martes, 29 de agosto de 2023

Sincera confesión

Hace algún tiempo que el sacerdote no veía a aquel personaje tan singular que solía acudir con frecuencia a su parroquia en busca de absolución. La tarde menguaba y ningún parroquiano se hallaba dentro de la iglesia. Aprovechando el momento, colgó su estola en el lugar habitual y salió del confesionario para estirar las piernas. Dio unos pasos y lo divisó: sí, era él, quien recién atravesaba el atrio de la iglesia. Le prestó atención, pues era la primera vez que lo veía de pie, siempre lo había observado arrodillado. Se dirigió rápidamente al confesionario y, mientras avanzaba, frunció el ceño al notar la expresión en su rostro.

Joe ya se encontraba en el interior de la iglesia. Mientras caminaba con determinación junto al púlpito, repasaba los "pecadillos" que lo atormentaban y de los cuales, como siempre, confiaba en hallar absolución sacerdotal para tranquilizar su conciencia.

—¡Qué carajo! —pensó—. No entiendo cómo en tiempos pasados los españoles dilapidaban su dinero comprando indulgencias, cuando el sacramento de la confesión es gratuito.

Llegó al confesionario y, por primera vez, leyó uno de los carteles colgados en una de las paredes, que a la sazón decía:

"Únicamente los verdaderamente arrepentidos podrán ser absueltos de sus pecados."

Y así, entre suspiros exagerados y gestos teatrales, logró estar seguro de que cumplía con los requisitos del letrero.

Mientras tanto, un grupo de mujeres casquivanas se había reunido afuera, debatiendo si su última fiesta de intercambio de parejas era en realidad una "acción pecaminosa" digna de una indulgencia.

Por dentro, nuestro protagonista, sin darse cuenta, ya estaba dentro del confesionario, arrodillado y listo para entablar su conversación con el curita. Luego de los prolegómenos habituales, el sacerdote lo dejó expedito para vomitar todos sus pecados.

—Me acuso, Padre, de haber incumplido el sexto mandamiento.

—¿De qué manera, hijo mío?

—Sucede que el lunes salimos de cuchipanda con mis amigos Juan Carlos y Lorenzo, y terminamos en un lupanar, en donde organizamos una orgía con una flaca argentina.

—Otra vez el pecado de la carne —le recriminó el eclesiástico—. ¿Algo más, querido feligrés?

—Pues bien, Padre... el martes salimos de nuevo, y esta vez organizamos otra orgía, pero con una ecuatoriana de senos sumamente prominentes.

Sin esperar a ser interrumpido por el sacerdote, Joe continuó:

—Eso no es todo... el miércoles nos dimos otra escapada, y esta vez el bacanal lo armamos con dos féminas, una colombiana y otra venezolana.

El buen cura se encontraba absorto, incapaz de encontrar oportunidad para interrumpir. Joe prosiguió con aplomo:

—Y el jueves repetimos la rutina, pero esta vez convocamos a nuestra orgía a otras tres mujeres, dos colombianas y una puertorriqueña.

—¿Eso es todo? —preguntó el sacerdote, con la esperanza de que en realidad lo fuera y esforzándose por mantener un tono neutral en su voz.

—Pues vea, Padre —continuó Joe—. Anoche participamos en nuestra última orgía, esta vez con cuatro féminas... Por favor, Padre, impóngame la penitencia que estime conveniente y bríndeme su absolución.

Tras una breve pausa, el cura le respondió:

—Lamento decirte, hijo mío, que esta vez no puedo absolverte de tus pecados.

Al encontrarse con esta respuesta inesperada, Joe palideció más que la leche de tigre servida en la cebichería del Lobo. “¡Vaya pendejada!”, pensó. Estaba tan acostumbrado a recibir su propio perdón por sus hazañas de fornicador consuetudinario que ahora parecía que le habían retirado la membresía del club de los Inmortales. De repente, se sintió como un búho en un congelador: ¡totalmente fuera de su elemento y a punto de colapsar! Imaginó su paseo potencial hacia el inframundo, donde Juanca y Lorenzo le darían la bienvenida con una sonrisa diabólica y un apretón de manos con humito ardiente. En medio de su crisis existencial, Joe tartamudeó:

—Pero, Padre, ¡esto es inconcebible!... Si la misericordia de Dios es infinita.

El cura le contestó, ocultando hábilmente una sonrisa cachacienta:

—Lamento decirte, hijo, pero después de lo que has relatado, no creo que ni Dios crea en tu arrepentimiento por lo que has hecho.

Joe, todavía tratando de asimilar la situación, titubeó:

—Entonces, ¿qué me queda ahora? ¿Una suscripción de por vida al purgatorio, tal vez?

El cura se rio suavemente y dijo:

—Oh, no te preocupes, tenemos planes especiales para pecadores como tú. Estoy pensando pedirle a Dios abrir una sucursal extra del infierno solo para ti, con servicio de bar y todo. Sería como "La Miel", pero con un toque más ardiente, ¿qué dices? ¡Un infierno personalizado, por así decirlo! La entrada es gratis... y chelas heladas al por mayor.

Joe, entre sorprendido y divertido, respondió:

—¡Vaya, eso suena como un verdadero "infierno VIP"! Pero, ¿hay alguna posibilidad de que cambie de opinión, Padre? Subir al Cerro San Cristóbal o no sé, hacer el papel de Judas en Semana Santa... con la ahorcadita y todo. ¿Eso no me redimiría?

El cura, finalmente dejando escapar una carcajada, concluyó:

—Bueno, hijo, como diría un filósofo de antaño: "La esperanza es el último pecado que se absuelve". Así que quién sabe, tal vez tu situación cambie con el tiempo. ¡Mientras tanto, prepárate para disfrutar tu paseo flamante al inframundo personalizado!                                                    

                                                                                                Juanca

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