Después
de aquella mágica noche en la que compartí con dos buenos amigos y hablamos
sobre el amor y sus vertientes, al día siguiente, ya por la tarde, mi cerebro
inquieto trataba de desarrollarlo. No paraba de trabajar, seguía exaltado,
queriendo imaginar una hermosa historia de amor eterno. Sin embargo, por más
que me esforzaba, solo lograba una mezcla de amores fortuitos, cansados y
cobardes, y al final no resultaba nada.
De
pronto, imaginé algo que iluminó mi mente. Entonces di un bostezo mientras
estiraba el cuerpo y exponía mis desnudas piernas. Así decidí escribirlo en ese
preciso instante. Honestamente, no puedo negar que una flojera tibia me
envolvía en presencia de mi entumecido cuerpo, que yacía recostado en el sillón
de la sala, cubierto por una gruesa manta que me llegaba hasta el cuello. Logré
animarme, me incorporé rápidamente y me puse los zapatos a tientas. Luego saqué
un lapicero que estaba en el bolsillo de mi camisa y cogí un cuaderno, donde
escribí unas seis líneas de esta nueva historia imaginada. No logró
convencerme. Mi cabeza dejó de pensar, estaba vacía.
Se
me ocurrió salir a caminar, necesitaba tomar aire fresco que oxigenara mi
memoria, pero el frío grave y espinoso me lo negó e hizo que volviera a casa
para acurrucarme de la mejor manera posible. Cuando llegué, cerré la puerta con
llave y, como pude, llevé mis manos debajo del sobaco y apreté mis costillas
con los dedos, calentando mi pereza. Vacilé un instante al verme tirado allí
nuevamente, vacío de pensamientos. Aunque no cabía duda de que me sentía
resguardado en aquel ángulo del sillón que me cobijaba. Además, estaba
defraudado por no encontrar en mi memoria las palabras correctas que dieran un inicio
continuo a la historia de amor que había pensado antes. Al rato, vino a mi
memoria el recuerdo de una encantadora llamada. Entonces suspiré con un
sentimiento singular de alegría y extensa emoción. No lo dudé. Me incorporé,
estirando totalmente los brazos y las piernas, y quedé sentado con la vista
fija en el reloj de pared. Todavía había tiempo. Mecánicamente me cubrí con una
manta que tiré hacia atrás. Mi cuerpo y mi alma sufrían por el frío. Por fin me
puse en pie y empecé a dar vueltas en busca de más ropa que abrigara mi
entumecido cuerpo. Opté por tomar algo caliente, lo cual me llevó a la cocina,
donde preparé una taza de café y bebí un poco. Levanté la vista y vi que eran
casi las tres en el reloj del microondas.
Al
salir de mi departamento, cerré la puerta mecánicamente. Me detuve en el umbral
y observé la calle. Había una espesa neblina que se extendía hasta el suelo. Me
froté las manos y luego los brazos, calentándolos del frío. Hecho esto, palpé
mis bolsillos para asegurarme de que llevaba mi pequeño cuaderno de notas y un
lapicero.
Ahora
debo caminar un largo trecho a través de la niebla, atravesar el puente y
recorrer las calles del antiguo barrio de mi padre hasta llegar a la casa de su
mejor amigo, que tiene ochenta y tantos años. Me llamó por teléfono la tarde
anterior, algo que nunca había hecho. En su sorpresiva llamada, me trató con
mucha amabilidad y cortesía. Lo sentí aliviado y majestuoso, e incluso se rió
sarcásticamente. Esto animó mi corazón y alegró mi espíritu. En ese instante,
una especie de gratitud y dulce sentimiento se apoderaron de mi alma. Recuerdo
que mientras me hablaba, noté en sus palabras una agradable felicidad
nostálgica. Aunque la charla me pareció corta, en realidad fueron varios
minutos. Durante ella, también lo sentí agitado, como si estuviera jugando
interminablemente a los dados con sus sentimientos del pasado. Hablaba con voz
de soledad, pero daba rienda suelta a la fantasía. Incluso se atrevió a
burlarse de mí como si yo fuera un colegial afiebrado. Su voz era genérica y
abstracta, y carraspeaba después de cada oración. No lo dudó y con voz tibia me
dijo: "Hijo, te voy a contar una larga historia de amor".
Eran
las tres de la tarde cuando me dirigí a su encuentro. Avanzaba con regularidad,
con movimiento agitado pero uniforme, apurando el paso junto a un unánime
misterio que se agolpaba en mi mente. Afuera todo estaba intranquilo. Las
personas iban y venían bajo el ruido de la tarde, que evidentemente era
originado por voces agitadas y el claxon de los autos que tenían algún destino.
Un poco más adelante, a mi frente, una joven apuraba el paso acurrucada y
apretando una manta. En la otra calle, a mi izquierda, dos enamorados, dos
colegiales, conversaban amorosamente junto a una puerta. Un poco más lejos, en
una esquina, una muchacha asomada en la ventana despedía displicente a un joven
cabizbajo y taciturno. De pronto, un hombre maduro me saludó levantándome la
mano. Era alguien a quien conocía, un antiguo amigo del colegio. Me detuve y se
acercó a mí, estrechándome la mano y dándome unas palmadas en la espalda. Luego
se despidió casi huyendo, sin darme tiempo de despedirnos.
Volví
a caminar pensando en el drama de la gente y en la jocosa ironía de la vida.
Apuré el paso con el objetivo de sacudirme el cuerpo. Me abracé a mí mismo, en
un acto involuntario, protegiendo mis brazos del frío. El viento era cortante y
helado, y no dejaba de levantarme el pelo y golpearme directamente en la cara.
Llegué
a su casa. Era de un solo piso, ubicada en un barrio modesto. Encontré la
puerta entreabierta, como si alguien me estuviera esperando impaciente y no
quisiera perder tiempo abriéndola. La empujé lentamente y di unos pasos hacia
el interior. Él estaba allí, con su cabello blanco y su rostro bondadoso y
dulce, como sus años, sentado en un viejo sillón y fumando con una expresión
alegre en el alma. "¡Entre! ¡Entre usted!", me dijo. Miré a mi
alrededor, abriendo completamente los ojos. Las paredes eran de adobe y estaban
empapeladas. Todos los periódicos estaban pegados allí, luciendo noticias
antiguas y fotografías de mujeres semidesnudas en diversas poses, todas
sonrientes, junto a rostros de políticos con gestos espléndidos y cínicos.
Escuché el reloj dar las cuatro en la pared, al lado de una pequeña ventana con
vidrios incompletos. Nos saludamos. Me dio un fuerte abrazo, como un padre a su
hijo, abrazándome como si un gran amigo hubiera regresado de repente después de
una larga estancia en un lugar muy lejano. Estaba feliz de verme. Tal vez me
veía como a su antiguo amigo, a su cómplice, con quien solía charlar
vertiginosamente.
Sí,
a los cincuenta y dos años, que no sé si son pocos, me encontraba intrigado e
interesado en episodios amorosos todavía. Por eso recorrí todo el camino,
sintiendo el frío y con una nube de pequeñas gotas que se condensaban en mi
rostro... Así que puedo decir que mi abrazo humano fue un gesto de
agradecimiento y de obstinación debido a mi curiosidad de escritor. Él tenía la
culpa. El romanticismo estaba de su lado, alimentado por su alegre invitación y
la última frase que me soltó en su llamada. Su madurez era, tal vez, el aroma
que necesitaba para ampliar mi imaginación y lograr unir las piezas del
rompecabezas de mi historia sobre el amor eterno.
Sin
dar explicaciones, destapó una botella de vino tinto y llenó dos copas; me
pidió que tomara una y brindara con él. Ahora, por primera vez, le dije que me
agradaba y que por eso su historia era de suma importancia para mí.
Cogió
la botella y me condujo por un corredor en el que había un espejo enorme prendido
en la pared, el cual sentía que nos miraba acompasada y temerosamente. También
había varias macetas acomodadas en el suelo con plantas de geranio floreando de
manera extraña y llenas de hojas marchitas. Él iba delante de mí. Lo miré,
preguntándome cómo alguien como él pudo ser amigo de mi padre. Lo vi cojear
ligeramente apoyado en su bastón; llevaba una chalina de lana enrollada al
cuello y la camisa arrugada, además de un anillo enorme en uno de sus dedos. Al
llegar al final del corredor, nos sentamos en dos sillas de madera bajo un
emparrado que le daba sombra a un jardín y estaba junto a su dormitorio, desde
donde llegaba un delicado olor a remedio y otros olores que no pude recordar.
Sentado allí, el amigo de mi padre meditaba con la cabeza gacha y, a veces,
sonreía en silencio al levantar el rostro y sorber su copa de vino. Hablaba
para sí mismo, balbuceaba algunas cosas que yo no llegaba a entender. Giraba la
cabeza como negando lo que pensaba y en su rostro se dibujaba un gesto
meditado, entre mandón y cariñoso, como el de un niño jefe de barrio. La copa
iba y venía en su mano.
El
tiempo transcurría y él se mantenía callado, meditando, como esperando que su
memoria no le fallara y su recuerdo no fuera confuso. A mis espaldas crujían,
intrigantes e inoportunas, las ramas de una higuera que sacudían groseramente
mis nervios.
Mis
pupilas se dilataban, curiosas, al verse rodeadas de tanto tiempo suspendido en
aquel lugar y por lo que provocaba la antigua mente del amigo de mi padre.
Respiraba de manera pausada y pacífica, evitando algún movimiento de sorpresa
que pudiera interrumpir su pensamiento. Me maravillaba ver el rostro dilatado y
retocado de este hombre lleno de memorias y recuerdos imborrables junto a mi
padre.
Poco
a poco me fui acostumbrando a su compañía e incluso, de vez en cuando, lo
miraba burlonamente. Sin embargo, me quedé sorprendido al descubrir que alguien
más me observaba. Encima de su cabeza y a poca distancia se ubicaba el retrato
de una joven y atractiva mujer, aparentemente encerrada en el interior de un
cuadro con bordes de madera que pendía en la pared. Sea como fuere, me puse a
examinar con curiosidad la mirada seria y tierna, así como la sonrisa que
parecía pertenecer tanto a una niña como a una mujer. Entonces pude distinguir
a una muchacha de rostro natural y delicado, con cabellos negros y lacios
acomodados intencionalmente para la foto. "Tal vez sea su hija",
pensé.
En
este éxtasis de ideas ingenuas que pasaban por mi mente, el tiempo se nos
escapaba. Yo estaba allí, imponiéndome silencio, con los ojos fijos en aquella
foto e intentando adivinar el motivo de esa misteriosa sonrisa.
Permanecí
no sé cuánto tiempo, imaginándome el significado de esa suave curvatura en su
boca. No dejaba de fantasear mientras observaba ese gesto que dominaba su
rostro. Aquello me divertía enormemente. Cuanto más la miraba, más obsesivo se
volvía mi pensamiento hacia ella. Me intrigaba la sonrisa irresuelta en su
imagen. Sentía su mirada leve y sensata como si me reconociera. Me hacía sentir
muy lejos, en otro lugar distante, en otro tiempo. Me cautivaba humanamente la
incertidumbre que percibía en sus pequeños y achinados ojos, esa duda de no
saber si quería compartir su mirada y su sonrisa. Tenía el aspecto de una mujer
inteligente que quería decir algo a toda costa. Se me ocurrió que la conocía de
antes, pero no lograba recordar el lugar preciso. Esto me llenó de vergüenza y
me hizo desviar la mirada. Ruborizado, saqué un cigarrillo y lo encendí.
Probablemente seguía observando atentamente la imagen, porque me sentía cada
vez más atraído hacia ella. De pronto, unos golpecitos en mi hombro me
despertaron.
—¿En
qué estás pensando? —me dijo sonriendo.
Dejé
de mirar el cuadro y me volví hacia él, y de repente inicié la conversación. Le
pregunté si tenía hijos, nietos. Asintió. Y agregó: "Todos están muy
lejos". Le pregunté por mi padre. Me dijo que precisamente era él quien
tenía una historia de amor que quería contarme. "Ella fue su primer
amor", me dijo, con una tranquilidad sufrida, señalando el cuadro que yo
había contemplado con eterna curiosidad. Me quedé sorprendido. Mi padre había
tenido una historia de amor desconocida para mí y este hombre quería
contármela. Una historia con aquella mujer del cuadro...
Lentamente,
mi mirada se volvió soñadora y resplandeciente. Permanecí quieto mientras
desentrañaba el misterio de aquel amor antiguo en la profunda sonrisa del
relator. Tuve una descarga, una lucha temblorosa con la voluptuosidad que
representaba para mí este primer amor de mi padre.
Se
inclinó, sentándose al borde de la silla, acercándose a mí. Estiró las piernas
y empezó a frotarse las manos. Me examinó por un momento, mirándome con
curiosidad.
La
conversación no tardó en animarse.
—¿Eres
escritor? —preguntó, cogiéndome cariñosamente la mano.
—Sí
—dije—, estoy tratando de escribir una historia de amor eterno, completamente
diferente a las demás. Pero cada vez que la imagino, se desvanece y solo me
deja una pobre y aburrida historia de amor cobarde que no logra explicar nada.
—No
hay dudas, eres igual a tu padre...
—¿Usted
cree?
—Déjame
contarte. Esta historia es totalmente cierta... ¡Hay que ver! ¡Parece
mentira!... ¡Es una historia de amor muy curiosa!
—Continúe,
si gusta. ¡Cuéntemela!
—Pues
mira: Esta muchacha del cuadro fue nuestra amiga. Pero más amiga de tu padre
que mía. Ahí está la dificultad.
—¿Cómo?
No lo entiendo... ¿Qué dificultad?
—Las
mujeres solo sirven para complicarlo todo. Tu padre se enamoró perdidamente de
ella. Y ella, al saberlo, se volvió tiránica y egoísta.
—No
comprendo.
—Pues
es bastante simple. Ella quería ir en dirección norte y tu padre en dirección
sur.
—Estoy
confundido. Si fuera más explícito, lo entendería. No soy ningún muchacho,
señor.
—Era
una excelente mujer. Pero tenía una extraña opinión de tu padre. Le tenía
miedo. También estaba locamente enamorada de él.
—¿Le
tenía miedo a mi padre?... ¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡Usted se está burlando de mí!
—¿Qué
te pasa, caballero? No creo haber dicho algo absurdo... ¡Maldita sea!... Te
contaré toda la verdad... —me dijo, muy ofendido.
Escuché
entonces sus primeras palabras serias. Era como si aquel pasado renaciera y
aquella mujer cobrara vida. Interrumpiéndole, apenas hablaba y él seguía
relatándome con detalles todo lo ocurrido en esta complicada historia de amor.
Un
presentimiento me hacía esperar algo prohibido al final de su relato. Sin
querer, me decía a mí mismo: "¿Qué tiene que ver este hombre, viejo y
desaliñado, con ella? ¿Por qué conserva este cuadro con la foto del primer amor
de mi padre? ¿Por qué no me dice nada acerca de lo que él sentía o siente por
ella?"
En
ese instante, me puse de pie y respiré profundamente... y agité mi alma. El
amor eterno de mi padre estaba frente a mí, quieta, sonriente, en aquella
imagen que eternizaba su juventud. Yo, confundido y lleno de curiosidad, di
unos pasos y fui en busca de la botella de vino. Al darme la vuelta
rápidamente, vi a un hombre cubierto de lágrimas que caminaba un poco inclinado
y que dejaba asomar en su rostro la astucia de quien lo quiere contar todo... Y
así sucedió.
Loro