Nací en un barrio eternamente horrible, lleno de piedras y arena por
todos lados, y muy cerca de un río en el que se percibía un olor odioso y
fétido. No había luz eléctrica por aquel entonces, por lo que mi madre solía
encender un lamparín y algunas velas. Con ella intercambié algunas palabras en
las que prometía hacer enmienda y otras que no recuerdo. Durante el día, los
rayos del sol atravesaban el techo mal distribuido y mal colocado.
Viví años en ese lugar, con seres vivos deambulando en su pobreza, junto
a sus hijos, algunos de los cuales fueron mis amigos. En mi alocada fantasía
asociaba los hechos cotidianos con figuras escapadas de mis lecturas, en las
que había colores frescos, vitales y gente real, más real que la gente viva de
mi barrio. Mi apariencia siempre me asombró, siempre era extraña a mi
reflexión, a mi propia presencia; tal vez porque no quería verme parecido o
calcado a los adultos, siempre pobres, encandilados con su pobreza, marchando
estúpidamente, agrupados tras de una imagen que llevaban sobre los hombros,
metida en su interior y reventando el cielo con sus pólvoras.
Por las tardes, me acurrucaba en el interior de un cilindro formado por
arbustos que el río dejó crecer en su margen. Con los ojos puestos en el cielo,
tendido sobre la arena, solía pasar horas enteras leyendo alguna revista o
algún libro incompleto que había encontrado en el basural que lo rodeaba; y
esperaba, soñando con lo que había leído... esperaba verme con gente en un
mundo divertido, animado, lejos de la pobreza. Esa posibilidad me inquietaba,
deseaba muchas cosas distintas. Esto hacía que me extraviara en el laberinto de
mis emociones, en un silencio creciente; horrendo y espantoso era aquel lugar,
lleno de corredores infinitos, del cual no podía salir con una sonrisa; siempre
allí, asolado y solitario como mis propios pensamientos.
Luego llegó mi primer amor de pubertad, una emoción difícil de explicar.
Ella era extraña, a quien nunca había visto antes, excepto en sueños y en vagas
visiones de las que no me atrevo a recordar. Vivía en la otra cuadra, al otro
lado de una verja que encontraba abierta cuando ella me citaba para burlarse de
mí. Villana, pero hermosa, con ojos zarcos y una vincha ajustada a su cabeza,
vestida impecablemente que impactaba mi desbastada imaginación. No sabía, ni me
importaba, si lo que sentía por ella era locura, enajenación o magia; lo único
que sabía era que era mi novia por un pacto hecho a la luz de una luna llena, y
que por ello estaba decidido a perseguir la alegría que ella, con sus ademanes,
me hacía sentir.
Habían transcurrido varios años cuando llegué a la secundaria, a un
colegio de paredes agrietadas y aulas espantosas. Era indefinidamente horrible,
llena de tierra muerta y polvo esparcido por todas partes, como una imagen de
mi barrio. Aulas humildes, sencillas y oscuras, con paredes cubiertas de
telarañas y sombras. Baños odiosamente húmedos, donde se percibía un olor
detestable, como de costras fétidas acumuladas de muchas generaciones. Un
colegio casi en ruinas donde conocí a mis amigos más remotos y donde tuve, no
sé si la mala suerte, de conocer también a mi amor de adolescencia, también muy
distante en el tiempo. Bastó con que mis ojos la vieran una sola vez para no
olvidarla nunca más. Hoy no puedo siquiera decir, ni remotamente, a qué o a
quién se parecía. Ella era para mí una sombra fantasmagórica, un misterio
clandestino que debería ocultar hasta el final de la secundaria. Mis ojos
embrujados se limitaron a observarla siempre enigmática, bella, con aspecto de
una villana buena, dejando en mi memoria una avalancha de descorazonados
recuerdos.
El destino me jugó una mala pasada. La volví a encontrar en la
universidad. Al volver a verla, recordé mi bamboleante paso por la secundaria y
su fantasmagórica imagen, aquella que me dejó hechizado y poco menos que
exaltado. En ese pequeño y eterno instante supe todo lo que me había ocurrido
en la secundaria, mis noches en vela y su imagen, que no podía borrar de mi
memoria. No grité, pero mi instinto me provocó una abominación por lo que
seguía sintiendo. En el horror definitivo de ese instante, como entre sueños,
reconocí lo más terrible de mi futuro y la impía traición a mi promesa:
"Tú no naciste para ella". Cuando salí de mi asombro, me di cuenta de
que no podía moverme ni salir de aquella trampa surgida en el recóndito y
desconocido valle de mis sentimientos. Era una amarga alienación que yo llamé
amor.
Ahora galopo lejos de los fantasmas burlones y a veces cordiales de mis
recuerdos. Le dije todo, más de lo que ella necesitaba saber. Un libro fue mi
catarsis, como una carta escrita con la sinceridad y emoción del momento, y
luego lo quemé, dejando el pasado atrapado en sí mismo.
Solo puedo decirles que el olvido es la calma, y la indiferencia, mi
mejor herramienta, la que extenderé hasta el final de mi vida...
Loro
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