miércoles, 29 de mayo de 2013

Una historia sin contar

Después de aquella mágica noche en la que compartí con dos buenos amigos y hablamos sobre el amor y sus vertientes, al día siguiente, ya por la tarde, mi cerebro inquieto trataba de desarrollarlo. No paraba de trabajar, seguía exaltado, queriendo imaginar una hermosa historia de amor eterno. Sin embargo, por más que me esforzaba, solo lograba una mezcla de amores fortuitos, cansados y cobardes, y al final no resultaba nada.

De pronto, imaginé algo que iluminó mi mente. Entonces di un bostezo mientras estiraba el cuerpo y exponía mis desnudas piernas. Así decidí escribirlo en ese preciso instante. Honestamente, no puedo negar que una flojera tibia me envolvía en presencia de mi entumecido cuerpo, que yacía recostado en el sillón de la sala, cubierto por una gruesa manta que me llegaba hasta el cuello. Logré animarme, me incorporé rápidamente y me puse los zapatos a tientas. Luego saqué un lapicero que estaba en el bolsillo de mi camisa y cogí un cuaderno, donde escribí unas seis líneas de esta nueva historia imaginada. No logró convencerme. Mi cabeza dejó de pensar, estaba vacía.

Se me ocurrió salir a caminar, necesitaba tomar aire fresco que oxigenara mi memoria, pero el frío grave y espinoso me lo negó e hizo que volviera a casa para acurrucarme de la mejor manera posible. Cuando llegué, cerré la puerta con llave y, como pude, llevé mis manos debajo del sobaco y apreté mis costillas con los dedos, calentando mi pereza. Vacilé un instante al verme tirado allí nuevamente, vacío de pensamientos. Aunque no cabía duda de que me sentía resguardado en aquel ángulo del sillón que me cobijaba. Además, estaba defraudado por no encontrar en mi memoria las palabras correctas que dieran un inicio continuo a la historia de amor que había pensado antes. Al rato, vino a mi memoria el recuerdo de una encantadora llamada. Entonces suspiré con un sentimiento singular de alegría y extensa emoción. No lo dudé. Me incorporé, estirando totalmente los brazos y las piernas, y quedé sentado con la vista fija en el reloj de pared. Todavía había tiempo. Mecánicamente me cubrí con una manta que tiré hacia atrás. Mi cuerpo y mi alma sufrían por el frío. Por fin me puse en pie y empecé a dar vueltas en busca de más ropa que abrigara mi entumecido cuerpo. Opté por tomar algo caliente, lo cual me llevó a la cocina, donde preparé una taza de café y bebí un poco. Levanté la vista y vi que eran casi las tres en el reloj del microondas.

Al salir de mi departamento, cerré la puerta mecánicamente. Me detuve en el umbral y observé la calle. Había una espesa neblina que se extendía hasta el suelo. Me froté las manos y luego los brazos, calentándolos del frío. Hecho esto, palpé mis bolsillos para asegurarme de que llevaba mi pequeño cuaderno de notas y un lapicero.

Ahora debo caminar un largo trecho a través de la niebla, atravesar el puente y recorrer las calles del antiguo barrio de mi padre hasta llegar a la casa de su mejor amigo, que tiene ochenta y tantos años. Me llamó por teléfono la tarde anterior, algo que nunca había hecho. En su sorpresiva llamada, me trató con mucha amabilidad y cortesía. Lo sentí aliviado y majestuoso, e incluso se rió sarcásticamente. Esto animó mi corazón y alegró mi espíritu. En ese instante, una especie de gratitud y dulce sentimiento se apoderaron de mi alma. Recuerdo que mientras me hablaba, noté en sus palabras una agradable felicidad nostálgica. Aunque la charla me pareció corta, en realidad fueron varios minutos. Durante ella, también lo sentí agitado, como si estuviera jugando interminablemente a los dados con sus sentimientos del pasado. Hablaba con voz de soledad, pero daba rienda suelta a la fantasía. Incluso se atrevió a burlarse de mí como si yo fuera un colegial afiebrado. Su voz era genérica y abstracta, y carraspeaba después de cada oración. No lo dudó y con voz tibia me dijo: "Hijo, te voy a contar una larga historia de amor".

Eran las tres de la tarde cuando me dirigí a su encuentro. Avanzaba con regularidad, con movimiento agitado pero uniforme, apurando el paso junto a un unánime misterio que se agolpaba en mi mente. Afuera todo estaba intranquilo. Las personas iban y venían bajo el ruido de la tarde, que evidentemente era originado por voces agitadas y el claxon de los autos que tenían algún destino. Un poco más adelante, a mi frente, una joven apuraba el paso acurrucada y apretando una manta. En la otra calle, a mi izquierda, dos enamorados, dos colegiales, conversaban amorosamente junto a una puerta. Un poco más lejos, en una esquina, una muchacha asomada en la ventana despedía displicente a un joven cabizbajo y taciturno. De pronto, un hombre maduro me saludó levantándome la mano. Era alguien a quien conocía, un antiguo amigo del colegio. Me detuve y se acercó a mí, estrechándome la mano y dándome unas palmadas en la espalda. Luego se despidió casi huyendo, sin darme tiempo de despedirnos.

Volví a caminar pensando en el drama de la gente y en la jocosa ironía de la vida. Apuré el paso con el objetivo de sacudirme el cuerpo. Me abracé a mí mismo, en un acto involuntario, protegiendo mis brazos del frío. El viento era cortante y helado, y no dejaba de levantarme el pelo y golpearme directamente en la cara.

Llegué a su casa. Era de un solo piso, ubicada en un barrio modesto. Encontré la puerta entreabierta, como si alguien me estuviera esperando impaciente y no quisiera perder tiempo abriéndola. La empujé lentamente y di unos pasos hacia el interior. Él estaba allí, con su cabello blanco y su rostro bondadoso y dulce, como sus años, sentado en un viejo sillón y fumando con una expresión alegre en el alma. "¡Entre! ¡Entre usted!", me dijo. Miré a mi alrededor, abriendo completamente los ojos. Las paredes eran de adobe y estaban empapeladas. Todos los periódicos estaban pegados allí, luciendo noticias antiguas y fotografías de mujeres semidesnudas en diversas poses, todas sonrientes, junto a rostros de políticos con gestos espléndidos y cínicos. Escuché el reloj dar las cuatro en la pared, al lado de una pequeña ventana con vidrios incompletos. Nos saludamos. Me dio un fuerte abrazo, como un padre a su hijo, abrazándome como si un gran amigo hubiera regresado de repente después de una larga estancia en un lugar muy lejano. Estaba feliz de verme. Tal vez me veía como a su antiguo amigo, a su cómplice, con quien solía charlar vertiginosamente.

Sí, a los cincuenta y dos años, que no sé si son pocos, me encontraba intrigado e interesado en episodios amorosos todavía. Por eso recorrí todo el camino, sintiendo el frío y con una nube de pequeñas gotas que se condensaban en mi rostro... Así que puedo decir que mi abrazo humano fue un gesto de agradecimiento y de obstinación debido a mi curiosidad de escritor. Él tenía la culpa. El romanticismo estaba de su lado, alimentado por su alegre invitación y la última frase que me soltó en su llamada. Su madurez era, tal vez, el aroma que necesitaba para ampliar mi imaginación y lograr unir las piezas del rompecabezas de mi historia sobre el amor eterno.

Sin dar explicaciones, destapó una botella de vino tinto y llenó dos copas; me pidió que tomara una y brindara con él. Ahora, por primera vez, le dije que me agradaba y que por eso su historia era de suma importancia para mí.

Cogió la botella y me condujo por un corredor en el que había un espejo enorme prendido en la pared, el cual sentía que nos miraba acompasada y temerosamente. También había varias macetas acomodadas en el suelo con plantas de geranio floreando de manera extraña y llenas de hojas marchitas. Él iba delante de mí. Lo miré, preguntándome cómo alguien como él pudo ser amigo de mi padre. Lo vi cojear ligeramente apoyado en su bastón; llevaba una chalina de lana enrollada al cuello y la camisa arrugada, además de un anillo enorme en uno de sus dedos. Al llegar al final del corredor, nos sentamos en dos sillas de madera bajo un emparrado que le daba sombra a un jardín y estaba junto a su dormitorio, desde donde llegaba un delicado olor a remedio y otros olores que no pude recordar. Sentado allí, el amigo de mi padre meditaba con la cabeza gacha y, a veces, sonreía en silencio al levantar el rostro y sorber su copa de vino. Hablaba para sí mismo, balbuceaba algunas cosas que yo no llegaba a entender. Giraba la cabeza como negando lo que pensaba y en su rostro se dibujaba un gesto meditado, entre mandón y cariñoso, como el de un niño jefe de barrio. La copa iba y venía en su mano.

El tiempo transcurría y él se mantenía callado, meditando, como esperando que su memoria no le fallara y su recuerdo no fuera confuso. A mis espaldas crujían, intrigantes e inoportunas, las ramas de una higuera que sacudían groseramente mis nervios.

Mis pupilas se dilataban, curiosas, al verse rodeadas de tanto tiempo suspendido en aquel lugar y por lo que provocaba la antigua mente del amigo de mi padre. Respiraba de manera pausada y pacífica, evitando algún movimiento de sorpresa que pudiera interrumpir su pensamiento. Me maravillaba ver el rostro dilatado y retocado de este hombre lleno de memorias y recuerdos imborrables junto a mi padre.

Poco a poco me fui acostumbrando a su compañía e incluso, de vez en cuando, lo miraba burlonamente. Sin embargo, me quedé sorprendido al descubrir que alguien más me observaba. Encima de su cabeza y a poca distancia se ubicaba el retrato de una joven y atractiva mujer, aparentemente encerrada en el interior de un cuadro con bordes de madera que pendía en la pared. Sea como fuere, me puse a examinar con curiosidad la mirada seria y tierna, así como la sonrisa que parecía pertenecer tanto a una niña como a una mujer. Entonces pude distinguir a una muchacha de rostro natural y delicado, con cabellos negros y lacios acomodados intencionalmente para la foto. "Tal vez sea su hija", pensé.

En este éxtasis de ideas ingenuas que pasaban por mi mente, el tiempo se nos escapaba. Yo estaba allí, imponiéndome silencio, con los ojos fijos en aquella foto e intentando adivinar el motivo de esa misteriosa sonrisa.

Permanecí no sé cuánto tiempo, imaginándome el significado de esa suave curvatura en su boca. No dejaba de fantasear mientras observaba ese gesto que dominaba su rostro. Aquello me divertía enormemente. Cuanto más la miraba, más obsesivo se volvía mi pensamiento hacia ella. Me intrigaba la sonrisa irresuelta en su imagen. Sentía su mirada leve y sensata como si me reconociera. Me hacía sentir muy lejos, en otro lugar distante, en otro tiempo. Me cautivaba humanamente la incertidumbre que percibía en sus pequeños y achinados ojos, esa duda de no saber si quería compartir su mirada y su sonrisa. Tenía el aspecto de una mujer inteligente que quería decir algo a toda costa. Se me ocurrió que la conocía de antes, pero no lograba recordar el lugar preciso. Esto me llenó de vergüenza y me hizo desviar la mirada. Ruborizado, saqué un cigarrillo y lo encendí. Probablemente seguía observando atentamente la imagen, porque me sentía cada vez más atraído hacia ella. De pronto, unos golpecitos en mi hombro me despertaron.

—¿En qué estás pensando? —me dijo sonriendo.

Dejé de mirar el cuadro y me volví hacia él, y de repente inicié la conversación. Le pregunté si tenía hijos, nietos. Asintió. Y agregó: "Todos están muy lejos". Le pregunté por mi padre. Me dijo que precisamente era él quien tenía una historia de amor que quería contarme. "Ella fue su primer amor", me dijo, con una tranquilidad sufrida, señalando el cuadro que yo había contemplado con eterna curiosidad. Me quedé sorprendido. Mi padre había tenido una historia de amor desconocida para mí y este hombre quería contármela. Una historia con aquella mujer del cuadro...

Lentamente, mi mirada se volvió soñadora y resplandeciente. Permanecí quieto mientras desentrañaba el misterio de aquel amor antiguo en la profunda sonrisa del relator. Tuve una descarga, una lucha temblorosa con la voluptuosidad que representaba para mí este primer amor de mi padre.

Se inclinó, sentándose al borde de la silla, acercándose a mí. Estiró las piernas y empezó a frotarse las manos. Me examinó por un momento, mirándome con curiosidad.

La conversación no tardó en animarse.

—¿Eres escritor? —preguntó, cogiéndome cariñosamente la mano.

—Sí —dije—, estoy tratando de escribir una historia de amor eterno, completamente diferente a las demás. Pero cada vez que la imagino, se desvanece y solo me deja una pobre y aburrida historia de amor cobarde que no logra explicar nada.

—No hay dudas, eres igual a tu padre...

—¿Usted cree?

—Déjame contarte. Esta historia es totalmente cierta... ¡Hay que ver! ¡Parece mentira!... ¡Es una historia de amor muy curiosa!

—Continúe, si gusta. ¡Cuéntemela!

—Pues mira: Esta muchacha del cuadro fue nuestra amiga. Pero más amiga de tu padre que mía. Ahí está la dificultad.

—¿Cómo? No lo entiendo... ¿Qué dificultad?

—Las mujeres solo sirven para complicarlo todo. Tu padre se enamoró perdidamente de ella. Y ella, al saberlo, se volvió tiránica y egoísta.

—No comprendo.

—Pues es bastante simple. Ella quería ir en dirección norte y tu padre en dirección sur.

—Estoy confundido. Si fuera más explícito, lo entendería. No soy ningún muchacho, señor.

—Era una excelente mujer. Pero tenía una extraña opinión de tu padre. Le tenía miedo. También estaba locamente enamorada de él.

—¿Le tenía miedo a mi padre?... ¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡Usted se está burlando de mí!

—¿Qué te pasa, caballero? No creo haber dicho algo absurdo... ¡Maldita sea!... Te contaré toda la verdad... —me dijo, muy ofendido.

Escuché entonces sus primeras palabras serias. Era como si aquel pasado renaciera y aquella mujer cobrara vida. Interrumpiéndole, apenas hablaba y él seguía relatándome con detalles todo lo ocurrido en esta complicada historia de amor.

Un presentimiento me hacía esperar algo prohibido al final de su relato. Sin querer, me decía a mí mismo: "¿Qué tiene que ver este hombre, viejo y desaliñado, con ella? ¿Por qué conserva este cuadro con la foto del primer amor de mi padre? ¿Por qué no me dice nada acerca de lo que él sentía o siente por ella?"

En ese instante, me puse de pie y respiré profundamente... y agité mi alma. El amor eterno de mi padre estaba frente a mí, quieta, sonriente, en aquella imagen que eternizaba su juventud. Yo, confundido y lleno de curiosidad, di unos pasos y fui en busca de la botella de vino. Al darme la vuelta rápidamente, vi a un hombre cubierto de lágrimas que caminaba un poco inclinado y que dejaba asomar en su rostro la astucia de quien lo quiere contar todo... Y así sucedió.

Loro

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