Hoy nuevamente me decidí, una vez
más, a poner en orden los estantes en donde conservo la mayoría de mis libros.
Es una tarea que he estado posponiendo desde siempre, pero que en esta ocasión
estaba resuelto a concluir. Y es que en mi biblioteca ya no existe espacio para
un libro más, y para cualquier ojo ajeno, seguro que luce por demás desordenada.
Me armé de paciencia y comencé por inventariar todos los textos que he acopiado
durante todo este tiempo, separando los más antiguos encima de mi sillón. Y una
vez más pude comprobar que continúo conservando muchos libros que, aunque ya
han quedado totalmente obsoletos después de tantos años y no hacen más que
quitar espacio a otros mucho más actualizados que tengo regados por doquier, todavía
conservo. Se trata de algunos libros de ciencias que adquirí entre los años
ochentas y los noventas, cuya información hoy totalmente desactualizada sería
digna de permanecer almacenada en algún archivo histórico, pero que
inexplicablemente aún atesoro con pasión. Acaricié sus lomos y recordé la
última vez que intenté deshacerme de ellos. Y me invadió el mismo sentimiento
de nostalgia y melancolía de aquellas ocasiones, pues en realidad no es nada
fácil descartar algo que en su tiempo te fue tan útil, y que leíste y releíste
con tanta satisfacción durante interminables horas.
En aquel instante, mi esposa
ingresó a mi oficina y se detuvo junto a la puerta. Al contemplar la escena y
ver el desorden imperante, aplicó su lógica irrefutable de mujer, y me increpó:
—¿Todavía no te decides a botar
todos esos libros tan viejos que ya no te son de ninguna utilidad? Mira que tu
oficina está muy desordenada; ya ni ganas me dan de entrar aquí…
No supe qué contestarle. Ella se
limitó a mirarme, y mientras se retiraba, me regaló con una de esas sonrisas
que me desarman, al tiempo que replicaba: —¡Deja ya de ser cachivachero!
Tal vez ese era el impulso final
que necesitaba. Con profunda aflicción comencé a extraer aquellos libros tan
antiguos y procedí a introducirlos lentamente dentro del tacho de la basura,
resignado a darles tan infausto final; pero de inmediato me invadió un
sentimiento extraño, y no pude evitar recuperarlos. Los extraje uno por uno y
esta vez los apilé cuidadosamente encima de mi escritorio, mientras me
acomodaba en mi sillón, sin poder apartar la mirada de ellos durante varios
minutos. Nuevamente, la nostalgia se apoderaba de mí. Sin proponérmelo, me puse
a ojear algunos de aquellos libros que tanto disfruté antaño, pasando las hojas
mecánicamente ante mis ojos, sin leerlas. El aroma típico de los libros añejos,
junto con la visión de aquellos textos que tanto leí, hizo aflorar a mi mente
miles de reminiscencias. Una sinfonía de rostros, nombres, sonidos, lugares y
circunstancias comenzaron a ensamblarse en mi memoria, adoptando la forma de
multitud de recuerdos, que disfruté con deleite durante un lapso indeterminado.
Estaba ensimismado con esos detalles, absorto ante el alud de remembranzas que
me asaltaban una y otra vez, como una bola de nieve que al rodar se hace cada
vez más y más grande, cuando de pronto noté que de alguno de mis libros había
caído una hoja de papel cuadriculado, amarillada por el tiempo, en donde pude
descifrar mi típica escritura y cuyo contenido había olvidado por completo, pero
que con el primer vistazo recordé de inmediato. Al releerla luego de tantos
años, un relámpago pasó por mi mente y un millón de sentimientos me invadieron.
Eran fragmentos de “poemas” que había escrito hace muchísimos años…
Ante esa inesperada visión, todos
los recuerdos que estuve experimentando cesaron como por encanto, y ahora mi
mente era poseída por una sola imagen, relacionándola con miles de situaciones
que se agolparon súbitamente en mi cabeza, en forma sumamente desordenada y
anárquica, creando un caos inicial que terminó por confundirme totalmente.
Incapaz de procesar tanta información en tan escaso tiempo, opté por cerrar mis
ojos y recostarme sobre mi sillón, cruzando los brazos sobre mi pecho, mientras
me relajaba, intentando articular todos los recuerdos que me acechaban como si
fuesen piezas de un rompecabezas. Luego de unos minutos, me descubrí a mí mismo
sonriendo despreocupado, en tanto contemplaba en mi memoria aquellas escenas
que el tiempo había pretendido borrar. Ella no fue mi primer “amor”; tampoco el
definitivo, pero creo que puso lo suyo, como las demás, colaborando en darle
forma a este amor que hace años descubrí y que ahora tengo el sereno privilegio
de disfrutar.
Anonimus
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