sé lo que nos está pasando ahora. El
tiempo no pasa en vano.
Me
adentro en el interior del cuaderno tratando de descifrarlo, tratando de
recordar algún verso. Compruebo sin asombro que no recuerdo ninguno. Sin
embargo, recuerdo el momento aquel que me sorprendió en lo más íntimo: me veo
parada en mi puerta, con mi joven imagen quieta y risueña, asintiendo sin
ninguna palabra. Lo veo a él queriendo perdurar en el tiempo, queriendo no
concluir; allí, activo y fastidioso, tratando de jugar con fuego sin quemarse.
Ahora estoy más resuelta a recordarlo. Hojeo el cuaderno y lo ojeo
pausadamente. Sonrío y por primera vez, y por segunda vez, y por tercera vez
imagino hoy a mi amigo de tantos años junto a mí, riéndose, como si en mi
memoria existiera un eterno retorno.
Libertad