Encendió
un cigarrillo y lo dejó apretado entre sus labios. Volvió la mirada a su
alrededor y buscó un libro o revista para leer. Dio unos pasos y levantó el que
estaba sobre la mesa de noche, pero no le apeteció. Se quitó los zapatos y los pateó
debajo de la cama, se despojó de toda la ropa, abrió el ropero, cogió una
toalla y lentamente se dirigió al baño.
—¡Ella
todo lo malinterpreta!... —exclamó, atravesando el umbral—. Su mente parece una
biblioteca de conceptos problemáticos. ¿No será ella un sentimiento infinito
para mí? No la llego a entender… Sumo, resto, multiplico, divido y todo me
resulta un número imaginario… Esta es una historia sin comienzo ni fin —aumentó
apuradamente mientras se sentaba en el escusado—. ¡Diablos que hace frio! —dijo
y tiró el pucho mojado en el basurero.
Estaba
ahí, sentado y reflexionaba, afligido. Sufría cruelmente con sus pensamientos.
Impaciente, cometía la gratitud de pujar. Aparte de esto, no hacía ningún
movimiento; ni siquiera movía los párpados. Estaba quieto, acodado sobre sus
piernas y con las dos manos sujetando su barbilla; los ojos, fijos en la pared,
buscaban sin entender algún dibujo trazado libremente en el fondo de las
mayólicas. Por unos segundos se dio cuenta de que hablaba solo y
estrambóticamente. Pero a pesar de ello, pudo más su locura de amor y siguió recriminándose
así mismo.
—¡Qué
carajo me pasa, que gano yo pensando en sentimientos voluptuosos si a mujeres
como ella nadie las lleva a la cama! Por qué gozo buscando lo que nunca se dará…
Mejor es que enfrente mi realidad... ¡Por suerte no me casé con ella…! ¡Uf! de
la que me salvé… —se dijo, en tono triunfal, estremeciéndose y consolándose a
la vez.
—¡Vaya,
si ya es tarde!… Y yo pujando nada como un tonto… —murmuró, y levantó la mirada
para coger el papel higiénico.
Se
limpió el culo, se puso en pie, dio unos pasos lentos e ingresó a la ducha para
darse un baño a toda velocidad.
Era
una noche distinta y terminaban de dar las doce en aquel interminable día de
agosto. El nocturno personaje representaba unos cincuenta años. Su cabeza estaba
adornada por una melena lacia y negra sin aspecto de contener canas. Un rostro
lampiño conjugaba con su cobriza piel y le daban un aspecto de niño viejo; sus
achinados ojos, sin dueño, parecían ocultar una severa nostalgia.
Consultó
su reloj y se dio cuenta de que era muy tarde.
—¿Por
qué no llegan estos pendejos? —se preguntó severamente mientras se vestía dando
brincos, frunciendo el ceño y reflejando en su rostro una serie de preguntas sin
respuestas. Parado frente al espejo del ropero, se observa detenidamente, como esperando
que su reflejo le replicará algo.
—Ya
es tiempo de que la olvide —pensó, mordiéndose los labios—. Este misterio
seguirá siendo misterio… ¡Esto no es amor! ¡Bah! No te morirás —concluyó.
La
incertidumbre lo volvía inquieto, lo ponía nervioso. Tímidamente se miró la
entrepierna y sonrió sin dejar de rascarse la barriga.
—¡Esta
será mi venganza! —exclamó.
La
duda lo invadió otra vez.
—Puede
ser… La sabiduría popular no se equivoca: “no hay mujer fría sino mal
calentada”. Tal vez no manejo bien mi estrategia… —pensó.
Al
poco rato se oyeron los ruidos que parecían de un auto. El ruido se hacía cada
vez cercano.
—¡Por
qué habrá nacido en mi espacio y tiempo…, maldito el día en que la conocí! —dijo,
con énfasis.
El
ruido cesó.
—Sí.
Esos deben ser…, pero mira la hora que es… —exclamó con un tono que quería ser
indiferente—. ¡Qué diablos! ¡Qué tonto soy!... Ahora lo veo claro... —concluyó,
mientras se apartaba del espejo con las manos apretadas.
Unos
instantes después, el timbre sonó con insistencia. Corrió a abrir la puerta sin
ninguna precaución; encendió la luz de la sala y continuó avanzando; abrió la
segunda entrada y siguió con el paso apresurado; en el último descanso, que
daba con la puerta de la calle, se dio cuenta de que le faltaba una media. No
le importó. La abrió como si estuviera listo para repeler cualquier ataque.
“Son ellos”, dijo a media voz.
—¡Diablos,
miren la hora que es! —exclamó—. Ya creía que no iban a llegar. Habíamos
quedado a las once… Una hora de retraso.
Los
recién llegados aparentaban tener su misma edad; promediaban una estatura
mediana y lucían unas barrigas convexas que hinchaban sus casacas; sus rostros
no pasaban un casting de belleza masculina; iban inadecuadamente vestidos, pero
con elegancia. Lucían, en resumen, un cierto aspecto salvaje debido a su
afición a la buena vida: lecturas de clásicos, largas charlas en compañía de un
cebichito y chelas bien heladas, mujeres con curiosidad ajena y los viajes de
aventura por todo el país.
—Mejor
tarde que nuca, compa —replicó uno de ellos—. Un cachito más y esta noche no la
contábamos en nuestra bitácora… No me lo hubiera perdonado.
—¿Por
qué? ¿Qué pasó? —preguntó Charly, sorprendido.
—Pues
que el zorrito dijo que no éramos suficiente para las seis féminas —aumentó
Marcolino, esgrimiendo una sonrisa a medias.
—¡Hola
Charly! —dijo Percy, no muy tranquilo.
—¡Hola!,
¿de dónde lo han sacado? —preguntó Charly, abrazándolo—. ¿Él fue quien
consiguió a las féminas?
—¡Nada…!
Trabajo nos costó rescatarlo… —dijo Joel, con una sonrisa amplia—. Le hicimos
cincuenta mil llamadas durante todo el mes y no lo ubicábamos… hasta hoy.
—Tenemos
que meterle un GPS por el culo para que se deje ubicar… —concluyeron todos,
soltando unas carcajadas.
—¿Acaso
tienen algo que reprocharme? —contestó Percy, separándose de Charly—. Es una
cuestión de amor propio… compañeros... ¿Qué te pasa...?
—Lo
que pasa es que te estás poniendo viejo; te falta energía en el alma y donde tú
ya sabes… Ahí está el problema de envejecer… sin tus camaradas de tantas
batallas ganadas bajo su tutela… —agregó JC, mostrándole unas pastillitas
azules apretadas por sus dedos…
—¡Ah!...
con ayudita es la vaina… Yo no necesito de esas huevadas… —gritó Percy,
exaltado y arrugando el ceño.
—Estoy
de acuerdo contigo; pero a ver si piensas lo mismo cuando estemos cinco contra cinco
y en una sola habitación —dijo Joel con un rostro que notaba experiencia—. Allí
te queremos ver…
—Bueno,
¿Qué han resuelto? —farfulló Charly.
—Pues,
encaminarnos hacia “El Point”. Allá nos estarán esperando las susodichas —dijo
JC, mirando a los demás y soltando una carcajada —. Allí los quiero ver…
—agregó, con una sonrisa cachacienta.
Charly
ingresó y salió rápidamente; cerró la puerta y apurando los dedos le dio tres
giros a la llave para asegurarla. Los otros ya subían a la camioneta Vans
cuando se giró, dio unos pasos y vio que varias sombras humanas pasaban
apuradas, sin detenerse. Pero no les dio importancia. Después de jugar con el
manojo de llaves, los guardó en uno de los bolsillos se su pantalón y apuró el
paso para darles alcance. Al llegar, cogió la puerta trasera y subió. Entonces encendieron
el motor que ruge y se ponen en camino. De inmediato las bromas brotaron libremente,
todas jodiendo a Charly, que callado solo sonreía. En su rostro se pintaba,
claramente, la misma escena que tuvo frente al espejo, recriminándose y
recordando a su platónico amor… Mientras que en el interior de la camioneta se
sentía el humo de los cigarrillos y la música que salía de un USB clavado en la
radio encendida a medio volumen. Sonaba a propósito la música “Vienes y te vas”
de William Luna. Transcurrieron unos veinte minutos para que Eddy Santiago haga
su aparición y los remueva con su “Tú me quemas”. De pronto, ingresaron a un
camino sin asfalto y la camioneta comienza a correr más despacio. Las ventanas
estaban abiertas, y el aire frío penetraba por encima de sus cabezas.
Cinco
minutos después divisan a lo lejos el objetivo. Se sobrecogen.
“El
Point” era uno de esos innumerables lugares en donde la noche se conjugaba con
la acción; un lugar que daba bastante trabajo a los que no tenían un dinerito
más que gastar, ya que solo se llegaba a él con movilidad propia o alquilada.
—¡Me
tiene sin cuidado sus burlas! Sé que para ustedes es tonto y hasta un poco
ridículo lo que siento por la flaca. Pero los amores que trascienden no son los
que uno observa desde afuera… Y menos sin una venda… que tal vez la tenga yo
ahora. Además, yo nunca la he descrito como bella ni la he tratado como
ridícula. Solo como única para mí. Eso es todo. Lo que ustedes quieren al final
es que me la tire… Pero no se preocupen, la voy hacer historia... ¡Estoy
esperando que baje la guardia!… ¿Dudan de mí? —se defendió Hamlet Charly,
dignándose a hablar. —Todos ríen a carcajadas.
—Le
tienes miedo, es tu kriptonita, te vuelves mudo cuando estás a su lado... Uy,
hasta te ha cortado las alas y el filo de tu pluma… —añadieron casi en coro,
soltando nuevas y estridentes carcajadas.
—Hay
una probabilidad en mil millones de que esta rata esté diciendo la verdad y de
que, efectivamente, esté preparando el terreno para cepillarse a la flaca…
—dijo JC, levantando la vista y sintiéndose profundamente engañado.
Ellos
no ignoraban que desde hacía miles de años la flaca venía empleando la treta del
dame que te doy. Pero el doy era cuando ella quería, y el dame era
instantáneamente. Su arma principal era hacerse la interesante, la de no
entregar la herramienta nunca.
Llegaron.
Aparcan la camioneta y bajan. El cielo sigue nublado y el frío se hace más
intenso fuera del carro. Apresurados, empiezan a caminar en silencio. La garúa
los invade y gotitas salpican por todos lados como caricias fantasmales. Dan
media vuelta e ingresan a un corredor. Cruzan la primera entrada y luego la
segunda; suben por una ancha pero pequeña escalera con la tranquilidad de
antiguos clientes; se sacuden la cabeza con las manos y elevan la vista a lo
largo del camino: hay mesas pegadas a unos árboles que están ocupadas por
hombres y mujeres de muy buena apariencia. Todo el suelo está lleno de hierba
menuda, como una alfombra. La luz de los faroles es baja, pero se desparrama adecuadamente
por sobre las mesas. Al lado derecho está el bar con algunos parroquianos que beben
acodados al mostrador y en busca de la presa preferida.
—¡Ah!
¡Si son ustedes! —dijo un mozo que los reconoció en la penumbra— ¿Están solos?
—agregó.
—Por
ahora, sí… —dijo el Zorrito, apoyándose en una de las mesas.
—¡Bien!
¡Siéntense, siéntense! ¿Qué les traigo de beber?
—Lo
de siempre, mi querido pingüino… Una jarrita y seis vasos. ¡Hoy es nuestra
noche!... ¿Qué hora es?...
—Son
casi la una…
Seis
minutos después aparecía el mozo trayendo sobre la bandeja una jarra de cerveza
bien helada y seis vasos. JC sacó de uno de los bolsillos de su pantalón una
cajetilla de cigarrillos y lo puso sobre la mesa junto con un encendedor.
—Bueno,
manos a la obra —dijo JC, mientras encendía uno.
El
zorrito se puso en pie con tranquilidad y se fue al fondo en dirección de una
mesa amplia que daba con un oscuro corredor. Cuando llegó, salió de la sombra
una mujer joven y bien agraciada con quien entabló una ligera conversación.
Algo provocativo le dijo al oído, porque ella asintió con la cabeza esbozando una
sonrisa inmensa.
—¡Vamos
muchachos! Vengan para acá… Traigan todo a esta mesa. Aquí estaremos más
tranquilos.
Todos
se pusieron en pie y se acercaron a la mesa. Después de llegar, se dieron
cuenta de que estaban en un pequeño rincón de otro patio y bajo una enramada
que hacía de techo bajo y que recibía la luz tenue de una luminaria colgada a un
frondoso árbol de unos tres metros de alto. El piso era de tierra con algo de
gras. La mesa desnuda y de madera tosca, estaba acompañada de dos bancas largas
hechas del mismo material. Sobre ella había un florero con un surtido de flores
que le daban un toque de coquetería.
—Siéntense
—dijo la joven, señalando la banca a sus visitantes —. Aquí podemos hablar con
tranquilidad.
—Bueno
—dijo Joel—. Veamos de qué se trata.
—Bueno
—dijo Percy—, no perdamos tiempo; vamos al grano. ¿Dónde están tus amigas?
—Ya
vienen, llegarán en unos veinte minutos —contestó la joven.
—¡Muy
bien!... ¡Deben de ser lindas como tú…! —exclamó Percy, guiñándole un ojo y examinándola
de pies a cabeza—. Asunto cerrado por el momento. Echémosle combustible a
nuestra sangre.
La
joven paseó lentamente sus exuberantes curvas a lo largo de la mesa y se
encaminó sonriente al otro lado del patio. Pero se detuvo casi en medio del
patio y les hizo una señal de ya regreso y desapareció.
—¿Qué
les parece el asunto? —preguntó el Zorrito.
—Que
se presenta muy bien —dijo Joel.
Marcolino
estaba con el rostro serio; meditaba.
—¿Qué
te ocurre huevas? —le preguntó JC—. ¿No has venido preparado? Seguro que te han
hecho “el supermán”. —Se carcajearon todos.
—No,
huevón. He venido misio… solo tengo veinte soles…
—¡Qué!...
eso ya no es noticia… ¿Cuándo vienes con plata?... —replicó JC.
—Bueno,
después nos preocuparemos de eso… —dijo Joel—. Primero lo primero, que vengan
las féminas. Después ya veremos.
Terminaban
de dar la una y media cuando seis hermosas mujeres hicieron su aparición. Estaban
terriblemente atractivas con sus pantalones apretados y sus blusas sueltas a
pesar del frio. Esto logró provocar una gran conmoción en los seis amigos que
se frotaban las manos, excitados. La que inicialmente conversó con el Zorrito levantó
el brazo y los saludó; las otras se quedaron quietas al lado de ella. Percy se
puso en pie y todos los demás lo imitaron. Luego se deslizaron animadamente para
saludar a las voluptuosas y hermosas jóvenes. Sin perder tiempo, las apretaron
con un abrazo y les imprimieron un beso en la mejilla.
Ahora
estaban más intranquilos. Sus miradas iban y venían observando a las damiselas
como si fueran presas que había que devorar; sus ojos totalmente abiertos se
movían seleccionando a su preferida.
En
pleno saludo, el zorrito, sin perder tiempo, se quedó con Mariela, la jovencita
con la cual conversó al inicio, y se puso a sus órdenes.
Entregados
y soltando un prolongado murmullo, los seis amigos hicieron que las jóvenes
mujeres se sentaran frente a ellos. Ya acomodadas, las miraban con mucho afán;
sus rostros parecían no aguantar la total alegría. Percy y el zorrito eran los
más entusiastas. Joel aprovechó un momento de pausa y murmuró algo al oído de
JC:
—¡Están
de la puta madre!
Percy
se puso en pie y fue en busca del mozo. Después de dar seis pasos, lo llamó
haciéndole señas con las manos:
—¡Eh!...
¡Pingüino!... ¡Tres jarras más…!
La
más joven de todas, Raquel, protestó:
—Vino
para mí… —Dos de ellas la secundaron.
El
mozo se acercó con cierta vacilación, pero sonriente.
—¿Una
botella de vino tinto? —aumentó Percy.
—¡Sí!
Pero bien helada —dijo Raquel inquisitivamente.
—Claro
que sí. Lo que usted ordene… —contestó el mozo alargando la pícara sonrisa.
Eran
cerca de las dos de la mañana cuando el ruido acogedor de los acordes de una
música salsa, al vaivén del viento, llegaba por los aires como empeñada para que
sus cuerpos se agitaran rítmicamente. Todas las voces en aquel ambiente formaban
un inmenso coro matinal junto a un turbulento tráfico de ideas que recorría los
inefables cerebros de los seis amigos. Nada era más real para sus ojos sicalípticos
que las muchachas ahí presentes.
Algo
se agitó en el cuerpo de Percy que lo llevó hasta Mariana para sacarla a bailar.
Ella no se hizo de rogar. Los otros, imitándolo, hicieron lo mismo sacando a su
preferida. En el húmedo pasto sus cuerpos ahora se movían zigzagueantes. Uno de
ellos, Marcolino, tenía fija la atención en los pasos que daba Charly; no paraba
de sonreír juzgando mentalmente sus obscenos movimientos. Con un ademán de
acercamiento aprovechó para murmurar al oído de su acompañante; lo que produjo en
ella una carcajada estrepitosa. Los otros, volviendo la mirada a Charly, solo
atinaron a sonreír. No se sentían avergonzados de nada; al contrario, se mostraban
arrogantes y altivos, convencidos de su madurez sexual.
El
entusiasmo amoroso de los presentes, su manera de agitar el cuerpo, su hablar
despreocupado, alegre y chistoso, formaban un contraste de ternura que
encandilaba a las jóvenes mujeres.
Sometiéndose
a sus costumbres, el Zorrito abandonó su posición y fue hasta la mesa, cogió en
tres tiempos los vasos llenos y los entregó a cada uno de los bailantes.
—¡Salud,
seco y volteado! —Brinda ceremoniosamente levantando el brazo.
—¡Salud!
—contestaron todos, elevando los vasos y volviéndose entre sí.
—Ya
ves… ¡Sí que son divertidos!, ¿verdad? —exclamó Raquel.
—¡Y
no va hacer!... —dijo Percy—… “Quién te dijo a ti… queé yo…” — tarareaba la
letra de la música mientras con las dos manos bordeaba el hombro de su pareja.
La
música concluye y todos se van maquinalmente a sus asientos.
—¡Tomen,
tomen…, por favor..., hay chelas y vino para toda la noche! El baile da sed
—dijo Joel animosamente mientras giraba la cabeza mirando circularmente a
todos.
—¡Claro
que sí! Esto es vida, ¡Salud! —contestó una de las jóvenes muchachas.
—¡Salud!...
con todos —dijo Sandra, levantando su vaso: mozuela de belleza particular,
delgada, de tez clara y cabellos castaños. La que había bailado con Charly.
Todos
echaron las cabezas atrás y les dieron un sorbo largo a sus bebidas. Se miraron
por unos minutos. Pero ellos, por su parte, observaban cada detalle, cada
rincón que cubrían sus vestidos. Sus mentes trabajaban detrás de su frente y de
sus sonrisas. Querían ultrajarlas de un modo u otro. Tenían, por los gestos,
como una vieja deuda consigo mismo.
Pasaban
las horas muy rápidamente, como que ya habían llegado al meollo de la cuestión.
Por eso, obedeciendo al tirón que le dio JC, el Zorrito se acercó a Mariela y
le dijo algo al oído.
—Alma
mía, ¡qué estás diciendo!... ¿Hablas de en serio? —farfulló Mariela con
suavidad.
—Claro
que sí. ¿Lo dudas? —replicó el Zorrito.
—No
sé. Voy a decírselo a ellas…—prosiguió.
Hay
una corta pausa. Ella no queda convencida de poder decirlo.
—Pues
bien: ¿qué te ha propuesto? —preguntó Alejandra altivamente mientras una
sonrisa inquisitiva le brotaba en el rostro: presentaba unos veintitrés años,
delgadita, de rostro fino, de expresión sensual; ojos altaneros y barbilla
firme. Era la escogida por JC.
Incorporándose,
pero sin dejar de observar a todos, Joel sin reprimirse, levantando la voz, lanzó
la propuesta del Zorrito:
—Me
temo, por el rostro que ha puesto Mariela, que ustedes nunca han pasado por una
aventura como la que queremos ofrecerles ahora. ¡Hoy!... —comenzó a decir
seriamente mientras quitaba la mano del Zorrito que quería retenerlo. Luego de
lograrlo, continuó—. Se los voy a decir con toda franqueza y buen corazón…
Ninguna mujer es la propiedad de un hombre, ni un hombre es la propiedad de una
mujer. Por eso queremos proponerles hacer el amor en conjunto… en grupo… Bueno,
ya lo dije. No necesito explicar más…
Todos
con el propósito de parecer tranquilo e indiferente iniciaron a balancear los
pies de un modo absurdo, encendían sus cigarrillos, bebían en pequeños sorbos. Hasta
el silencio los invadió por unos momentos.
—No
se me había ocurrido nunca… —dijo Ángela, matando la pausa, mirando a todos con
curiosidad y con pose desvergonzada: joven de veinticuatro años, de piel canela
y silueta voluptuosa.
—Bueno,
es una manera de sacarme el clavo. Como mujer de ideas liberales, estoy
determinada a ser libre. Por mí no hay ningún problema —aumentó Claudia con
vehemencia: mujer bonita y fresca de porte distinguido, de unos veintiséis
años. Reflejaba un carácter agradable y nada sentimental.
—Muy
bien, pero primero hay que gozar como se manda... Luego la noche dirá la hora
oportuna —dijo Mariela animadamente mientras sacaba a bailar al Zorrito, que
seguía perplejo.
Las
otras jóvenes asintieron con una sonrisa.
—Bueno,
desde este momento haré lo que usted me diga —respondió el Zorrito con una
mueca de felicidad.
Y
así fue. Todos no dejaban de balancearse al ritmo de la música. Pirueteaban
ligera y alegremente sin ninguna zozobra en los ojos, sin ninguna carga en los
hombros, quizá ningún pensamiento nebuloso, ninguna pena secreta en el alma. Solo
imaginaban la culminación divina que tendrían.
En
una pausa, Charly condujo a Sandra junto a él y se sentaron en una banca
contigua a la amplia mesa, muy cerca de un árbol. La joven, adivinando el
motivo de la invitación, trató de dominar su emoción. También vieron que JC y
Joel se apartaban del grupo con sus parejas.
—¿Me
permites ofrecerte un cigarrillo? —preguntó ella.
Entonces
sacudió la cajetilla con unos golpecitos, extrajo uno y se lo entregó.
—Gracias
—respondió Charly mirándola con una sonrisa.
Sandra
giró el cuerpo y lo miró con extrañeza; Charly parecía meditar.
—Estás
muy tieso… ¿Piensas en alguien?... ¿Qué pasa?
—No.
Nada de eso… Ya no. Nunca.
Charly
no dejaba de mover la cabeza de un lado a otro con un severo reproche.
—¡Nunca!
¿Qué quieres decir? —dijo Sandra, impaciente.
—No
me hagas caso… Pensaba en la suerte que he tenido al encontrarte… Tú estás aquí…
Creí que la propuesta te iba a desconcertar… —dijo, cambiando la cara y
tanteando el terreno.
—¡Je,
je! ¡Valientes pillos! Son muy astutos… ¿ya han hecho esto otras veces?
—preguntó.
—¡No!...
Es nuestra primera vez —respondió Charly, con cínica dulzura —. Eres muy bella…
—remató.
—¡Ah!...
¿y a qué se debe tu piropo? —dijo ella, en tono de reproche.
—La
verdad es… ¡para qué ocultarlo!... la verdad es que me gustaría invitarte a
salir al otro patio y hablar contigo.
—¿Solo
para hablar? ¿Solo para eso? Por mí no hay cuidado… La verdad es que nunca es
tan pronto… Eso lo tengo muy presente. La vida no es infinita… Sí, acepto que
me robes por unos minutos...
—Claro
que sí, entonces salgamos. Será un gran robo… —dijo Charly cortésmente, sin
cambiar de postura.
—Naturalmente
que sí; pero…
—No
hay pero que valga… Y ahora nos vamos —dijo Charly, cortándole la palabra y
levantándose. Los dos se echaron a reír.
Ella
se puso en pie ayudada por Charly, y empezaron a pasear con la tranquilidad que
le daba la penumbra. Luego de unos minutos se detuvieron. Charly se acercó más
a ella y la cogió por los hombros e inmediatamente le habló algo al oído. Y
decidieron separarse del grupo.
Raro,
raro… Este era el pensamiento de Mariela cuando las otras tres parejas
desaparecieron. Pero no quiso importunar con su hipótesis sin confirmar.
Después
de quince minutos se juntaron Marcolino y el Zorrito.
—¿Qué
hora es? —preguntó Marcolino.
—No
sé; creo que alrededor de las tres, supongo —contestó el Zorrito.
En
el mismo instante, se dieron cuenta de que estaban solos con sus parejas.
—¿A
dónde se han ido los demás? —preguntó Marcolino, con su voz fuerte y grave.
—Sí,
¿eh?... No están… —dijo el Zorrito, algo contrariado.
—Miren,
ahí vienen… Han estado en el otro patio… ¡Canallas! —dijo Mariela, animándolos.
Eran
las tres de la mañana cuando, saliendo de la penumbra, aparecieron las otras
parejas. Venían con extrema lentitud y conversando. Al ver a sus amigos,
apresuraron el paso, cruzaron un cerco y se detuvieron muy cerca de ellos.
Permanecieron inmóviles por un momento.
—Qué,
¿ya quemaron sus cartuchos? —dijo Marcolino, con reproche.
—¡No
te alegres, gil! Aún seguimos enteritos… por culpa de la ciencia… —respondió JC,
dándole golpecitos en el hombro.
—¡Se
pasaron!... ¿Qué es usted, Lord Byron? —inquirió Marcolino, moviendo la cabeza.
—¿Qué
fue? —preguntó el zorrito, impaciente.
—Todo
está bien, Zorrito. Hay que gastar un poco de lo que la ciencia nos ha dado. Solo
fue un preámbulo. Espero que ustedes hayan hecho gala de lo mismo.
—¿De
qué me hablas?... —contestó el Zorrito, no entendiendo.
—¡Ya,
Zorrito!, luego te cuento… —dijo Joel, cortándole la palabra.
—¡Dios
mío, las cosas que inventan!... —farfulló Sandra, algo avergonzada—. Pero
parece que si funciona —remató, bromeando y acercándose a Charly.
Hubo
una pausa y luego un silencio. Todos parecían meditar lo que vendría luego.
Tontamente, se miraban entre sí. Por fin se atrevió Mariela y dijo dulcemente.
—Bueno,
entonces, no hablemos más del asunto… una promesa es una promesa. Cuando la
juventud se excita… ¡sabemos lo que es eso!... ¡Ahora los quiero ver!...
Todos
empezaron a caminar siguiendo a Mariela, que le tomaba del brazo al Zorrito.
¡Ya sabían a dónde iban a parar! Empezaban a sentir un gran calor por encima
del pecho. “Un dúo es un simple dúo, un trío ya es algo más, un cuarteto es un
cuarteto…; pero un seis contra seis… por supuesto que no es un partido de
fulbito…, es sin dudas… No, no… ¡Hoy le pondremos nombre!” se decían todos para
sí mismo.
Eran
las tres y cuarto de la mañana cuando en fila india se detuvieron en el umbral
de una puerta abierta. Permanecieron inmóviles por unos minutos.
—Perdónenme,
tengo un miedo terrible —dijo Mariela, en voz baja y persuasiva —. Acércate
Claudia…
Claudia
se alejó de Marcolino y se acercó a Mariela. Esta le dijo algo al oído, dudosa,
pero sonriendo. Claudia la miró con angustia.
—No
sé qué decir. Tú lo habías planeado todo… Fue tu idea la de venir a este lugar
y pasarla bien…
—Lo
sé, pero esto no estaba en mis planes…
Mariana,
muchacha de unos veintiún años, la más joven de todas, de sonrisa amplia y
rostro angelical, caderas bien pronunciadas y cinturita interesante, alarmada
se vuelve hacía Mariela y Claudia.
—¿Qué
pasa? —dijo, retrocediendo y apartándose de Percy, colocándose entre Mariela y
Claudia.
—¿Qué
sucede? —intervino el Zorrito, vacilando, pero mirándolas con firmeza.
—Ellas
no quieren entrar —dijo Ángela, sonriendo hospitalariamente —. Se mueren de
miedo. ¡Yo si me atrevo!... ¿Quién más me sigue? —exclamó, manteniéndose firme.
—Yo…
—dijeron Sandra y Alejandra, siguiendo con la mirada a Charly y a JC.
—Bueno,
parece que esto terminará en un tres contra tres —intervino JC, sin desanimarse
y colocándose más cómodo junto a Alejandra.
Tras
un nuevo silencio, añadió Charly:
—Las
niñas y los niños que quieran ingresar conmigo, que me sigan…
Sandra,
Alejandra y Ángela se separaron del grupo y se fueron siguiendo a Charly que
atravesó el umbral y caminó hacia el interior del ambiente. Joel y JC corrieron
detrás de ellas moviendo plácidamente sus cabezas y despidiéndose
sarcásticamente de los otros tres amigos. Las jóvenes muchachas se volvieron a
ellos y los miraron con respeto y un poco de miedo. Durante algunos minutos
observaron todo el interior disimuladamente y con calma. No se atrevieron a
hablar. Ya en el interior, los tres muchachones se juntaron y pronunciaron
palabras extrañas en voz baja; para ellos era parte de un juego, aunque les
parecía inmensamente deslumbrante. Era su primera batalla juntos y en contra de
tres damiselas.
Todo
estaba ya preparado en el interior:
Las
paredes eran de madera recubiertas con un fino barniz que le daban un toque
natural; pendía muy bien sujetado en una de las paredes un espejo enorme y
biselado de forma rectangular que miraba a una sola cama muy amplia. Era una
habitación campestre que no era cuadrada, pues una esquina estaba cortada
diagonalmente por la puerta de entrada que daba al patio principal, muy cerca
de la mesa amplia, en donde iniciaron esta aventura. El baño estaba al otro
lado de la puerta, como si fuera una salida de emergencia, haciendo como si
fuera otro cuarto. Había un velador a uno de los costados del espejo muy lejos
de la cama, con una banca de madera junto a él. Dos lámparas, tamizadas por una
pantalla, estaban colocadas a ambos lados del espejo, como señalando la cama.
—¿Y
nosotros? —dijo Percy, con mueca de desagrado.
Durante
algunos minutos las otras tres parejas que se quedaron fuera permanecían cerca
de la puerta cerrada para su desdicha. Meneaban sus cuerpos mecánica y
torpemente.
—No
lo sé… —contestó el Zorrito, meditabundo, mirando de reojo a Marcolino.
—Parece
que los hombres están pendientes de nosotras —farfulló Mariela —. ¡No es justo!
Vamos al otro patio, allá hay otro ambiente, ¿Qué dicen? —levantó la voz,
dándose importancia y volviéndose hacia todos.
—¡Qué
tonta eres!, ahora dices eso… Hubiéramos ingresado todos al mismo lugar. Bueno,
entonces no perdamos tiempo —inquirió Claudia con enojo.
Un
instante después, antes de que alguien dijera algo más, se encaminaron al otro
ambiente. Pasaron cerca de la inmensa mesa, la bordearon, abrazados, murmurando
y decididos.
Mientras
esto sucedía afuera, en el interior se escuchaban voces.
—¡Para
nada! ¡Naturalmente! —interrumpe Joel a JC, que en ese instante se quitaba el
calzoncillo. —Los dos se echaron a reír.
En
la otra esquina, en el baño, Charly se paseaba desnudo, buscando ponerse firme.
En ese estado, volvía sobre sus pasos: tomaba aire, aspiraba profundamente y
lanzaba pullas. Cuando pensó que ya era el momento, uno de ellos le gritó: que haces
agarrándote la manija, acuchillándote solo.
—Nada,
lo estoy calentando… —contestó, y caminó acercándose a Sandra, que yacía
semidesnuda en la única y amplia cama.
Para
salir del apuro, empezó a tocar a Sandra, a palpar sus senos, sus muslos, a
toquetear sus partes más íntimas. Se envolvía en suspiros y pensamientos que no
parecían encontrase allí, eran de otro lugar y para otra mujer.
Joel,
tendido en el filo izquierdo de la cama, boca arriba, desnudo, se mordía los
labios. Parecía un jinete en plena carrera, con los ojos casi desorbitados. Un
sentimiento grandioso lo envolvía, aunque con el aparatejo decaído y huérfano.
Con sus manos pegadas a su nuca, esperaba con impaciencia que Ángela le haga el
examen oral y logre llevarlo a los centímetros reglamentarios que una mujer
necesita para su satisfacción. Ángela logró entenderlo, por eso le empezó a
apretar las piernas y a lanzarse con la boca abierta. Sus manos se deslizaban ágilmente
mientras agitaba la cabeza. Esto logró que el faro de Joel se encienda y la
conmoción trastorne su cerebro. Sin poder impedirlo, dio un grito estirando las
piernas e impactando en la cabeza de JC que, en esos momentos, saltaba como
conejo en pie queriendo ubicar su manija en el carapacho de Alejandra, que
movía el culo de un lado al otro, de abajo arriba, agitando sus voluptuosos
senos. En el espejo se reflejaba una imagen salida de una película porno: el
culo de JC se levantaba como flan macizo, como bolsas blancas y rellenas, de
arriba abajo, sueltos, sobre una Alejandra bocabajo y el culo levantado. Muy
cerca de ellos la boca de Charly se llenaba con los senos de Sandra, que
permanecía con las piernas abiertas sobre sus hombros. El pícaro de Joel se hizo
camino y se deslizó queriendo amamantarse de los senos de Alejandra. Como si
fuera un réptil, pero cogido de los huevos por las manos y la boca de Ángela,
logró su cometido prendiéndose de los senos de Alejandra con las dos manos para
luego llevarlos juntos a su boca: empieza con uno, luego el otro, sediento.
Alejandra da un grito de dolor y JC piensa que él está haciendo daño. Pero no
es él, es Joel que le ha dado un mordisco a uno de los senos… JC lo mira
perplejo, no sabiendo que decirle, solo sonríe, mientras su cerebro se llena de
imágenes que se impregnan haciéndole zanjas, cañones inmensos como el Colca. Ahora,
a la otra orilla de la cama, en el fondo, en la cabecera, se escuchan otros
gritos, “Bety, Bety, ¡qué rico Bety!”.
El
viento que ingresaba por los intersticios de las maderas refrescaba el
interior, la garúa se había intensificado afuera, y según iba cayendo la
madrugada, los sonidos y los jadeos se hacían cada vez más profundos… Era,
pues, una pequeña obra que el destino les había deparado.
Loro