Miguel y Estrella son novios y van a casarse. Miguel
es un hombre trabajador, ordenado y tiene un buen empleo. Tiene un perfil
afilado y una estatura alta, alrededor de cuarenta y cinco años. Es buen mozo,
aunque las arrugas forman hondas zanjas en su frente. Está soltero y está
ahorrando para comprar un departamento, los muebles e incluso un buen carro.
Estrella también trabaja. Tiene rasgos regulares y una mirada viva detrás de
unos anteojos. Viste con sencillez. Es solitaria y lee mucho, pero no le gusta
el lenguaje rebuscado. Prefiere quedarse en casa y casi nunca sale. Desayuna, almuerza
y cena en su cuarto los días que no trabaja. Muy pocas personas la conocen en
el condominio donde vive.
Años atrás, un domingo, Miguel estaba sentado en el
pabellón de espera del aeropuerto cuando vio a una mujer de unos cuarenta años
paseándose. Tenía el pelo negro, lacio y mediana estatura. Un pequeño perrito
peludo la seguía brincando alrededor de sus pies, tratando de llegar con sus
mordeduras al alma de la mujer.
Aquel día, de pronto, ella interrumpió su paseo, giró
su cabeza ligeramente, frunció las cejas y se volvió súbitamente hacia Miguel.
Soltó adrede una sonrisa frugal, casi oculta. Él la miró sorprendido, casi
exaltándose, y se llevó la mano a la cabeza, tratando de disimular el encuentro
de las miradas. No pudo evitarlo: el diámetro de sus pupilas se exageró en su
abertura, y la imagen de aquella mujer quedó impregnada en su memoria. Cuando
la vio continuar su camino y darle la espalda, se echó a reír de una manera
tonta. Creía haberla visto en otro lugar, en otro espacio y tiempo; su cara le
resultaba familiar. Hizo memoria y la nostalgia le jugó una mala pasada. La
mujer que su imaginación recordaba era igual en rasgos y en su forma de caminar
a su primer y malogrado amor.
El azar del destino hizo que volviera a encontrarse
con ella en un parque cercano a su casa, y varias veces en un supermercado.
Siempre la veía sola, siempre con el mismo peinado y meneando el cuerpo como la
primera vez que la vio. Sus rasgos y su forma de vestir eran inconfundibles,
poco delicados.
Miguel empezó a serle fiel sin haberle hablado una
sola palabra. Parecía estar muy enamorado y viviendo realmente, por eso suponía
que le era lícito imaginársela como él quisiera. No podía pasar un día sin ir
al parque o al supermercado para volverla a ver. La observaba en el jardín
público, jugueteando con el diminuto perro, y en el supermercado mientras hacía
las compras. Aunque estuviera escondido y en silencio, se sentía cómodo.
Diríamos que una fuerza sobrehumana lo llevaba hacia ella.
No hablaba con nadie sobre el motivo de su obsesión.
Vivía sumergido en la belleza de un mundo imaginario, las sonrisas fugaces
llenaban todo su rostro como prueba. En ocasiones, su estado mental denotaba
una lucha cuerpo a cuerpo con algún peligroso desconocido. "Ella es mía, solamente
mía... No me importa si tiene las patas flacas y las tetas pequeñas... ¡Ni lo
intentes!" se le escuchaba murmurar en la soledad de su cuarto. Varias
veces se cruzó con ella en el supermercado, pensando que lo reconocería, pero
ella no le prestaba la mínima atención, era exageradamente indiferente. Eso lo
llevaba a recluirse nuevamente en su habitación, repitiendo hasta el cansancio
los argumentos ya conocidos. Por todo esto, sus familiares comentaban que
Miguel se comunicaba con los espíritus del más allá. Algunas veces lo habían
visto hablando y riéndose a solas, señalando algún rincón como si alguien más
estuviera allí. Nadie se atrevió a interrogarlo debido a que no entendían la
razón de todo esto.
Pero una tarde anónima, muy tarde, casi agotada la tarde,
Estrella y Miguel se dirigieron por caminos separados hacia el remoto lugar de
sus encuentros que nunca eran casuales (Miguel ocupaba siempre la misma banca
todos los días cuando llegaba): "El parque". Aquel día, la ciudad se
desintegraba por todos lados, el sol estaba extinto y la luna no aparecía. La
luz era tenue debido a un farol acumulado de insectos. Llegaron al recinto
cuadrado, lleno de árboles, debido a sus pobres destinos. Las circunstancias
les fueron favorables. Por primera vez, el extraño fue identificado en vida,
sentado en la banca eterna. La providencia puso a un insignificante perro bajo
sus pies. Fue entonces cuando las sonrisas entrecruzadas hicieron que el
flechazo inicial (no para Miguel, quien presentaba la imagen de un puercoespín,
como si las flechas de cupido fueran cada pelo) se originara. No sin antes
sentir el frío del miedo y la sobrecarga de sueños. Las palabras de pizarra
fueron las siguientes:
—Lindo perrito...
—Sí, se llama Rocko.
—Y, ¿cuál es tu nombre? —preguntó, fijándose en ella
con ojos relucientes, indiferente, como si no la conociera.
—Estrella. Y, ¿el tuyo? —dijo, volviéndose hacia él,
igual que en un altar.
—Ah... Miguel... —contestó con voz desatinada y
disimulando acariciar al perro que meneaba la cola contra sus zapatos.
Estrella se inclina, estira los brazos y coge al
peludo perro. Él, asombrado por la cercanía, la queda observando con la
respiración quieta y el corazón latiendo a mil por hora.
—Hermoso perrito, no muerde —se atreve a hablar, con
el rostro ruborizado hasta un rojo carmesí—. Me parece haberte visto la otra
vez en este parque... —le dice dándose ánimos—. ¿Vives cerca?
Estrella se atrevió a sonreírle, y un corto silencio
siguió a sus miradas. Miguel se sintió descubierto por un instante; esto hizo,
por culpa de un tic nervioso e incontrolable, que sus manos cogieran sin
control al perro. Lo tenía agarrado por el cuello. Estrella, reaccionando,
contesta:
—Sí, vivo a solo unas cuadras... ¡Oh, no! No hagas
eso... Te puede morder.
—¡Ah!... Sí. No, no te preocupes... ¡Viste..., parece
que me conoce!
—Sí, parece que te aprecia —sonríe.
—¿Te puedo acompañar en tu paseo por el parque?
—preguntó Miguel, muy conmovido, sin levantar la cabeza y observando al perro.
Estrella vaciló por un instante, frunció el ceño e
hizo una inclinación de cabeza para prestar atención a su interlocutor, quien
seguía con la cabeza gacha.
—¿Por qué no? —dijo, cediendo.
Esta afirmación, y sobre todo el tono de voz, hicieron
que el corazón de Miguel vibrara. Por primera vez la tenía tan cerca y se
atrevía a hablar así a la mujer de sus sueños.
Dominando su emoción, se incorporó lentamente, se puso
en pie y se echó el perro al hombro, dándole caricias. Ahora amaba también al
perro. Luego pasearon juntos por el parque entablando una ligera conversación
algo burlona. Se sentían libres y satisfechos tocando temas que se disolvían en
el ambiente: hablaron de los mosquitos fastidiosos, sobre el bochorno, sobre
sus vidas y cómo las sobrellevaban; que necesitaban días de descanso, que la
seriedad de ella se debía a que no aguantaba pulgas de nadie —Miguel tomaba
nota—, de que ambos estaban solos; sus idénticas vidas y sus idénticos gustos,
todo coincidía en ese lugar, a esa hora.
Aquel día, pocas horas después, sentada sobre su cama,
Estrella se quedó un poco pensativa, por momentos indecisa; su mente se mecía
en las nubes; adivinaba lo que aquel hombre no quería decir. Adivinó su secreto.
Era querida, no como una simple amiga, sino como mujer.
Este descubrimiento causó en ella un sentimiento
complicado, difícil. Sentía que su alma rebosaba de alegría y, al mismo
instante, una voz poderosa la hacía palidecer intensamente; movía los ojos e
inclinaba la cabeza, sus labios querían abrirse para dejar escapar un grito de
protesta contra el destino cruel que la perseguía. Palideció y se miró
fijamente en el espejo; después se arregló los cabellos y estuvo otro instante
mirándose, inmóvil.
—¡Al diablo con mis sentimientos nostálgicos! —dijo,
pero para sus adentros—. Esta puede ser una historia bonita... Lo otro es un
imposible.
De repente, el sueño la venció y acabó la tormenta que
la acongojaba; acurrucada en la cama, se quedó dormida sin poderse explicar
nada.
Después de todo, nacía el nuevo amor a un infinito
siglo de distancia.
Por fin, el parque se convirtió en el motivo de sus
encuentros. Sus voces tenían tal acento de sinceridad, que no dudaban de sus
sentimientos. Era una manera de tranquilizar sus ánimos, pero no lo conseguían
por completo.
Miguel recordaba en el sueño y en la vigilia a sus
viejos amores y los comparaba con el actual. Había una en particular que
siempre estaba presente como un fantasma en los rincones de su memoria. Hacía
todo lo posible por imaginársela igual que Estrella, como si fuera ella misma.
Por otro lado, Estrella no quería pensar en nada ni en nadie. Todo, todo estaba
igual. ¡Tan fácil que hubiese sido! Pero no, no se pudo; ese viejo amor se
encontraba al otro lado de la historia, a la otra orilla del río, ya no podía
resucitar, ¡qué mala suerte!; pero lo congregaba de vez en cuando en la
intolerable lucidez del insomnio y en la jaula llena de nostalgia; lágrimas de
bilis recorrían sus mejillas, quemándole los ojos.
Con buen humor juraron, cada uno por su lado, olvidar
la enorme desilusión provocada por aquellos amores bastardos..., inconclusos,
cobardes.
El casamiento está fijado. El día está acordado. Las
invitaciones están en la imprenta.
Ambos son castos. Así se lo han dicho; cuando se ama
todo se dice, nada se guarda.
—¡Te vas a casar virgen, Estrella! —dicen sonriendo
sus pocas amigas, mientras la abrazan celebrando el próximo matrimonio.
—Oh, cielos... ¡Qué vas a hacer, Miguel! —dicen
chacoteando sus pocos amigos, mientras le dan palmadas en la espalda, como
tratando de desanimarlo. Él solo sonríe.
Una noche anterior al matrimonio, Estrella estaba con
la frente apoyada en el vidrio de la ventana de su cuarto, meditando sobre su
destino. De pronto, dejó de meditar. Su memoria terminó por recordar a su
primer y único amor. Un relámpago iluminó el cielo de sus recuerdos y la
nostalgia la invadió.
—¡No creo que el amor sea esto! ¡El amor es otra cosa,
y esto no lo es! —exclamó mientras llamaba por teléfono a Miguel.
Salió de la habitación, cerró con llave la puerta y
bajó por las escaleras. Se detuvo en el último peldaño para tomar aliento y
luego abrió la puerta que daba a la calle. Estrella salió precipitadamente y se
fue calle arriba, hacia el parque. Caminó con rapidez. La avenida aún estaba
con gente y el ambiente era cálido.
Al llegar al punto de encuentro, se detuvo frente a
una conocida banca; la ausencia de Miguel se prolongaba más de lo normal y la
pobre mujer no sabía qué pensar. Un rato después, oyó el ruido de unos pasos
que se acercaban rápidamente. Miró el reloj. Eran las diez de la noche.
—Estrella... Disculpa. Me demoré más de lo que
pensaba... ¿Qué pasa?
Y la pobre mujer contó con detalles todo lo que
sentía. La innoble solución había fracasado. No se puede engañar al amor, no se
le puede hacer trampa. La madura mujer sollozaba.
—¿Qué pasó?
—No lo sé.
—Y tú, ¿lo quieres?
Estrella permaneció en silencio. Bajó los ojos y el
sollozo se hizo más visible.
—Sí, Miguel, lo quiero mucho. Lo quiero y no sé por
qué...
—¿Qué dices?
—Lo que has oído.
—¿Cómo se llama?
—Solo quiero que me perdones... Y por favor, abrázame.
En ese instante, el reloj de Miguel marcaba las doce.
Estrella se acercó a Miguel y lo besó, aniquilada por los acontecimientos,
llorando. Él estaba estático, con un solo pensamiento: "Ahora no sé si la
amo, el destino me vuelve a dejar otro imposible: la obligación eterna de
olvidarla".
Loro
Ja ja ja ja... Te la sabes todas. ¿A dónde quieres llegar? Te estás burlando ¿no? Nada se te puede contar... Ummm... le estoy dando vueltas a mi pluma. ¡Esto es guerra!
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