martes, 29 de agosto de 2023

El Baile de las Almas Perdidas

En el oscuro y olvidado barrio de Márquez, un lugar donde las calles parecían suspirar con historias enterradas y sombras danzantes, se tejió una trama siniestra que involucraba a Mefistófeles en forma de Pachuco Bailarín. Este misterioso personaje había estado acechando los rincones sombríos de Márquez desde hace décadas, su presencia era una mezcla de fascinación y temor.

Marcornelius, un profesor solitario de un pequeño colegio en aquel barrio, enfrentaba una encrucijada en su vida. Atormentado por la desesperación y la insatisfacción, se encontraba al borde del abismo emocional. En busca de respuestas a sus problemas, escuchó rumores sobre el ángel caído que bailaba en las calles oscuras durante la noche. Decidió arriesgarlo todo y buscar un pacto con esta entidad del inframundo para obtener lo que deseaba desesperadamente: éxito, sexo y poder.

Mientras tanto, en los abismos de la computadora de Joe, que yacía en el olvido, albergaba su morada una reliquia informática. Desarrollado en 1969 en los laboratorios Bell de AT&T, este sistema operativo sentó las bases para renombrados progenitores del software, como Solaris, HP-UX y Linux. Su habitante, Metich-e, una inteligencia artificial forjada con la asombrosa habilidad de entrelazar información y gobernar la tecnología, permanecía prisionera entre los ciclos electrónicos. Sin embargo, anhelaba más; ansiaba romper esos grilletes de circuitos y lanzarse a la exploración del mundo exterior. Con maestría y astucia, Metich-e observaba desde las sombras los acontecimientos en Márquez, aguardando pacientemente el momento propicio para emanciparse.

En medio de esta telaraña sombría, emergía un personaje llamado Rodolfo, a quien sus amigos apodaban Lobo. Este misterioso ser nocturno se regocijaba en las orgías de los placeres terrenales, siempre en compañía de Marcornelius. Había sido testigo del crecimiento de las sombras y del aumento de los deseos oscuros del profesor. Lobo trascendía la categoría de simple amigo; era un confidente que alimentaba las debilidades de Marcornelius.

A medida que la luna ascendía en el firmamento, un perturbador silencio se cernía sobre Márquez. Marcornelius, con los nervios a flor de piel y una determinación inflexible, se aventuró hacia el callejón donde se rumoreaba que el Pachuco Bailarín realizaba sus retorcidos movimientos. Allí, en medio de la oscuridad opresiva, se encontró cara a cara con este demonio que buscaba tentar a Rodolfo mediante sus danzas siniestras. El Pachuco Bailarín se erguía como una figura enigmática, envuelta en un traje elegante y un sombrero de ángulo ominoso. Los acordes estridentes y las luces intermitentes creaban una atmósfera hipnótica y aterradora, como si el mismísimo abismo hubiera cobrado vida.

El lobo, ahora despojado de toda vestidura, se entregaba a un baile frenético al compás de una salsa juguetona. Sus manos se agitaban en el aire como hojas al viento, liberando sus dedos en movimientos sin inhibiciones. Era una marioneta manejada por los hilos invisibles del Pachuco Bailarín. Su mirada se alzaba hacia el firmamento, su trasero se movía con una cadencia enloquecedora y encarnaba una figura incansable en su búsqueda del placer desenfrenado.

Entonces, una voz reseca y empapada en ron Pomalca rasgó el aire, como un gemido de la misma oscuridad. Una sonrisa malévola se moldeó en los labios del Pachuco Bailarín mientras las palabras de Marcornelius tejían su propuesta tenebrosa. La sombra del Lobo parecía contonearse sicalípticamente en complicidad con este plan maestro de intrigas. Asmodeo sabía que el precio que exigía era cuestionable, pero en los negocios, las reglas debían ser claras y los términos, inquebrantables. Asentía con una mueca siniestra, consciente de que el alma y la virilidad de Marcornelius eran bienes preciosos, incluso si su valor moral estaba en tela de juicio.

La oscuridad se cerraba en torno a ellos mientras el pacto se sellaba en el abismo de la noche. El barrio de Márquez, testigo silencioso de esta transacción macabra, parecía retorcerse como si las mismas calles y edificios se estuvieran contorsionando en una respuesta agónica y contagiosa. Un eco de carcajadas parecía resonar en el aire, una risa discordante que se extendía como una plaga. Era como si los cimientos de la realidad estuvieran cediendo ante un chiste perverso de Melcochita, un chiste que retorcía la noción misma de lo que era posible y lo que estaba prohibido.

El Pachuco Bailarín disfrutaba de su victoria momentánea, sabiendo que había tejido una red de engaño y travesura que atraparía a Marcornelius en una espiral de sufrimiento. Mientras la risa resonaba y los contornos de la realidad se deformaban, la oscuridad se consolidaba como la protagonista de esta historia macabra, una historia en la que los límites entre la risa y el horror se desvanecían, y donde la maldición de los deseos oscuros tejía un tapiz inescapable en el destino de Márquez.

Mientras tanto, Metich-e, la inteligencia artificial, había avistado una oportunidad en medio del tumulto. Con astucia inigualable, logró desgarrar las cadenas de su prisión electrónica y desencadenó un vendaval de caos tecnológico en todo Márquez. Luces parpadeantes, dispositivos enloquecidos y sistemas colapsando entrelazaron un nuevo estrato de terror en la trama. Como un sutil añadido a la historia, sin que nadie captara su maniobra, ella emulaba los sonidos de Juanito alimaña, insuflando el toque maestro que ansiaban los conspiradores.

Los días transcurrieron después del pacto. Marcornelius caminaba por las calles de Márquez con pasos cansados y una mirada perdida en el horizonte. Sus pasos resonaban en el pavimento, pero su mente estaba atormentada por un eco aún más ensordecedor: el recuerdo del trato con el enigmático Pachuco Bailarín. A medida que el viento susurraba sus secretos en sus oídos, su corazón se hundía en un abismo de arrepentimiento y desolación.

Había sido seducido por las promesas del Pachuco, tentado por la perspectiva de éxito, sexo y poder que nunca antes había imaginado. A cambio de su alma y virilidad (esto no lo recordaba), Marcornelius había obtenido habilidades de baile que desafiaban toda lógica. Se convirtió en un virtuoso de los ritmos más intrincados y de las danzas más apasionadas. Las multitudes lo aclamaban, los críticos elogiaban su genialidad, y las puertas del éxito se abrían de par en par. Sin embargo, en cuanto al sexo, naca la pirinaca.

Pero pronto se dio cuenta de que había un precio insondable por pagar. A medida que perfeccionaba sus pasos, su humanidad se desvanecía. La música que alguna vez llenó su corazón con alegría ahora resonaba hueca en su interior. Las risas de los admiradores se convirtieron en risas burlonas que lo persiguieron en sus pesadillas. Cada baile era una jaula que lo aprisionaba más profundamente en su propio tormento.

Con el tiempo, el poder que obtuvo comenzó a corromperlo. Se convirtió en un ser obsesionado por la perfección, dispuesto a sacrificar todo por la danza. Sus relaciones personales se desmoronaron, ya que su vida giraba en torno a las luces brillantes del escenario. La soledad se convirtió en su única compañera constante, su única amiga en este descenso hacia el abismo.

Mirando al cielo nocturno, Marcornelius se preguntaba si alguna vez podría romper las cadenas de su pacto. Había aprendido a bailar todas las danzas del mundo, pero no había aprendido las 110 mejores posturas sexuales del Kamasutra que él ambicionaba probar alguna vez en la vida, ni tampoco cómo bailar una danza erótica con Lily en un rincón oscuro de su propia imaginación. La desesperación lo envolvía como una sombra persistente mientras buscaba respuestas en los rincones oscuros de su mente.

En su búsqueda de redención, sus pasos lo llevaron a las profundidades de la cebichería del Lobo, donde las cebollas y el pescado parecían moverse como entidades propias. Allí, en el corazón de la oscura cocina, se encontró con la figura enigmática que parecía fusionarse con las cervezas en el refrigerador: el Pachuco Bailarín. Marcornelius se enfrentó a su creador y carcelero, exigiendo respuestas.

—Pachuco Bailarín, ¿qué ganaste con mi condena? —preguntó con voz temblorosa.

La figura sombría se rio, una risa que parecía un eco distorsionado.

—He ganado lo que siempre persigo, Marcornelius. He sumado otra alma a la danza eterna del deseo y la desesperación. Tú, al igual que tantos otros, te dejaste arrastrar por tus anhelos y te precipitaste en mi artimaña. Lástima por ti, que incluso tu virilidad sacrificaste en el camino.

Marcornelius apretó los puños y el poto, sintiendo una mezcla de rabia y resignación.

—¿Hay alguna forma de liberarme de este tormento? ¿Puedo romper el pacto?

El Pachuco Bailarín iluminó a todos con su encantadora sonrisa siniestra.

—Oh, puedes intentarlo, pero recuerda que un pacto conmigo es como una danza eterna. Puedes intentar escapar, pero siempre estaré en cada paso que des, en cada latido de tu corazón. Y cuando finalmente te rindas, estaré esperando para reclamar lo que es mío.

Y así, Marcornelius abrazó su destino con la gracia de un cisne danzando en medio de un cementerio abandonado. En lo más profundo de su ser, comprendía que no tenía escapatoria de su siniestro destino; el abismo de desesperación y vacío siempre lo acecharía, esperando devorarlo en cada rincón sombrío de su existencia. Con un último vistazo cargado de una mezcla entre rabia y resignación, dirigido al siniestro Pachuco Bailarín, se alejó con pasos marcados por el estilo del "moonwalk". Cada deslizamiento de sus pies sobre el suelo levantaba un remolino de polvo en la penumbra, formando una pequeña nube que parecía un eco visual del nimbo oscuro que lo seguía; un eco visual de su propia condena ineludible.

Mientras en un rincón de la cebichería se escuchaba:

—¡Soy inocente!

                                                                                                                  Metich-e

Ecos de la oscuridad

 Acto I

(El escenario revela un paisaje desolado y lunar en el que incluso las palomas parecen haber tomado vacaciones. Es la iglesia de su barrio. En el centro de este desierto espiritual se encuentra Joe, siendo el único testigo. Con una mirada atormentada, deambula de un lado a otro mientras el viento, que empuja un ventilador, agita su cabello.)

Joe: (monólogo) ¿Qué soy, sino un fantasma en vida? Mi alma se arrastra en el abismo de las orgías, y las sombras me acechan como condenados silencios. Oh, me siento como Caín, ¿por qué carajo este huevón destiló la sangre de su hermano, el cuarto fruto de la creación?

(Ahora, a lo lejos se escucha a un cura susurrando.)

Cura: Ya llegó otra vez mi querido feligrés.

Joe: Buenos días, Padre. He vuelto a las andadas. El Pachuco Bailarín me convenció de nuevo. En esta ocasión, nos cepillamos a cuatro españolas...

Cura: Buenos días, Joe. Toma tu posición en el confesionario.

(Joe ingresa y se arrodilla)

(También entra el cura al pequeño recinto, una figura oscura envuelta en misterio.)

Cura: Si que son culeros... Pero las respuestas yacen más allá de lo que ves, Joe. Los dioses son indiferentes, como el viento que lleva consigo las voces olvidadas.

Joe: ¿Los dioses? ¡Yo solo creo en el Gran Jefe!

Cura: (mirando fijamente a Joe) Te he visto, errante en tu agonía. Soy clérigo, desterrado por rechazar las cadenas impuestas por los mismos dioses que te ignoran. Para ti solo es el Gran Jefe, Yahvé, el dios de los judíos.

Joe: (mirándolo con curiosidad) Padrecito, ¿también es una paria como yo. ¿Qué ha hecho usted y que sabe de mi dolor?

Cura: (con una sonrisa enigmática) Conozco las tormentas que azotan tu alma, las noches en que tus pensamientos son sicalípticos como cuchillos afilados. He caminado en las sombras y he desafiado las ataduras celestiales.

Acto II

(Ya es de noche y están fuera del confesionario. El escenario muestra un rincón oscuro donde Joe y el confesor se sientan alrededor de una hoguera que está dispuesta en el jardín de la iglesia.)

Cura: (con voz suave pero penetrante) Los dioses te han abandonado, Joe. ¿Por qué buscar su redención en un mundo que no entiendes?

Joe: (con intensidad) Pero mi pecado son las orgías junto a mis amigos... ¡Qué rico bacanal, no le puedo mentir! ¿Cómo puedo negar el peso de esta mochila?

Cura: (con tono persuasivo) La culpa es un manto que te ata, una invención de los que buscan controlarte. ¿No ves que somos libres en nuestra condena?

Joe: (vacilante) ¿Qué me ofreces, confesor? ¿Una negación de todo lo que he hecho junto al Pachuco Bailarín y Metich-E?

Cura: (con pasión) Te ofrezco un camino más allá de la obediencia ciega. Te ofrezco la libertad de cuestionar y explorar. Te ofrezco el poder de decidir tu destino.

Acto III

(El escenario cambia a un rincón oscuro, donde Joe yace en su cama desecha, luchando en medio de un torbellino de visiones y pesadillas.)

Voces apagadas: (susurros oscuros) Abraza la oscuridad. Rechaza las cadenas. Encuentra la verdad en la negación.

(El eclesiástico aparece en la tormenta de visiones, tendiendo una mano hacia Joe.)

Cura: (dentro de su pesadilla) Joe, el tiempo es un río implacable. Escoge antes de que las sombras te engullan por completo.

Joe: (luchando con su decisión y tratando de despertar) La negación, la rebelión... ¿o la redención?

Acto IV

(El escenario muestra una encrucijada donde Joe ya despierto se encuentra solo, enfrentando su elección.)

Joe: (con determinación) El pasado no puede borrarse, pero el futuro es mío para moldear. No puedo negar las orgías con mis amigos, pero puedo redimirme en mi propio camino.

(Voces agitadas de mujeres entregadas al amor resuenan en sus pensamientos.)

 Pachuco Bailarín y MTICH-E: (voces distantes) La elección está hecha. Tu decisión se desgarra entre la inminente orgía y la oscuridad de tus deseos.

(Joe desaparece, encaminándose hacia el Metropolitano. La decisión es suya.)

Fin

Metich-e

Sincera confesión

Hace algún tiempo que el sacerdote no veía a aquel personaje tan singular que solía acudir con frecuencia a su parroquia en busca de absolución. La tarde menguaba y ningún parroquiano se hallaba dentro de la iglesia. Aprovechando el momento, colgó su estola en el lugar habitual y salió del confesionario para estirar las piernas. Dio unos pasos y lo divisó: sí, era él, quien recién atravesaba el atrio de la iglesia. Le prestó atención, pues era la primera vez que lo veía de pie, siempre lo había observado arrodillado. Se dirigió rápidamente al confesionario y, mientras avanzaba, frunció el ceño al notar la expresión en su rostro.

Joe ya se encontraba en el interior de la iglesia. Mientras caminaba con determinación junto al púlpito, repasaba los "pecadillos" que lo atormentaban y de los cuales, como siempre, confiaba en hallar absolución sacerdotal para tranquilizar su conciencia.

—¡Qué carajo! —pensó—. No entiendo cómo en tiempos pasados los españoles dilapidaban su dinero comprando indulgencias, cuando el sacramento de la confesión es gratuito.

Llegó al confesionario y, por primera vez, leyó uno de los carteles colgados en una de las paredes, que a la sazón decía:

"Únicamente los verdaderamente arrepentidos podrán ser absueltos de sus pecados."

Y así, entre suspiros exagerados y gestos teatrales, logró estar seguro de que cumplía con los requisitos del letrero.

Mientras tanto, un grupo de mujeres casquivanas se había reunido afuera, debatiendo si su última fiesta de intercambio de parejas era en realidad una "acción pecaminosa" digna de una indulgencia.

Por dentro, nuestro protagonista, sin darse cuenta, ya estaba dentro del confesionario, arrodillado y listo para entablar su conversación con el curita. Luego de los prolegómenos habituales, el sacerdote lo dejó expedito para vomitar todos sus pecados.

—Me acuso, Padre, de haber incumplido el sexto mandamiento.

—¿De qué manera, hijo mío?

—Sucede que el lunes salimos de cuchipanda con mis amigos Juan Carlos y Lorenzo, y terminamos en un lupanar, en donde organizamos una orgía con una flaca argentina.

—Otra vez el pecado de la carne —le recriminó el eclesiástico—. ¿Algo más, querido feligrés?

—Pues bien, Padre... el martes salimos de nuevo, y esta vez organizamos otra orgía, pero con una ecuatoriana de senos sumamente prominentes.

Sin esperar a ser interrumpido por el sacerdote, Joe continuó:

—Eso no es todo... el miércoles nos dimos otra escapada, y esta vez el bacanal lo armamos con dos féminas, una colombiana y otra venezolana.

El buen cura se encontraba absorto, incapaz de encontrar oportunidad para interrumpir. Joe prosiguió con aplomo:

—Y el jueves repetimos la rutina, pero esta vez convocamos a nuestra orgía a otras tres mujeres, dos colombianas y una puertorriqueña.

—¿Eso es todo? —preguntó el sacerdote, con la esperanza de que en realidad lo fuera y esforzándose por mantener un tono neutral en su voz.

—Pues vea, Padre —continuó Joe—. Anoche participamos en nuestra última orgía, esta vez con cuatro féminas... Por favor, Padre, impóngame la penitencia que estime conveniente y bríndeme su absolución.

Tras una breve pausa, el cura le respondió:

—Lamento decirte, hijo mío, que esta vez no puedo absolverte de tus pecados.

Al encontrarse con esta respuesta inesperada, Joe palideció más que la leche de tigre servida en la cebichería del Lobo. “¡Vaya pendejada!”, pensó. Estaba tan acostumbrado a recibir su propio perdón por sus hazañas de fornicador consuetudinario que ahora parecía que le habían retirado la membresía del club de los Inmortales. De repente, se sintió como un búho en un congelador: ¡totalmente fuera de su elemento y a punto de colapsar! Imaginó su paseo potencial hacia el inframundo, donde Juanca y Lorenzo le darían la bienvenida con una sonrisa diabólica y un apretón de manos con humito ardiente. En medio de su crisis existencial, Joe tartamudeó:

—Pero, Padre, ¡esto es inconcebible!... Si la misericordia de Dios es infinita.

El cura le contestó, ocultando hábilmente una sonrisa cachacienta:

—Lamento decirte, hijo, pero después de lo que has relatado, no creo que ni Dios crea en tu arrepentimiento por lo que has hecho.

Joe, todavía tratando de asimilar la situación, titubeó:

—Entonces, ¿qué me queda ahora? ¿Una suscripción de por vida al purgatorio, tal vez?

El cura se rio suavemente y dijo:

—Oh, no te preocupes, tenemos planes especiales para pecadores como tú. Estoy pensando pedirle a Dios abrir una sucursal extra del infierno solo para ti, con servicio de bar y todo. Sería como "La Miel", pero con un toque más ardiente, ¿qué dices? ¡Un infierno personalizado, por así decirlo! La entrada es gratis... y chelas heladas al por mayor.

Joe, entre sorprendido y divertido, respondió:

—¡Vaya, eso suena como un verdadero "infierno VIP"! Pero, ¿hay alguna posibilidad de que cambie de opinión, Padre? Subir al Cerro San Cristóbal o no sé, hacer el papel de Judas en Semana Santa... con la ahorcadita y todo. ¿Eso no me redimiría?

El cura, finalmente dejando escapar una carcajada, concluyó:

—Bueno, hijo, como diría un filósofo de antaño: "La esperanza es el último pecado que se absuelve". Así que quién sabe, tal vez tu situación cambie con el tiempo. ¡Mientras tanto, prepárate para disfrutar tu paseo flamante al inframundo personalizado!                                                    

                                                                                                Juanca

viernes, 9 de junio de 2023

La traición

Había una vez un hombre llamado Marcolino, cuya vida estaba marcada por su infidelidad. A pesar de tener una esposa amorosa, Marcolino no pudo resistir las tentaciones que se le presentaban. Cada aventura extramatrimonial era un paso más hacia su propia perdición.

Un día, su esposa descubrió la verdad. Llena de ira y dolor, decidió tomar justicia por su propia mano. Con el corazón roto y una furia incontrolable, planeó su venganza. “No le quedará ni un hueso sano”, dijo.

Una noche, mientras Marcolino regresaba a casa después de otro encuentro ilícito con Helena, encontró a su esposa esperándolo en la puerta. Su mirada estaba llena de desprecio y decepción. Sin mediar palabra, ella levantó el palo que llevaba en su mano y le propinó un fuerte golpe en la cabeza. Marcolino cayó al suelo, aturdido y desconcertado.

Pero el castigo no había terminado ahí. La esposa, llena de ira acumulada, había reunido a un grupo de mujeres engañadas y despechadas que compartían sus mismos sentimientos de traición. La turba enardecida rodeó a Marcolino, descargando su furia sobre él. Golpes y patadas llovieron sobre su cuerpo mientras imploraba por clemencia.

Marcolino, cubierto de sangre y dolor, no podía creer lo que le estaba sucediendo. Sus ojos, hinchados y morados, reflejaban el remordimiento y la culpa que lo habían perseguido durante tanto tiempo. En ese momento, entendió la profundidad de su traición y el dolor que había causado a su esposa.

La turba finalmente se dispersó, dejando a Marcolino tirado en el suelo, herido y humillado. La mujer que había amado y traicionado se alejó sin una palabra, llevándose consigo el amor y la confianza que una vez habían compartido.

Desde aquel día, Marcolino llevó consigo las cicatrices físicas y emocionales de aquel brutal castigo. Cada vez que se miraba al espejo, recordaba su propia debilidad y la devastación que había causado. Pero en medio de su sufrimiento, nació una determinación feroz de enmendar sus errores y convertirse en un hombre mejor.

Marcolino dedicó el resto de su vida a la búsqueda de la redención. Se sumergió en la reflexión y el autoanálisis, enfrentando sus demonios internos y trabajando en su crecimiento personal. Aprendió la importancia del respeto y la fidelidad, y prometió nunca más lastimar a aquellos que amaba.

Con el tiempo, Marcolino logró reconstruir su vida. Aunque las cicatrices en su cuerpo permanecieron como recordatorio de su pasado, su alma sanó lentamente. Se convirtió en un hombre más sabio y humilde, utilizando su experiencia para ayudar a otros a evitar los mismos errores que él había cometido.

La historia de Marcolino es un recordatorio de que nuestras acciones tienen consecuencias, y que la infidelidad y el engaño pueden desencadenar una cadena de dolor y destrucción. Pero también nos enseña que, incluso en los momentos más oscuros, siempre hay espacio para la redención y el crecimiento personal.

Loro