jueves, 3 de octubre de 2013

Mi chica de quince años

"Se busca". Las letras del título son innecesariamente inmensas. Está escrito en la primera plana de los diarios colgados en un pequeño quiosco. "Se busca". Hay una foto de medio cuerpo que no lleva camisa limpia ni corbata; es un polo sucio. Tiene un rostro nocturno, poco afortunado, pues lleva una cicatriz que le atraviesa la cara; además es tuerto, de cabello canoso, ensortijado; un típico nacido para hacernos creer que es malo...

Impaciente, un hombre está parado frente al mismo quiosco, leyendo los titulares de los diarios; se inclina, levanta la vista, hace gestos de insatisfacción. Es de tarde y el sol no ha aparecido, solo una garúa persistente le humedece el rostro; siente frío. Se descubre el brazo y mira su reloj; "ya es tarde, no vale la pena ir; ella tal vez lo entienda", piensa. Saca el celular y llama a un amigo: "hola, ¿qué tal, estás ocupado?"; "no, ven no más, ¿has llamado a Joel?"; "no, ahorita lo llamo"; "ok, entonces en el mismo lugar de siempre"; "sí, está bien, pero no demores, estaré en quince minutos, te vuelvo a llamar cuando esté cerca, si puedes, también dale una llamadita"; "ok, lo llamaré".

Está sentado en la mesa de un pequeño restaurante, afuera, cerca de la entrada, para aquellos que fuman; una botella de cerveza lo acompaña; sus amigos no están por ninguna parte. Saca un papel en blanco y se pone a escribir; levanta la cabeza, se coge el rostro, piensa; se da cuenta de que sigue solo, mira a su alrededor y sus amigos no aparecen; se inclina pegándose a la mesa y vuelve a su arbitraria redacción. De pronto, siente una palmada en el hombro; "hola, cómo estás"; "ah, hola —está exaltado—, parece que los milagros existen, no me lo esperaba"; "¿qué no te esperabas? Acabo de llegar de viaje, todo está completamente cambiado por aquí, el tiempo vuela, ¿qué tiempo que no nos vemos?"; "no me lo digas..., te estuve llamando, pero no tuve ningún resultado"; "qué raro, no tengo ninguna llamada tuya, tal vez coincidió con otra llamada, a veces sucede"; "tal vez, ¿me puedo sentar?"; "cómo no". Suena el celular; "hola Charly, tengo bailongo hoy día, se me pasó, Joel me ha dicho que tampoco puede, tiene 'Escuela de padres', pero mañana puede ser, él también estará libre"; "ok, no te preocupes, mañana los llamo".

Al fin sucede, son cosas del destino. Ella tiene el rostro confundido, hasta agitado, pero con una sonrisa larga; él se mueve con notorio asombro, parece una melcocha sentimental. "Mejor vamos a otro lugar", le dice; "bueno, ¿adónde me quieres llevar?", pregunta. Lo piensa. Reacciona. "Vamos, te va a gustar".

Ahora están sentados en la mesa, en una terraza; la luz es tenue, el ambiente es acogedor. "¿Tu firma sigue siendo la misma?", pregunta ella; "¿mi firma? ¿Qué hay con mi firma? Es la misma desde la secundaria, mira" —saca la billetera del bolsillo del pantalón y le enseña el documento de identidad—, "ves, sigue siendo la misma"; "a ver, dámela… hum, qué raro te ves en esta foto". "Sí, es cierto, es la misma... no me vas a creer, pero la otra vez soñé con ella y era diferente, el garabato estaba encima de tu nombre completo..., pero no me hagas caso", murmura ella; "raro sueño", dice él con duda; "sí, raro sueño", finaliza ella.

Los vasos de vino están vacíos; el mozo se acerca y vuelve a llenarlos. Conversan amenamente, sonríen, agitan las manos. Poco tiempo después acuerdan en manifestar que el destinado encuentro —¿casual?— es consecuencia de un arruinado y viejo amor que algún hecho metafísico alienta gustosa por la impensada coincidencia. “El amor es enigmático, de falaces probabilidades en la vida real, pero abundante en las telenovelas lacrimógenas de la TV”, dice ella; "lo que llamamos primer amor no es más que una abreviatura, filoso, puntiagudo, nunca eficaz", añade él; "pero su fin es obstinadamente práctico: nunca concluye", responde ella.

Están ahí, llenando el recinto de palabras abstractas, balbucientes, como buscando lo perdido en el espacio infinito, repleto de pasado. Sus ruinosos ademanes, sus gestos conmovedores por la tranquilidad del ambiente, muestran esa apetencia de seguridad que nunca tuvieron. Todo este contraste origina, como voluntad de magia, un conmovedor momento: el efecto accidental de un beso. Los testigos son solo sombras indefinidas, curiosas apariciones en esa conjunción del espacio-tiempo, algo sin importancia.

Solo a ellos les atañe el efecto inmediato, el regocijo o el dolor de ausencia. Hay infinitos libros llenos de este mejunje, de señalarse como viva una esperanza muerta siglos atrás, de creer en el infinito poder del destino; solo cambia el estilo, los señalamientos, las imágenes; es un regalo piadoso del tiempo aplicable a tan dilacerante encuentro.

En este estrangulado ayer —porque no puede ser presente—, ella, preclara por su altiva soltería, renueva, traviesa, al forasterizado amigo, una lírica nueva. Él, poeta mareado, inconsolable e innegablemente casado, renueva la sentencia con epítetos juveniles y compendiosos.

Treintaicinco años de ausencia logró en él, ese preciso cumplimiento, el de elaborar heréticos versos, para su chica de quince años.

Libertad.

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