lunes, 27 de enero de 2014

Eterno retorno

Son las nueve de la mañana. La ventana está totalmente abierta y se siente el aire quieto y natural, enriquecido por los olores de la calle. Bordeo mi cuarto blandiendo un plumero; estoy buscando distraer mi atención con la limpieza. Me abandono a ello. El sudor invade mi frente y mi cabeza se llena de polvo y de descubrimientos al ver mi inevitable imagen madura, repetida en el fondo del espejo plano del tocador. Voy de sorpresa en sorpresa, tropezando las manos con elegantes adornos que no reconozco, que ya no destacan, invisibles ahora para mi enredada memoria. Me inclino sacudiendo el plumero, que acaricia los lomos de libros ajustados en los estantes; siempre quietos y eternos; libros de diversos autores, viejos y más viejos; libros olvidados ahora; muchos sin terminar de leer; libros que forman una biblioteca sin fin, como los cuentos de Las Mil y Una Noches. Doy unos pasos, sacudo mi cabeza y me adentro en el interior del ropero; todo está en orden, aunque no recuerdo cuándo lo ordené. Cierro ambas puertas que atentan contra mi memoria. Estoy algo agotada pero animada. Estiro el cuerpo levantando la mirada, levantando los brazos paralelos que al final terminan con mis dos manos apretando mi nuca. Sorpresivamente, observo los lomos de otros libros arrinconados, uno sobre otro, en lo alto del ropero. Son cuatro o cinco que yacen abandonados de no sé cuánto tiempo. Diviso también una caja de cartón a la derecha de estos, como aunados en una convergencia sin rechazo. No es muy grande. Hago memoria, pero no recuerdo lo que hay en su interior (o no quiero recordarlo). Decido dejarlo para después. Elevo totalmente el brazo empuñando el plumero y froto con mucho esfuerzo los lomos verdes y marrones de los cuatro o cinco libros. Estoy intrigada. No tengo la menor idea de cuándo adquirí estos ejemplares. Arrimo una silla de dura madera; me trepo y me empino sobre ella. Escojo el libro más delgado para sacudirlo; di con un borroso nombre; con curiosidad me pongo a hojearlo; compruebo que es Aura de Carlos Fuentes. Lo despido rápidamente agitando en mi memoria una ficción espontánea; ahora sacudo amistosamente a los demás; observo, no sin sorpresa, la inmediatez de sus envolturas, están gastadas, llenas de muchos años; sí, aquellos libros están igual de viejos y empolvados que el primero (una limpieza de esta naturaleza no se hace todos los días). Me incomoda la caja que no sé qué contiene. Tiene una indicación aérea intacta de fecha de viaje y lugar de destino. Decido bajarla. Calculo el peso tanteándola. Su forma irregular, prismática, impide que la abrace. Hago un esfuerzo introduciendo como espátula mis dos manos y trato de cargarla. Está pesada y débil su estructura y llena de cinta de embalaje como si fuera una momia. Acomodo inquietamente mis pies en la silla y hago un esfuerzo sobrehumano. ¡Lo logré! Ahora la tengo cargada y apoyada sobre una de mis rodillas que está levantada hasta la altura de mis codos. Pero no sé cómo bajar. Trastabillo y mi hombro le da un torpe golpe a la puerta del ropero y me quedo arrimada sobre él. Es una posición muy incómoda. No sé qué hacer. Agito la cabeza mirando para todos lados, buscando dónde colocar mis ocupadas manos. No puedo evitarlo. Ya sin equilibrio, me voy de bruces al suelo soltando la caja que cae aparatosamente sobre el borde de mi cama, abriéndose por todos sus lados y desparramando el contenido.

Adolorida, me incorporo y reviso cada parte de mi cuerpo en busca de algún dolor. Por suerte estoy intacta a pesar del tremendo golpe recibido, pero no mi alma ni mi cara, que están llenas de susto y de vergüenza. Ahora de rodillas, examino mi alrededor tratando de reconstruir los hechos y tratando de ubicarme. De pronto, logro divisar, al pie de la cama, una vieja tarjeta postal ilustrada. La cara, que me mira con atención, es la ciudad del Cusco. Rápidamente la cojo y la nostalgia me invade, como si ya hubiera vivido este momento. La giro, reflexionando. Miro la espalda y observo la inconfundible caligrafía atroz del remitente: “Estamos en el Cuzco, y te extraño, por supuesto; ya compré el reloj que me encargaste. Una vez en Lima, te doy una llamadita para encontrarnos donde tú ya sabes…”. Prendida al suelo, de rodillas, y acompañada de un silencio, logro adivinar el espíritu de lo escrito.

Tras apartarme un poco, aún de rodillas, logro divisar otros objetos y otras tres amarillentas postales ilustradas esparcidas por el suelo. Esto vuelve a agitar mi memoria. Ahora presiento algo inquieto y turbador, como si hubiera ingresado, de pronto, y sin proponérmelo, a un museo de mi existencia humana. Estaba visiblemente sorprendida por el inexorable tiempo transcurrido. Era una sensación de estar llena y estar vacía a la vez, como si en mi alma existiera un fantasma que vuelve a lo mismo, que no quiere desaparecer.

Mi mente es un desorden.

Recogidos mis pies, sentada en el suelo, la vuelvo a leer. Solo distingo actos y movimientos; no encuentro injurias, solo armonía y ritmo. Me quedo quieta, en silencio. Trato de hallar otros momentos, en cualquier orden, arbitrarios o casuales. Pero no dejaba de pensar en el reloj y recordar cómo ocurrió esto y qué aconteció aquel día que me lo entregó. No recordaba si fue en la puerta de mi casa ni en otro lugar. Un lugar que él conocía y que yo no recordaba. ¿Era su manera de escribir o lo hizo en compañía de otros, para que no se burlaran de él? El remitente insinuaba un desafío secreto, una relación más allá de la amistad que yo no recuerdo. ¿Por qué entonces sentía de golpe lo ocurrido en la otra punta de mi cerebro? Entonces, no. Entonces yo soñaba con culminar mis estudios y viajar eternamente por el mundo. Él, ¿estaba en mis planes? Éramos terriblemente distintos; no hay duda. Era un muchacho fastidioso, díscolo y soñador también. No recuerdo haber viajado orgullosamente juntos ni agarrados de la mano; tampoco ser su enamorada ni algo que se le parezca. Nada tiene que ver las cuatro o cinco salidas a algún lugar pretérito (¿o sí?) en las que comprobé su aspecto inofensivo y circular, sin punto de partida, sin punto de llegada.

Dudé tras guardar las tarjetas en las páginas de un cuaderno que yo recordaba pero que no reconocía. Lo había cogido inconscientemente; formaba parte de los restos esparcidos por el suelo. Mi curiosidad logró que fijara los ojos en sus páginas. Había más de él, había poemas y uno que otro relato; tampoco recordaba cuándo me lo dio; no había imagen ni fecha de lo acontecido en mi memoria. ¿Por qué entonces seguían conmigo, guarecidos hasta hace poco en aquella caja destartalada? Había también, en otras reclusiones que latían que inquietaban, desparramados en el suelo: un disco en cuya portada se descubría a un unicornio, y unos cubos móviles que marcaban las fechas, y varios libros de diferentes autores, y etc., etc.

Ya lo entendí. Aquellos sueños encerrados en aquella caja han durado treinta y cinco años. Sé que son sueños verosímiles, pero inverificables. El encuentro aquel, por culpa de aquel reloj, fue real; y fue así, porque pude olvidarlo —se trata de una suposición personal—. No recuerdo lo que se dijo ese día ni esa noche. Tampoco lo que pasó después. Como tampoco sé lo que nos está pasando ahora. El tiempo no pasa en vano.

Me adentro en el interior del cuaderno tratando de descifrarlo, tratando de recordar algún verso. Compruebo sin asombro que no recuerdo ninguno. Sin embargo, recuerdo el momento aquel que me sorprendió en lo más íntimo: me veo parada en mi puerta, con mi joven imagen quieta y risueña, asintiendo sin ninguna palabra. Lo veo a él queriendo perdurar en el tiempo, queriendo no concluir; allí, activo y fastidioso, tratando de jugar con fuego sin quemarse. Ahora estoy más resuelta a recordarlo. Hojeo el cuaderno y lo ojeo pausadamente. Sonrío y por primera vez, y por segunda vez, y por tercera vez imagino hoy a mi amigo de tantos años junto a mí, riéndose, como si en mi memoria existiera un eterno retorno.

Libertad

sábado, 18 de enero de 2014

Sin explicar nada

Sé, por la lectura reciente de un librito incompleto de autor anónimo, que sus personajes principales eran extrovertidos, de melena negra y rostros únicos. Además, someramente, se incluyen las fechas de sus nacimientos: "nacidos a principios de los sesenta del pasado siglo". Ignoro cuáles fueron las causas por las cuales cambiaron de profesión y se dedicaron desmanteladamente al arte culinario. Lo cierto es —se dice en este librito sin publicar— que el profesor Martín y sus compinches, Joel y Poncho, disfrutaban creando postres y comidas exóticas con gran pasión y escaso talento. Sus olfatos estaban desarrollados y eran extremadamente curiosos, casi iguales a los de un perro. Percibían los olores de las personas y sacaban conclusiones matemáticas sobre la vida de cada una de ellas a primera vista y solo con olerlas, siempre acertando como si las conocieran de tiempo: "Ese es un borracho conspicuo"; "el otro es un ridículo"; "ese no conoce el agua desde hace siglos", y así sucesivamente. Debían tener un fuerte respeto por las mujeres, ya que no encontré un solo adjetivo en su contra. Tampoco especifica el autor de este pequeño libro si eran casados, viudos o divorciados. Lo único que puntualiza con ironía sobre sus estados civiles es que siempre estaban predispuestos a la tentación.
Además, aclara que eran temidos, al menos desde que sus voluntades, orgullosas y tercas, manifestaron una disconformidad con el statu quo. Sus discursos socráticos, adornados con su singular certeza, expresaban una protesta absoluta contra los intelectuales ermitaños. El mundo no podía conformarse con dar vueltas infinitamente. No lo soportaban. Esta necesidad, esta búsqueda de una vida imprevista, de desocio, de una vida nueva, de espíritu y arte, hizo que todo el barrio les tuviera respeto; añadiendo que nunca se dejaban amenazar ni tampoco lo hacían. Además, y aunque parezca mentira, tenían fama de generosos. Participaron en todas las fiestas filantrópicas que se llevaron a cabo en el barrio. Un barrio que, por cierto, no estaba exento de bullicio y alegrías incontroladas. Sus fiestas tradicionales eran innumerables e incontrolables; tantas que parecía que no existía un día de calma.
Una noche, a las dos de la mañana, al volver al barrio, los tres amigos se encontraron con un espectáculo completamente diferente. La población, casi entera, husmeaba por todos lados en busca de algún refugio o de alguien que los ayudara. Los más enfermos, que eran los de mayor edad, detenidos y apoyados en una pared o en un poste de luz, agitados, llenos de fiebre y falta de aire, vomitaban sin contenerse. La diarrea parecía secarlos. El espectáculo, en cierto modo, resultaba cómico y estúpido. Las luces de las casas estaban encendidas, y mujeres en pijama, semidesnudas, inclinadas, convulsionaban por culpa de la fiebre y del vómito. Lo más curioso del caso es que en este enredo de cosas también participaban sus mascotas: gatos, perros, conejos, etc. Era un espectáculo asqueroso y apocalíptico.
Los tres, parados en una esquina, discutían esto que de algún modo los humillaba. Lo primero que les vino a la mente fue que algún gas asfixiante y vomitivo había sido soltado en todo el barrio. Lo segundo fue que ellos no sentían nada. Sus audaces narices estaban privadas de aquel olor (supuesto) que todo el barrio sentía.
En los tanteos porfiados de sus narices, tampoco faltaba lo más directo: coger un poco del suelo arenoso y dar rienda suelta a sus olfatos. Agitando la nariz y el cuello, exploraban el ambiente húmedo del amanecer y a la luna llena que los iluminaba. Al no poder hallar ninguna solución a sus preguntas, se abrieron paso entre los babeantes convalecientes, dirigiéndose hasta una adolorida mujer que se encontraba entre los fondos de la calle reclinada al pie de un poste de luz. Creo también recordar que el relator de este pequeño libro desvió antes a los tres amigos hasta una dulce señorita que no dejaba de llorar y agitar el cuerpo. Fue bochornoso para estos tres amigos verla así. La gravedad de la visión estaba en la desnudez de la muchacha. No se detuvieron a auxiliarla. —Yo pienso que hubiera sido bellaco de su parte atenderla con tanta gente con las jetas blancas, renqueado penosamente a su alrededor y pidiendo ayuda—. El relator del librito nos confía que fue por la desnudez. Literariamente, dejémoslo como una duda.
Pero sigamos.
Codeando a los que se les ponían al frente y apurando el paso, llegaron hasta la vereda y el poste en donde se encontraba la mujer que ahora yacía sin alma, ensangrentada la boca y con los ojos bien abiertos. Resignados a auxiliarla, indolentemente y sin brevedad, se encaminaron a la Plaza Mayor del distrito.
Anoto detalles del autor del librito: "Se pasean, charlan con serenidad de curandero; se adentran luego al estudio científico y diverso de la alquimia, no descartan la magia y tal vez una infortunada coincidencia...". La coincidencia consistía en el padecimiento de una enfermedad que estaba exterminando a toda la gente del barrio.
Ya en la Plaza Mayor, al pie de un frondoso árbol, se percatan de que las gentes de los otros barrios no han sufrido nada y que solo son meros observadores, temerosos, que conversan entre ellos, en voz baja, como no queriendo comprometerse en dar ayuda. Era una suma de cobardes, cuyo semblante denotaba el terror y el espanto. Una joven y ofensiva mujer hizo su aparición conminando a que todos atestiguaran su fraternidad humana. Su voz se podía oír en toda la plaza. Su aparente soltura se debía a una agitada vida y a la jactancia de su fortaleza casquivana. Suelto el negro cabello crespo, y moviendo groseramente el cuerpo, empezó a caminar en dirección de los tres amigos; al llegar, se puso al frente de ellos —cualquier ejemplo que quiera exhibir de mis lecturas queda inhábil—. Los estiramientos, la omnipresencia de esta mujer, cambió por completo el poseído espíritu y la metáfora que de la vida tenían estos tres personajes. La valentía que les imponía les exigía mayor audacia, mejor rendimiento.
Si un escritor escribiera una novela como ésta, sus personajes deberían ser disímiles, variopintos, para aprovechar y hacer inmensa la trama; pero no, en esta pequeña novela —si lo es—, los tres personajes parecen haber sido cortados por la misma tijera, en donde la amistad los une y también el odio los hace juntar. En este ajustado cuadro, achacable a la afición culinaria y a sus costumbres militantes y nocherniegas del vivir barrial, vemos forcejear, con impecable precisión, el ejercicio de su osadía pragmática para con la vida y su digna costumbre a lo desconocido.
Es esta exploración de lo desconocido, en donde habitan y crecen los laberintos humanos, lo que los llevó a seguir a la ágil mujer.
La proposición de que un gas asfixiante y vomitivo era el culpable, fue descartada por los tres amigos. Para mejor entendimiento: fue descartada por sus inefables narices.
Eran las tres de la madrugada. El distrito estaba completamente despierto. Sonidos de ambulancias se dejaban escuchar a lo lejos. Patéticos periodistas, recién llegados, entrevistaban a locuaces personajes salidos de la acobardada multitud, y fotógrafos perforaban la oscuridad de la madrugada con ráfagas de luces. Más abajo, en el epicentro de los hechos, los tres personajes y la ágil mujer levantan cuerpos que yacen tirados junto a los zócalos de casi todas las casas. Dos o tres gatos sobrevivientes maullaban sobre los techos. Los demás animales, en especial los perros, participaban en esta orgía de sonidos. Era insoportable esta pesca de muertos en un ambiente de dilatados ruidos. Un número indeterminado de hombres y mujeres de todas las edades, amarillentas y de escuálidas facciones, dormían sin almas. Había que sacar —anota el autor— gradualmente, en cuanto a cifras de niños, que fueron los primeros en levantarse, más de cien. A su regreso, los cuatro personajes no dejaban de desafiar a la muerte. Regresaban con sudor, con angustia, con lágrimas e impotencia.
A las seis de la mañana se recibía la noticia de que el fenómeno había ocurrido en todos los continentes. Todos los sobrevivientes, un día antes, perdieron el olor y sabor de las comidas. Todo les era insípido e invisible para su olfato. Trastornos químicos originados, por no se sabe qué, habían hecho posible esto. El autor de este librito confiesa —con una justicia jalada de los pelos— que una potencia mundial estuvo tras de aquello al experimentar una nueva y microscópica arma: Agente acelular que quita y devuelve el sistema olfativo. Práctica que le costó la vida a los únicos inmunes y que ahora yacían sin almas.
Loro