miércoles, 16 de octubre de 2013

El túnel del tiempo

Era la víspera de Navidad cuando sintió que se desmayaba. Al recuperar la conciencia, notó que sus piernas le estaban jugando una mala pasada y que sus pensamientos se desvanecían. La muchedumbre y los edificios que la rodeaban se volvían cada vez más borrosos y lejanos. En ese momento, intentó dar un nuevo paso pero se quedó inmóvil. Antes de caer, apareció una adolescente traviesa que, ágilmente, extendió los brazos y la sostuvo por la cintura, abrazándola, y la condujo hacia una banca de madera que se encontraba a pocos pasos de ellas, donde la sentó. "¿Se encuentra bien?", preguntó. La mujer la miraba confundida, sin aliento. "¿Vive cerca?", preguntó de nuevo. La mujer, desorientada aún, balbuceó un nombre, una hora y una fecha que no coincidía con la actual; el sueño la estaba venciendo, parecía muy débil. "Todavía es de mañana, amiga; no la entiendo, Lor... ¿qué? Hoy es 24 de diciembre de 2013", dijo la adolescente. La mujer se levantó, poniéndose de pie y volviendo súbitamente en sí. "¿Cómo has dicho? ¿24 de diciembre de... ¡No puede ser! Deja de bromear... no estoy de humor". La afirmación categórica hizo que la adolescente sonriera levemente. Pensó que la mujer aturdida no lograba salir de la neblina mental. "Creo que está medio tonta", murmuró.

La mujer, sobrecogida, abrió completamente los ojos y los fijó en el tatuaje que la adolescente llevaba en ambos costados, debajo del ombligo. Eran dos estrellitas rojas. "Dios mío, ¿a dónde hemos llegado?", pensó. Estaba quieta, en plena avenida, cerca de un supermercado. Para ubicarse, reflexionó y trató de encontrarse. El sol iluminaba todo su rostro, como aquella tarde en la que, sentados en el parque después de salir a almorzar, jugaban a crear una historia oral, muy juntos. Y podía recordarlo porque fue el día de la amorosa y explícita declaración inesperada, súbita; aunque ahora estaba obligada a calmarse y, ciertamente, en este momento no podía darle importancia. Giró todo su cuerpo, tratando de librarse de la náusea que la invadía. Se sentía como si estuviera resfriada y con el corazón a punto de estallar. A pesar de ser pleno verano, experimentaba algo de frío. Llevaba puesta una camisa polo como en la película "Flashdance" y una sudadera blanca que le apretaba el cuello; además, un cinturón grueso apretaba su cintura y sostenía los blue jeans que resaltaban sus nalgas. Estrella Salazar se sentía atrapada por los pantalones, como si estuviera unida a ellos. Luego llevó sus manos a su vientre, lo acarició suavemente e intentó sonreír. Sentía una sensación de ternura y una habilidad para adivinar. Desabrochó el cinturón y sintió alivio. "¿Será por lo que creo?", se preguntó al recordar la última llamada de su hermana. "O por todo lo que he comido", se dijo, inventando una excusa. Ya recuperada, aunque algo confusa, le agradeció a la adolescente con voz grave, quien parecía apenada. La niña se volvió hacia ella, la observó durante unos segundos, "Ok", dijo y soltó una pequeña sonrisa para luego continuar su camino. "Esta tía no fluye", pensó.

Sabía que el consultorio de su hermana estaba cerca. Pero se sentía ruborizada por el breve, curioso e involuntario incidente ocurrido en ese nuevo y desconocido escenario para ella. Después de caminar dos o tres cuadras, comenzó a sentir cierta intranquilidad, no se ubicaba; disimuladamente, trató de reconocer las calles que la llevarían al consultorio; buscaba las calvas de las colinas, los cruces de las avenidas, algún punto de referencia conocido... Pero no los encontraba. Entonces sintió que un espejismo inundaba sus ojos y la guiaba por lugares que nunca había visto. Estaba perdida.

Tres días antes, ella lo había invitado a su casa para celebrar el compromiso junto con su familia. "Te espero a la una y media", le dijo. Por eso, decidió ir de compras muy temprano y luego dirigirse al consultorio de su hermana, quien la había llamado por teléfono el día anterior, tal vez para darle una sorpresa.

Después de siglos de encuentros y desencuentros, finalmente él le había declarado su amor, de manera directa y sin metáforas. Ella, en aquel parque, se hizo la difícil, pero al final aceptó. Con el paso del tiempo, el amor que ella le brindaba logró llenarlo de confianza y motivación, llevándolo a pedir su mano y formalizar su compromiso. Después de eso, se convirtieron en novios y tuvieron largos encuentros furtivos que terminaban al amanecer.

Él era un hombre de veinticinco años, unos meses mayor que ella, bajo, flaco, con pelo lacio y sin barba, pero con un perfil sobresaliente, como el de un huaco prehispánico. La sonrisa que siempre lo acompañaba, necesaria, iba de la mano con su mirada soñadora. 

Volvió a fijar la vista en la ciudad moderna, desconocida para ella. "¿Dónde estoy? ¿Qué diablos hago aquí?" se preguntó. La inquietud y las ganas de descubrir de inmediato lo que le estaba sucediendo la llevaron en busca de una cabina telefónica. Después de caminar, perdida, por la enmarañada ciudad, finalmente pudo encontrarla; ahora, quieta, se encontraba estupefacta, los botones eran diferentes y sus fichas RIN, que sacó de su cartera, no coincidían con las ranuras. Un joven, al verla recostada en la cabina, frente a todos, con el rostro preocupado pero sonriente, se acercó y le prestó su teléfono celular. "Aquí tiene... Seguro que no funciona", dijo. Sorprendida, extendió el brazo fingiendo aplomo. Al cogerlo, su mente se sintió medieval, perdida; no encontraba las teclas en el nuevo artefacto desconocido para ella. El joven sonrió al verla vestida de los años ochenta, pensando que tal vez era una provinciana recién llegada a la capital y que no estaba al tanto de los nuevos avances digitales. Le pidió el número y lo marcó.

—Este teléfono no existe —dijo el joven.

—¿Cómo? Qué raro; es el número del consultorio de mi hermana... A ver, pruebe con este, es el número de mi casa —contestó.

—Este sí existe, está sonando; aquí tiene, conteste —dijo.

Avergonzada, llevó el teléfono a su oreja.

—¿Hola, Javier?

—Sí, dígame, con quién tengo el gusto.

—No te hagas el tonto, con Estrella.

—¿Con Estrella? ¿Cuándo llegaste?

Había demasiado ruido a su alrededor como para seguir charlando.

—¿Cómo que cuándo llegaste?... Puedes decirle a Lorenzo que venga a recogerme. Estoy en... espera. Amigo, por favor, ¿dónde estamos?

—Estamos en la avenida La Marina con Universitaria —le contestó.

—Javier, dile que me recoja en el cruce de...

—Sí, ya oí, pero ¿quién es Lorenzo? —preguntó.

—No te hagas el gracioso... Sé que no te cae bien, pero solo dile que venga por mí y que no se demore.

El conductor tocó el claxon una, dos veces, frente a una reja de metal donde Estrella estaba parada, quieta, con los ojos extrañamente abiertos, observando todo con gran confusión. Ningún tejado, árbol o forma de vestir de los jóvenes le resultaba familiar. Prestaba más atención a dos chicas detenidas en una parada; llevaban unos artefactos puestos en las orejas y le parecía que conversaban consigo mismas, manipulando una pequeña máquina entre sus manos, como autómatas, como autistas. La mirada de Estrella divagaba involuntariamente mientras observaba todo. El conductor bajó apresurado y se acercó a ella. Estaba solo. Él era uno de sus hermanos, un hombre de piel oscura, robusto, medio calvo, por no decir calvo del todo. Al encontrarse, se quedaron boquiabiertos, sin poder decir nada. A pesar de reconocerse, todo en ellos había cambiado.

Esa mañana era una mañana especial. No es que a Estrella le gustaran los días festivos, más bien siempre intentaba evitarlos. Un día se había animado a decirle a Lorenzo: "No creo en el pasado, porque son solo fantasmas que irrumpen fastidiándolo todo. Y las celebraciones de nombres o cumpleaños, son solo eso, recuerdos que no merecen celebrarse. Celebremos el futuro, que es mejor". Por eso, ella estaba dispuesta a celebrar su noviazgo. Lorenzo le había respondido: "Yo creo que hay que recordar a la familia, a los amigos, a las sensaciones que uno vivió con cariño en la escuela, en el colegio y en la universidad; los recuerdos son el verdadero futuro, aunque no lo parezcan...

Para ella, este encuentro era absolutamente absurdo. Sus primeras reacciones fueron de sorpresa, como un golpe en la nuca o una cachetada, justo donde uno no lo espera. Por más ridículas que fueran sus expresiones debido a tal confusión, Estrella, siempre tranquila y condescendiente, se atrevió a preguntar:

—¿Qué te ha pasado en la cabeza? La inflación ha causado estragos, ¿así de mal? —dijo él, sorprendido al ver la juventud repentina de su hermana, sintiéndose ruborizado.

—El tiempo no pasa en vano; eso ha hecho que mi cabello no sea reconocible, ¿no te habías dado cuenta? En realidad, Estrella, te ves muy bien. Estar soltera ha permitido que el tiempo se detenga. Pareces una chica de veinte y pocos años.

—Veinticinco, justo cumplidos. ¿Por qué no ha venido Lorenzo? —preguntó ella.

—¿Lorenzo? ¿Quién es ese?... —preguntó Javier.

Estrella lo miró sorprendida, pero decidió no hacerle caso, creyendo que él estaba bromeando. Se quitó los lentes y se secó los ojos con los dedos, luego disimuladamente limpió sus gafas con sus mangas. No dejaba de pensar mientras una música desconocida sonaba melodiosamente. Volvió la vista y se dio cuenta de que la radio no tenía casetera, solo una ranura mediana. Estaba intrigada. Observó nuevamente la radio y notó que al lado de la ranura había un pequeño aparato insertado que emitía una luz intermitente. Tenía ganas de investigar lo que sucedía y las razones que le llevaban a conjeturar, quería hacerle algunas preguntas, pero justo cuando estaba dispuesta a hacerlo, el auto se detuvo.

Al bajarse del auto frente a una casa que le parecía indiferente, se preguntó: "¿Por qué me ha traído aquí?". Pensó si esta podría ser la casa donde Lorenzo la esperaba y si le estaban preparando una sorpresa, tal como imaginaba que su hermana, la doctora con la que se atendía, le daría. No le importaba hacerlo evidente, por eso lo disimulaba. Sus ojos se posaron finalmente en los hombros de su novio, al abrazarlo. Sabía que hacía quince días lo habían hecho con mucho amor y por última vez, y que sus sospechas sobre el leve sangrado eran previsibles. No estaba segura, pero de todos modos se lo diría, aunque le temblaran las piernas. Él tenía que saber todo el tiempo que ella se lo había guardado para no gritar...

Era la víspera de Navidad cuando Lorenzo sintió que sus sueños míticos se habían hecho realidad y que ya no cambiarían. Al despertar, se quedó meditando, absorto en lo adivinatorio que fue todo lo que su abuelo le dijo un día, cuando le leyó la mano: "Será una amiga de tu colegio, de piel clara, y el día de su nacimiento serán dos dígitos que formarán un número primo...". Eso fue lo que él interpretó como una suerte de laberinto.

Eran las diez de la mañana en un día caluroso, el mismo día de la víspera de Navidad. Se sentía sofocado y, sin embargo, tenía el rostro cubierto por una almohada que le protegía los ojos de la luz que entraba por una ventana sin cortinas. Estrella Salazar lo había invitado a almorzar: "A la una y media te espero en mi casa", le había dicho, obligándolo a asistir. Al igual que la vez anterior, la invitación se la había hecho personalmente, tres días antes, con su voz melodiosa y autoritaria.

Tendido en la cama, boca arriba, tenía un aire adormilado. Estiró los brazos, suspiró y se mordió los labios. A pesar del cansancio, Lorenzo intentó ordenar sus pensamientos y discursos, ensayando discursos breves y largos. Hizo una reverencia, inclinándose sobre la cama y moviendo las manos: "Ojalá todo me salga bien. Le voy a pedir que nos casemos. Es hora de fijar una fecha. Es lo que corresponde... ¡Hoy la voy a sorprender!", se dijo. A pesar de su somnolencia, Lorenzo recordaba los días de colegio, de universidad, las expresiones de Estrella: seguras, ásperas, cotidianas, tan notables como el amor apasionado que ella sentía por él. Recordaba también cómo lo miraba con aquellos ojos profundos y achinados, más allá de sus gafas. En ese momento, trató de evitar más pensamientos nostálgicos estirando el brazo y buscando la radio con determinación en la silla. Logró alcanzarla y la encendió. Ahora la música lo acompañaba, Foreigner con su "I Want to Know What Love Is", lo envolvía y le sonrojaba, sintiéndose visiblemente enamorado. Entonces se levantó guiado por la música y se dirigió lentamente hacia la ducha.

Lorenzo saltó y tarareó una canción, alargando el cuello mientras se miraba fijamente en el espejo de su habitación. La felicidad lo embargaba, ya se había acostumbrado a tenerla cerca como siempre había deseado. Luego, sus ojos se llenaron de lágrimas que se negaban a salir y su boca se torció. "¡Basta!... ¡Basta!", se dijo, ajustándose el cinturón del pantalón. De repente, recordó que tenía que comprarle un regalo, ella se lo merecía. Lo pensó rápidamente y entendió cuál sería. Simuló un golpe en la nuca para asegurarse de ello. "El tiempo me gana", dijo, embistiendo la puerta y saliendo sin mirar atrás.

Estos momentos idénticos, que parecen iguales, son un solo dolor que el tiempo confunde. Ella embarazada y él decidido a terminar el noviazgo. Estaba preparado para ponerle fecha al matrimonio. Un matrimonio que, por extraño que parezca, nunca se llevará a cabo, porque nunca ocurrió. Pudo haber ocurrido, pero no ocurrió.

Veintiocho años y un día de cronología tiene esta historia conjeturada. Y ahora, en ciudades distintas y distantes, donde el pasado, el presente y el futuro difieren de los sueños, en la soledad de sus habitaciones, ambos desconfían del destino, resignados a cuestionarlo.

Es la una y media de la tarde en la víspera de Navidad, y Estrella Salazar, de cincuenta y tres años, tiene la cabeza apoyada sobre sus brazos, extendidos sobre el escritorio, está dormida, con la computadora cómplice que la observa en silencio. Un perro pequeño y peludo juega cerca de sus pies. Dentro de su sueño, tiene otro sueño del cual no quiere despertar; su participación está hecha de tiempo presente, compatible con lo eterno y lo intemporal. Desea expresar una aventura sentimental e irrazonable para la mayoría de la gente: transgredir el espacio-tiempo, viajar al pasado y regresar al presente debido a un desmayo, volver embarazada al mundo que siempre deseó pero que no existe.

Es la una y media de la tarde en la víspera de Navidad, Lorenzo escribe un cuento sobre un sueño que tuvo la noche anterior. Piensa enviarlo a Estrella para que le dé sus comentarios. Sus cincuenta y tres años le permiten escribir sin ataduras, sin prejuicios. En su cuento, o en su sueño, imagina declarándose a Estrella, luego siendo novios y casi esposos. No menciona hijos, solo se centra en el romance eterno y glorioso entre ambos, como una especie de tiempo mítico, lo contrario de lo conocido. 

Loro

sábado, 5 de octubre de 2013

Travesuras del destino

Las travesuras del destino, siempre enigmáticas, originaron un incidente testimonial. Fue aquel día en que mi madre estaba a punto de dar a luz en un distrito cubierto de frondosos matorrales, arena y piedras.

Esta dinámica de tiempo estaba reglamentada para que yo naciera y también otro noble caballero, un hombre menudo de escuálidas facciones, cuyo nombre no es necesario mencionar. Y que también —supongo—, forzado por las circunstancias de mi destino, tenía que ser carmelino, como yo, en sus cuatro puntos cardinales.

Mis padres tuvieron que viajar desde muy lejos para presenciar el nacimiento de ese lugar, todo para que eso ocurriera.

Ya en esta etapa inicial de mi distrito, fundada por José López Pasos y otros insignes caballeros, ocurrieron infinidad de hechos imprevisibles que asumieron un carácter temerario, tal vez más apasionado que el lamento de una guitarra, como le sucede a un adolescente oscilando entre la infancia y la juventud. A pesar de carecer de edificios excepcionales, calles encantadoras y casas de noble estructura, logró atraer a la mejor gente provinciana y aguerrida.

Lo cierto es que esta acción directa, innovadora y creativa logró terminar el distrito con el propósito de que nuestro destino se encontrara. Pero con la salvedad de que nuestra infancia no se juntara ni en mañanas, ni en tardes ni en noches, hasta que discutido en otro extremo y de golpe, se llegó a la conclusión de construir una sede para el bendito Colegio Nacional Mixto Raúl Porras Barrenechea.

Claras imágenes, acumuladas de los relatos contados por mi padre, me llevan a reconocer que el destino origina, de la causa accidental, hallazgos asombrosos, como un concepto de milagro.

Una vez que el distrito fue fundado (no oficialmente) y a meses de fundarse el colegio —Cooperativo Mixto de Educación Vespertina Secundaria Común (ese fue su primer rimbombante nombre antes de su nacionalización como "Colegio Nacional Mixto Raúl Porras Barrenechea")—, según lo previsto por el destino, tocó una varita mágica y aparecimos yo y el otro caballero, bajito y escuálido, cuyo nombre no quiero mencionar.

Yo podría haber aparecido en Sihuas o Arequipa; el fulano en Piscobamba o Cañete; pero no, aparecimos en el mismo pequeño y rectangular distrito chalaco.

Así fue desdoblándose el tiempo, hasta que un día de abril —no diré el año—, fue público nuestro encuentro: su carpeta pegada a la mía, en el mismo salón, en el mismo grado, y con los mismos amigos en común. Tal vez, todo eso también estaba previsto.

Una hora después, ya estábamos escuchando a la misma regordeta y malhumorada profesora de biología. En aquel espacio o cascarón que físicamente parecía estar desprovisto de todo, de vez en cuando nos mirábamos extrañados; era un escenario distinto, desconocido, porque veníamos de aulas diferentes. Terminada la clase, acordamos formar un grupo con los otros amigos de carpeta. Nadie había ingresado aquí por error, el destino nos había juntado a todos. ¿Qué les parece?

Otra faceta del enigma, aquí acontecida, es el hecho de reunir a un grupo de actores disímiles, variopintos. La representación de algunos fue compleja; la de otros, momentánea y desapercibida. Ustedes replicarán que nuestro encuentro no tuvo nada de interesante. Yo replicaré que nada fue improvisado, que el azar tiene bien afiladas las garras cuando el destino se lo reclama.

El segundo acto, el más desamparado, por irónico y tierno, fue cuando uno de los actores, cumpliendo su rol, con ávido sigilo, enredó dos de nuestros cabellos que fueron cogidos furtivamente. Mi reacción fue mirarle con ojos severos, él me miró con ojos perplejos, abochornado. Pero el hecho ya había sido identificado. "Pareja unida para siempre", nos dijo.

Sin rechazar esta posibilidad de broma —al fin y al cabo, estábamos jugando—, vi cómo mi amigo, casi anulado, escapó enseguida hacia el otro lado del aula y se puso a conversar con otro amigo, rascándose nerviosamente una oreja. Apenas extendió las manos para recibir un cuaderno. Intuí, por primera vez, que nuestra indiferencia al hecho era la milagrosa confirmación de lo innegable. Estábamos convergiendo, melodramáticamente, hacia la lógica del destino. ¿Hacia dónde y para qué?

Ese mismo día, por la noche, mi imaginación se alimentaba de sentencias que me repetía. Era un laberinto incansable que reclamaba una solución exacta. Pero siendo adolescente, como era, no la entendía, o tal vez, quién sabe, disimulaba aquella revelación. Desvelándome, ensayaba un argumento sobre mi existencia en el pasado, presente y futuro. Me encontraba atrapada en la infinita riqueza de lo desconocido. Así, me quedé dormida. "¿Todo está premeditado? No, no puede ser", me decía en el interior del sueño. En ese punto, me desperté; no podía presentar un solo cargo contra él o contra lo desconocido. Muy despierta, sentada aún en la cama, reflexioné que el sortilegio no puede ser realidad, aunque da la incómoda impresión de serlo.

Comienza el tercer acto, el último. Es penoso para mí, pero debo contarlo; es lo justo. Regresa un actor que parecía descartado. Tiene cara de boxeador y es bajito: es el miserable. El destino le ha entregado una errata de argumento apta para disimular su triste vida. Él tiene que cumplirlo. Bruscamente se vistió con el ropaje de un insignificante desdichado. Corrió desde el otro lado de la ventana, cogió una granada de mierda mezclada con arena y la lanzó al interior sin misericordia. El día soleado se nubló para mis ojos. Vanamente intento recordar los detalles que me resultan inverosímiles. El tiempo y el espacio se detuvieron. Ahora es una mano la que me dirige hacia un penoso caño, proyectando una sombra muy cercana a la mía; es una sombra fija, antagónica, compensatoria; diría incluso que complementaria, aunque refleja una personalidad oculta, individual, irresuelta. Ya inclinada, con lágrimas recorriendo mis mejillas, murmuro reproches y una serie de sílabas perplejas, empantanadas por la resignación. Mi vergüenza se inflama al ver a mi amigo, de quien no quiero decir su nombre, agregando palabras fuertes: "Me las va a pagar, esto no va a quedar así", amplifica. "Déjalo ahí, no quiero problemas. Y hazme un favor, ve al salón y trae mis cosas...", le digo, gimoteando en voz alta y tratando de articular mis palabras. Sin dar explicaciones, toma mis gafas y las baña rápidamente. Una vez limpias, las sacude y las seca detenidamente con la manga de su chompa. Luego, extiende lentamente el brazo y me las entrega. Su mirada me tiene cautiva, y su boca no deja de apretar los labios. Finalmente, logra comprender que heroicamente ha renunciado al honor de ser mi caballero Lancelot. "Maldito sea", dice y se va. Al poco tiempo regresa, saliendo de su amargura, condescendiente, y me cuenta una de sus muchas travesuras en el barrio; añade que posiblemente una vez estuvo sentado en la vereda de mi casa, jugando con otros amigos. Yo lo escucho seriamente, intentando mostrar una falsa indiferencia en mi rostro. En ese momento, creo que estuvo a punto de decirme algo. No sé si por no querer escucharlo o por miedo a saberlo, me alejo de él, simulando prisa, y me dirijo hacia la puerta de salida. Sin embargo, no puedo contenerme y me vuelvo para mirarlo... Allí sigue, parado en el mismo lugar, con la cabeza erguida como un niño inquisidor. Al final, apresuro el paso y me alejo.

El argumento del destino, en nuestro caso, no fue complejo; aunque tuvimos que pasar por momentos monstruosos, presumo que era la única forma de entender, en estas visibles circunstancias, nuestros sentimientos bien guardados.

Libertad

jueves, 3 de octubre de 2013

Mi chica de quince años

"Se busca". Las letras del título son innecesariamente inmensas. Está escrito en la primera plana de los diarios colgados en un pequeño quiosco. "Se busca". Hay una foto de medio cuerpo que no lleva camisa limpia ni corbata; es un polo sucio. Tiene un rostro nocturno, poco afortunado, pues lleva una cicatriz que le atraviesa la cara; además es tuerto, de cabello canoso, ensortijado; un típico nacido para hacernos creer que es malo...

Impaciente, un hombre está parado frente al mismo quiosco, leyendo los titulares de los diarios; se inclina, levanta la vista, hace gestos de insatisfacción. Es de tarde y el sol no ha aparecido, solo una garúa persistente le humedece el rostro; siente frío. Se descubre el brazo y mira su reloj; "ya es tarde, no vale la pena ir; ella tal vez lo entienda", piensa. Saca el celular y llama a un amigo: "hola, ¿qué tal, estás ocupado?"; "no, ven no más, ¿has llamado a Joel?"; "no, ahorita lo llamo"; "ok, entonces en el mismo lugar de siempre"; "sí, está bien, pero no demores, estaré en quince minutos, te vuelvo a llamar cuando esté cerca, si puedes, también dale una llamadita"; "ok, lo llamaré".

Está sentado en la mesa de un pequeño restaurante, afuera, cerca de la entrada, para aquellos que fuman; una botella de cerveza lo acompaña; sus amigos no están por ninguna parte. Saca un papel en blanco y se pone a escribir; levanta la cabeza, se coge el rostro, piensa; se da cuenta de que sigue solo, mira a su alrededor y sus amigos no aparecen; se inclina pegándose a la mesa y vuelve a su arbitraria redacción. De pronto, siente una palmada en el hombro; "hola, cómo estás"; "ah, hola —está exaltado—, parece que los milagros existen, no me lo esperaba"; "¿qué no te esperabas? Acabo de llegar de viaje, todo está completamente cambiado por aquí, el tiempo vuela, ¿qué tiempo que no nos vemos?"; "no me lo digas..., te estuve llamando, pero no tuve ningún resultado"; "qué raro, no tengo ninguna llamada tuya, tal vez coincidió con otra llamada, a veces sucede"; "tal vez, ¿me puedo sentar?"; "cómo no". Suena el celular; "hola Charly, tengo bailongo hoy día, se me pasó, Joel me ha dicho que tampoco puede, tiene 'Escuela de padres', pero mañana puede ser, él también estará libre"; "ok, no te preocupes, mañana los llamo".

Al fin sucede, son cosas del destino. Ella tiene el rostro confundido, hasta agitado, pero con una sonrisa larga; él se mueve con notorio asombro, parece una melcocha sentimental. "Mejor vamos a otro lugar", le dice; "bueno, ¿adónde me quieres llevar?", pregunta. Lo piensa. Reacciona. "Vamos, te va a gustar".

Ahora están sentados en la mesa, en una terraza; la luz es tenue, el ambiente es acogedor. "¿Tu firma sigue siendo la misma?", pregunta ella; "¿mi firma? ¿Qué hay con mi firma? Es la misma desde la secundaria, mira" —saca la billetera del bolsillo del pantalón y le enseña el documento de identidad—, "ves, sigue siendo la misma"; "a ver, dámela… hum, qué raro te ves en esta foto". "Sí, es cierto, es la misma... no me vas a creer, pero la otra vez soñé con ella y era diferente, el garabato estaba encima de tu nombre completo..., pero no me hagas caso", murmura ella; "raro sueño", dice él con duda; "sí, raro sueño", finaliza ella.

Los vasos de vino están vacíos; el mozo se acerca y vuelve a llenarlos. Conversan amenamente, sonríen, agitan las manos. Poco tiempo después acuerdan en manifestar que el destinado encuentro —¿casual?— es consecuencia de un arruinado y viejo amor que algún hecho metafísico alienta gustosa por la impensada coincidencia. “El amor es enigmático, de falaces probabilidades en la vida real, pero abundante en las telenovelas lacrimógenas de la TV”, dice ella; "lo que llamamos primer amor no es más que una abreviatura, filoso, puntiagudo, nunca eficaz", añade él; "pero su fin es obstinadamente práctico: nunca concluye", responde ella.

Están ahí, llenando el recinto de palabras abstractas, balbucientes, como buscando lo perdido en el espacio infinito, repleto de pasado. Sus ruinosos ademanes, sus gestos conmovedores por la tranquilidad del ambiente, muestran esa apetencia de seguridad que nunca tuvieron. Todo este contraste origina, como voluntad de magia, un conmovedor momento: el efecto accidental de un beso. Los testigos son solo sombras indefinidas, curiosas apariciones en esa conjunción del espacio-tiempo, algo sin importancia.

Solo a ellos les atañe el efecto inmediato, el regocijo o el dolor de ausencia. Hay infinitos libros llenos de este mejunje, de señalarse como viva una esperanza muerta siglos atrás, de creer en el infinito poder del destino; solo cambia el estilo, los señalamientos, las imágenes; es un regalo piadoso del tiempo aplicable a tan dilacerante encuentro.

En este estrangulado ayer —porque no puede ser presente—, ella, preclara por su altiva soltería, renueva, traviesa, al forasterizado amigo, una lírica nueva. Él, poeta mareado, inconsolable e innegablemente casado, renueva la sentencia con epítetos juveniles y compendiosos.

Treintaicinco años de ausencia logró en él, ese preciso cumplimiento, el de elaborar heréticos versos, para su chica de quince años.

Libertad.

martes, 1 de octubre de 2013

La rúbrica

No recuerdo la fecha exacta, pero el hecho ocurrió el primer día de clases. Serían las ocho de la mañana cuando lo conocí. A primera vista, presentaba rasgos particulares: su cuerpo, delgado hasta el extremo, se parecía a un pequeño poste; y su pelo, recién cortado, me lo hacía imaginar como un puercoespín. Cuando lo observé mejor, me di cuenta de que llevaba el uniforme sin el menor cuidado.

Cuando coincidimos en el umbral de la puerta, yo estaba llegando a mi nuevo salón de clases. Entonces me detuve. Él también se detuvo y se quedó quieto, mirando de soslayo el interior. Luego asintió con un gesto y me miró esbozando una pequeña sonrisa. Yo lo miré igual, pero sujetando mi vestido que se revolvía flotante por el viento tibio que ingresaba entre mis piernas. Pronto huyó hasta llegar a la primera carpeta de la fila del centro; y con la misma rapidez se sentó a la derecha y dirigió una mirada a su alrededor. Dado que yo iría en la misma dirección, acabé por entender que al final seríamos vecinos, porque también, por coincidencias de la vida, su amigo de carpeta era mi amigo; y mi amiga, que se sentaría a mi costado, también era su amiga.

Aparte de esta nimia convergencia, obvia tal vez, sería difícil de explicar lo que luego nos sucedió. Aunque lo intentaré.

Desde un inicio, nuestra indiferencia se convirtió en el hecho de llevarnos la contraria. Discutíamos sin asombro y con pocas palabras delante de nuestros amigos. Lo que era blanco para mí era negro para él. Sin embargo, cuando estábamos a solas nos llevábamos muy bien, aunque ninguno de los dos dio muestra de reconocerlo. En pocas palabras, era como tener un secreto a medias.

Recuerdo que en diciembre yo iba a cumplir quince años. Sin embargo, no presentaba el regocijo de las otras niñas de mi edad. Hasta tal punto, que solo me empeñaba en mis estudios y no tenía más propósito que ese. Por consiguiente, estaba tranquila. En cambio, él paseaba el cuerpo calculando sus pasos y teatralizando su reñida realidad. Su rostro reflejaba un historial de vida muy ajena a la mía, de ese que no tiene espacio sino para la reflexión. Y creo que, debido a esta diferencia, siempre me interesó aquella sonrisa pendenciera, que brotaba espontánea, casual y lacónica, cuando atendía a mi mirada. Me enamoré de ella, porque siempre me permitía ingresar, sin saberlo, a su alma. Me enamoré de sus ademanes curiosos: aleteando sus cuadernos, golpeando el lapicero, dibujando rudimentariamente las letras con mucho esfuerzo, y haciendo de su firma una estrella pequeña e incompleta...

Ese mismo día fue que después de saludar a mi amigo y ponerse en pie hizo lo mismo con mi amiga que estaba sentada a mi costado. Sin embargo, yo le rehuí y no supe presentarme y confesarle que deseaba su amistad. Aun así, giró la cabeza y me miró con atención. Luego hizo un pequeño gesto en el rostro como señal de saludo. Con el propósito de que mi rubor no se hiciera evidente, le contesté tímidamente, levantando apenas una de mis manos. De ahí, se volvió para no mirarme y fue inmensa su sonrisa. Yo creo que sonreí también. Fue curioso ese instante de trascendencia auténtica para mí. No sé si alguien pueda recordar la primera vez que saboreó un buen desayuno o el primer libro que leyó sin importancia —cuando se es niño las cosas suceden sin tiempo, sin comprobación, todo nos es infinito, nada es trascendente; y así debe ser, supongo—. Pero hay una primera vez que nadie olvida, por más que lo pretenda. Ese día fue. A pesar de que había bastante gente y un gran griterío y sombras trajeadas con uniformes escolares. Ese mismo día fue que su sonrisa —su alma— se encontró con la mía; poco tardaron para reconocerse, y para desatarse laberínticamente.

Después de todo aquello, nos enfrentábamos tímidamente, pero sin preocuparnos precisamente en ello. De ahí que lo hiciéramos costumbre. Por eso hubo un hecho que yo recuerdo muy bien. Ese día estábamos jugando al ludo con dos amigos más. Yo, con el pelo revuelto, lo veía agitar los dados y lanzarlos inmediatamente. Y cuando sus dedos cogían las fichas para avanzar, sus ojos no dudaban en mirarme. Movía la cabeza, proyectando la emoción de ganar la partida; queriendo pasar por encima de mis fichas y atraparlas, queriendo volverme al inicio. Me parecía muy feliz cuando lo lograba. No lo discuto, representaba, para él, un grandioso triunfo sobre mí.

En otra ocasión, y en otro escenario, lo veo en una mañana de primavera. Yo me dirigía al colegio y me lo encontré; me saludó con la misma sonrisa de siempre, pero un poco azorado. Aproveché para preguntarle el origen de su firma, de la simpleza de la misma. "Te pueden copiar", le dije. Conjeturó dándole importancia a la estrella de David y a una lectura sobre el rey Salomón. "Pero tu estrella tiene cinco puntas", le refuté. Se quedó pensando. Confieso que se lo pregunté con alguna incomodidad, tal vez, como un ejercicio estéril, inconveniente. Me dijo que él no proyectaba dos triángulos equiláteros; que era una forma de creación artística e imaginada luego de muchos garabatos que no le convencieron; que ese era el resultado. "No soy un copión; además, nunca firmaría escribiendo mi nombre y apellido, no soy un tonto; eso sería una cursilería", me dijo. Lo cual me sorprendió, por su poca modestia y su desajustado tono al decírmelo.

También hay otro recuerdo de confidencia, algo limitado por nuestra edad; no encuentro los diálogos precisos, pero sí el contenido. Fue luego de batirme al ajedrez con una amiga; lo recuerdo salir con sus cuadernos en las manos, mirándome de reojo, lleno de vergüenza. Fui a su encuentro con un visible propósito, el de burlarme de él. El hecho es que hasta ahora me duele tal propósito, como si fuera ayer. "¿Qué pasó?", le pregunté. "El número me aturde; el grupo contrae mi imaginación; pensaba más en las miradas que en el juego mismo; en especial en la tuya", me dijo. "¿En la mía?", pregunté. "Sí, en la tuya", respondió. Su respuesta no admitía la menor réplica; era un veredicto, una declaración, un adjetivo, un pronombre de posesión contundente.

Parece mentira, sin embargo, merece recordarlo; lo recuerdo ahora, no como quisiera, pero así fue. Este se mantuvo en secreto hasta hoy en que me atrevo a relatarlo; aunque los recuerdos propenden, por propia voluntad, a borrarse, a nublar los detalles:

Esta ilusión adolescente de un mundo infinito, como un océano, que uno cree suyo sin esfuerzo, logró un trivial y profundo desencuentro. Los hechos fueron premonitorios, como su rúbrica, como la mía, con la misma que hoy sigo firmando. Fue una evidencia que hasta ahora me inquieta. Lo tuve a la vista, lo tuve en la palma de la mano, por breves segundos; era un dije en forma de corazón; casi inmediatamente se lo devolví. Inquietamente, agitó su alma y se quedó sin dicción. Su desesperado semblante era el mismo de quien perdió la partida de ajedrez, casi bajo las patas de los caballos, incapaz de reaccionar, repensando lo que hizo. Al fin, se dio ánimo. "¿Debe ser así?", preguntó. Me quedé callada, como una imagen afligida, burda, la más burda.

Toda esa conjunción de espacio tiempo, junto a su voz excepcional, complaciente, surrealista, lo llevo grabado en mi memoria, luego de siglos de distancia. Me da pena recordar las circunstancias, el haberlo dejado jugando solitario, confundido, sin atreverse; y yo, agregando a esta confusión, sin poder añadir mi preferencia por él. Todo por esa irrefutable aniquilación de lo que se tiene por el temor a lo que viene; por lo que juzgué a priori, con desenfado, y con toda mi sabiduría estúpida, llena de enmarañados prejuicios, preexistentes, reprochables…

Luego, al día siguiente, me dolía apartarme de él. Lo tenía muy cerca, y muy lejos a la vez; sentado, delante de mis ojos, con una justificada ausencia. El hecho me dolía, por eso, furtivamente ensayé, tantas veces como pude, aquella firma de cinco puntas. Acaso para enseñársela y reanudar nuestra quebrada amistad. Llegué a conseguirla. Mi imitación era perfecta. Una tarde, al salir del colegio, me dispuse a entregarla. Fui dispuesta a decírselo. No lo encontré, había desaparecido. Ahora sé, que otra protagonista, en otro espacio y tiempo, ya lo estaba soñando.

Libertad