Todo está preparado: la fecha, la hora, la iglesia, la novia y el
novio. Los padrinos son dos amigos diferentes, según la opinión de los novios,
que aún no tienen la suerte de conocerse. Uno es amigo de él; la otra, amiga de
ella. Al novio le falta el padre, pero a la novia no le faltan ni la madre ni
el padre. Sin embargo, ellos andan separados por la distancia y no por el amor.
Él trabaja como burro en otro lejano país; aunque, de vez en cuando, él vuelve
y sensatamente se entregan a los placeres violentos y breves; luego se asoman
por el balcón o salen a pasear por algún conocido bulevar. Sin duda, hoy en
día, nada es más natural que una relación como ésta. Tal vez, porque aún no han
descubierto otra forma de imaginar sus vidas. Eso tampoco es original.
Los novios solo coinciden, no sé si en el amor, que es una
cuestión subjetiva y privada, en la cantidad de hermanos, que son siete. Pero
no todos llevan el mismo apellido.
Ahora la casa de la novia es un laberinto. La están acondicionando
para que esté hermosa y agradable en el altar. Hay mucha gente femenina a su
alrededor. Todas saborean una atención como si se tratara de ellas mismas.
Algunas caras repiten ciertos rasgos de familia, ciertos gestos; hasta el tono
de voz parece salir de una misma garganta. El color de piel y el perfil parecen
casi clonados. Y hay otras que difieren totalmente. Pero todas denotan alegría,
envidia y celos encontrados. Igualmente, todas la felicitan. El sábado pasado
le hicieron su despedida de soltera en la casa de su mejor amiga, lo que
resultó bastante bien para su gusto; todo fue bullicio y alegría, aunque no
hubo más allá de bromas tontas y aburridas. Al final se supo que el recato fue
lo más interesante y cómico. En la casa de él hubo lágrimas furtivas,
preocupación y desencanto. La mamá lloraba afligida en su habitación; no
aceptaba que el menor, el joven médico, se casara primero. Para él no hubo
despedida de soltero. Sus amigos se enteraron, sorprendidos, de que se casaba
al día siguiente. Aún no pueden asimilarlo. Cuando se lo dijo, quedaron en
silencio durante bastante tiempo. Ellos saben que él tiene una enamorada y que
ella vive lejos de su barrio, muy lejos. La conocen muy bien porque él se las
presentó hace dos años y siempre los vieron felices. Nunca se enteraron de alguna
pelea seria. Él se lo hubiera dicho. Por eso están confundidos. Solo se
atrevieron a suponer que fue por falta de tiempo y reflexión lo que lo llevó a
amar a otra mujer sin darse cuenta. Lo peor de todo es que no conocen a la
novia. Ella había aparecido de pronto, como un conejo salido de un sombrero. No
se atrevieron a preguntarle. La decisión era suya y había que respetarla.
El novio aún no llega. Hay murmullos y voces periféricas en la
iglesia. Uno de los hermanos de la novia, que va vestido de terno negro y
camisa blanca, está parado casi pegado a un santo de yeso que está cerca de la
entrada. Mira apurado su reloj de pulsera. Aparenta estar nervioso, aunque
mantiene un equilibrio natural. Al rato saca un teléfono celular del bolsillo
de su pantalón y hace una llamada. Mientras lo hace, frunce el ceño y mira a su
alrededor en busca de algo o de alguien. Luego gira toda la cabeza y da algunas
indicaciones a dos mujeres de aspecto robusto que están inquietas a sus
espaldas; ellas, apresuradas, hacen un ademán de sacar algo de sus carteras. No
esperan más y salen de la iglesia. Al otro lado, en las primeras bancas de la
derecha, muy cerca del altar, las amigas de la novia conversan entre ellas y
sueltan sonrisas, algunas casi perfectas. Todas están vanidosamente vestidas.
No se fijan en ninguna otra escena más que en ellas mismas. También hay cuerpos
quietos y pensativos que llenan los respaldos; y otros que se mueven
abandonados, saludando afectuosamente a quienes pasan muy cerca de ellos. Al
fondo, muy cerca de la puerta de entrada, a sus espaldas, todo es embarazoso;
así lo sienten los amigos del novio, que están vestidos recatadamente. Sus ojos
han visto a la enamorada que ellos conocen muy bien; ella está sentada en la
última fila y en la banca del medio. Está sola. No, parece estar acompañada de
sus pensamientos y de los recuerdos que tiene y convoca; se le nota,
indiscutiblemente, en sus ojos vidriosos que miran fijamente el altar y en los
gestos que hace con las manos. Cada vez que recorre con la mirada todo el
lugar, su rostro parece destilar veneno. Pero también muestra una mirada
modesta y de orgullo. Sus cabellos lacios y negros están sueltos y le tapan la
mitad del hermoso rostro. No viste para la ocasión. Lleva unos pantalones
vaqueros y una blusa rosada. Ninguno de ellos se atreve a acompañarla.
Ahora todos ellos, que son solteros, comprenden que su amigo
entrará al mundo real del matrimonio. Parece inevitable, pero nadie descifra
cómo la conoció ni qué relación preliminar tuvo con la novia. Analizan
diferentes posibilidades y se dan cuenta, en esos momentos, de que no vale la
pena discutirlo. ¿Qué había pasado? Como querían saberlo, se preguntan por
Rosita, que es así como se llama la enamorada que ellos conocen muy bien. Según
sus cálculos, tiene veintitrés años. En sus recuerdos, la recuerdan en algunas
reuniones de amigos, conversando animadamente; la ven guapa, jovial, emocionada
y rompiendo brevemente una conversación. "El mundo cambiará, pero yo
no", decía. Siempre vestía sin deslucir unos jeans que resaltaban sus
nalgas. "Una persona nace para ser libre", repetía. Le gustaba el
vino, las charlas largas y que los hombres la imaginaran gloriosa y memorable.
El enamorado se estremecía un poco al escucharla, pero no decía nada. Ambos
estaban seguros de su amor. Siempre estaban juntos, aunque con las caras
dulcemente acarameladas. En los cumpleaños de él, ella siempre aparecía.
Llegaba con un regalo que evidenciaba el cariño que sentía por él. Era evidente
la cercanía en su trato, ya que se les veía compartir alimentos de vez en
cuando. Además, era personalmente enemiga de los tatuajes y los programas de
farándula. "¡Qué programas tan horribles!", exclamaba. No dejaba de
discutir sobre eso. Era reconfortante verla hablar. Un día él desapareció durante
un tiempo regular, hasta que finalmente los reunió ayer por la tarde y les
entregó la invitación.
Ahora se ve al cura, quien tiene una cara que evoca a la
pedofilia, parado en el altar. Es alto, grueso, viejo y rojo como una
cucaracha; parece estar terriblemente aburrido. Su rostro está libre de barba y
bigote, y sus sienes están cubiertas de finos pelos blancos que dejan a la
intemperie sus enormes orejas oblongas. Moviendo la cabeza, calva en el centro,
y sosteniendo La Biblia con ambas manos, pasa revista mentalmente a todos los
presentes. Está inquieto y sin tiempo. Parece no querer estar allí. A su lado
derecho hay un chiquillo tímido de unos doce años que lleva un incensario
metálico suspendido de cadenas. Viste una sotana blanca y roja. El cura, de vez
en cuando, lo mira con una sonrisa despectiva. Él le devuelve la mirada con
admiración y profundo respeto. Todo esto culmina cuando aparece el novio
acompañado de la madrina. Entraron por detrás de todos. No hubo tiempo; los
presentes se aglomeraron en sus bancos y se voltearon para mirarlos. La
enamorada, sin levantarse, giró la cabeza por encima de su hombro y miró al
novio, a tres pasos de distancia. Se mordía los labios sin control mientras
unas gotas de sudor se aglomeraban en su frente. Sus ojos parecían incrédulos
ante lo que veían. El novio, vestido con un traje similar al de los pingüinos, parecía
muy distante de todo. Perdido en sus reflexiones, miraba a todos sin mirar a
nadie. Se acercaban al altar cuando se detuvieron. Después de un momento, el
novio, sobresaltado, miró a la madrina, una hermosa mujer de unos veinticinco
años, alta y delgada, que lo tenía agarrado del brazo. Entonces le preguntó:
"¿Qué sigue?". Ella tartamudeó un poco y le contestó: "No sé. Es
la primera vez que soy madrina. Deberíamos haber ensayado", agregó
nerviosa. Una de las amigas de la novia, una mujer morena y delgada con senos
voluptuosos, a quien él no conocía, se levantó repentinamente y fue a su
encuentro. Ella era una de las testigos. "Continúen caminando, tienen que
llegar al altar", les dijo. "Ah, ok", contestó el novio haciendo
un gesto como un muñeco curioso. En ese momento, la iglesia estaba abarrotada
de gente que, como soldados, realizaban los mismos movimientos. Innumerables
flashes hacían parpadear al novio y a la madrina. Sin embargo, no todos estaban
siguiendo lo mismo. Los amigos del novio, inmóviles, sacudían la cabeza y se
miraban entre ellos. Luego, miraban al novio, a la madrina y a cualquier otro
lugar. Sus miradas fijas parecían no ver nada, o tal vez solo observaban
mentalmente a la enamorada.
En un momento dado, una de
las amigas de la novia, la más vieja y de abultado vientre, se acercó a ellos,
que estaban sentados en la fila del centro, del lado derecho de la iglesia,
desde donde podían contemplar el altar sin ningún problema. Eran media docena
en total. Parada allí, les dijo: «Uno de ustedes tiene que hacer de testigo».
Inclinando la cabeza con modestia y haciéndose los locos, advertían que ninguno
de ellos se quería prestar para tal oficio. La vieja no se movía; no parecía
impaciente por irse. Recostada en la banca, seguía al frente con mirada seria y
torcía la boca en un gesto que le extendía las arrugas por toda la cara.
Presentaba además un maquillaje exagerado y un bigote ralo que le hacía sombra
a la nariz. Muy cerca del ojo izquierdo, un lunar como verruga parecía quererle
salir. Resultaba incómodo verla allí. Uno de ellos, Adolfo, hombre parco en
palabras y propenso a las travesuras donjuanescas, viendo que nadie iba a dar
su brazo a torcer, se puso en pie y, sin volverse hacia ella, fue a situarse en
la banca izquierda de la primera fila. Poco después, grande fue su sorpresa al
ver que tenía a su costado a una palpitante mujer. La miró con atrevimiento y
con una sonrisa amplia que le infló los cachetes. Ella le devolvió la mirada
con cierta determinación y confianza. Esto le confirió a él una suerte de
éxtasis intrínseco. Se sintió ganador. «Aquí campeonas», pensó. Ser el otro
testigo al azar era el pretexto justo para su dilatada vida de donjuán. Además,
él siempre fue testigo, nunca contemplativo; eso lo tenía muy claro,
especialmente con las mujeres. Por eso nunca desentendía al destino. Y el
destino estaba siendo extremadamente bueno con él en esos momentos. Lo primero
que sus ojos vieron fue el inmenso escote lleno de abundante carne, y que él
las imaginaba como dos redondeados y poderosos glúteos; lo segundo, que tenía
el pelo crespo y los ojos hermosamente pardos. Toda ella era arquitectura pura.
Su curvilíneo y esculpido cuerpo estaba delimitado por un vestido que ajustaba
su figura de mujer con engranajes transmitiendo potencia, y goznes colocados en
el lugar preciso para que sus piernas se extendieran, esa misma noche, sobre
sus hombros. En pocas palabras, una mujer tangible en aquel instante
intangible. «No hay Adolfo sin una mujer como ésta. No hay mujer como ésta sin
su Adolfo. ¡Hoy la hago linda!», se dijo. Estaba totalmente impresionado por su
suerte. Entendía que describirla mejor era algo que no era fácil de expresar
con palabras...
Justo en ese instante, de inquietud e intimidad para él, hizo su
aparición la novia en los brazos del padrino. Avanzaba un poco altiva y seria,
deslizando el cuerpo al compás de la marcha nupcial. Su vestido, amplio en la
falda y corto en el talle, era de un blanco marfil con una cola que arrastraba
tres pasos detrás de ella. Presentaba, también, un escote en forma de corazón
que realzaba su busto y un velo que cubría completamente su cara. Dos niños de
entre seis y ocho años iban muy cerca de la novia, caminando juntos a ambos
lados. La niña llevaba en sus manos una canastita decorada y llena de flores
que iba regando en el camino.
Pero para Adolfo, con sus raíces donjuanescas, todo eso carecía de
importancia. Solo tenía ganas de fumar y entablar una conversación con la mujer
que le tocó por suerte. Sin embargo, ambas cosas estaban prohibidas en ese
momento. De pronto, todos se pusieron de pie. Él se levantó y se quedó inmóvil,
pero con los ojos fijos en el cuerpo tremendamente provocativo de la dama. No
se permitió hablar, tal vez como parte de su táctica, porque ya tenía pensado
su objetivo. Incluso disimuló su mirada, observando sin realmente ver a la
novia. Absorto, comenzó a considerar sus agitadas ideas.
Cuando ella se inclinó para observar mejor, sin proponérselo,
logró que uno de sus senos rozara el brazo de Adolfo. Esto lo despertó y desató
sus pensamientos (o mejor dicho, lo despertó un roce sicalíptico y placentero).
De inmediato, se volvió hacia ella y la miró a los ojos por un instante.
—¡Está hermosa la novia! —exclamó ella con una sonrisa coqueta y
apartando los cabellos que le cubrían los ojos.
—Es demasiada mujer para mi amigo —contestó él automáticamente,
sin estar seguro de lo que dijo.
—Qué valientes son —agregó ella, con la barbilla apoyada en la
mano y soltando una pequeña sonrisa.
Adolfo, correspondiendo, sonrió con una sonrisa forzada y por hacer
algo.
—Sí, mi amiga está hermosa —añadió ella con voz angustiada.
Luego se sentaron lentamente sin hacer ruido.
Adolfo, despejando su mente, se dio cuenta de que también el novio
existía y que estaba presente a unos metros de él. Sí, ahí estaba, parado como
un tonto, esperando a la novia en el altar. Además, comprobó que el padrino era
el amigo que faltaba: el más gracioso, pendenciero y rebelde del grupo; aquel
que se atrevió a confesarle su amor a la chica más chanconcita del salón
durante la secundaria. Poncho tenía razón cuando les dijo que Jorge debía
saberlo, porque la última vez que lo vieron, escondía algo. ¡Esto era!...
Adolfo se volteó y buscó a sus otros amigos. Repentinamente, vio
que desde el fondo, la ignorada enamorada del novio lo miraba afligida y con
cólera. Plenamente, se sintió un Judas. Cada vez más, parecía que había
cometido un error al aceptar ser el otro testigo. Pero la mujer exuberante a su
lado lo disculpaba todo. Cautelosamente, soltó un corto silbido y levantó los
hombros en señal de duda. De todos modos, ya estaba hecho, no había vuelta
atrás. Aunque no podía ver a sus amigos por completo debido a la fila de
cabezas aglomeradas, sentía que ellos solo sonreían. La película ahora se
desenvolvía con todos los actores.
Poco después, Adolfo sintió
que una mujer lloraba detrás de él. Estaba en la segunda fila. Cuando se volvió
para mirar, entendió que era la mamá de la novia. Tenía la cara oculta con un
pañuelo blanco y estaba acompañada por una de sus hijas, que la abrazaba.
Lloraba con pequeños y lastimeros sollozos. Adolfo se sentía muy avergonzado.
Sin embargo, su compañera de asiento, Estela, que era el nombre de la
voluptuosa mujer, parecía no escucharla. La llorona miraba a la novia de vez en
cuando y volvía a sollozar. Parecía que nunca iba a parar de llorar. Adolfo,
para entonces, estaba abatido. No quería escucharla más. Estela, al darse
cuenta de la incomodidad de su acompañante, ambos ahora testigos de esta
historia de amor y acreditando que era real, se inclinó hacia él y murmuró
algo. Adolfo movió la cabeza como si no hubiera entendido. Ella, elevando la
voz, le dijo: "Mi amiga está muy unida a su mamá, entre todos, ella es la
favorita. Siempre la trató como si fuera su única hija". "Ah, ya
entiendo. Pero mi amigo es un caso distinto...", dijo Adolfo.
"¿Cómo?", preguntó ella. "No, yo iba a decir que son muy jóvenes
para casarse", continuó él. "Sí, mi amiga no ha cumplido los
veinticuatro", respondió ella casi susurrando. A partir de ese momento,
Adolfo sintió que la relación comenzaba a fluir. Después de unos minutos, todos
se pusieron de pie. La misa había comenzado hace un rato. Esto hizo que la
llorona calmara su llanto. Finalmente, Adolfo ya no sentía el molesto llanto a
sus espaldas.
Después de un rato bastante largo de paradas y sentadas, de música
celestial que no había cuando terminé, el cura empezó con lo más serio:
"Hermanos y hermanas, nos hemos reunido aquí como pueblo de Dios para ser
testigos de la unión de Alberto y Elena".
Al fondo se oía un ruido singular, como una rabieta seguida de
sollozos, y nadie comprendía qué era. Solo los amigos comprendían o tenían la
impresión de que la enamorada estaba acompañada de lamentos y tramando algo.
Hubo una pausa por tales ruidos. Sin hacer caso, el cura siguió
con la ceremonia: "Hemos venido a compartir su gozo y a pedir que Dios les
bendiga. El matrimonio es un regalo de Dios, sellado por un compromiso sagrado.
Dios da el amor humano. A través de ese amor, el esposo y la esposa se entregan
uno al otro, prometiéndose cuidado mutuo y compañía armoniosa. Dios da gozo y a
través de ese gozo pueden compartir su nueva vida con otros, así como Jesús
compartió el vino nuevo en las bodas de Caná... Por lo tanto, el matrimonio no
debe ser tomado a la ligera, sino reverente y deliberadamente, de acuerdo con
el propósito con el que fue establecido por Dios".
Nuevos movimientos y un fuerte y amplificado ruido en el fondo. De
pronto, la portera cruzó intempestivamente toda la iglesia hasta llegar junto
al cura. Algo le dijo al oído. Enseguida este se irguió, levantó la mirada para
observar a todos los presentes y, al mismo tiempo, se enjugaba la frente con un
pañuelo que tenía en la mano derecha, mientras con la otra sostenía la Biblia.
Sus ojos parecían buscar algo o a alguien. Luego se apresuró a estirar el brazo
derecho señalando a los novios.
Apurado, dijo: "Si hay alguien presente que sepa alguna causa
justa o impedimento por el cual esta pareja no deba unirse en santo matrimonio,
dígalo ahora o de aquí en adelante guarde silencio para siempre".
Los amigos advirtieron con cierto alivio que nadie se apuraba a
decir algo. Les costó volver la vista atrás y percatarse de que la enamorada ya
no estaba. Respirando hondo, los seis dieron vuelta a sus cuerpos y se quedaron
así, buscándola. Notaron que se había marchado y que no tuvieron ocasión de
verla salir. En esos precisos momentos llegaba una señora entrada en años que
se paró al frente de ellos; portaba un pañuelo floreado en la cabeza y una
túnica blanca que le envolvía todo el cuerpo y le daba un aspecto fantasmal en
el vestir. Al verlos buscar con la vista por todo el fondo, se apresuró a
decirles: "Ella se cansó de llorar sin aliento y se fue. La pobre lloraba,
herida por un profundo dolor, echándose hacia delante y hacia atrás, y giraba
el cuerpo acurrucándose. Al oírla, me di cuenta en ese instante que era la
otra, la antigua prometida del novio, porque además tenía las manos sobre un
libro de poemas y acariciaba un anillo de compromiso que llevaba en el dedo; y
también porque hablaba con mucho conocimiento de él. Lo recordaba casi
groseramente. Hasta me dio la impresión de que deseaba no haberlo conocido.
Luego la pobre, al salir apurada, perdió el equilibrio y se encontró con uno de
los santos de yeso que adornan la puerta y, ¡cataplum!, ya estaban el santo y
ella rodando por el suelo. Sin esperar que alguien la auxiliara, se levantó
ágilmente y se encaminó casi corriendo a la calle... Yo me sentaba muy junto a
ella y no dejaba de abrazarla... Antes de salir, como alma que lleva el diablo,
soltándose de mis brazos, se dirigió a mí y me preguntó si conocía al novio. Le
dije que no; que siempre vengo a los matrimonios porque me gustan...
—Yo vivo cerca y siempre me atrevo a venir. Siempre uno encuentra
curiosidades. Me gusta mucho ese momento cuando se dan el sí... ¡Sé que es algo
chistoso, pero me gusta! —dijo ella.
Llevando mi mano a la suya, con mucha reverencia, aproveché y le
hice la misma pregunta. Me respondió que sí, que era el amor de su vida; pero
que hoy había muerto. O que tal vez ya estaba muerto ayer y no se había
enterado.
—No lo sé, porque no parece él, lo desconozco. Hasta estoy
creyendo que no es él o que es alguien que se parece a él. ¡Qué todo esto es
una pesadilla! Pero para qué me engaño; al fin y al cabo, él se lo ha buscado.
Que no me eche luego la culpa a mí. Esto ya es un asunto archivado —agregó.
Mirándole a los ojos le pregunté qué había pasado. Titubeó un
poco. Apoyada casi en el borde del asiento y secándose los ojos, me contestó:
—Tuve que viajar por cuestiones de estudios. Regreso y me
encuentro con esto. Él no me supo esperar. Supongo que así terminan estas
nuevas telenovelas. ¡Qué infinita pena! —suspiró profundamente, dejando escapar
toda la tristeza acumulada.
Luego soltó una larga sonrisa, y exaltada terminó diciendo:
—¡Pero no, pero no! —Y se marchó, huyendo despavoridamente...
Enterado de esto, y
reprochándose la falta de caballerosidad para con su amiga, ya que a nadie se
le ocurrió acompañarla, escucharon a sus espaldas que el cura daba por
terminado el rito católico. Miraron hacia atrás, y con gran sorpresa, allí,
ante ellos, estaban Adolfo y Estela agarrados de la mano.
—Bueno, ahora todos al
bailongo —dijo Adolfo con una sonrisa de oreja a oreja.
Estela sonrió inquieta y los
saludó respetuosamente. Ellos se movieron a saludarla. La observaron por un
momento. Miraron también a Adolfo. Pensaron rápidamente que no eran necesarias
las palabras. Después de todo, seguía la fiesta. Ya aliviados de la dura realidad
que le tocó vivir a su amiga, y entendiendo que la ceremonia del matrimonio
había concluido, volvieron la vista hacia atrás, para despedirse de la anciana;
pero esta ya no estaba.
Loro