Ocurrió
poco después de distanciarme de Miguel, en la fiesta de cumpleaños de una amiga
a la que no veía desde hacía tiempo. Él estaba allí, pero nos evitábamos con
una frialdad impropia de nuestra edad. La celebración se prolongó con una
numerosa concurrencia hasta altas horas de la madrugada. Cuando quise darme
cuenta, el día empezaba a clarear. Tuve que acurrucarme en un viejo sofá,
aguardando paciente la salida del sol para poder regresar a casa.
Al
despertar, me dirigí al patio exterior, aferrándome al pasamanos de una amplia
escalinata que conducía desde el gran salón. Dentro aún reinaba el caos, con
estruendos discordantes y vestigios de botellas vacías desperdigadas sobre las
mesas. Retrocedí sobresaltada y, ágil, di media vuelta para toparme cara a cara
con un hombre de mediana estatura, unos cincuenta años, delgado y de aspecto
petulante, provinciano. Pasó rozándome sin articular palabra, saltó al otro
lado de la escalera y se detuvo en el extremo opuesto. Aunque conocía a aquel
individuo, su torpeza al esquivarme delataba su inocuidad. Eran las cinco de la
mañana.
—¡Ojalá
lo supiera! Vamos. No nos detengamos más...
—¿Me
hablas a mí? —pregunté con cierta vacilación.
—No
pretendo tal cosa. Cuando estoy contigo, siempre hablo para mí mismo.
—Sí,
es indudable. Eso es natural en ti; siempre logras convencerme de que no estás
aquí, o allí, o allá. De por qué estás aquí.
—¡Hum!
¿Quieres hablarle a un desconocido? Espero estar aún aquí… No soy un fantasma.
El
suspicaz hombre permanecía quieto, pero sus brillantes ojos saltaban de
alegría. Yo estaba conmovida, sintiendo mi cuerpo sólido y su mirada fija en la
mía, como buscando reconocerme.
—Sí,
no hay posibilidad de que seas otra persona...
Terminé
de bajar y nos alejamos del salón inconscientemente y nos dirigimos hacia una
banca que se ubicaba al pie de un árbol. El patio era un parquecito espacioso,
cubierto de pasto y árboles. Tres bancas estaban distribuidas equidistantemente
y muy cerca del perímetro. Un farolito, pegado al árbol y a nuestra banca,
proporcionaba una luz tenue, mientras el cielo estaba despejado. Sin embargo,
el viento se hacía sentir, golpeando las hojas del árbol y tirando de mis cabellos
hacia atrás.
—¡Vaya
que los milagros existen! El mundo es tan pequeño que uno se tropieza hasta con
su sombra —dijo, volviéndose hacia mí.
—Así
parece. ¿Y tú, cómo estás? —le dije, dándole un beso en la mejilla.
—Como
me ves, tranquilo y feliz. ¿Sigues sin volver a enamorarte?… Dime, ¿eres feliz?
¿He sido tu primer amor?
La
oscuridad no era completa; llegó hasta mi olfato un pronunciado olor a tabaco.
Estaba fumando, y en sus ojos se percibía lo embriagado que estaba. Ninguna
poesía altisonante llegaba a mis oídos, a pesar de estar cerca del poeta y de
la persona que conocía desde hacía un cúmulo de apilados años. Fumaba y fumaba
sin cambiar el tono de voz; hablaba pausadamente, sin rimar, interpretando cada
sílaba. Luego se recostó en el banco, acomodándose con las piernas
entrecruzadas y soltando una bocanada de humo. Me quedé parada, escuchándolo.
Se detuvo; siguió un silencio y una confusión de gestos; aproveché para
responderle.
—Desde
luego que no… Las copas se te han subido a la cabeza… Pero no veo por qué tengo
que responder a tus preguntas.
—No,
¿qué?... ¿No eres feliz? —volvió a insistir, aspirando el cigarrillo y
mirándome a los ojos.
Inclinada,
apoyada en el árbol, lo observaba como algo que se mira pero no se ve. Lo vi
encender otro cigarrillo sin sufrimiento, sonriendo.
—Tú
no sabes nada. ¿Siempre has creído que buscaba a alguien por su dinero? —le
contesté, un poco confusa y mirándolo como si fuera un ladrón.
—De
riesgos, ¡yo qué sé! —contestó cínicamente.
—Pero
ya que lo preguntas, te diré que quise a alguien y mucho. Pero le quería porque
él me amaba. Hice todo lo posible para amarlo como él a mí… Y ese, obviamente,
no eras tú…
—Sí
pues, el corazón tiene sus propios sentimientos y sus propias locuras —dijo con
voz melancólica.
Lo
miraba. Tenía la actitud de un hombre con rabia amable y sensata. Lo miraba
cada vez más inclinada hacia él.
—¿Sigues
enamorado de mí? Sé que te casaste, pero algunos se casan porque no quieren a
nadie. O ese nadie es un imposible —le dije, moviendo la cabeza y modificando
mi tono de voz.
—Te
equivocas. Yo podría enamorarme de cualquier mujer bonita.
—¿Hablas
en serio? —le dije, soltando una sonrisa.
—¡Claro
que sí!... Muy en serio.
—No
se puede conversar en serio contigo. Yo pregunto si en verdad he sido tu primer
amor. No el segundo ni el tercero —le dije, con cierta ofuscación.
—Pues
bien, te lo diré: una sola.
—Una
sola ¿qué?
Puso
sus manos sobre las mías, invitándome a tomar asiento. Con el rostro
extremadamente sorprendido y mirándome tiernamente, me respondió:
—No
tengo idea de quién pudo ser. ¿Quién puede saber a ciencia cierta qué es el
amor? Hasta hace poco pensé que eras tú. Ahora lo dudo. Siempre reproché tu
frialdad, tu exagerada reserva y el no haber apostado por mí... Y tú, ¿me
amaste?
—Te
amé, desde luego. Y si hui fue para que tú me persiguieras. Al principio me
halagaba, me divertía tu sentimiento, porque fuiste el primero de quien supe
que me amaba de verdad —le respondí, muy excitada.
—¿Tan
profundo fue?... Nunca lo reflejó tu rostro. Yo ya no sé lo que siento… Hasta
creo que estoy siendo egoísta.
Me
dio a entender que no quería decir la verdad y que buscaba un medio para
disfrazarla.
—Tanto,
que ni siquiera te diste cuenta. No soy tan mala como tú crees —le dije,
masticando una rabia.
Mis
últimas palabras lo inquietaron.
—No
tengo la menor intención de engañarte. Es suficiente el rodeo que le hemos dado
a todo lo nuestro. ¿Esto te interesa?
—Sí
—contesté al instante.
—No,
no ha muerto. Si fuera así, no hubiera arriesgado todo por venir a verte.
—¿Es
verdad lo que dices? ¿Sigues enamorado de mí?... ¿Me has perseguido hasta
aquí?... No será que me estás embaucando… No sé qué decir. No puedo creer.
—La
verdad es que no tengo valor para destruirlo, para olvidarlo. Pero no quiero,
por nada del mundo, hacerme y hacerte daño. No, no, no, no. Es un imposible…
¡Maldición!
—Sí.
Estoy de acuerdo contigo. Siento curiosidad por saber qué diablos es esto…
Miguel…
—¿Miguel?...
¿Es el fulano de quien no te llegaste a enamorar?
—Sí.
Creo que hasta lo traté hostilmente. Era todo confuso.
—¡Cielos!
Otro loco que no supo enamorarte… Lo has torturado también.
—¿Qué
es lo que pretendes insinuar con ello? ¡Alto ahí!
La
charla empezó a tomar otro rumbo. Después de echar una mirada a su alrededor,
contestó:
—Nada,
nada. Después de todo, es tu vida. Voy a tener más cuidado conmigo mismo. No
hablemos más de eso. Siento que hay una espada desnuda blandiendo entre
nosotros…
—Deja
la poesía… Habla, a ver si terminamos de una vez. Déjate de quijotismos… No
estoy para bromas… ¿No tengo yo el derecho de involucrarme con quien me dé la
gana?
—¿Quién
lo duda? Tienes todo el derecho… Pero ¡a tu edad! ¡Vamos! Tiempo es lo que no
te sobra… No seas tonta. Piensa en el presente, en quien está contigo ahora.
—¡Qué
adulador eres! Con qué sales ahora. Te comportas como un zoquete… Te crees un
seductor… El orgullo te embriaga… Pero, puedes decir todo lo que verdaderamente
sientes. Todo, sea lo que sea, sin ningún fingimiento —le dije, con aspereza.
—Vaya,
no te molestes. ¡Qué voz pones! ¡Qué cosa más curiosa es esta conversación, que
nunca me la imaginé!... Me alegro de que me des la oportunidad de decirte lo
que siento.
—Pues
ya ves, es una feliz casualidad. Pero no te asustes y habla; suelta las cosas
que tiene el señor guardadas en su bendita memoria. Me parece que no tenemos
por qué preocuparnos, ¿o sí?…
—Ahí
está el problema. Creo que mis sentimientos merecen ser percibidos sin
apartarnos de lo que nos importa. Esto será muy agudo y franco. Sí, sigo
enamorado de ti, ¿qué falta hace repetirlo, si siempre lo has sabido? Pero la
mujer, al saberlo, se hizo tiránica y egoísta, desconfiada e incluso celosa.
Tiraste para tu lado y lograste que yo tirara para el mío… Tú sabes lo que
quiero decir…
—No
comprendo —respondí, protestando.
—Déjame
acabar… Este encuentro no es fortuito ni gratuito. Llegué hasta aquí con el
propósito de encontrarme contigo. No sabía qué hacer y decidí venir. Ten en
cuenta que soy casado y que estoy haciendo mal uso de una libertad que no me
pertenece. Pero la vida es corta y hay que aprovecharla…, desenredando todo
este embrollo en el que nos hemos metido.
—¡Ah!
Sí. Por mí no hay ningún inconveniente. Entonces deja de ser su esclavo. A ella
tú la has criado con ideas algo ñoñas…
—¡Qué
mal la conoces! Ella es como…
—Bueno,
bueno, no hablaré de ella si te molesta… Ella tiene sus características
originales. Por eso te casaste con ella, ¿verdad?... ¡Qué le vamos a hacer!
—¿Te
estás burlando de ella?
—¡Dios
no quiera! Yo no he dicho nada semejante a una burla… Lo que digo es que si las
personas fueran francas y dijeran lo que piensan, otro sería el cantar.
—Me
hace mucha gracia tu discurso irónico. No puedes olvidar a Miguel… Cuéntame
algo de su vida y de lo que hacen… Porque tienes comunicación con él, ¿no? Para
mí, eso está bien claro.
—La
verdad es que pareces un chiquillo malcriado y celoso. No confundas las cosas.
Te aseguro que nunca fue cosa seria para mí. No tienes por qué preocuparte.
Solo hay algunas cartas amorosas… Pero, en fin, nunca me empeñé en ello, y por
eso nunca hubo nada serio.
Extendió
su brazo en dirección a mi cabeza. Me acarició soltando una sonrisa. Me puse en
pie y, soltándome, me apoyé en el árbol.
—Ya
se ha dicho lo que teníamos que decir. ¡Ven aquí! —susurró—. ¿O quieres que te
persiga alrededor del árbol?
No
respondí. Se levantó, adelantó unos pasos de modo que el tronco del árbol dejó
de interponerse entre nosotros. Tenía el rostro impasible. Súbitamente se
abalanzó sobre mí abriendo los brazos. Caí de espaldas al pasto con una de las
manos sujetas a su cintura.
Durante
unos instantes aprovechó para toquetear mi cuerpo. Todo esto ocurrió en
cuestión de segundos.
—¿Te
das por vencida? Te tengo en mis manos…
Respiraba
afanosamente y yo estaba quieta. Un silencio impresionante reinaba alrededor
del árbol y la banca. A continuación, se arrodilló muy apegado a mi cuerpo.
Cogió mi muñeca.
—No
hay necesidad de ello. ¿Quieres insultarme? ¿Quieres que te digas que me has
vencido? Pues bien; estoy vencida.
Estalló
en una breve carcajada. Se inclinó y me dijo muy despacio al oído:
—No
tenemos tiempo que perder.
Me
tomó por la cintura precipitándose sobre mi cuerpo. Abrió los ojos y nos
quedamos quietos, pegados sus labios a los míos. Tardamos unos momentos en
comprender lo que había acontecido.
—¡Eres
un loco!
—Sí
—respondió sonriendo—. Espero que no lo tomes a mal.
—Antes
de responderte, quiero hacerte una pregunta. Ven acércate. ¿Estás todavía
enamorado de esta tiránica y egoísta mujer?
—¡Uff!
Sí que me conoces… Todo esto es un milagro. No hemos cambiado nada. Pero la
suerte no lo quiso, ahora lo entiendo.
—Así
es —dije—. El futuro era nuestro y lo perdimos. Solo fuimos una broma del
destino.
Libertad
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