A
veces, de pronto, suceden cosas que uno nunca espera. Trato de imaginar este
argumento haciendo una especie de memoria retrospectiva. Sé, además, que he
tratado de mejorar algunos detalles de esta historia. Vamos a ver cómo sale.
La
acción se origina cuando yo estaba sentado frente a él. El anfitrión se llama
Martín y los tres lo escuchábamos sin mucha atención. Él es un antiguo amigo
del colegio y amigo de las discusiones históricas y del momento. Joe y Poncho
compartieron el mismo salón de clases en dos o tres ocasiones; conmigo solo una
vez, en segundo de secundaria. Cuando lo conocí, me pareció que lo conocía de
toda la vida, siempre insurrecto y jaranero, y muy amigo de las amigas que él
necesitaba con desesperación. Ahora sé que repasó infinitas veces a Allan Poe y
que conserva aquel rostro clásico de familia de barrio, como el nuestro.
—Poncho
es uno de mis mejores amigos… desde muy pequeños y con él he pasado diversas
aventuras que es difícil enumerar. Desde que lo conocí, siempre se granjeaba
afectos y simpatías por todos lados. ¡Es un especial amigo! —decía Martín,
frotando un libro delgado sobre su camisa y agregando algunas desacostumbradas
palabras más.
—¿Y
a qué viene tanta franela? —dijo Poncho, que se puso en pie, curvando las cejas
y estirando el brazo para coger un voluminoso diccionario que estaba encima de
la mesa.
Joel
y yo los observamos sin asombro y sin entender el comentario felpudo de Martín,
porque estaba totalmente fuera de contexto.
Sobándose
la frente, Martín se rió, aunque Poncho no disimulaba la molestia de aquellas
palabras. Sin decir nada, Martín se levantó lentamente, apretó los labios y se
encaminó al otro lado de la sala. Los tres ahí seguimos conversando. El tema de
conversación era sobre la traición y los traidores.
—Sí
—dijo Joel—, cada época de la historia es rica en traidores. Estoy recordando
el caso de Julio César: “¡Bruto, tú también, hijo mío!” No olvidemos que este
último personaje llevaba en sus genes los del infame traidor de Roma, Servilio
Cepión, general romano que se levantó en peso el famoso tesoro de Tolosa, un
tesoro que doblaba, por aquel tiempo, al estatal de Roma. Al ser descubierto,
Roma se encolerizó y exigió lo razonable: que fuera arrojado desde la roca
Tarpeya… Pero gracias a la gran cantidad de amigos poderosos presentes en el
Senado, salió librado de la muerte…, lo que originó solo el exilio, que lo
aprovechó muy bien disfrutando reposadamente del inefable robo. Pero como nadie
sabe para quién trabaja, Bruto, al ser su heredero final, se quedó con todo y
fue inmensamente rico…, pero también hay que tener en cuenta que César lo amó
como a un hijo, porque el galifardo era, ni más ni menos, el hijo de la más
famosa de sus amantes: Servilia, hija de Cepión… También el ascenso del César
estuvo lleno de traiciones: ahí está la muerte de Pompeyo en manos de sus
compañeros Aquilas, Septimio y Salvio… El mismo César fue un traidor, aunque
haya llorado como una niña la muerte de su yunta Pompeyo. Si desdobláramos
completamente la historia, nos fijaríamos en todo lo acontecido…, pero hoy en
día nadie se fija en estos detalles. El César solo es considerado el iniciador
de un gran imperio —concluyó Joel.
De
inmediato, Poncho volvió la cabeza y lo quedó mirando. Sobre sus manos tenía
abierto un voluminoso diccionario. Entonces agitó las hojas decentemente y
ubicó el dedo índice, quieto, sobre una de las páginas.
—Claro
que sí, aunque me parece que el Imperio Romano se inauguró con Augusto, pero
esa es otra discusión... Los traidores, los traidores están donde uno menos se
lo espera. Los adjetivos que nombran a estos personajes pueden variar, a
oración solo convergiendo palabras necesarias. Por ejemplo, si digo: "me
apuñaló por la espalda", estoy diciendo: desleal, infiel, judas, renegado,
desertor, delator, alevoso, felón, ingrato, indigno, intrigante, conspirador...
Los traidores siempre aparecen como imágenes discontinuas en la historia,
bifurcados por todos los rincones y vistiendo variados ropajes, pero al final
de nada les sirve el disfraz, porque siempre son descubiertos. En nuestros
tiempos caminan vestidos del último adjetivo: son conspiradores; el ejemplo más
claro es el asesinato de Abraham Lincoln o de John F. Kennedy. Por lo tanto,
lealtad y fidelidad son palabras olvidadas, no tienen ningún sentido para esta
gente. Quienes practican hoy este juego olvidan que tarde o temprano serán
descubiertos como Efialtes, que esperaba ser recompensado por los persas luego
de su traición a Leónidas. Y luego, ¿qué obtuvo? Nada. ¿Qué ganó? Solo una
vergonzante y acobardada huida. Aunque los persas masacraron a un minúsculo y
aguerrido grupo de espartanos gracias a la nueva ruta que les dio Efialtes para
evitar el paso por las Termópilas, fueron derrotados en la Batalla de Salamina...
Con esta traición los persas solo obtuvieron una victoria pírrica, solo eso
—dijo Poncho.
—Yo
pienso —aumenté— que la traición es un instrumento —si cabe la palabra— que se
aplica para conseguir un interés personal, ya sea este de fama, poder, económico
o de amor. El interés de Érostrato, por ejemplo, fue ganar fama; por eso
incendió el templo de Artemisa. La traición la hizo contra todo un pueblo...
También el sacerdote Pedro de la Gasca en la pampa de Anta, episodio que la
historia llama la batalla de Jaquijahuana, no tuvo mayor pelea; la traición a
Gonzalo Pizarro, y que le costó a este la vida, fue total. La deserción la
iniciaron el oidor Cepeda y el papá de Garcilaso, que era conocido como
"el leal de las tres horas". Chapa cruel, pero precisa. No era la
primera traición ni la última que hizo este dubitativo y ambicioso personaje.
De
pronto hizo su aparición Martín; traía una sonrisa triste y una interrogación
en el rostro, y en las manos, una ruma de cuadernos viejos; eran sus cuadernos
de la secundaria: ciencias naturales, geometría, historia del Perú, etc. De
inmediato reconocimos las pastas de todos estos y que estaban conservadas muy
bien, incluso seguían luciendo el antiguo forro de vinifan. Esta vulgar pero
fresca visión persuadió nuestros recuerdos y logró que nos inundara de
nostalgia. Sentados en los sillones, que bordeaban una de las esquinas de la
sala, vimos sentarse apuradamente a Martín. Encorvado y sacudiendo las manos,
estaba seguro de encontrar algo. Con todos los cuadernos abiertos, los hojeaba
agitadamente, mientras sus ojos corrían por las páginas sin detenerse. Esta
acción le confería a su imagen una especie de clérigo loco en busca de un
versículo interesante.
—¡Puta
madre, no está aquí! —dijo amargamente. Se puso en pie y desapareció otra vez.
Hacía
dos horas que habíamos llegado a la casa de Martín. Esta es de un solo piso y
en primer lugar está la sala de tamaño regular; arriba y en la pared que está
al frente de nosotros cuelgan dos cuadros, y uno de ellos representa "El
Sagrado Corazón de Jesús" y el otro a una mujer muy especial, porque es la
imagen de una señora guapetona y enérgica de más de cuarenta años, de ojos y
cabellos negros lacios. La señora que está en el cuadro presenta un vistoso
lunar en una de sus mejillas y podría llamar la atención como esposa de un
distinguido y enérgico cacique de barrio: es la mamá de Martín. Debajo de estos
cuadros hay un viejo escritorio muy pegado a la pared que cubre una de las
esquinas y soporta un equipo de música y una sarta de discos compactos
desparramados sin ningún orden. La sala, que está separada por una cortina
descolorida, se comunica con otra habitación de igual tamaño, en la que hay,
arrinconada en la pared y en la misma dirección de los cuadros, otra mesa vieja
de base de metal. Encima de esta hay utensilios de cocina; y debajo, cajas
llenas de libros y revistas; y al frente de todo esto, en el otro extremo, está
presente una estropeada cama deshecha. Todos estos objetos invaden lo que es el
comedor. Luego sigue una abertura rectangular sin puerta que nos conduce a una
cocina desguarnecida con las paredes sin pintar y que está flanqueada por el
cuarto de Martín y por un oscuro y descuidado baño. En el centro de la cocina y
al ras del piso y cubierto por maderas y cartones viejos, yace un pozo de agua
abandonado que nos lleva a tiempos inmemoriales: los de inesperadas alquimias
mágicas y la elaboración de algunos tragos exóticos o alguna chicha de jora que
puso en jaque a nuestros pobres e inestables estómagos; también nos recuerda
gratos e ingratos momentos no atestiguados, como almanaques amarillos llenos de
nostalgia, en los que padecimos alguna sequía sexual duradera por culpa de
nuestra adolescencia retrasada y por los bolsillos desiertos e inevitables de
estudiantes. Ahora, como antes, en todos los ambientes se siente un poco de
descuido, humedad, lugar poco frecuentado.
En
estos momentos, la puerta que da a la calle está ligeramente abierta. En la
calle solo se oyen jugar a la pelota dos o tres niños, que son los hijos de los
vecinos de Martín. En el centro de la sala, nos acompaña una mesa grande, y
encima de ella hay revistas, libros, cartones cuadrados y rectangulares,
figuras de animales hechas de papel y una libreta de apuntes igualmente
desparramada y sin ningún orden. También están encima de ella, pero en una
ubicación expectante, dos cervezas bien heladas acompañadas de una cajetilla de
cigarrillos. Una tercera cerveza móvil recorre nuestros pies a cada turno. A la
derecha de Poncho hay un estante repleto de libros y folletos desordenados que
tapa medianamente nuestra vista del comedor.
—¿Qué
estará buscando este huevón? —preguntó Joel.
Poncho
lo miró por un momento, luego se acercó a la mesa, cogió un cigarrillo y lo
encendió.
—Seguro
que está buscando el cuaderno de la susodicha —dijo Poncho con la cara cubierta
de humo.
—¿Tú
crees que lo tenga? —interrogué.
Joel,
quitándose la pregunta de encima y levantando el vaso, dijo:
—¡Salud!
¡Por los tiempos mejores!
Desde
mi posición y a través de la cortina y por entre las juntas, podía ver a Martín
en el comedor. Estaba inclinado y de rodillas, buscando desesperadamente algo
en la ruma de libros y revistas amontonadas en las cajas que estaban en el
suelo; movía el cuerpo como si desenterrara un viejo tesoro pirata con las
manos.
—Eh,
lo encontré —exclamó, dando un golpe encima de la mesa.
Entonces,
balanceándose y blandiendo un cuaderno de pasta blanca, como los primeros, se
dirigió nuevamente a la sala.
Ahora
estaba sentado a mi costado, frente a Poncho, y tenía una sonrisita apretada
que acompañaba a su rostro.
—Miren,
aquí está —dijo Martín.
No
le hicimos caso y seguimos hablando sobre la traición y los traidores.
—Dante
ubica a los traidores en el último círculo. Él cree que es el peor de los
pecados. ¿Tú qué dices, Martín? —preguntó Joel.
Martín,
riendo burlonamente, agitaba las páginas del cuaderno. Parecía estar más
entusiasmado registrando la reliquia encontrada que con la pregunta de Joel. Le
brillaban los ojos y permanecía con el hocico entreabierto. Justo cuando Poncho
iba a hablar, reaccionó y sonriendo cachacientemente, dijo:
—Mira,
la traición tiene infinitas facetas, como una figura geométrica de infinitos
lados. Por ejemplo, la traición de Judas es un bizcochuelo de medio céntimo.
Judas, al final, cumplió los designios que le impuso el destino. Era un
destinado. Hasta deberíamos considerarlo un mártir, el mejor de los discípulos.
Porque sin salir de la verdad, no hay un móvil exigente que justifique su
traición. Habría que preguntarle a Jesús si no fue él quien pidió a Judas que
lo traicionara para redimirse a través de su muerte... Ya lo había anunciado
antes... durante la Última Cena, el más conocido: "Uno de ustedes me
traicionará"; o el otro: "Intensamente he deseado comer esta Pascua
con vosotros antes de padecer; porque os digo que nunca más volveré a comerla
hasta que se cumpla en el reino de Dios". Y luego de la celebración de
Pascuas, Jesús le dice a Judas: "Lo que haces, hazlo más pronto". Fue
entonces cuando Jesús instituyó "la cena del Señor" con los once
apóstoles restantes (1 Corintios 11:20). Puesto que mandó a sus seguidores:
"Hagan esto en conmemoración mía". Más claro ni el agua de mesa. Para
mí, Judas solo es un miserable ladrón. El pendejo, al ser el tesorero de la
dichosa cofradía, se tiraba "la plata" destinada a los más pobres. Y
eso le bastaba... Aunque la ambición mata... pero... No sé, habría que estar en
el pellejo de este huevón. También hay dos versiones de la muerte de Judas. La
primera y la más difundida: que, arrojando los treinta ciclos de plata en el
templo, salió corriendo y se ahorcó; la segunda: que adquirió un campo con los
treinta ciclos o monedas de plata y no se sabe cómo, pero un día, cayendo de
cabeza, se partió en dos, por el medio... ¡váyase a saber cómo carajo ocurrió
esto! quedando desparramadas todas sus tripas. En lo único que coinciden las
dos versiones es en el nombre del lugar comprado: "Campo de sangre".
Pero eso es harina de otro costal. Si quieren confirmar lo que digo, busquen en
la Biblia; ahí está clarito. Ahora, volviendo a lo del traidor... Yo me
atrevería a relativizarlo. Por ejemplo: Bruto, Guy Fawkes, Quisling, Pétain o
Saddam Hussein hubieran sido honrados como héroes si hubiesen vencido, y
Napoleón, Bolívar o La Malinche habrían sido ajusticiados con el cargo probado
de traición si hubiesen pertenecido al bando derrotado... Otros traidores
pasaron piola. Los grandísimos hasta fueron presidentes por dos veces
consecutivas. Ahí está "El Califa" Nicolás de Piérola que, antes del
desastre de Miraflores, licenció a sus tropas y fugó con su plana mayor hacia
la Sierra por Cantogrande; y el otro, que también fue dos veces presidente (se
autoproclamó jefe supremo y luego lo nombraron Presidente Regenerador de la
República), hijo de un aristócrata español, Miguel Iglesias, que conspiró
contra Manuel Pardo apoyando la fracasada rebelión de Piérola, y que se hizo
conocido por su famoso grito de "Montán" suscribiendo la rendición
incondicional ante los chilenos. Y no hablemos del felón Mariano Ignacio Prado,
chupamedias de Castilla, que de solo nombrarlo me da dolor de estómago...; éste
sí que se pasó: "Héroe" del Dos de Mayo, pero que luego de la derrota
de Angamos se consagró como alevoso desertor nacional. Los adjetivos quedan
cortos para este truhan; no llega a traidor. Ya he expuesto que ser traidor es
relativo. Depende muchas veces de tu suerte; si estás del lado perdedor:
traidor; si estás del lado ganador: héroe. Pero ser cobarde, ladrón y desertor
es lo peor de lo peor, es desgraciar toda tu composición genética. No sé qué
vida llevarán sus congéneres que siguen aprovechando la herencia malnacida de
este ladrón; porque por más que se vistan de burgueses con levita, tongo y
paraguas, igual, nadie les quitará la herencia genética del susodicho cobarde
felón, que para mí es la terrible conjunción de los peores adjetivos... Pero dejando
a todos estos intrigantes y verificados traidores, ingresamos mejor a nuestro
antiguo y querido mundo escolar de perseverada inocencia juvenil. Podemos ver
que también hay comedias sombrías que nuestra adolescencia originó y que no sé
si podríamos calificar con el adjetivo de traidor, aunque también es terrible
el adjetivo coloquial: "soplón". El diccionario lo dice —le quita el
diccionario a Poncho, lo hojea y lo contempla por un momento—. Miren, aquí está
el significado: que acusa en secreto a otros o actúa como confidente. Y esto
aconteció en el colegio, ¿sí o no? Siempre aparecía o se resbalaba por ahí un
inefable soplón. Esto ocurría cuando al niño mimado de algún reverente profesor
le atribuían un encargo: el de informante. Todo, por supuesto, era solapa...
—concluyó Martín, sin dejar de mirar fijamente a Poncho.
—¿Qué
es lo que quieres insinuar, pendejo? —arguyó interrogativamente Poncho.
Martín
abrió el último cuaderno que trajo, lo dobló por la mitad y se lo pasó a Joel.
—Mira
aquí y dime quién de todos es el soplón —dijo Martín con una extraña sonrisa de
satisfacción.
Joel
se puso a observar el interior del cuaderno, fijando los ojos en un cuadro
estadístico de alumnos. Yo aproveché para sentarme en la orilla del sillón y me
acerqué a mirar. Se leía en la cabecera de la página: "Registro de tareas
para la organización del aula 5ºC". Poncho se puso en pie y se fue al
baño.
Treinta
y ocho años contaba aquel cuaderno sin otras aventuras que la de estar
encerrado en aquella caja, sin sentirse vivo. Tal vez esperando la eventualidad
de una futura fama; la que Martín pretendía darle en esos momentos. Por ello,
miraba a Joel como quien confiesa y abarca una vulgaridad en el alma, como cosa
que conforta.
—¡Estoy
asombrado! Nunca encontré a nadie de nuestra cofradía que se acordara de
esto... Pero aquí está, había sido el campeón de los soplones; para aceptar
esto, tenía que haberle pisado un caballo la cara o, de seguro, se había caído
de cabeza. Y esto de llevar la asistencia, yo creo que no lo hizo por dinero,
como Judas; esto lo hizo por placer, para joder a la sarta de galifardos que
rodeaban a la simpática Lily... ¿Quién lo creería? ¡Poncho delator! Pero una
pregunta, Martín, ¿no crees tú que ahora, al creerte el héroe al confesarnos
esta verdad, estás haciendo el papel de soplón?
Loro
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