martes, 5 de marzo de 2013

Una carta madura

¡Hola! Lo conozco. Por eso, experimento esta placentera impresión que me produce un relato solapado. Tal vez no durmió aquella noche.

Sabe, voy a ser sincera con lo que le escribo ahora, aunque tal vez tenga un sabor a cuento. Procuraré que su paladar no lo note. Como usted sabe, la noche siempre es una bendición tan fresca que nos obliga a decir lo que se piensa. 

A menudo relaciono, de una manera u otra, lo que me ocurrió al término de mi adolescencia con lo que me ocurre ahora. Pero lo curioso es que, a pesar del tiempo transcurrido, siempre me pregunto por este particular, por esta sombra que me persigue..., por esta conversación conmigo misma que advierte muchas dudas y que quisiera resolver, aunque diálogo conmigo misma en forma burlona.

A veces creo que es puro sentimentalismo. Yo soy una mujer pragmática. Pero otras veces supongo que todos aquellos momentos son puntos de referencia que no puedo borrar de mi mente; algo que pasó y que a partir de ahí trastocó mi futuro, marcándolo. Es un recuerdo que siempre está ahí, que evoco sin nostalgia y sin rencores. De vez en cuando lo aparto de mi mente, lo olvido; pero a veces también lo repongo y lo vuelvo a poner en el mismo lugar de siempre: mis pensamientos tenaces.

En resumidas cuentas, toda nuestra vida es un instante o unos instantes de felicidad, un punto de referencia de lo que uno sintió en esos segundos de vida, aunque no lo sienta ahora de igual manera... Nunca se vuelve a los grandes momentos del ayer, a esos momentos de ilusión humana, de verse impreso por primera vez y completo de placer.

No hablo de las relaciones familiares, fraternales, etc. Son instantes diferentes, momentos que quedan grabados para toda la eternidad. Momentos recuperables si uno quiere, momentos con olores y sabores insatisfechos... momentos gloriosos al lado de la familia, junto a los hermanos...

Lo releo... ¡Qué afición la suya por analizar la vida y verlo todo detalladamente! ¡No cabe duda alguna!... Eso sí que es intenso.

Bueno...

Y ahora, ¿qué hacemos?... No. No quiero ninguno de sus preciosos e iracundos consejos. No es cierto que el olvido lleve a la calma. ¡Pamplinas!... ¡Cuidado! Debe saber usted que es difícil guarecerse de la lluvia y del viento en un sitio como este, donde no hay paredes ni nada, salvo un techo con telarañas y algún baño húmedo y trajinado: el de su memoria.

Así que se convirtió en un silencioso lagarto, con el cuerpo encogido y el cuello estirado. Cree haberse trasladado a donde es más blanda la arena, para escribir el final de su capítulo a sus anchas. Esto confirma los rumores. Sonrío al verlo entregado a un silencio eterno: el de su propia muerte, como si no hubiera vivido nunca. Pero el hedor que despiden los cuerpos ya descompuestos origina el horror de la curiosidad. Aquella de mirar inclinada al muerto. De antemano sé cómo luciría: tiene la cabeza inclinada, los ojos abiertos y un libro en las manos que lo embelesa, fascinado y absorto. Seguramente, su situación social era inferior a la que tuvo en vida. Reconoció su tema y se rindió a su propio talento. Rebasó su genuino propósito. Seguramente, al hojear las últimas páginas de su libro, le dolió la experiencia.

¡Hágame el favor! Usted tiene en sus manos una obra inconclusa, una pieza sin resolver, que sé que será al final la mejor que escriba... y que haya creado hasta ahora. Lo incito a que la termine. Y deje tan ordinaria conducta. "A los cincuenta, todo se cuenta"... El azar ha puesto, para ser más exactos, a una de sus admiradoras y devota de su pluma, en su edad madura, a averiguar el grato detalle del final de su obra que usted se atrevió a iniciar.

Te confieso que hay un hermosísimo final feliz. Te lo mereces por tu atrevimiento. No habrá burbujas que terminen intactas. Te lo prometo.

Me gustaría hacer algo por ti. Hay posibilidad de salvarte...

Libertad

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