Sé, por la lectura reciente de un librito incompleto de autor anónimo,
que sus personajes principales eran extrovertidos, de melena negra y rostros
únicos. Además, someramente, se incluyen las fechas de sus nacimientos:
"nacidos a principios de los sesenta del pasado siglo". Ignoro cuáles
fueron las causas por las cuales cambiaron de profesión y se dedicaron
desmanteladamente al arte culinario. Lo cierto es —se dice en este librito sin
publicar— que el profesor Martín y sus compinches, Joel y Poncho, disfrutaban
creando postres y comidas exóticas con gran pasión y escaso talento. Sus
olfatos estaban desarrollados y eran extremadamente curiosos, casi iguales a
los de un perro. Percibían los olores de las personas y sacaban conclusiones
matemáticas sobre la vida de cada una de ellas a primera vista y solo con
olerlas, siempre acertando como si las conocieran de tiempo: "Ese es un
borracho conspicuo"; "el otro es un ridículo"; "ese no
conoce el agua desde hace siglos", y así sucesivamente. Debían tener un
fuerte respeto por las mujeres, ya que no encontré un solo adjetivo en su contra.
Tampoco especifica el autor de este pequeño libro si eran casados, viudos o
divorciados. Lo único que puntualiza con ironía sobre sus estados civiles es
que siempre estaban predispuestos a la tentación.
Además, aclara que eran temidos, al menos desde que sus voluntades, orgullosas y tercas, manifestaron una disconformidad con el statu quo. Sus discursos socráticos, adornados con su singular certeza, expresaban una protesta absoluta contra los intelectuales ermitaños. El mundo no podía conformarse con dar vueltas infinitamente. No lo soportaban. Esta necesidad, esta búsqueda de una vida imprevista, de desocio, de una vida nueva, de espíritu y arte, hizo que todo el barrio les tuviera respeto; añadiendo que nunca se dejaban amenazar ni tampoco lo hacían. Además, y aunque parezca mentira, tenían fama de generosos. Participaron en todas las fiestas filantrópicas que se llevaron a cabo en el barrio. Un barrio que, por cierto, no estaba exento de bullicio y alegrías incontroladas. Sus fiestas tradicionales eran innumerables e incontrolables; tantas que parecía que no existía un día de calma.
Una noche, a las dos de la mañana, al volver al barrio, los tres amigos se encontraron con un espectáculo completamente diferente. La población, casi entera, husmeaba por todos lados en busca de algún refugio o de alguien que los ayudara. Los más enfermos, que eran los de mayor edad, detenidos y apoyados en una pared o en un poste de luz, agitados, llenos de fiebre y falta de aire, vomitaban sin contenerse. La diarrea parecía secarlos. El espectáculo, en cierto modo, resultaba cómico y estúpido. Las luces de las casas estaban encendidas, y mujeres en pijama, semidesnudas, inclinadas, convulsionaban por culpa de la fiebre y del vómito. Lo más curioso del caso es que en este enredo de cosas también participaban sus mascotas: gatos, perros, conejos, etc. Era un espectáculo asqueroso y apocalíptico.
Los tres, parados en una esquina, discutían esto que de algún modo los humillaba. Lo primero que les vino a la mente fue que algún gas asfixiante y vomitivo había sido soltado en todo el barrio. Lo segundo fue que ellos no sentían nada. Sus audaces narices estaban privadas de aquel olor (supuesto) que todo el barrio sentía.
En los tanteos porfiados de sus narices, tampoco faltaba lo más directo: coger un poco del suelo arenoso y dar rienda suelta a sus olfatos. Agitando la nariz y el cuello, exploraban el ambiente húmedo del amanecer y a la luna llena que los iluminaba. Al no poder hallar ninguna solución a sus preguntas, se abrieron paso entre los babeantes convalecientes, dirigiéndose hasta una adolorida mujer que se encontraba entre los fondos de la calle reclinada al pie de un poste de luz. Creo también recordar que el relator de este pequeño libro desvió antes a los tres amigos hasta una dulce señorita que no dejaba de llorar y agitar el cuerpo. Fue bochornoso para estos tres amigos verla así. La gravedad de la visión estaba en la desnudez de la muchacha. No se detuvieron a auxiliarla. —Yo pienso que hubiera sido bellaco de su parte atenderla con tanta gente con las jetas blancas, renqueado penosamente a su alrededor y pidiendo ayuda—. El relator del librito nos confía que fue por la desnudez. Literariamente, dejémoslo como una duda.
Pero sigamos.
Codeando a los que se les ponían al frente y apurando el paso, llegaron hasta la vereda y el poste en donde se encontraba la mujer que ahora yacía sin alma, ensangrentada la boca y con los ojos bien abiertos. Resignados a auxiliarla, indolentemente y sin brevedad, se encaminaron a la Plaza Mayor del distrito.
Anoto detalles del autor del librito: "Se pasean, charlan con serenidad de curandero; se adentran luego al estudio científico y diverso de la alquimia, no descartan la magia y tal vez una infortunada coincidencia...". La coincidencia consistía en el padecimiento de una enfermedad que estaba exterminando a toda la gente del barrio.
Ya en la Plaza Mayor, al pie de un frondoso árbol, se percatan de que las gentes de los otros barrios no han sufrido nada y que solo son meros observadores, temerosos, que conversan entre ellos, en voz baja, como no queriendo comprometerse en dar ayuda. Era una suma de cobardes, cuyo semblante denotaba el terror y el espanto. Una joven y ofensiva mujer hizo su aparición conminando a que todos atestiguaran su fraternidad humana. Su voz se podía oír en toda la plaza. Su aparente soltura se debía a una agitada vida y a la jactancia de su fortaleza casquivana. Suelto el negro cabello crespo, y moviendo groseramente el cuerpo, empezó a caminar en dirección de los tres amigos; al llegar, se puso al frente de ellos —cualquier ejemplo que quiera exhibir de mis lecturas queda inhábil—. Los estiramientos, la omnipresencia de esta mujer, cambió por completo el poseído espíritu y la metáfora que de la vida tenían estos tres personajes. La valentía que les imponía les exigía mayor audacia, mejor rendimiento.
Si un escritor escribiera una novela como ésta, sus personajes deberían ser disímiles, variopintos, para aprovechar y hacer inmensa la trama; pero no, en esta pequeña novela —si lo es—, los tres personajes parecen haber sido cortados por la misma tijera, en donde la amistad los une y también el odio los hace juntar. En este ajustado cuadro, achacable a la afición culinaria y a sus costumbres militantes y nocherniegas del vivir barrial, vemos forcejear, con impecable precisión, el ejercicio de su osadía pragmática para con la vida y su digna costumbre a lo desconocido.
Es esta exploración de lo desconocido, en donde habitan y crecen los laberintos humanos, lo que los llevó a seguir a la ágil mujer.
La proposición de que un gas asfixiante y vomitivo era el culpable, fue descartada por los tres amigos. Para mejor entendimiento: fue descartada por sus inefables narices.
Eran las tres de la madrugada. El distrito estaba completamente despierto. Sonidos de ambulancias se dejaban escuchar a lo lejos. Patéticos periodistas, recién llegados, entrevistaban a locuaces personajes salidos de la acobardada multitud, y fotógrafos perforaban la oscuridad de la madrugada con ráfagas de luces. Más abajo, en el epicentro de los hechos, los tres personajes y la ágil mujer levantan cuerpos que yacen tirados junto a los zócalos de casi todas las casas. Dos o tres gatos sobrevivientes maullaban sobre los techos. Los demás animales, en especial los perros, participaban en esta orgía de sonidos. Era insoportable esta pesca de muertos en un ambiente de dilatados ruidos. Un número indeterminado de hombres y mujeres de todas las edades, amarillentas y de escuálidas facciones, dormían sin almas. Había que sacar —anota el autor— gradualmente, en cuanto a cifras de niños, que fueron los primeros en levantarse, más de cien. A su regreso, los cuatro personajes no dejaban de desafiar a la muerte. Regresaban con sudor, con angustia, con lágrimas e impotencia.
A las seis de la mañana se recibía la noticia de que el fenómeno había ocurrido en todos los continentes. Todos los sobrevivientes, un día antes, perdieron el olor y sabor de las comidas. Todo les era insípido e invisible para su olfato. Trastornos químicos originados, por no se sabe qué, habían hecho posible esto. El autor de este librito confiesa —con una justicia jalada de los pelos— que una potencia mundial estuvo tras de aquello al experimentar una nueva y microscópica arma: Agente acelular que quita y devuelve el sistema olfativo. Práctica que le costó la vida a los únicos inmunes y que ahora yacían sin almas.
Loro
Además, aclara que eran temidos, al menos desde que sus voluntades, orgullosas y tercas, manifestaron una disconformidad con el statu quo. Sus discursos socráticos, adornados con su singular certeza, expresaban una protesta absoluta contra los intelectuales ermitaños. El mundo no podía conformarse con dar vueltas infinitamente. No lo soportaban. Esta necesidad, esta búsqueda de una vida imprevista, de desocio, de una vida nueva, de espíritu y arte, hizo que todo el barrio les tuviera respeto; añadiendo que nunca se dejaban amenazar ni tampoco lo hacían. Además, y aunque parezca mentira, tenían fama de generosos. Participaron en todas las fiestas filantrópicas que se llevaron a cabo en el barrio. Un barrio que, por cierto, no estaba exento de bullicio y alegrías incontroladas. Sus fiestas tradicionales eran innumerables e incontrolables; tantas que parecía que no existía un día de calma.
Una noche, a las dos de la mañana, al volver al barrio, los tres amigos se encontraron con un espectáculo completamente diferente. La población, casi entera, husmeaba por todos lados en busca de algún refugio o de alguien que los ayudara. Los más enfermos, que eran los de mayor edad, detenidos y apoyados en una pared o en un poste de luz, agitados, llenos de fiebre y falta de aire, vomitaban sin contenerse. La diarrea parecía secarlos. El espectáculo, en cierto modo, resultaba cómico y estúpido. Las luces de las casas estaban encendidas, y mujeres en pijama, semidesnudas, inclinadas, convulsionaban por culpa de la fiebre y del vómito. Lo más curioso del caso es que en este enredo de cosas también participaban sus mascotas: gatos, perros, conejos, etc. Era un espectáculo asqueroso y apocalíptico.
Los tres, parados en una esquina, discutían esto que de algún modo los humillaba. Lo primero que les vino a la mente fue que algún gas asfixiante y vomitivo había sido soltado en todo el barrio. Lo segundo fue que ellos no sentían nada. Sus audaces narices estaban privadas de aquel olor (supuesto) que todo el barrio sentía.
En los tanteos porfiados de sus narices, tampoco faltaba lo más directo: coger un poco del suelo arenoso y dar rienda suelta a sus olfatos. Agitando la nariz y el cuello, exploraban el ambiente húmedo del amanecer y a la luna llena que los iluminaba. Al no poder hallar ninguna solución a sus preguntas, se abrieron paso entre los babeantes convalecientes, dirigiéndose hasta una adolorida mujer que se encontraba entre los fondos de la calle reclinada al pie de un poste de luz. Creo también recordar que el relator de este pequeño libro desvió antes a los tres amigos hasta una dulce señorita que no dejaba de llorar y agitar el cuerpo. Fue bochornoso para estos tres amigos verla así. La gravedad de la visión estaba en la desnudez de la muchacha. No se detuvieron a auxiliarla. —Yo pienso que hubiera sido bellaco de su parte atenderla con tanta gente con las jetas blancas, renqueado penosamente a su alrededor y pidiendo ayuda—. El relator del librito nos confía que fue por la desnudez. Literariamente, dejémoslo como una duda.
Pero sigamos.
Codeando a los que se les ponían al frente y apurando el paso, llegaron hasta la vereda y el poste en donde se encontraba la mujer que ahora yacía sin alma, ensangrentada la boca y con los ojos bien abiertos. Resignados a auxiliarla, indolentemente y sin brevedad, se encaminaron a la Plaza Mayor del distrito.
Anoto detalles del autor del librito: "Se pasean, charlan con serenidad de curandero; se adentran luego al estudio científico y diverso de la alquimia, no descartan la magia y tal vez una infortunada coincidencia...". La coincidencia consistía en el padecimiento de una enfermedad que estaba exterminando a toda la gente del barrio.
Ya en la Plaza Mayor, al pie de un frondoso árbol, se percatan de que las gentes de los otros barrios no han sufrido nada y que solo son meros observadores, temerosos, que conversan entre ellos, en voz baja, como no queriendo comprometerse en dar ayuda. Era una suma de cobardes, cuyo semblante denotaba el terror y el espanto. Una joven y ofensiva mujer hizo su aparición conminando a que todos atestiguaran su fraternidad humana. Su voz se podía oír en toda la plaza. Su aparente soltura se debía a una agitada vida y a la jactancia de su fortaleza casquivana. Suelto el negro cabello crespo, y moviendo groseramente el cuerpo, empezó a caminar en dirección de los tres amigos; al llegar, se puso al frente de ellos —cualquier ejemplo que quiera exhibir de mis lecturas queda inhábil—. Los estiramientos, la omnipresencia de esta mujer, cambió por completo el poseído espíritu y la metáfora que de la vida tenían estos tres personajes. La valentía que les imponía les exigía mayor audacia, mejor rendimiento.
Si un escritor escribiera una novela como ésta, sus personajes deberían ser disímiles, variopintos, para aprovechar y hacer inmensa la trama; pero no, en esta pequeña novela —si lo es—, los tres personajes parecen haber sido cortados por la misma tijera, en donde la amistad los une y también el odio los hace juntar. En este ajustado cuadro, achacable a la afición culinaria y a sus costumbres militantes y nocherniegas del vivir barrial, vemos forcejear, con impecable precisión, el ejercicio de su osadía pragmática para con la vida y su digna costumbre a lo desconocido.
Es esta exploración de lo desconocido, en donde habitan y crecen los laberintos humanos, lo que los llevó a seguir a la ágil mujer.
La proposición de que un gas asfixiante y vomitivo era el culpable, fue descartada por los tres amigos. Para mejor entendimiento: fue descartada por sus inefables narices.
Eran las tres de la madrugada. El distrito estaba completamente despierto. Sonidos de ambulancias se dejaban escuchar a lo lejos. Patéticos periodistas, recién llegados, entrevistaban a locuaces personajes salidos de la acobardada multitud, y fotógrafos perforaban la oscuridad de la madrugada con ráfagas de luces. Más abajo, en el epicentro de los hechos, los tres personajes y la ágil mujer levantan cuerpos que yacen tirados junto a los zócalos de casi todas las casas. Dos o tres gatos sobrevivientes maullaban sobre los techos. Los demás animales, en especial los perros, participaban en esta orgía de sonidos. Era insoportable esta pesca de muertos en un ambiente de dilatados ruidos. Un número indeterminado de hombres y mujeres de todas las edades, amarillentas y de escuálidas facciones, dormían sin almas. Había que sacar —anota el autor— gradualmente, en cuanto a cifras de niños, que fueron los primeros en levantarse, más de cien. A su regreso, los cuatro personajes no dejaban de desafiar a la muerte. Regresaban con sudor, con angustia, con lágrimas e impotencia.
A las seis de la mañana se recibía la noticia de que el fenómeno había ocurrido en todos los continentes. Todos los sobrevivientes, un día antes, perdieron el olor y sabor de las comidas. Todo les era insípido e invisible para su olfato. Trastornos químicos originados, por no se sabe qué, habían hecho posible esto. El autor de este librito confiesa —con una justicia jalada de los pelos— que una potencia mundial estuvo tras de aquello al experimentar una nueva y microscópica arma: Agente acelular que quita y devuelve el sistema olfativo. Práctica que le costó la vida a los únicos inmunes y que ahora yacían sin almas.
Loro
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