Hace
algún tiempo que el sacerdote no veía a aquel personaje tan singular que solía
acudir con frecuencia a su parroquia en busca de absolución. La tarde menguaba
y ningún parroquiano se hallaba dentro de la iglesia. Aprovechando el momento,
colgó su estola en el lugar habitual y salió del confesionario para estirar las
piernas. Dio unos pasos y lo divisó: sí, era él, quien recién atravesaba el
atrio de la iglesia. Le prestó atención, pues era la primera vez que lo veía de
pie, siempre lo había observado arrodillado. Se dirigió rápidamente al
confesionario y, mientras avanzaba, frunció el ceño al notar la expresión en su
rostro.
Joe ya
se encontraba en el interior de la iglesia. Mientras caminaba con determinación
junto al púlpito, repasaba los "pecadillos" que lo atormentaban y de
los cuales, como siempre, confiaba en hallar absolución sacerdotal para
tranquilizar su conciencia.
—¡Qué carajo!
—pensó—. No entiendo cómo en tiempos pasados los españoles dilapidaban su dinero
comprando indulgencias, cuando el sacramento de la confesión es gratuito.
Llegó
al confesionario y, por primera vez, leyó uno de los carteles colgados en una
de las paredes, que a la sazón decía:
"Únicamente
los verdaderamente arrepentidos podrán ser absueltos de sus pecados."
Y así,
entre suspiros exagerados y gestos teatrales, logró estar seguro de que cumplía
con los requisitos del letrero.
Mientras
tanto, un grupo de mujeres casquivanas se había reunido afuera, debatiendo si
su última fiesta de intercambio de parejas era en realidad una "acción
pecaminosa" digna de una indulgencia.
Por
dentro, nuestro protagonista, sin darse cuenta, ya estaba dentro del
confesionario, arrodillado y listo para entablar su conversación con el curita.
Luego de los prolegómenos habituales, el sacerdote lo dejó expedito para vomitar
todos sus pecados.
—Me
acuso, Padre, de haber incumplido el sexto mandamiento.
—¿De
qué manera, hijo mío?
—Sucede
que el lunes salimos de cuchipanda con mis amigos Juan Carlos y Lorenzo, y
terminamos en un lupanar, en donde organizamos una orgía con una flaca
argentina.
—Otra
vez el pecado de la carne —le recriminó el eclesiástico—. ¿Algo más, querido
feligrés?
—Pues
bien, Padre... el martes salimos de nuevo, y esta vez organizamos otra orgía,
pero con una ecuatoriana de senos sumamente prominentes.
Sin
esperar a ser interrumpido por el sacerdote, Joe continuó:
—Eso
no es todo... el miércoles nos dimos otra escapada, y esta vez el bacanal lo
armamos con dos féminas, una colombiana y otra venezolana.
El
buen cura se encontraba absorto, incapaz de encontrar oportunidad para
interrumpir. Joe prosiguió con aplomo:
—Y el
jueves repetimos la rutina, pero esta vez convocamos a nuestra orgía a otras
tres mujeres, dos colombianas y una puertorriqueña.
—¿Eso
es todo? —preguntó el sacerdote, con la esperanza de que en realidad lo fuera y
esforzándose por mantener un tono neutral en su voz.
—Pues
vea, Padre —continuó Joe—. Anoche participamos en nuestra última orgía, esta
vez con cuatro féminas... Por favor, Padre, impóngame la penitencia que estime
conveniente y bríndeme su absolución.
Tras
una breve pausa, el cura le respondió:
—Lamento
decirte, hijo mío, que esta vez no puedo absolverte de tus pecados.
Al
encontrarse con esta respuesta inesperada, Joe palideció más que la leche de
tigre servida en la cebichería del Lobo. “¡Vaya pendejada!”, pensó. Estaba tan
acostumbrado a recibir su propio perdón por sus hazañas de fornicador consuetudinario
que ahora parecía que le habían retirado la membresía del club de los
Inmortales. De repente, se sintió como un búho en un congelador: ¡totalmente
fuera de su elemento y a punto de colapsar! Imaginó su paseo potencial hacia el
inframundo, donde Juanca y Lorenzo le darían la bienvenida con una sonrisa
diabólica y un apretón de manos con humito ardiente. En medio de su crisis
existencial, Joe tartamudeó:
—Pero,
Padre, ¡esto es inconcebible!... Si la misericordia de Dios es infinita.
El cura
le contestó, ocultando hábilmente una sonrisa cachacienta:
—Lamento
decirte, hijo, pero después de lo que has relatado, no creo que ni Dios crea en
tu arrepentimiento por lo que has hecho.
Joe,
todavía tratando de asimilar la situación, titubeó:
—Entonces,
¿qué me queda ahora? ¿Una suscripción de por vida al purgatorio, tal vez?
El
cura se rio suavemente y dijo:
—Oh,
no te preocupes, tenemos planes especiales para pecadores como tú. Estoy
pensando pedirle a Dios abrir una sucursal extra del infierno solo para ti, con
servicio de bar y todo. Sería como "La Miel", pero con un toque más
ardiente, ¿qué dices? ¡Un infierno personalizado, por así decirlo! La entrada
es gratis... y chelas heladas al por mayor.
Joe,
entre sorprendido y divertido, respondió:
—¡Vaya,
eso suena como un verdadero "infierno VIP"! Pero, ¿hay alguna
posibilidad de que cambie de opinión, Padre? Subir al Cerro San Cristóbal o no
sé, hacer el papel de Judas en Semana Santa... con la ahorcadita y todo. ¿Eso
no me redimiría?
El
cura, finalmente dejando escapar una carcajada, concluyó:
—Bueno,
hijo, como diría un filósofo de antaño: "La esperanza es el último pecado
que se absuelve". Así que quién sabe, tal vez tu situación cambie con el
tiempo. ¡Mientras tanto, prepárate para disfrutar tu paseo flamante al
inframundo personalizado!
Juanca
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